José Abu-Tarbush

Guerra y paz en Oriente Próximo

(Disenso, nº 37, junio de 2002)

La situación en Oriente Próximo se ha caracterizado desde hace más de cincuenta años por ser ni de guerra ni de paz. Desde la fundación del Estado de Israel en 1947 hasta la actualidad ha habido ciclos de guerra abierta cada diez años. De ellos los más destacados por sus consecuencias han sido la guerra de 1967, con la ocupación de los territorios palestinos por Israel, y la de 1982, que produjo el cambio de la estrategia político-armada de la OLP por la político-diplomática, dando mayor credibilidad y reconocimiento internacional al movimiento de liberación nacional palestino, al mismo tiempo que la resistencia se trasladaba al interior, con la primer ‘Intifada’, de diciembre del ’87. Hoy nos encontramos ante un nuevo ciclo de violencia, que, si se cierra en falso, puede reabrirse de nuevo, esta vez con el componente islamista por encima del contenido nacional y nacionalista que hasta ahora ha tenido la resistencia palestina.

La situación más regular en Oriente Próximo es la de ni guerra ni paz. La ausencia de guerra nunca ha significado la paz y, a su vez, la ausencia de paz no necesariamente siempre se ha traducido en guerra. En este balance entre guerra y paz el peso siempre ha estado inclinado hacia el lado de la guerra. Precedida por la conflagración seminal que tuvo lugar con la creación del Estado de Israel sobre buena parte del suelo palestino (1947-49), la regularidad de la guerra en la región es de una cada década: la agresión tripartita de Israel, Francia y el Reino Unido contra el Egipto de Nasser en 1956; la de 1967, en la que el ejército israelí ocupó en sólo seis días los territorios palestinos de Jerusalén oriental, la franja de Gaza y Cisjordania, además de los de la península egipcia del Sinaí y de los de las alturas del Golán sirio; la de octubre de 1973, en la que los ejércitos árabes de Siria y Egipto recuperaron su autoestima, pero no los territorios perdidos en la anterior contienda; la de 1982, liderada por Ariel Sharon contra las fuerzas de la OLP afincadas en el sur del Líbano; la de 1991 contra la invasión iraquí de Kuwait; y la de la primera década del siglo XXI que actualmente lleva a cabo Sharon contra la desvanecida Autoridad Nacional Palestina (ANP).
No todas estas guerras han sido originadas directamente por el conflicto israelo-palestino, pero de un modo u otro han establecido alguna conexión con éste, ya sea percibiéndolo como el origen de la tensión regional (guerras de 1956 y 1973) o bien instrumentalizándolo (guerra de 1991). Algunos de los efectos de estas guerras refuerzan esa vinculación, la de 1973 llevó al acuerdo de paz entre Egipto e Israel, en 1979; y la del Golfo en 1991 propició el proceso de paz iniciado en Madrid en el otoño de ese mismo año. De hecho, junto con éstas, otras guerras se han producido en la región (la irano-iraquí de 1980-1988) sin establecer ningún tipo de vinculación con dicha controversia. Por lo que puede considerarse que buena parte de la inestabilidad en Oriente Próximo se debe al conflicto israelo-palestino, pero esto no significa que sea la causa de todas sus convulsiones o que éstas se agoten en aquél.

