Joseba Eceolaza
La conspiración de la memoria
(Ezkerretik Berrituz, 43, abril de 2015).

El ejercicio de la memoria no es siempre un viaje agradable a las entrañas de nuestro pasado. Nadie dijo que ese caminar iba a ser cómodo, porque nuestro pasado fue como fue y en él hay cosas que nos recuerdan la degeneración humana cuando se trata de una guerra o de terminar con un contrincante político. Lo decía Gregorio Armañanzas, psiquiatra, en un documental de affna36; cuando las víctimas expresen su dolor va a doler a los victimarios, pero eso es parte del proceso.

Lo que UPN está haciendo con la ley de memoria histórica, viene a dejar en evidencia la gestión desastrosa del pasado que se ha hecho en nuestra tierra.

Rascar en nuestros recuerdos resulta muchas veces sobrecogedor porque, si esa mirada es honesta, suelen caerse no pocos mitos. El ser humano, precisamente por su delicadeza, necesita la memoria como esencia de haber sido y la posibilidad de seguir siendo en el recuerdo propio y en el de los demás. Para los que vienen esa es una herencia difícil de gestionar.

El problema de nuestra sociedad, entonces, no es tanto la memoria familiar o privada que se ha transmitido, sino la ausencia de una memoria colectiva que mire sin miedo y con honestidad a un pasado del que probablemente la mayoría no nos sintamos orgullosos. Aprender a frustrarnos con el pasado es por eso una necesidad vital, si no queremos caer en un revisionismo histórico injusto. La seriedad moral del recuerdo supone mirar a las acciones de otros, y en otros tiempos, con la mejor de las distancias posibles y desde la responsabilidad hacia el pasado familiar y colectivo.

Necesitamos llorar historias, y para eso necesitamos contarlas, sentir un contexto favorable para ello y romper la maldición del silencio. Desde muchos ámbitos las guerras nos las venden como algo épico, lleno de héroes y gestas, gente entregada y causas fabulosas, pero las guerras y la violencia son sobre todo un trauma.

Muchos de nosotros, la tercera generación, hemos tenido que afrontar con vértigo la pregunta «¿y tú, abuelo, dónde estabas en el 36?». A esta pregunta se han tenido que enfrentar muchos alemanes también. La diferencia no es tanto la actitud privada que uno mantiene ante la respuesta sino la que mantienen las instituciones, los medios de comunicación o la sociedad.

El contexto en esto de la memoria es importante. Partimos de una Navarra don- de el universo republicano fue literalmente masacrado sin posibilidad de defensa, en muy pocos días y de la forma más cruel e inhumana. A las cosas de la guerra, además, le sucedió una dictadura atroz y una democracia olvidadiza. Los familiares de los fusilados, por ello, viven sumidos en un relato del agravio tras tantos años de in- sensibilidad social e institucional.

Está claro que el franquismo fue, desgraciadamente, un periodo muy largo. Y en esa época había que seguir viviendo y construyendo proyectos vitales. Por ello el problema no es tanto que alguien se enriqueciera o hiciera negocios en el franquismo, sino con el franquismo. Y este matiz no es sólo una cuestión de preposiciones, es una foto fija que describe a quienes se jugaron la vida por la libertad y a quienes vivieron todos esos años cómodamente. Y de esto habrá que hablar con naturalidad, porque las familias de los perpetradores no pueden seguir expresándose con orgullo y altanería. Y menos aun puede existir, como así ocurre en el PP o en UPN, un repliegue a la defensiva cuando se habla de estos asuntos.

Y la apertura de la derecha en este asunto en crucial para ayudar a superar ese trauma de la guerra civil y las desapariciones. Sin querer jugar a psicólogo, es importante los cambios que se han dado en buena parte de los dirigentes de UPN, pero resulta agotador tener que exigir el cumplimiento de la Ley de Memoria Histórica a golpe de notas de prensa y escritos ante el registro, porque eso hace que cualquier avance no sea valorado, y eso hace también que a ojos de las víctimas UPN y PP sean vistos todavía como aquellos que apretaron el gatillo frente a la pared de un cementerio. Ahora es el momento de coger este tren.

El tratamiento del pasado, por eso, debe ser realizado sin miedo, sin querer salvar los recuerdos particulares que cada uno de nosotros tenemos de una persona y mucho menos debe basarse en una defensa tribal de «uno de los nuestros».

Como he comentado, en Alemania muchos nietos o hijos han tenido que mirar atrás críticamente para poder gestionar una pesada carga familiar. Katrin Himmler dice sobre esto que «los descendientes de los criminales de guerra nazi parecen estar atrapados entre dos extremos, la mayoría decide romper completamente con sus padres, para poder vivir sus vidas, para que la historia no los destruya. O se inclinan por la lealtad y el amor incondicional, y se olvidan de todas las cosas negativas».

La memoria, el recuerdo, los miedos individuales y colectivos, el legado, la participación en asesinatos, la herencia del ser... todo este tipo de cosas son áreas muy delicadas de nuestra psicología, por eso sorprende la trivialidad con la que ha sido tratada por las elites políticas de Navarra y por algún socio inesperado. Este debate no se puede reducir a una batalla entre la izquierda o la derecha, porque principalmente se trata de un debate entre una memoria idealizada y sin problematizar, o una visión crítica del pasado que trata de bucear también entre lo que no nos gusta, como única forma en realidad de construir un buen futuro y de quitarnos el baldón de la guerra civil que todavía (aunque algunos se tapen los ojos), arrastramos.