José Ignacio Lacasta Zabalza
Libertad religiosa:
¿Es posible un diálogo laico con la Iglesia católica?
(Hika 188zka 2007ko maiatza)

            Recogemos aquí amplios extractos de la ponencia de presentada por José Ignacio Lacasta Zabalza, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza, las Jornadas de Filosofía del Derecho celebradas en Alcalá de Henares los días 28, 29 y 30 de marzo del 2007, dedicada al muy actual problema –aunque endémico en nuestra historia política– de las relaciones entre el Estado y la Iglesia católica y, más en general, entre el Estado y las distintas confesiones religiosas, recogida de la web de dichas Jornadas (www.jornadasfd@uah.es). Dada la extensión del material, aun extractado, hemos optado por publicarlo en dos entregas, de las que ofrecemos en este número la primera.

Una perspectiva laica

            Luis Legaz Lacambra publicó en 1972 unas páginas dedicadas a la personalidad jurídica de la Iglesia, que hoy día pueden encerrar un interés que va desde luego más allá del mero recordatorio. Legaz parte de una concepción católica de su Iglesia, real y teológicamente extremada: “fuera de ella no puede realizarse la obra de salvación personal del hombre”. Su fundación es divina y no humana. Y su “Sumo Pontífice posee el don de la infalibilidad” sin sumisión a Concilio alguno. “La Iglesia posee personalidad jurídica propia y originaria, no precisada de creación o reconocimiento por ninguna instancia distinta o superior: moralis habet rationem ex ipsa ordinatione divina”. Si un Estado niega la personalidad jurídica de la Iglesia, ello no afecta para nada a su esencia. Ni si la niega la comunidad internacional, en cuyo caso carecería de personalidad jurídica internacional pero tendría siempre la suya propia. Personalidad jurídica tan indestructible como su jurisdicción, pues ningún Estado o poder de este mundo puede invalidarla dada su raíz divina.
            Una institución como la Iglesia suprema in suo ordine, no puede tratar de tú a tú (valga la metáfora popular) con nadie. Ni, puede añadirse sin ninguna malevolencia, con el Estado. Su soberanía no está limitada por el espacio, el territorio ni el tiempo al ser ella misma una creación de Dios. Pero, lo que hay que preguntarse en nuestro tiempo y aquí es otra cuestión en relación con todo lo anterior: ¿cuánto ha pervivido, tras la muerte de Franco, esa mentalidad? Porque si no se equipara la Iglesia a nadie será porque sus dirigentes pueden concebirla –al estilo de Legaz Lacambra– como superior a toda otra religión y a cualquier otro orden jurídico e institucional establecido. Y porque ha habido y hay dirigentes políticos y gubernamentales que han participado o participan de esa misma idea nada democrática de la católica superioridad. Lo que no tiene tampoco nada de laico y genera sus efectos confesionales para todo acuerdo o concordato suscrito por la Iglesia católica.
            Es algo más que una reminiscencia de todo esto lo que se revela en los Acuerdos de 3 de enero de 1979 (la Constitución se promulgó el 28 de diciembre de 1978) suscritos por el Estado español con la Santa Sede. No poca doctrina eclesiasticista considera estos cuatro Acuerdos presididos en un mismo bloque o sistema por el Acuerdo de 1976, éste de indudable carácter preconstitucional. Los Acuerdos limitan negativamente la soberanía del Estado español, que se obliga a la responsabilidad por decisiones de la Iglesia que pueden ir hasta en contra de los derechos de la ciudadanía (como ha pasado con los profesores de Religión). No en vano esos Acuerdos poseen el rango de tratados de Derecho internacional, lo que termina produciendo –sostiene Dionisio Llamazares– “un efecto perverso”; el de, hay que agregarlo, una inconveniente superioridad jerárquica sobre la libertad religiosa y el orden constitucional. El texto de los Acuerdos está inspirado en que la mayoría de la sociedad española es católica y dispone en consecuencia. Todo lo cual supone una efectiva y permanente distorsión confesional que planea sobre lo laico y la institución del Estado laico en el ordenamiento jurídico español. Distorsión que llega a no ver nuestra sociedad en términos de pluralismo constitucional y rica existencia de muy variadas creencias, religiones o ideas, sino del siguiente modo: “La población española, como es bien sabido, suscribe de modo abrumadoramente mayoritario la fe católica, sin que falten entre otras minorías significativas las vinculadas a diversas confesiones también cristianas”.
