José Abu-Tarbush

Los ‘think tanks’: información,
poder y opinión pública
(Disenso, 47, octubre 2005)

Traducido frecuente y libremente como centros de debate, reflexión e incluso de investigación, los think tanks remiten al necesario asesoramiento de los Estados en materia de relaciones internacionales, principalmente. En cierto sentido, su función es tan antigua como la propia existencia de los Estados en el espacio internacional. Esto es, a medida que las relaciones interestatales se fueron complejizando, los hombres de Estado necesitaron cada vez más de un nutrido grupo de consejeros que les asesoraran en materia de política exterior, en particular, y de relaciones internacionales, en general. De esta manera se pasó de contar con la tradicional figura de un consejero a la más moderna de un auténtico equipo de asesores. Dicho en otros términos, se transitó desde personajes míticos como el Cardenal Richelieu, que inspiraba la política exterior de la monarquía absoluta francesa en el siglo XVII, a modernos departamentos de estudios y análisis en los ministerios de Asuntos Exteriores. Del mismo modo, se fue evolucionando en el seguimiento de la política mundial con la dotación de medios más adecuados a estos gabinetes de estudio que, a su vez, permitieran un análisis más riguroso y sistemático sobre dicha realidad.

 ASESORANDO AL ESTADO EN EL EXTERIOR. Obviamente, a mayor implicación e importancia de un Estado en la política internacional, mayor necesidad tiene de la mencionada  guía u orientación.  No es precisamente una casualidad que actualmente Estados Unidos sea el país que reúna en su suelo el mayor número de think tanks y de profesores universitarios especializados en Relaciones Internacionales, ni que dicha disciplina esté 3⁄4en gran medida3⁄4 hegemonizada por la escuela neorrealista estadounidense. Es más, en el propio origen de esta disciplina académica, a raíz de la I Guerra Mundial, se encuentra la inquietud por educar a las sociedades y a sus dirigentes políticos con objeto de evitar la repetición de tragedias semejantes.  Sin embargo, pese a la institucionalización de las Relaciones Internacionales en el espacio académico, su éxito, en este sentido, ha sido más bien escaso a tenor de los acontecimientos que siguieron: la II Guerra Mundial, la Guerra Fría, las guerras de descolonización (o, igualmente, de emancipación nacional), los conflictos regionales y las nuevas guerras de la actual era de la posguerra fría, incluidas las imperiales o hegemónicas. No obstante, gracias al desarrollo de dicha materia  nuestro conocimiento sobre la siempre compleja realidad internacional ha aumentado de manera considerable.
Prácticamente ningún Estado ha sido una excepción a la regla de adoptar un centro de asesoramiento en política internacional. Ya fuera de una u otra obediencia política e ideológica (capitalista o comunista), todos los Estados han contado ¾y cuentan¾ con este tipo de institución, desde la más rudimentaria (con personal escaso, poco cualificado y sin muchos recursos materiales ni proyección exterior alguna) hasta la más vanguardista o puntera (con personal altamente cualificado, gran profusión de recursos y una considerable proyección entre los círculos políticos e intelectuales mundiales). El retraso secular de España respecto a los países de su entorno explicaría, en buena medida, la creación tardía de un think tank como el actual Real Instituto Elcano de Estudios Internacionales y Estratégicos (véase su web http://www.realinstitutoelcano,org/).
En contra de lo que comúnmente se cree, incluso un autócrata, en quien sólo descansa la toma de decisiones de gran trascendencia (piénsese, por ejemplo, en Saddam Hussein antes de invadir el emirato de Kuwait en agosto de 1990), también está mediatizado por su asesores.  Por muy personalista y caprichosa que sea la autocracia en cuestión, el dictador no tiene por sí solo la capacidad de realizar un seguimiento  más o menos exhaustivo de la política mundial. Por tanto, su visión del mundo dependerá 3⁄4al menos, parcialmente3⁄4  de las personas que le rodean. A su vez, esta situación presenta un problema añadido, sus asesores son igualmente sus principales aduladores y, en consecuencia, no querrán perder sus prebendas, favores ni, mucho menos, ser objeto de su furia. Por consiguiente, las más de las veces dirán al poder lo que éste quiere oír.
