José Abu-Tarbush

La era post-Arafat
(Disenso, 46, mayo de 2005)

Después de la muerte de Arafat, en Palestina la pelota está del lado israelí y estadounidense, como ha estado hasta ahora. El problema es si quieren hacer partícipes del juego a los palestinos. En síntesis, quienes pueden sacar del atolladero a la región (Israel y EE UU) no quieren, y quienes quieren (los palestinos y numerosos Estados de la UE y de la sociedad internacional) no pueden. Sin cambios significativos en esa perspectiva, resulta bastante previsible la política del segundo mandato de Bush para la región que, no obstante, al coincidir con la muerte de Arafat, tratará de hallar un interlocutor palestino más allegado a sus tesis. Este texto del profesor de Sociología de la Universidad de La Laguna, José Abu-Tarbush, fue escrito cuando el líder palestino Yasir Arafat agonizaba en París, para el libro de Ignacio Gutiérrez de Terán (coord.): ‘Oriente Medio: el laberinto de Bagdad’, Sevilla, Editorial Doble J, pp. 94-104.

En contra de lo que comúnmente se piensa, la desaparición de Arafat no supondrá un vacío de poder en el seno de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), entre otras razones porque ésta carece de semejante poder o del que se le supone a un Gobierno autónomo o interino. Por extensión, la incidencia política de su muerte en Oriente Medio será más limitada aún.  Durante los últimos tres años los sucesivos Gobiernos israelíes se han encargado de destruir la infraestructura protoestatal de la ANP, vaciándola de todo contenido político y relegándola a una autoridad meramente testimonial, al mismo tiempo que le exigía velar por la seguridad del Estado israelí. Desde entonces, el presidente palestino fue forzado a vivir recluido en la Muqata de Ramallah. Este confinamiento disminuyó muy significativamente su margen de maniobra, sobre todo en las relaciones con el exterior, materia en la que siempre se había mostrado como un inagotable visitante de prácticamente todas las capitales del mundo en busca del apoyo internacional para la causa palestina. En definitiva, en los últimos tiempos no tenía mayor poder que el simbólico, derivado de su carismático e histórico liderazgo de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).
ARAFAT, RETRATO DE LA OLP. Cualquier biografía política de Arafat suele ser también un retrato de la OLP, al menos de su dirección política. De hecho, su personalismo,  ampliamente conocido, no permite otra lectura, independientemente del juicio que se realice. Arropado bajo el manto del liderazgo carismático, Arafat ha sido un líder nacionalista, pero también, y sobre todo, tremendamente populista. Su discurso interclasista pretendía atraparlo todo o, a la inversa, no dejar a ningún sector de la sociedad palestina, tanto de la diáspora como bajo la ocupación, fuera del proyecto de emancipación y construcción nacional. Durante muchos años permaneció soltero, dejando que circulara la leyenda de que estaba casado con Palestina, a la que se entregaba día y noche, en cuerpo y alma. Pero finalmente terminó casándose con una joven de familia cristiana (Suha Tawil). Fue un mensaje de integración a esta minoría religiosa en la sociedad palestina, en un momento de creciente reislamización social y emergencia política de los movimientos islamistas, en particular, de Hamás (siglas del Movimiento de Resistencia Islámica).  
En opinión de sus críticos, Arafat se ocupaba tanto de la alta como de la baja política, así como de la estrategia y de la táctica. Algunos le reprochaban que al adentrarse en la táctica se olvidara de la estrategia o, igualmente, que confundiera aquélla con ésta. Otros consideraban que era un gran maestro de la táctica política, del regate en corto, pero que carecía de las habilidades necesarias para diseñar la estrategia, mantenerla y hacerla avanzar. En los últimos tiempos, desde que accedió a  la presidencia de la ANP a mediados de los ‘90, sus sucesivos Gobiernos han sido objeto de serias críticas, en concreto, creciente autoritarismo, malversación de fondos públicos y caos administrativo, por lo que su popularidad ha registrado importantes descensos en el seno de la sociedad palestina.  Pero también ha vuelto a recuperarla, sobre todo cuando EE UU e Israel le han puesto entre la espada y la pared. De hecho, los últimos sondeos electorales, realizados por el Palestinian Center for Policy and Survey Research en junio de 2004, le otorgaban una intención de voto a la presidencia de la ANP del 54 %, muy lejos del apoyo a cualquier otro posible candidato (en torno al 2 % como máximo).