LAS MÁS DESTACADAS. De todas estas guerras dos destacan por sus efectos en la posterior evolución del conflicto. La primera, la de 1967, ha estado durante mucho tiempo mitificada por la consigna izquierdista y tercermundista de “cuanto peor, mejor” que llegaba a considerar que dicha guerra tuvo dos vencedores, en el lado militar, el Estado israelí, que aumentaba su dominio territorial; y en el lado político, el pueblo palestino, que incrementaba su conciencia nacional. Nada más lejos de la realidad, el nacionalismo palestino arranca muchísimo antes de la ocupación israelí de 1967 y por mucho que ésta forzara dicho proceso nada compensaba la pérdida del resto de su territorio nacional y su fuente principal de identidad colectiva. El mejor ejemplo de ello es que dos años antes habían dado comienzo las acciones de sabotaje de la guerrilla palestina.
La segunda, la de 1982, marcó un hito en la historia del conflicto, era la primera guerra propiamente israelo-palestina de la historia, si dejamos a un lado otros enfrentamientos anteriores de menor escalada e intensidad experimentados entre las dos partes (como el registrado durante la primavera de 1978 en el sur del Líbano). Entre sus derivaciones más significativas se encuentra la salida de las fuerzas de la OLP de Beirut y el abandono por ésta de su estrategia político-armada en favor de la político-diplomática. Pero en contra de las expectativas israelíes, el desplazamiento de la central palestina y su evolución estratégica no supuso el fin del movimiento de liberación nacional palestino; por el contrario, éste ganó mayor reconocimiento, credibilidad y apoyo en el ámbito internacional. Es más, tampoco significó el fin de la resistencia palestina a la ocupación militar como se había hecho eco la ilusión israelí, pues aquélla fue gradualmente aumentando hasta desembocar en la primera Intifada en diciembre de 1987.

UN NUEVO CICLO. Por tanto, junto con la de 1947-49, las dos guerras de mayor trascendencia política en el conflicto israelo-palestino son las de 1967 y 1982. Incluso existe cierta conexión entre ambas, pues la de 1967 pareció silenciar a los palestinos bajo la ocupación israelí para centrar el conflicto entre Israel y la OLP en el exilio. A su vez, el testigo del agotado repertorio estratégico de la lucha armada del movimiento palestino en la diáspora fue tomado por los palestinos bajo la ocupación. Así se cerraba un ciclo al mismo tiempo que se inauguraba otro. La transición entre el fin del viejo ciclo (guerra de 1982 y consiguiente salida de la OLP de Beirut) y el inicio de otro nuevo (primera Intifada desde 1987 a 1992) coincidió con toda una serie de cambios en el sistema internacional, en la que la estructura del poder mundial quedó transformada con el fin de la guerra fría, la desaparición de la URSS y el ascenso de la hegemonía estadounidense, al mismo tiempo que se inaugura una nueva etapa en las relaciones internacionales, la de la posguerra fría.
En este momento nos encontramos ante este nuevo ciclo en Oriente Próximo. Es difícil percibir esta fase cuando aún se está en la misma, pero observada con cierta perspectiva histórica ayuda a situarse ante los actuales acontecimientos. La principal lección que cabe extraer de este ciclo de conflictos es que no tiene solución militar, sino política. Sin embargo, no por ello las partes dejan de recurrir a la violencia. Su recurso es la constatación del fracaso de la política de negociación emprendida en la zona desde hace una década aproximadamente, pero no es menos cierto que, por paradójico que parezca, la violencia aparece asociada a las negociaciones de paz.