            Hay, pues, algunas precisiones a realizar sobre el laicismo: a) se trata de un proyecto referido a la enseñanza no religiosa en las escuelas, y primordialmente –antes que a las personas y a la sociedad– al carácter no confesional del Estado y de todas las instituciones y b) propugna el rasgo no religioso de la administración de la docencia y de todos los poderes públicos.
            La Iglesia católica, fuera de las voces del Diccionario, suele emplear otro vocablo, el de laicidad, para contraponerlo al de laicismo. En opinión de Joseph Ratzinger recogida por La Repubblica: “La laicidad justa es la libertad de religión. El Estado no impone una religión, sino que deja espacio libre a las religiones con una responsabilidad hacia la sociedad civil, y por tanto, permite a esas religiones que sean factores en la construcción de la vida social”.
            Por el contrario y en la misma entrevista: “El laicismo ya no es aquel elemento de neutralidad que abre espacios de libertad a todos”. Es “una ideología que se impone a través de la política y no concede espacio a la visión católica y cristiana, etcétera”. Es decir que, para la Iglesia católica, la laicidad propone la neutralidad estatal y el laicismo un programa antirreligioso (especialmente anticatólico y anticristiano). Distinción católica que incluso tiene algún eco en la filosofía del derecho. Neologismo que ha sido aceptado por especialistas en Derecho eclesiástico, y también por el PSOE al hablar del principio constitucional de laicidad entendida “como un marco idóneo y una garantía de la libertad de conciencia donde tienen cabida todas las personas con independencia de sus ideas, creencias o convicciones y de su condición personal o social, siendo por ello requisito para la libertad y la igualdad”.
            Incluso hay explicaciones plausibles, desde criterios históricos, que dan cuenta convincente de la diferencia entre laicismo y laicidad. Y para la presente intervención y su autor no habría nada que objetar al recurso a ese neologismo, si no fuera porque tampoco hay motivo alguno para resistirse a llamar a las cosas por su nombre: laicismo, que viene a ser algo idéntico a lo que suele predicarse de la laicidad. Ya que tampoco hay por qué admitir que el laicismo tenga per se ese contenido negativo que le adjudica la Iglesia católica, haciéndolo por veces sinónimo de ateo (lo que es una ideología parcial y no neutra como lo laico) cuando no de anticlerical y, de todas formas, presentándolo como algo agresivo y contrario a las religiones. No hay, pues, por qué estar de acuerdo con la conclusión del profesor Ollero, en línea con la jerarquía eclesiástica: “Propugnar el laicismo es sin duda legítimo, tan legítimo, por lo menos, como proponer cambiar la Constitución.”
            Planteamiento no muy riguroso, porque no hace falta cambiar la Constitución para nada. Simplemente es preciso desarrollarla en el sentido no confesional del Estado que exige el artículo 16.3 de la misma Constitución. Aunque haya quien piense extrañamente que lo laico no puede ser “lo meramente aconfesional”. Pues también lo es, y la defensa de la necesidad de un Estado laico, el laicismo, su aconfesionalidad y neutralidad ante todo tipo de religiones y creencias, no tiene nada de antirreligioso ni –exactamente igual que ante todas las demás religiones– de anticatólico ni anticristiano. Menos de anticlerical, esa ideología tan italiana y española (y no siempre de izquierdas) que Antonio Gramsci calificó justamente como tabernaria. Es igualmente el proyecto de un Estado aconfesional y neutral ante el hecho religioso. Que separa, como quiere la Constitución portuguesa, las Iglesias del Estado. Lo que parecería, en principio, coincidir con esa laicidad que asegura postular hoy día el tradicional casuismo de la Iglesia católica.