De lo anterior se deriva que, en no pocas ocasiones, este tipo de regímenes cometa algunos considerables errores estratégicos, a veces de carácter irreversible para su propia continuidad (además de la mencionada invasión iraquí de Kuwait, recuérdese la intervención de la dictadura argentina en Las Malvinas). Claro está que ambos ejemplos tienen en común la salvedad de que tanto Argentina como Iraq se ganaron la enemistad y el enfrentamiento con una gran potencia (Gran Bretaña) y una superpotencia (EE. UU., que apadrinaba con su protección a Kuwait). Aunque la realidad más frecuente ha sido la del enfrentamiento entre Estados igualmente autoritarios en la periferia del sistema político y económico internacional (uno de los ejemplos más dramáticos fue precisamente el de la guerra irano-iraquí de 1980 a 1988, que dejó un saldo de un millón de muertos, además de numerosas secuelas físicas y psíquicas en ambas sociedades).
Evidentemente, los errores estratégicos en materia de política exterior no son consustanciales a las autocracias, aunque las probabilidades de que éstas yerren por las causas mencionadas son mayores que las que poseen las democracias. A diferencia de lo que habitualmente sucede en una dictadura, en una democracia la toma de decisiones en aspectos cruciales de la política exterior (por ejemplo, entrar en guerra o declararla) no recae en una sola persona, sino que intervienen una serie de responsables políticos e incluso instituciones como el Parlamento. Es más, si bien el Gobierno tiene la potestad de la elaboración, la ejecución y la supervisión de la política exterior, no es menos cierto que su control (que, a su vez, puede ser anterior o posterior a su ejecución) recae en un amplio número de actores. Desde el ámbito político se valora su éxito o fracaso, desde el jurídico, es decir, su naturaleza lícita o ilícita, y desde el social, o sea su grado de popularidad o impopularidad (con factura electoral inclusive en algunas ocasiones que, por escasas, no dejan de ser menos llamativas).

CIUDADANÍA Y POLÍTICA EXTERIOR. De hecho, los ámbitos no gubernamentales en las sociedades abiertas y democráticas manifiestan una creciente influencia en la configuración de la política exterior. Atrás quedaron los tiempos en los que los asuntos internacionales estaban reservados a una selecta minoría política de estadistas, altos mandatarios, ministros de asuntos exteriores, diplomáticos, militares u otros profesionales. Por el contrario, actualmente el influjo de otros actores es bien visible. Pese a su diferente capacidad, protagonismo e influencia nadie puede negar el peso que en el diseño de la política exterior juegan los partidos políticos, los grupos de presión, las cámaras de comercio, los sindicatos, las comunidades autónomas, los municipios, los medios de comunicación, las organizaciones no gubernamentales y, en general, la ciudadanía. No debería de extrañar este creciente interés y preocupación por el espacio exterior, dada la actual interdependencia mundial. Ningún otro aspecto refleja más claramente esta interacción global que el medio ambiente o, para ser más precisos, su deterioro por la acción del hombre principalmente (cambio climático, capa de ozono, emisión de gases a la atmósfera, contaminación de los mares y los ríos, vertidos radioactivos, etcétera).
A lo expuesto se suma la mayor facilidad que actualmente existe para acceder a la información sobre las más variadas cuestiones mundiales (derechos humanos, conflictos, economía y comercio internacional, etcétera). De ahí la creciente influencia de la ciudadanía en la configuración de la política exterior. Pese a que la opinión pública mundial no es propiamente un actor de las relaciones internacionales (al menos no de carácter autónomo), cabe reconocer sus llamadas de atención sobre problemas cruciales de la humanidad, sus protestas ante medidas impopulares e injustas o simplemente su capacidad para alterar la agenda de las grandes potencias en las cumbres mundiales. En este sentido, el 15 de febrero de 2003, cuando varios millones de personas de prácticamente todos los rincones del planeta se manifestaron en rechazo de la anunciada guerra de EE. UU. contra Iraq, supuso un salto cuantitativo y cualitativo respecto a movilizaciones anteriores, al mismo tiempo que animaba a futuras acciones colectivas de la sociedad civil o ciudadanía global.