No es extraño, por tanto, que uno de los principales recursos de su popularidad fuera la explotación de los símbolos de la identidad nacional, en concreto, el de encarnar la decisión independiente de la nación palestina frente a las históricas y repetidas injerencias de los regímenes árabes. En este mismo sentido, también logró que su nombre apareciera vinculado al de Palestina. De hecho, su peculiar imagen e indumentaria suele identificarse con la cuestión palestina, y viceversa. La popularización internacional del pañuelo palestino es un buen ejemplo de ello.  Sin duda alguna, Arafat ha sido un símbolo, pero como en todo icono había algo también de (auto)creación en el personaje. 
EL PROCESO DE OSLO. La OLP de Arafat se adentró en un proceso de paz muy desequilibrado a principio de los ‘90, en el que tenía que asumir las condiciones exigidas por la otra parte, pero sin obtener prácticamente ninguna de las contrapartidas comprometidas o supuestas en las negociaciones. El proceso de Oslo se ha caracterizado por la asimetría entre las partes negociadoras, por la mediación parcial de EEUU y por la ausencia de un principio rector que fijara claramente sus objetivos. Dicho de otro modo: primero, Israel negocia desde la posición de  fuerza de la potencia militar ocupante, mientras que los palestinos lo hacen desde la posición de debilidad de la población ocupada, con escaso o nulo margen de maniobra para presionar a su contrincante; segundo, Washington ha reemplazado el papel de las Naciones Unidas en la mediación internacional, no permite la intromisión de otros actores internacionales, salvo a la Unión Europea para desembolsar fondos económicos, además de realizar algunas pesadas y simbólicas gestiones, y, al mismo tiempo, sigue apoyando incondicional y ciegamente a su aliado israelí con el ejercicio del veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. Finalmente, las negociaciones han padecido una perjudicial ambigüedad, pues no han fijado su destino, con objeto de resolver de una vez por todas el conflicto. Esto es, poner fin a la ocupación militar del territorio palestino conquistado en junio de 1967 (la franja de Gaza, Cisjordania y Jerusalén oriental) y otorgar la independencia de Palestina, con la formación de un Estado soberano y viable (con continuidad territorial).  
La pregunta es ¿por qué la OLP de Arafat se adentró en un proceso negociador tan desequilibrado, sin contrapeso regional ni internacional alguno que reequilibrara la asimetría de fuerzas? Básicamente porque, según el desaparecido primer ministro israelí, Isaac Rabin, asesinado por un fundamentalista judío en 1995,  "la OLP que negoció en Oslo no era ni la sombra de lo que fue". Ciertamente, la OLP de la posguerra fría y de la posguerra del Golfo estaba internacional y regionalmente muy debilitada, había desaparecido el contrapoder soviético a la creciente hegemonía estadounidense en la región, y los países de la península arábiga le retiraron su apoyo económico por su ambigua posición durante la guerra del Golfo en 1991. Además, en los territorios ocupados su liderazgo estaba siendo retado por el auge del movimiento islamista; y, no menos importante, también se veía con excesivo recelo el protagonismo adquirido por las elites políticas del interior a caballo de la primera Intifada (particular fijación de Arafat fue el desaparecido Faisal al-Husseini).
Sin olvidar, por último, un dato esencial. Históricamente la dirección palestina había funcionado con diferentes figuras políticas que hacían de peso y de contrapeso. Pero este equilibrio de poder fue alterado, particularmente después de la desaparición violenta de Abu Yihad (1988) y Abu Iyad (1991), entre otros.  Efecto de estas pérdidas fue la mayor concentración de poder en manos de Arafat y, por extensión, en su grupo de estrechos colaboradores, excesivamente pragmáticos, hasta el punto de rayar las tesis más posibilistas e incluso, en opinión de sus críticos, capitulacionistas.