Monseñor Elías Yanes, hasta hace poco arzobispo de Zaragoza, en un escrito suyo de julio del año 2004, recordaba que sana laicidad fue un concepto introducido por Pío XII en su Alocución del 23 de marzo de 1958, y reflexionaba sobre los artículos 16.3 y 27.5 de la Constitución de 1978 con la afirmación siguiente: “Estos textos constitucionales demuestran que el Estado español no es laico en el sentido de hostilidad contra la religión”.
            Y como el laicismo o la laicidad institucional carece de cualquier hostilidad –ni simpatía– hacia los credos religiosos, resulta indudable el carácter constitucionalmente laico –por aconfesional– del Estado español. Otra cosa son las desviaciones de esa línea constitucional que aquí se han criticado y más adelante se critican. A las que da normativo pie, ciertamente, la ya citada mención especial que de la Iglesia católica se hace en el mismo artículo 16.3 de la Constitución y la discriminación con que se ha tratado a las demás religiones a lo largo de todos estos democráticos años.
Incluso hay católicos partidarios expresamente del Estado laico, ya que “es el marco político y jurídico más adecuado para el respeto al pluralismo ideológico, para el reconocimiento de la libertad de conciencia y para la protección de la libertad religiosa”.
            Claro que hoy día la Iglesia oficial parece tener una muy otra idea de la laicidad, que resulta finalmente ser una afirmación religiosa sin nada en común con lo laico, esto es: “…un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, en el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social; y, por otra parte, que afirme y respete la legítima autonomía de las realidades terrenas”. Para esta Iglesia incluso no es admisible la laicidad que busque “la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos, oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles”. Aspiración eclesial que directamente infringe esa aconfesionalidad estatal exigida por el tantas veces citado artículo 16.3 de la Constitución española.
            Etimológicamente, según fuentes francesas, el término laïcité –de donde puede finalmente surgir laicidad– fue un neologismo inventado en 1871 por Ferdinand Buisson para designar una derivación del adjetivo laico. Adjetivo y derivación que no están en la famosa Ley de 9 de diciembre de 1905 sobre la separación de la Iglesia y del Estado. Que significan en la cultura jurídica francesa la independencia estatal de la Iglesia, del clero y de toda confesión religiosa.
            De modo que deviene imposible entender a los políticos que repiten que el Estado español es aconfesional pero no laico. Lo que llega a ser una suerte de ritornello de las posiciones de Gil Robles y la CEDA ante la Constitución de 1931, al admitir la neutralidad del Estado en materia religiosa pero no su laicidad. Si nuestros políticos conservadores dijeran que el Estado español constitucionalmente es aconfesional o laico, aunque en la práctica –y todavía– con muchas mediaciones confesionales, quizá nos acercásemos a un idioma algo común. Pero, en el fondo, a algo también poco comprensible, porque, en la lengua y en el derecho, laico y aconfesional significan exactamente lo mismo. Así que lo único que pone de manifiesto esta discusión es la efectiva discordancia entre la primera propuesta laica del artículo 16.3 de la Constitución española y lo que acontece en la realidad.
            Y la neutralidad del Estado es a su vez condición indispensable para que pueda darse el atributo de esta laicidad y para que se despliegue plenamente la libertad religiosa de su ciudadanía. Lo que hace observar históricamente y a contrario sensu que: “No cabe neutralidad en un Estado confesional donde no hay pluralismo ni libertad ideológica”.

¿Laicismo inteligente?

Pero todo esto no es tan sencillo si se leen las opiniones autorizadas de la Iglesia católica, pues a no clarificar todas estas cosas –jurídica y lingüísticamente elementales– contribuye especialmente el ideario exhibido hoy por la jerarquía eclesiástica española. Así, el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, dice que el laicismo es algo muy diferente de lo que aquí se ha expuesto (versión episcopal que, por cierto, no figura en el Diccionario): “Ante una fuerte oleada de laicismo, pero también ante una reconciliación amenazada, descubrimos que, en el fondo, hay un dar la espalda a Dios, a Jesucristo, creer que el hombre se basta a sí mismo, desarrollar un egoísmo personal y colectivo que no quiere llegar al fondo ni del conocimiento propio del hombre ni del conocimiento de la vida, ni del conocimiento de la Historia”.