A su vez, este mayor y más fácil acceso a las fuentes de información implica la creación de corrientes de opinión pública diferentes e incluso opuestas a la información oficial. Dicho de otro modo, la política exterior ha salido de su tradicional elitismo y secretismo. Actualmente  son multitud  los ciudadanos que se interesan por lo que hacen sus Gobiernos en la sociedad internacional (contribuciones a la ayuda al desarrollo, ventas de armas a Estados autoritarios o en guerra y, entre otros supuestos, posición estratégica de su diplomacia ante cuestiones igualmente relevantes de la política mundial). Es más, no puede decirse que ese interés se reduzca solamente a las acciones exteriores de sus respectivos Gobiernos nacionales; por el contrario, su interés es igualmente extensivo a lo que hacen otros Gobiernos o actores estatales, así como otros actores no estatales (desde empresas transnacionales hasta organizaciones no gubernamentales, sin olvidar el elenco de fuerzas transnacionales dedicadas al crimen organizado como el tráfico de personas, estupefacientes, armas, etcétera).
En definitiva, frente al tradicional monopolio de la información en materia de política exterior que ostentaban los canales oficiales sin ningún tipo de contrapeso, actualmente existen alternativas muy creíbles e influyentes. La diversificación de las fuentes de información diversifica también los relatos sobre un mismo acontecimiento. No parece que sea la misma guerra de Iraq  con la sola presencia de la CNN que con la competencia informativa de Al Yazira. La globalización de la comunicación presenta así sus caras antagónicas: junto a las versiones oficiales, en la red corren numerosas interpretaciones opuestas. Sin duda, la existencia de estas corrientes de opinión alternativas e incluso, en momentos, de articulación de una opinión pública mundial contraria a la versión oficial no impide que los Gobiernos actúen según sus propios criterios. El ejemplo más evidente es que a pesar de las multitudinarias manifestaciones en contra de la guerra de Iraq, ésta finalmente se llevó a cabo. 
Ahora bien, actuar en el exterior en contra de la opinión pública en el interior tiene su correspondiente coste político. Si bien es cierto que buena parte de la ciudadanía vota prioritariamente según el juicio que realiza de la gestión interna de su respectivo Gobierno en materia política, económica y social, no es menos cierto la creciente presencia que en la decisión del voto tiene también su gestión de la política exterior,  sobre todo en situaciones críticas y conflictivas. El voto de castigo al Partido Popular en las elecciones generales celebradas en marzo de 2003 en España se explicaría, entre otras razones, por su empecinado seguimiento en política exterior de la Administración neoconservadora estadounidense, particularmente en Oriente Medio.  Incluso las autocracias se lo piensan dos veces antes de dar un paso en acciones exteriores claramente impopulares y comprometidas. Por ejemplo, la ambigüedad mantenida por numerosos Estados árabes durante la guerra de Iraq, que tuvieron que maniobrar entre los sentimientos claramente antiestadounidenses de sus sociedades y su alianza estratégica con EE. UU.
En conclusión, ya no se puede actuar en el exterior sin el apoyo de la opinión pública en el interior, no al menos gratuitamente como en el pasado, sin correr notables riesgos e imprevisibles costes políticos. De ahí que el Gobierno de Turquía, país islámico, pero no árabe, y miembro de la OTAN,  negara el despliegue de tropas terrestres estadounidenses para que atravesaran el territorio turco  hacia Iraq.   En la era de la información los Gobiernos han perdido su tradicional monopolio sobre la información internacional. Es más, a la hora de elaborar su política exterior deben de tener en cuenta a sus respectivas opiniones públicas e incluso a la potencial opinión pública mundial.