Es sabido que Arafat exigía constantemente a sus compañeros en la dirección política  tener las manos libres en la conducción político-diplomática del movimiento de liberación nacional palestino. Su concepción patrimonialista y personalista de la OLP supuso la creciente centralización en la toma de decisiones. Incluso la adopción de medidas tan nimias como, por ejemplo, la renovación del mobiliario de una representación palestina en el exterior tenía que pasar por su consulta y aprobación. Paradójicamente, su indudable coraje y entrega personal a la causa palestina le llevó a reforzar esa visión patrimonialista y personalista de la OLP.
BALANCE DEL LIDERAZGO DE ARAFAT. Sin duda, el balance que se realice del liderazgo de Arafat debe de tomar muy en cuenta también la adversidad de la situación palestina, la naturaleza de su contrincante, Israel, y la su principal apoyo internacional, EE UU. Esto no significa atenuar e inmunizar las críticas sobre la gestión política de Arafat al frente de la OLP y la ANP, sólo la contextualiza. En esta tesitura,  también cabe vincular la política interior y exterior. Esto es, reconocer que las carencias de la OLP de Arafat no han sido precisamente ajenas a que, bajo su dirección, dicha organización asumiera los desequilibrados Acuerdos de Oslo. Saïd K. Aburish, uno de sus biógrafos, realiza un balance de la gestión política de Arafat lleno de luces y sombras, de un lado, con el reconocimiento de sus aciertos estratégicos (recreación de la identidad palestina, recurso a la lucha armada y búsqueda de un acuerdo pacífico) y, de otro lado, con las críticas a las deficiencias de su liderazgo (arcaico, autoritario y personalista, rodeado de incompetentes y mediocres, carente de método y con claras señales de corrupción).
No se pueden personalizar los conflictos internacionales, pero tampoco se puede negar el papel que juegan los líderes en los mismos. Al fin y al cabo, el plano individual es,  junto con el estatal y el internacional, uno de los niveles de análisis de la política exterior y de las crisis internacionales. El panorama de la controversia israelo-palestina después de Arafat no significa el caos, pero tampoco la llave del paraíso. Las reticencias israelíes (y, no menos, estadounidenses) hacia el desaparecido líder palestino no tuvo que ver tanto con la personalidad de éste como con su negativa a firmar las condiciones de la capitulación palestina impuestas por Israel en Camp David en julio de 2000. A partir de entonces se desató una campaña internacional, de firma israelo-estadounidense, contra el líder palestino, a quien se descalificó como "interlocutor válido" para proseguir las negociaciones. Teóricamente, siempre desde el punto de vista israelí y estadounidense, el obstáculo para retomar las negociaciones era Arafat. En consecuencia, ahora que ha desaparecido de la escena política se podrán volver a impulsar. Será, por tanto, cuestión de tiempo el volver a comprobar en dónde y en quién están los verdaderos obstáculos a la paz en Oriente Próximo.
DOS ESCENARIOS. Cabe contemplar dos escenarios en el movimiento nacional palestino en la era post-Arafat. El primero es el de la sucesión. Aquí el principal problema que se plantea ahora es quién debe de otorgar validez al interlocutor palestino: ¿los propios palestinos, o bien los dirigentes israelíes y estadounidenses? Es de temer que la validez del interlocutor palestino dependerá del agrado de Tel Aviv y Washington, mucho más que de la  aprobación de la sociedad palestina, al menos de momento. Merece la pena recordar que Arafat, además de su legitimidad histórica al frente de la OLP, también contaba con la legitimidad democrática, al fin y al cabo fue elegido democráticamente como presidente de la ANP en enero de 1996, bajo supervisión internacional. Difícilmente se encuentre otro líder en la región con las mismas credenciales, independientemente del balance que se realice de su trayectoria.
No obstante, la lucha por la sucesión del liderazgo palestino comenzó mucho antes de que Arafat agonizara, algunos lo consideraban desde entonces un cadáver político por no contar ya con la aprobación israelí ni estadounidense, condenado al confinamiento en Ramallah. De hecho, el conato de revuelta contra la ANP en Gaza el pasado mes de julio mostró el rostro de algún candidato a la sucesión, en concreto, Muhammad Dahlan, ex -jefe de la seguridad preventiva de la ANP en la franja de Gaza.