            El laicismo –en esta interpretación– resulta palmariamente algo negativo. En lugar de ser un programa de garantía para el ejercicio plural de la libertad religiosa, se convierte en algo antirreligioso y anticristiano; no en lo que es, consistente en propugnar para el Estado y sus órganos la ausencia en él de islamismo, judaísmo, protestantismo, catolicismo, etcétera. Sino que se transforma concretamente en una corriente dirigida contra la religión que concibe a Jesucristo como hijo de Dios. Ya no estamos ante su real significado lingüístico ni ante la primera y decisiva proposición del artículo 16.3 de nuestra Constitución que lo exige con respecto al Estado. Sino ante una versión que se refiere no al Estado, ni a la docencia, ni a las instituciones, sino a la sociedad civil española en general. Donde se confunden dos planos de cuestiones que aquí es preciso separar con nitidez: el estatal y el de la sociedad civil.
            Que el catolicismo tradicional ha perdido peso en la sociedad española no se puede adjudicar cómoda y engañosamente (con autoengaño eclesial inclusive) al Estado ni a su laicismo. En la sociedad coincidimos y trabajamos todas las personas, independientemente de nuestra ideología y religión. Allí concurrimos personas con criterios eminentemente laicos sobre las creencias y las ideologías, porque lo laico no proviene solamente del Estado sino también de la ciudadanía. Como la sociedad española es, con todos sus defectos, abierta y libre, allí se encuentran ideas de origen religioso y otras de marchamo laico o sencillamente valores constitucionales que son el mínimo común denominador para personas religiosas y para las que no lo son; todas esas ideas se rozan y relacionan entre sí, y si el resultado es cada vez más laico, esto es, más acorde con esa ética mínima del Estado que son los valores constitucionales, se trata de algo que no ha de extrañar a nadie porque no es otra cosa que la profundización del pluralismo (como valor constitucional) y la democracia.
            Que el Estado sea aconfesional no quiere decir que no tenga moral. La dignidad de la persona (art. 10 de la Constitución), los derechos fundamentales y los valores superiores del artículo 1 forman parte de ese cuerpo ético del Estado. Y, por ejemplo, el matrimonio de las personas homosexuales no hace sino desplegar, hacer más amplios, estos principios y derechos, por mucho que la Iglesia católica critique que no se atienen a su particular moralidad. Lo que ocurre, pues, es que ni el Estado español es religioso, ni católico ni la sociedad tampoco por mucho que se hable de mayoría católica o de las religiones de notorio arraigo. Sociólogos provenientes precisamente de sectores católicos diagnosticaron este asunto hace muchos años pero, a lo que se ve, la jerarquía de su Iglesia no ha hecho mucho caso de sus muy fundamentados estudios. Ya en 1981, Rafael Díaz-Salazar concluyó que la unidad católica de la dictadura franquista era un espejismo, dado que: “Ahora surge la problemática que se tenía pendiente desde la II República. Cuál es el lugar y la misión de la Iglesia en una sociedad pluralista, democrática y sin unanimidad católica”.
            Este proceso, en términos sociológicos, no supone otra cosa que el encuentro de la Iglesia católica con una realidad mucho más variada de lo que se suponía. La cita es larga, pero suficientemente expresiva de lo que las mentes más lúcidas veían venir desde 1981: “Todo este pluralismo tiene un efecto secularizador, que incide en la presencia de la Iglesia en la sociedad, ya que algunas de las consecuencias de este fenómeno son la privatización de la religión y el progresivo debilitamiento de la presencia e influencia de la Iglesia en las áreas de la esfera pública, que van siendo dominadas por otras cosmovisiones. Así es típico de este clima que se produzcan fenómenos como la separación Iglesia-Estado, caminos hacia una no asignación económica a las iglesias desde el poder estatal, creciente laicización de las leyes educativas y matrimoniales, pérdida de prepotencia de la Iglesia como foco de la vida social, etc. Es cierto que en la sociedad española no se han cumplido todavía todos estos hechos, pero me parece que, a pesar de todas las resistencias, a medida que avance el proceso de pluralismo se irán cumpliendo”.