Por consiguiente, tampoco es precisamente una casualidad que proliferen los centros de pensamiento o los laboratorios o los bancos de ideas o cualquier otra denominación con la que se quiera traducir o aludir a los think tanks. Ya a lo largo de la historia se advierten algunos precedentes con obras paradigmáticas (El Arte de la guerra del chino Sun Tzu, Guía hacia el éxito del indio Kautilya y, la más conocida de todas, El Príncipe del florentino Maquiavelo) destinadas a aconsejar al poder acerca de cómo mantenerse en el mismo y de cómo dominar a sus vecinos. La novedad actual reside en que, además de su mencionado cometido original de asesoramiento al poder (estatal y no estatal), suma ahora el de crear corrientes de opinión favorables al mismo. Sintonizar la opinión pública interna con la gubernamental acción externa es una de las claves para el éxito de ésta.

 LA INFORMACIÓN AL SERVICIO DE LA APUESTA HEGEMÓNICA. La llegada al poder de Bush junior en 2000 otorgó una gran proyección política e ideológica a los think tanks neoconservadores EE. UU., en concreto, cabe destacar los dos más relevantes: American Enterprise Institute, fundado en 1943, y Proyect for a New American Century (PNAC), fundado en 1997. Paralelamente, sus principales instigadores ideológicos alcanzaron una gran notoriedad tanto en EE. UU. como en el exterior. Un buen ejemplo de ello fue el éxito de ventas y mediático alcanzado por el ensayo de Robert Kagan Poder y debilidad. Europa y Estados Unidos en el nuevo orden mundial. (Madrid, Taurus, 2003).
Después de prácticamente una década apartados de los circuitos de poder, ocupado por los demócratas liderados por Bill Clinton (1992-2000), los antiguos conservadores retornaron nuevamente al mismo con la denominación de neoconservadores o neocons. En el currículo de sus principales personalidades se computaba el haber protagonizado la denominada “revolución conservadora” de los años ‘80, articulada por los Gobiernos de Margaret Thatcher en el Reino Unido y de Ronald Reagan en EE. UU.; y, en este mismo sentido, el haber formado parte de las anteriores Administraciones republicanas (Nixon, Ford, Reagan y Bush senior).    
De su paso por dichas Administraciones cabe destacar dos hechos: primero, su abierta discrepancia con Bush padre por haberse quedado a las puertas de Iraq  después de la liberación de Kuwait en 1991, sin rematar la faena de adentrarse hasta Bagdad y derrocar al régimen de Saddam Hussein; y, segundo, su orgullosa reivindicación de la política exterior y de defensa de Reagan, en la que participaron muy activamente, y en la que se acuñaron términos como el “Imperio del Mal” (referido entonces a la Unión Soviética y, en general, al bloque del Este), y se ingenió el proyecto de defensa espacial antimisiles denominado cinematográficamente como “Guerra de las Galaxias”. De hecho, una de sus principales proclamas políticas e ideológicas apela a adoptar las claves del éxito de la política de Reagan: “ejército fuerte que afronte los retos presentes y futuros; política exterior que promueva los principios estadounidenses; y liderazgo nacional que asuma las responsabilidades globales de Estados Unidos”(véase William Kristol y Robert Kagan: “Toward a Neo-Reaganite Foreign Policy”, Foreign Affairs, vol. 75, núm. 4, 1996, pp. 18-32; ideas igualmente reproducidas en la declaración de principios del PNAC, véase su página web http://wwwnewamericancentury.org/statementfprinciples.htm).
