José Ignacio Lacasta-Zabalza
Legitimidad republicana
(Diario de Noticias, de Navarra, 14 de abril de 2012).

El pasado mes de diciembre se cumplieron ochenta años de la promulgación de la Constitución republicana de 1931. Una buena ocasión para promover una cultura constitucional democrática, liberal en el mejor de los sentidos: la del moderno ejemplo de una ley que reconoció por primera vez que mujeres y hombres podíamos ejercer el derecho a elegir y ser elegidos.

Aunque nada más fuera por eso (que no es un rasgo menor sino importantísimo), ya se debería elogiar al sistema constitucional que lo logró. Por más que hubiera cerriles diputados de izquierda opuestos a la medida igualitaria con la excusa atávica de alegar que las mujeres españolas estaban sometidas a los confesionarios y los curas. Pretexto, el de las féminas subordinadas a los designios eclesiales, que se vino abajo con el triunfo electoral del Frente Popular en febrero de 1936.

En cambio, los poderes públicos actuales se han lanzado a celebrar por todo lo alto la efemérides de la Constitución de 1812, la famosa Pepa. Con el nada disimulado intento de fomentar un nacionalismo español de artificioso marchamo liberal. Liberalismo de corta duración en el tiempo, pues a continuación fue sajado de raíz por el absolutismo de Fernando VII (aquel monarca “narizotas, cara de pastel” de las burlas populares decimonónicas). Y liberalismo de escaso aliento, pues el artículo 12 del tan festejado texto de Cádiz establecía la obligatoriedad de la religión católica, apostólica, romana, única y verdadera, con prohibición en el suelo patrio de todas las demás religiones. Lo que significaba y significa una consagración expresa de la intolerancia y el fanatismo. ¡Menudo espíritu liberal! Algo que ya denunciara en su día José María Blanco White. Un liberal de muchos quilates de los días de Cádiz, silenciado hoy por toda la propaganda a favor de la Pepa, para uso borbónico y de los políticos del PP, no vaya a ser que se note demasiado que ya en 1812 los reaccionarios del lugar intentaban tapar la boca a los liberales como Blanco White.

Por el contrario, la Constitución de 1931 está muy cerca y no tiene muchas simpatías. Su invocación recuerda que no se tuvo el coraje cívico preciso para que figurase en el Preámbulo de la de 1978 como inmediato antecedente democrático (el único que se podía esgrimir). Mentarla supone, pues, cuestionar la supuesta santidad de la tan ensalzada Transición. Porque, ¿cómo es que los diputados constituyentes no se atrevieron entonces a rechazar el franquismo y rehabilitar institucionalmente la República derrocada por las armas?
Porque el hecho es que el texto de 1931 separaba con toda claridad la Iglesia, las iglesias, del Estado. De acuerdo con que le sobraba su ramalazo anticlerical, la disolución de la Compañía de Jesús (una Constitución no está para esos menesteres) o ciertas abusivas prohibiciones. Pero sus defectos no invalidan en absoluto sus muchas más virtudes: Tribunal Constitucional (de Garantías se llamaba), Estatutos de Autonomía, derechos y libertades, son los precedentes directos, a veces mal cumplidos o incumplidos (como la escuela laica y gratuita) de la Constitución de 1978.

Hay intelectuales de izquierda que han interiorizado la estrategia machacona de ver todo como un enfrentamiento entre “los unos y los otros” y jamás hablan de las cualidades de la Constitución de 1931. Sencillamente, les da miedo. Una perspectiva parecida mantiene el Tribunal Supremo que, en su sentencia absolutoria de Garzón por el asunto de los crímenes del franquismo, no dice ni una sola vez que la Constitución de 1931 era la legítima y fuente de toda legalidad democrática. Todo son equidistancias, a medio camino entre los dichosos “unos y otros”, con la subsiguiente ocultación del atentado
del 18 de julio de 1936 contra la única Constitución legítima entonces existente. Con lo cual se da pábulo a las insistentes mentiras de la ultraderecha en los medios de comunicación; se favorece su andadura, cuando repiten que fue la propia República la que “desembocó” en la guerra civil.

La República no era ningún río desbocado sino un Estado democrático y fue un golpe militar lo que generó la contienda civil. Nada curiosamente, en vísperas del 18 de julio, fue el faccioso teniente coronel Valentín Galarza, coordinador principal de los golpistas, quien primero utilizó el verbo “desembocar” y la posibilidad posterior de la guerra civil (Ángel Viñas, La conspiración del General Franco, Crítica, Barcelona, 2011, p. 194) Cada régimen tiene su propia legitimidad, Franco decía en las monedas que era Caudillo de España por la gracia de Dios. Así que por la gracia de Dios se legitiman unos. Y por los votos de la ciudadanía se legitiman los regímenes democráticos como la Segunda República española, que se instauró sin disparar un solo tiro y fue derrocada mediante una acción bélica cruenta con todo lo que vino después. La República no se disparó a sí misma, no se fusiló, sino que fue llevada al paredón por unos militares que le habían jurado fidelidad (juramento entonces obligatorio para permanecer en el Ejército). Esta perspectiva fundamental, el origen democrático del poder republicano, es la que se pierde cuando se renuncia a defender la Constitución de 1931 y su contenido.

Los claroscuros de la República, sus insuficiencias, sus errores, pueden estudiarse histórica, científicamente, y para eso hay más que abundante documentación. Eso es una cosa y otra que se acepten dos cuestiones que vician todo el sistema político donde vivimos: a) el silencio de la legitimidad de la Constitución de 1931 y b) la resistencia a admitir el golpe militar del 18 de julio de 1936 como una acción dirigida contra esa Constitución y contra el sufragio universal (que no se volvió a convocar ¡hasta 1977!). Esto debería ser y no lo es un acuerdo de Estado de todas las fuerzas políticas, nacionalistas, izquierdas, derechas y centro. Ahí radica la diferencia con Francia, Portugal, Italia y no digamos Alemania, cuyo pasado es patrimonio común de toda la ciudadanía. Ahí figura un serio déficit de la democracia española, como lo ha puesto de manifiesto el excelente trabajo de Ramón Cotarelo Memoria del franquismo (Foca, Madrid, 2011).

Y a quienes digan en nuestras tierras, por nacionalistas irredentos, que la Constitución de 1931 es, al fin y al cabo, española, que cavilen también en el ejemplo de Manuel Irujo, nacionalista vasco y navarro ministro de Justicia de la Segunda República. Que piensen, sencillamente, en las diferencias entre Federico García Lorca y Francisco Franco: los dos eran españoles.

_____________________
José Ignacio Lacasta-Zabalza es catedrático de Filosofía del Derecho.