            De manera que no hay que culpar de lo sucedido veinte años después al Estado democrático ni a sus Gobiernos, sino que, con realismo, es preciso constatar la presencia social de personas agnósticas, ateas, protestantes, judías, y no digamos islámicas en nuestras vidas cotidianas. Cientos de miles de seres humanos a quienes se puede ver simplemente si se quiere, como al algo más de un millón de personas musulmanas que hay en España. Proceso que no ha sido promovido por un inventado laicismo beligerante del poder político, sino por los movimientos migratorios y, más que nada, por la variopinta evolución ideológica y religiosa de la propia sociedad ante la que el Estado no debe ser, en lo tocante a las conciencias individuales de su ciudadanía, sino neutro. Pluralidad así recogida por el artículo 9 de la Convención Europea de Derechos Humanos y la jurisprudencia de su Tribunal, vinculante para el sistema jurídico español. Norma europea que enuncia: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y religión”. Y, desde un mismo derecho, da tanta relevancia al pensamiento y la conciencia como a la religión. Con libertad plena para cambiar de religión, para manifestar las convicciones individuales de cada cual o para celebrar por medio de diversos cultos las religiones correspondientes. Lo que es debido a “una variedad de credos, incluso en el contexto de los países europeos, tradicionalmente ligados con la religión cristiana”. Diversidad de credos y “de convicciones y actitudes morales”, cuyo equilibrio –como criterio dominante– ha pretendido mantener la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Jurisprudencia y Convenio Europeo de los Derechos Humanos que consideran manifestaciones de una misma libertad las que alcanzan tanto a la religión como a la conciencia y al pensamiento. Criterio hermenéutico de obligado cumplimiento para nuestro Estado, según el artículo 10.2 de la Constitución de 1978 sobre los acuerdos internacionales y tratados suscritos por España en materia de derechos fundamentales y libertades.
            Y ahora de nuevo en lo tocante al confuso y cotidiano lenguaje español, otro eclesial uso indebido de lo laico se lo debemos recientemente al cardenal arzobispo de Sevilla Carlos Amigo Vallejo. Quien ha sostenido en diferentes cadenas de radio y televisión, con respecto a las últimas medidas gubernamentales de financiación de la Iglesia católica, que se trata de un laicismo inteligente. Inteligente o no, resulta algo muy discutible. Pero lo que parece fuera de toda duda es que responde a cualquier otra idea menos a la del laicismo o a la de la laicidad. Elevar la cuota de financiación a la Iglesia católica –por parte del Estado– del 0,52% al 0,7% va en contra de otros modelos, como el alemán, donde el creyente paga de su bolsillo a su organización religiosa y el Estado hace simplemente de recaudador. Incrementa el gasto presupuestario en detrimento de otros servicios públicos (desde infraestructuras a programas integradores de la inmigración), lo que injustamente afecta a creyentes y no creyentes. Es contrario también a los compromisos de autofinanciación contraídos en el pasado por la propia Iglesia católica. Va directamente contra el principio de neutralidad estatal; aunque haya católicos, y no necesariamente conservadores, que entienden una cooperación tan amplia que no deja cabida a la dimensión estatal neutra en materia religiosa. Es discriminatorio para musulmanes, judíos y protestantes, como así lo han manifestado sus más destacados dirigentes religiosos. Molesta a sectores católicos que tienen otras percepciones de su propia religión. Y no permite una necesaria autocrítica de la Iglesia católica, quien sigue creyéndose triunfalmente mayoritaria sin querer ver que, según datos de Hacienda, solamente el 22,46% de las personas contribuyentes colocan la cruz en el casillero del IRPF destinado a clero y culto católicos. Cuando hasta entre católicos partidarios de este acuerdo no se deja de percibir que “lo previsible a 10 años vista es que vaya a disminuir sustantivamente el número de personas que ponen el aspa en la casilla de la declaración, dada la sociología del creyente español”.