Una vez superada la fase sucesoria, cabe observar otro escenario mucho más complicado. Pese al acuerdo recientemente alcanzado entre las diferentes organizaciones palestinas para preparar la transición post-Arafat, el núcleo de las disensiones estará en la gestión que realice el futuro dirigente al frente de la ANP y, no menos, de las negociaciones con Israel. Aquí es donde pueden surgir los problemas internos, mucho más serios que los relativos a consensuar una figura sucesoria. Las líneas rojas establecidas para Arafat no serán precisamente menos flexibles para el nuevo candidato. Es de esperar que incluso las exigencias serán mayores que las tenidas con Arafat, que siempre contó con el atenuante de su liderazgo histórico y carismático; además de su poder o patronazgo clientelar. Dicho de otro modo, la muerte de Arafat no significará el fin de la resistencia palestina a la ocupación de su territorio.
MÁS DE LO MISMO. En definitiva, la pelota está ahora del lado israelí y estadounidense. En realidad ha estado durante todo el tiempo de su lado. El problema es si quieren jugar y hacer partícipes a los palestinos de su juego, aunque éstos no cuenten con un equipo de primera división precisamente. En síntesis, quienes pueden sacar del atolladero la región (Israel y EE UU) no quieren, y quienes quieren (palestinos y numerosos Estados miembros de la UE y de la sociedad internacional) no pueden. La reelección de Bush no vaticina nada bueno ni nuevo, sino más de lo mismo. Ariel Sharon sigue contando con luz verde para imponer unilateralmente lo que entiende que debería ser la resolución del conflicto. Su anunciada desconexión de Gaza puede traducirse en reafirmar la ocupación de Cisjordania. En cualquier caso, no cabe confundir repliegue con retirada, la franja de Gaza seguirá taponada en sus fronteras (marítima y terrestre) por esta nueva modalidad de la ocupación israelí.
Pese a la especulación suscitada por la reelección de Bush, centrada en que la segunda legislatura de los presidentes estadounidenses supone un mayor margen de maniobra para poner en marcha su programa exterior de manera más osada, nada hace suponer que vaya a introducir un giro sustancial a su política en Oriente Medio. Retórica aparte, la política exterior de EE UU en la zona se ha guiado históricamente por tres pautas principales: asegurar el acceso a los recursos energéticos (petróleo, principalmente); mantener un equilibrio de fuerzas favorables a EE UU como área de su influencia (limitando el influjo de otras potencias regionales o mundiales); y apoyar, pudiera decirse que incondicional y ciegamente, la superioridad estratégica de su aliado israelí frente a cualquier otro desafío regional. Sin duda, de una Administración estadounidense a otra puede cambiar muy sutilmente su gestión, pero no el trazado de estas pautas de comportamiento o líneas de intereses.
Durante la posguerra fría, el problema de EE UU ha sido el de tener que contentar a las dos partes de la contienda israelo-palestina. Si bien nadie duda que en la balanza estadounidense pesa muchísimo más el lado israelí que el palestino (si es que éste finalmente pesa algo para Washington), no es menos cierto que cualquier reordenación geopolítica de la región y, más concretamente, su pacificación implica, inexorablemente, un arreglo de la cuestión palestina. El diagnóstico que se realice del creciente desencuentro israelí y palestino es crucial para comprender el posterior comportamiento de los actores. De momento, la lectura estadounidense no ha variado, muy cercana a la israelí, sigue considerando que el principal problema del impasse israelo-palestino es la seguridad (asociada al desafío del terrorismo islamista), sin contemplar en modo alguno la versión palestina, que pone el acento en su emancipación nacional. En conclusión, sin cambios significativos en esa perspectiva resulta bastante previsible la política del segundo mandato de Bush  para la región que, no obstante, al coincidir con la era post-Arafat, tratará de encontrar un interlocutor palestino más allegado a su tesis o pax americana.