¿PAZ O RENDICIÓN? En ese sentido, después del fracaso de las conversaciones sostenidas en Camp David en el verano de 2000, la ANP se desentendió de la seguridad, pues entendía que no podía continuar siendo el guardián de Israel en los territorios palestinos (autónomos u ocupados) sin ningún tipo de contrapartida política que asegurara la formación de un Estado palestino viable, con continuidad territorial y soberanía real. Por su parte, Israel no cedió en su represión de la nueva Intifada hasta llegar a la escalada actual, pues consideraba que la parte palestina no asumía su condición de perdedora de la guerra fría y de todas las guerras de Oriente Próximo y, pese a ello, había incluso osado rechazar las ofertas israelíes. Por tanto, de lo que se trata ahora es que los palestinos prueben el polvo de la derrota y vuelvan a la mesa de negociaciones en calidad de perdedores. En este supuesto, el denominado proceso de paz sería suplantando por las condiciones de rendición impuestas por Israel. Ésta ha sido, por otra parte, la pauta israelí durante todo el proceso que arranca desde Madrid (1991) y, sobre todo, de Oslo (1993), frente a una OLP muy debilitada y precipitada en sus decisiones, a saber, Israel ha negociado a la baja las resoluciones de las Naciones Unidas que exigen su retirada de los territorios palestinos ocupados militarmente en la guerra de 1967, su objetivo es perpetuar por otros medios dicha ocupación y al mismo tiempo legitimarla.
Es de temer que sin un mayor equilibrio entre las partes en futuras negociaciones se estaría condenando nuevamente a la región a emprender otro ciclo de conflictos en el que la ausencia de guerra no significaría paz y, en su lugar, la violencia no tardaría mucho en reaparecer; sin olvidar la violencia estructural que supone (e impone) la ocupación militar israelí sobre la sociedad palestina ocupada. La pregunta, por tanto, es si la denominada comunidad internacional puede o debe permitir por más tiempo la prolongación de este conflicto, clavado en el corazón del mundo árabe e islámico, sobre todo si se toman en consideración las ramificaciones que ha ido adquiriendo en los últimos tiempos (transnacionalización de la violencia islamista) ante un mundo interdependiente que se muestra sensible y, en ocasiones, hasta vulnerable frente a los acontecimientos que suceden en otra parte del mismo.

EL PAPEL DE EE UU Y LA UE. Por último, conviene recordar que cuando se habla de comunidad internacional se está haciendo mención a los Estados Unidos y a la Unión Europea principalmente. Aunque ambos no sean los únicos actores de la sociedad internacional, lo cierto es que su influencia en Oriente Medio es innegable e incomparable con la más escasa de otros Estados o potencias como Rusia o China. Además de su responsabilidad histórica en el conflicto e intereses en la zona, Europa tiene una notable influencia económica (Israel es el primer socio comercial de la UE). Por su parte, los EEUU poseen como ningún otro actor en la escena mundial una influencia en prácticamente todos los terrenos, desde el político y militar hasta el económico e informacional.
Sin embargo, ambas influencias no terminan de traducirse en el terreno político. El problema no sólo reside en la falta de acuerdo entre la visión estadounidense y europea, sino que incluso en esta última las divisiones en política exterior son igualmente evidentes, en concreto, en Oriente Próximo los países de la Europa mediterránea muestran una sensibilidad de la que carecen algunos de los países del norte de Europa (Holanda, Reino Unido y Alemania), más propensos a secundar la política norteamericana. Pero la pasividad de Washington no responde al fracaso de la mediación internacional como comúnmente se cree o se reproduce mediáticamente, sino a una clara apuesta política ante la evidente primacía militar de su aliado israelí: que el conflicto siga su curso natural (militar) para posteriormente situar ventajosamente a Israel en un denominado proceso de paz que, nuevamente, intentará imponer las condiciones de rendición a la parte palestina.

HACIA UN NUEVO CICLO. Cabe, finalmente, reiterar una vez más que el cierre en falso de esta fase del conflicto no hace más que reiniciar otro nuevo ciclo, quizás no haya que esperar hasta la próxima década ni necesariamente se exprese en los mismos términos. La propia evolución del movimiento de resistencia palestino durante las dos últimas décadas puede ser un buen indicador de ello en la medida en que ha ido registrando un notable incremento de las expresiones islamistas en su seno, pese a que históricamente pasaba por ser uno de los movimientos sociopolíticos más secularizado de la región. Que la cuestión palestina sea vaciada de su alto contenido nacional y nacionalista por la llamada amenaza islamista es la mejor coartada con la que cuenta, de un lado, Israel para perpetuar su ocupación militar de Palestina y, de otro lado, los EE UU para seguir brindando su apoyo incondicional a su criatura neocolonial, en especial, a partir de esta nueva etapa en las relaciones internacionales, la de la posguerra fría, para la que se auguraba el choque de civilizaciones, tesis reforzada tras el 11 de septiembre de 2001 que comienza a cobrarse sus dividendos en Oriente Próximo, donde el futuro previsible seguirá deambulando entre la guerra y la ausencia de paz.

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