Pese a la experiencia en el poder de algunos de sus prohombres, el origen ideológico de los neoconservadores es algo más plural, con trayectorias dispares y originadas tanto dentro de los diferentes círculos del partido republicano como fuera de éste: sectores de las derecha cristiana fundamentalista; sionistas cristianos afines a la derecha ultranacionalista israelí (en concreto, al partido Likud); discípulos del filósofo político Leo Strauss, crítico con la modernidad y la democracia, y, entre otros, antiguos izquierdistas (trotskistas) que han evolucionado hacia la derecha mesiánica. Sin olvidar, por último, una curiosidad que, como mínimo, llama la atención, sus vínculos familiares: la saga de los Kagan (Donald es padre de Robert y Frederick Kagan)  es un claro ejemplo.

VISIÓN MESIÁNICA. En cualquier caso, lo que cabe destacar es su afinidad ideológica en materia de política exterior y relaciones internacionales, ámbitos en los que participan de una visión mesiánica, salvífica y redentora de la humanidad. La antigua idea del destino manifiesto está presente en toda su doctrina. EE. UU. está llamado a ocupar un papel central en la política mundial. Esto es más cierto hoy que nunca, pues ha quedado demostrada la superioridad de su modelo sociopolítico y económico frente al de la extinguida Unión Soviética, su gran rival durante la Guerra Fría. Es más, sus valores sociopolíticos y económicos son considerados como universales y, por tanto, deseablemente aplicables al resto del mundo. 
EE. UU. es el paradigma en el que deben de reconocerse el resto de las naciones. El mundo debería de asemejarse a EE. UU. De hecho, la promoción de su interés nacional no se limita al territorio estadounidense. Por el contrario, dada la responsabilidad global de EE. UU.,  es igualmente compatible con el de otros pueblos. De ahí que Washington se haya embarcado en una titánica obra de ingeniería social mediante la exportación de la democracia al mundo árabe e islámico. El ejemplo democratizador de Iraq tendrá, desde esta óptica, un efecto dominó en toda la región.
A su vez, la responsabilidad global de EE. UU. deriva tanto del mencionado carácter excepcional del modelo político y económico estadounidense como de la posición que ocupa en el mundo de la posguerra fría. EE. UU. es la única superpotencia mundial, sin rival real ni potencial alguno en el sistema internacional. Por consiguiente, no puede, ni debe -y es de temer que tampoco quiere- eludir su responsabilidad moral y política. Es más, EE. UU. debería aprovechar este momento de oportunidad con objeto de "preservar y mantener esta ventajosa posición en el futuro tan lejos como sea posible", según se recoge en uno de los textos maestros de los neoconservadores, titulado Rebulding America's Defenses: Strategy, Forces and Resources For a New Century, de septiembre de 2000 (véase  http://www.newamericancentury.org/RebuildingAmericasDefenses.pdf).
En definitiva, se trata de consolidar la hegemonía estadounidense, de carácter benevolente. Esto es, de teóricos efectos estabilizadores y benefactores en el sistema político y económico internacional. Con este propósito, se defiende las prácticas de unilateralismo, de ataque preventivo (o, también, anticipatorio) y de impedir que cualquier otro Estado alcance la paridad estratégica con EE. UU., pautas asumidas en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional de la Administración Bush, publicada en septiembre de 2002. Sin olvidar, por último, que dicha doctrina se concibe desde un prisma teológico-político y, más claramente, desde un lenguaje religioso, en el que se da por supuesto que EE. UU. ha recibido una misión sagrada para acometer en el mundo.
Los neocons ocupan algunos de los puestos claves en el Gobierno estadounidense (entre otros, la Vicepresidencia y el Pentágono) y en su entorno gubernamental (por ejemplo, los mencionados think tanks), con gran influencia en el diseño y, no menos, en la práctica de su política exterior y de defensa. De ahí que sus ideas, por simples que parezcan, deben ser tomadas muy en serio en la medida en que forman parte de la reconfiguración real del mundo de la posguerra fría. En conclusión,  los llamados neoconservadores o, también, neofundamentalistas, tratan de forzar la organización del sistema internacional a semejanza de los criterios, valores e intereses de EE. UU., incluso por la fuerza si - como han mostrado - lo consideraran necesario u oportuno.