Josetxo Fagoaga
La complejidad como horizonte
(El sonido es vida. El poder de la música
. Daniel Barenboim. Belacqva 2008)
(Hika, 205zka. 2009ko otsaila)

            Daniel Barenboim es una personalidad conocida y reconocida desde hace muchas décadas en el mundo, minoritario pero no pequeño, de la llamada, de manera bastante poco precisa, música clásica. Nacido en 1942 en Buenos Aires, en el seno de una familia judía (y también musical: tanto la madre como el padre fueron pianistas) que, en 1950, emigró a Israel, desde muy joven demostró estar dotado de un gran talento para la música, en concreto para la interpretación pianística. Muy pronto, a los 10 años, comienza una brillante carrera de concertista que, más tarde, combinará con la de director de orquesta, que le ha conducido al estrellato en su profesión.

            En su libro El sonido es vida Barenboim nos habla de toda su trayectoria musical desde una perspectiva singular: las estrechas relaciones que ligan la música mal llamada clásica con el conjunto de las actividades humanas; o sea, con la vida.

            ¿Por qué digo mal llamada? Porque la palabra clásica constituye, referida a la música, una convención muy imprecisa que dice muy poco de la naturaleza de la música a la que se aplica. ¿Puede una obra musical contemporánea ser clásica? Quizá con el tiempo lo sea pero, como es obvio, una pieza recién estrenada malamente puede ser clásica. Quizá con el tiempo lo sea, pero vaya usted a saber. Como tampoco puede ser literatura clásica la que se está escribiendo hoy, ni gastronomía clásica aquella que reivindica su raíz contemporánea. A veces se ha recurrido al sintagma música culta para referirse a la clásica, pero también es muy imprecisa además de insultante ya que hay muchas otras músicas cultas además de las que se suelen etiquetar como clásicas.

            ¿Cuál sería la mejor denominación para esta categoría musical? A mi modo de ver, esta definición debería de basarse en la complejidad. Si algo caracteriza a la música clásica de raíz europea (y lo mismo ocurre con otras músicas extraeuropeas que suelen merecer el apelativo de clásica), es su acusada complejidad en relación a otras formas de expresión musical.

            El libro de Barenboim nos acerca, precisamente, a la música como expresión de la complejidad del pensamiento y de la creatividad humanas. “Si intento hablar de la música –dice el autor en el primer capítulo del libro– es porque lo imposible me ha atraído siempre más que lo difícil. (…) Intentaré, por tanto lo imposible y trataré de trazar algunas conexiones entre el contenido inexpresable de la música y el contenido inexpresable de la vida”.

            Las reflexiones de Barenboim sobre los nexos entre la música compleja y la vida son muy sugerentes para cualquier aficionado a este género musical. Pero, en mi opinión, su interés rebasa con mucho el ámbito artístico-musical para entrar también en el cultural, el social y hasta el político-militar. Porque Daniel Barenboim, aunque la mayor parte de su carrera artística la haya desarrollado fuera de su patria de adopción, se ha caracterizado tanto por su lealtad a Israel como por sus puntos de vista, muchas veces virulentamente críticos con las políticas del Estado israelí ante la población palestina, aunque también, junto con su amigo palestino el escritor Edward W. Said , virulentamente crítico con la política de las organizaciones palestinas más influyentes.

            “Sólo tengo tres deseos para el próximo año. El primero de ellos es que el Gobierno israelí se dé cuenta de una vez por todas de que el conflicto en Oriente Próximo no puede ser resuelto por la vía militar. El segundo es para que Hamás tenga presente que sus intereses no se imponen con la violencia, y que Israel está aquí para quedarse. El tercero es para que el mundo reconozca que este conflicto no tiene parangón en la Historia. Es complejo y delicado; es un conflicto humano entre dos personas profundamente convencidas de su derecho a vivir en el mismo y minúsculo pedazo de tierra. Es por esto que ninguna diplomacia o acción militar puede resolver este conflicto” escribió una especie de saludo al comienzo de este año; saludo que concluía del siguiente modo: “La violencia palestina atormenta a Israel y no sirve a la causa; la venganza militar de Israel es inhumana, inmoral y no garantiza la seguridad. Como he dicho anteriormente, los destinos de dos personas cuyos destinos están relacionados inextricablemente, lo que les obliga a vivir lado a lado. Son ellos los que deciden si quieren hacer de esto una bendición o una maldición”.

            Para Barenboim, la música clásica puede ser muy bien el paradigma de esa situación endiabladamente compleja cuya solución armónica es todavía más difícil que la creación y hasta comprensión cabal de las grandes obras musicales.

            Dos brevísimas ilustraciones del talante político-musical de Barenboim. La primera se refiere a Wagner, un autor profundamente antisemita en muchas de sus manifestaciones que, además, fue el compositor fetiche del III Reich. La diferenciación entre las opiniones antisemitas del compositor de la Tetralogía o de Tristán e Isolda y la altísima calidad musical de su obra es (como lo fue para casi todos los compositores de raíces judías durante la primera mitad del siglo XX tales como Mahler o Shoemberg por poner sólo dos ejemplos) fundamental. Y esto le condujo a chocar frontalmente contra el fundamentalismo judío, para el cual cualquier antisemita es un ser despreciable sin más. Su interpretación de Tristán e Isolda en el marco del Festival de Israel llegó al parlamento, cuya comisión de Cultura recomendó declarar al músico persona non grata “hasta que no se disculpe públicamente por haber ejecutado allí una obra del compositor favorito de Adolf Hitler”.

            No habían pasado dos meses del escándalo en su país de adopción por su interpretación de Wagner cuando reunió en Chicago a 73 jóvenes músicos israelíes, palestinos, jordanos y libaneses en su proyecto Taller West-Eastern Divan. Esta iniciativa, impulsada conjuntamente con Edward W. Said (y que mereció el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 2002), cuyo objetivo es el de acercar a árabes, judíos y palestinos a través de la música y cuya actividad, enfrentándose a infinitas dificultades, continúa hoy como una demostración viva de que la convivencia entre árabes, palestinos e israelíes es, a pesar de la terrible cantidad de odio intercomunitario acumulado merced a las políticas impulsadas por casi todas las partes implicadas en los conflictos, algo posible. Muy difícil, pero posible. En el libro El sonido es vida Barenboim hace un bello alegato a su favor.