José Ignacio Calleja

Zapatero y la Iglesia
(El Correo, 14 noviembre de 2004)

Pintan bastos para la Iglesia Católica. La cuestión de la 'laicidad' del Estado español es un asunto cuya discusión arrastra nuestra democracia desde 1978. El modo como accedimos a la vida democrática, tras una larguísima dictadura, facilitó poco las cosas. Las fuerzas políticas tuvieron que atenerse a lo fundamental y tejer una Constitución digna y, a la vez, comedida en el trato dado a los poderes más reconocidos de aquella sociedad. Entre ellos estaba la Iglesia Católica. El peso social del catolicismo en la España de los años 70, la omnipresencia de los símbolos cristianos en la vida de aquella sociedad y la necesidad de que la Iglesia respaldara la incipiente democracia facilitaron un acuerdo constitucional, primero, y concordatario, después, que superaba con dificultades un examen de laicidad visto con ojos de hoy. Digo con dificultad, porque cualquier jurista sabe que en un acuerdo constitucional y concordatario no cabe todo, pero sí caben muchas más cosas de las que parece. Depende en gran medida de la voluntad política de los negociadores de turno y de la perspicacia de los exégetas a su servicio. Pensemos en lo que ha de dar de sí la Constitución del 78 para que quepan Ibarretxe, Maragall y Carod Rovira. Y dará. El tiempo probará estas palabras.

Pero yo hablaba del caso de la Iglesia Católica. Y si han cambiado mucho las circunstancias sociales y culturales de la democracia española, siendo una sociedad mucho más laica que hace 30 años, es normal que sus gestores quieran acoger esta impronta del modo como ellos consideran que se ajusta mejor a la justicia. Quiero pensar, y pienso, que es la justicia lo que mueve al Gobierno socialista; un concepto propio de justicia, desde luego, pero la justicia. Comprenderán los socialistas que la Iglesia defienda otra interpretación de la ley vigente y, más al fondo, de lo justo. Es legítimo. Quiero pensar, y pienso, que la Iglesia defiende en sus propuestas una idea fundada de justicia. No acepto que esto sea por mi parte un irenismo angelical. Creo de verdad que cada parte defiende una idea de justicia que, a su juicio, ha de realizar mejor el bien común de la sociedad. Esto significa que ni me conformo con atribuir todo al laicismo del socialismo español, ni me conformo con hablar a secas de privilegios de la Iglesia Católica. Hay que depurar lo que la pretensión laica tiene de laicismo militante, caduco y asfixiante, y aceptar que la sociedad española tiene derecho y hasta obligación de ser laica. Y, así, en concreto, la enseñanza religiosa escolar la entiendo como una ciencia humana que pertenece sin duda a la familia de las ciencias de la cultura. Tiene que ofrecerse en este área y por profesionales de la enseñanza en tal materia. Y cuando se trate de centros de titularidad privada, una vez homologados, la sociedad tiene que apoyarlos económicamente y exigirles los contenidos académicos ordinarios, respetando que ofrezcan los contenidos confesionales de su ideario.

Que la laicidad alcance a toda la enseñanza no significa que no pueda haber centros concertados, religiosos o no; esto sería laicismo; sólo significa que han de atenerse a las exigencias comunes de la ley. En concreto, y a mi juicio, la sociedad española no se puede permitir el lujo de dificultar el trabajo de muchas congregaciones religiosas, especializadas en la enseñanza, y que a menudo hacen maravillas en sus centros. Con sus defectos y elitismos a corregir, pero con logros magníficos. Y lo dicho de los centros religiosos de enseñanza lo debemos decir de la inmensa mayoría de las organizaciones cristianas de solidaridad. Si la Iglesia se parara mañana en su trabajo social, la sociedad española tendría un problema de primera magnitud. Esto hay que valorarlo y pagarlo a algún precio. Y si el Estado lo quiere hacer por su cuenta, será porque lo va a hacer más barato, cosa que dudo, y no porque prefiera a otros ciudadanos. A todos ha de exigirles el respeto a la ley, laica, y la igualdad absoluta en el destino de los fondos, pero, más allá de esto, yo creo que el Estado se metería a predicador de ideologías y a proveedor de servicios al por menor.

Añadiré, por fin, otra reflexión. La Iglesia Católica tiene mucho que corregir en aprecio de la laicidad y de la pobreza en su modo de vida. El problema de la financiación de la Iglesia por el Estado es un drama para nosotros, la Iglesia. Debemos abordarlo con radical prontitud y seriedad. Yo al menos estoy muy preocupado por lo que tenga de injusticia. A veces, bromeo diciendo que sería mejor acogernos a una AES (en el País Vasco: Ayuda de Emergencia Social). Pero la sociedad debe saber, y creernos, que nuestro patrimonio es una carga de dificultades casi insostenible. Hoy, la vida de un cura tipo está más ocupada en mendigar dinero para sostener el patrimonio artístico que en el culto, la catequesis o la acción humanitaria. Hay que socializar el patrimonio artístico de la Iglesia y hacerlo con papeles y notarios. Si la sociedad lo sostiene, que sea dueña; y si es dueña, que sepa lo que vale. La gente tiene que saber que una custodia o un cáliz ni se pueden vender ni dan de comer. Tenemos que dar cuenta clara de nuestros bienes y desprendernos de lo que nos sobra. Si es del pueblo, es del pueblo. Pero, sinceramente, la gente tiene que saber que vivimos con modestia y que nos administramos mirando cada peseta. Aquí, en la Iglesia, el que convoca una reunión, barre la sala y coloca las sillas; el que escribe un artículo, recibe a cambio un ejemplar de la revista; el que consigue una subvención, se conforma con las gracias del pueblo beneficiado; el que dirige un colegio, apaga las luces y se hace la cena; y el que celebra misa a las 8, a las 9 limpia el baño de su casa. Esto también es la Iglesia y, cada vez más, sobre todo esto.

Lo dejo aquí. Mucha gente en países perdidos y guerras olvidadas permanece hasta el límite por causa de su fe cristiana. Pueden estar allí porque desde aquí otros, frailes, curas, monjas o laicos, los mantienen. La vida es más compleja de lo que aparece en el imaginario de una sociedad y conviene hacer justicia en muchas direcciones. Muchas, para cuidar y proteger, aunque sean de la Iglesia, otras para corregir, aunque proteste la Iglesia; todas revisadas y elegidas en el espejo de la justicia. No me asusta que la ley española sea más laica hoy que ayer; incluso lo deseo fervientemente, pero quiero, exijo, que sea justa y que lo sea para todas las relaciones e instituciones. Quiero que sea laica por mor de justa, y que así alcance y trate a la Iglesia, y a la universidad, y a los sindicatos, y a las ONG, a las empresas y comerciantes, y a la banca, y a la sanidad, y a los profesionales, y a los funcionarios, y a los partidos y a los gobernantes, y a los ejércitos, y a las monarquías. Cada uno en proporción a sus posibilidades y responsabilidades. Porque, dicho sea como anécdota, ¿qué pocas voces laicas se oyeron en la boda del Príncipe de Asturias y qué pocos han reconocido su silencio!