José Ignacio Lacasta-Zabalza
Memoria y responsabilidad del franquismo
(Página Abierta, 232, mayo-junio de 2014).

 

Conclusiones del texto “La idea de la responsabilidad en la actual cultura constitucional española”, publicado en la revista Derechos y libertades del mes de julio de 2001, número 10 (Boletín Oficial del Estado/Universidad Carlos III).

Hay una experiencia de irresponsabilidad sostenida por lo que se hizo después de la guerra y durante la dictadura, a la que contribuye notoriamente la posición de la jerarquía española de la Iglesia católica, que se ha declarado inocente y ha remitido oportunistamente el problema, como gran parte de la sociedad española, al enfrentamiento militar de 1936. En ese sangriento tiempo ha localizado a sus víctimas, llevándolas ahora a los altares y olvidando a los sacerdotes vascos y catalanes fusilados en los mismos días por Franco. El bando republicano fusiló a unos ocho mil sacerdotes y monjas y eso es injustificable desde todos los puntos de vista, tanto como llamar “cruzada” a la guerra civil, bendecir cañones o que los obispos se fotografiaran haciendo el saludo a lo Mussolini con el brazo en alto. Pero lo que queda sin esclarecer –y sin autocrítica alguna– es, a partir de finalizada la confrontación bélica, el matrimonio de la dictadura con esa Iglesia que llevaba a Franco bajo palio; la irresponsabilidad del mismo Vaticano que le concedió a Franco el 25 de febrero de 1954, por medio del nuncio Antoniutti, en presencia de tres cardenales y el Gobierno en pleno, la máxima condecoración de la Orden Suprema de Cristo (1).

Pues la verdad es que la inmensa mayoría de la sociedad española, afortunadamente, no estuvimos en la guerra, no tuvimos arte ni parte en tan execrable asunto y es bastante irresponsable refugiarse mentalmente en unos sucesos de los que no somos, en absoluto, responsables. Es más, algunas conciencias han retrocedido en este punto y no parecen acordarse del protagonista universitario de la película Nueve cartas a Berta, quien estaba harto –como todos los antifranquistas de los años sesenta– de las batallas de su padre. Y si estábamos hartos era porque el régimen de Franco cimentaba todo su quehacer, hasta el Valle de sus Caídos, en la gran coartada de 1936-1939 (2).

Una sociedad moderna, una cultura constitucional sólida, no se puede construir desde ese punto de partida mentiroso sino desde la crítica a la dictadura que empieza el 1 de abril de 1939 y termina en noviembre de 1975. Es lamentable leer que una de nuestras cabezas más lúcidas, en 1974, era ya partidario de huir de la coartada franquista, normalizar científicamente la contienda bélica fratricida y combatir la «expulsión de la guerra civil del ámbito y actualidad de la consciencia teórica», pues había que racionalizarla y explicarla en universitaria clase para evitar «un acto de evasión de la realidad social e histórica», al tiempo que quería incluirla «en la enseñanza y tratamiento teórico de las disciplinas jurídicas tradicionales» (3). Pero esa privatización irracional de la guerra que criticara Nicolás Ramiro Rico, por una suerte de cínica ley del péndulo, al hacerse luego pública de manera tan poco racional (y obsesiva) nos ha conducido a otra «evasión» no menos perjudicial del ámbito de las realidades: a la evaporación del franquismo y el antifranquismo.

El importante –e informado– artículo de Javier Pradera, ya citado [“La dictadura de Franco: amnesia y recuerdo”, Claves de la Razón Práctica, nº 100, 2000], sobre la amnesia del régimen de Franco, tiene un cierto estrabismo cultural: a) al confundir la historia con la memoria colectiva y b) al dar por buena la remisión de los recuerdos al conflicto bélico de 1936, porque asevera Pradera que «no hay una muralla china» entre la guerra y el franquismo.

Los problemas de estudio histórico del pasado son una cosa y la fijación de la memoria colectiva de una sociedad otra, aunque se superpongan, tal y como lo han estudiado historiadores y sociólogos, y como lo ha cribado el profesor Antonio Duplá, siguiendo a Henri Bergson y Paul Ricoeur (4). La historia, los Reyes Católicos, Alfonso XIII, la Restauración, son objeto de acuerdos y desacuerdos. Pero la memoria requiere una operación de selección individual y colectiva, de la que son particularmente responsables los poderes públicos y su propaganda audiovisual. Y el asunto del franquismo pertenece, como problema constitucional, más a la memoria que a la historia.

Una memoria en la que sí hay una muralla china entre quienes hicieron la guerra y los demás, la inmensa mayoría; y otro muro enorme entre quienes fueron sus protagonistas entonces y quienes nacimos después y padecimos el franquismo. En cambio, la República y la guerra civil deberían ser ya objeto de una historia serena con todas las discrepancias que se quieran (como en Francia la Revolución de 1789), según sugería Ramiro Rico en 1974, y no servir de acta fundacional para esta sociedad, como por cierto quería Franco, máxime cuando el 80% de la población actual nació con posterioridad a la misma y el 30% después de la muerte del dictador.

Se comprende así que Portugal tenga la memoria fijada en un punto de arranque: el 25 de abril de 1974, cuando cayó la dictadura anticonstitucional. La Constitución y sus sucesivas reformas tienen un mismo inicio del motor memorístico casi sin fisuras, aunque con discrepancias históricas sobre tales o cuales episodios revolucionarios. En España, y los nacidos después de Franco también, localizan su primer recuerdo en la guerra y el segundo chispazo memorístico en la llamada «transición». De ahí, dicen, nace la democracia actual.

Cosa que han demostrado empíricamente Paloma Aguilar y Víctor Pérez-Díaz. Los españoles prefieren refugiarse todavía en la interpretación de la «guerra-como-tragedia» (5). Tragedia en la que no fueron actores ni siquiera espectadores, dicho sea de paso, y que tiene la derivación positiva de rechazar cualquier enfrentamiento entre españoles. Pero que permite diluir las responsabilidades en las barbaridades de «unos y otros» e incorporar, tal como pretendía Franco, el presente al pasado sangriento de 1936-1939 (6). El siguiente paso lo da la memoria social española hacia «la transición». Por lo que hay un hueco en el cerebro social, valga la expresión, que es el de todo el régimen de Franco y las responsabilidades por él contraídas e irresponsabilidades tan grandes hacia poblaciones enteras como la cesión a Marruecos del Sáhara hasta entonces llamado español. Por esa razón desmemoriada, y porque la resistencia organizada antifranquista fue cosa de minorías o vanguardias (unas decenas de miles), resulta que no hay en la sociedad un fuerte espíritu de defensa de los derechos humanos y (la idea es de Pérez-Díaz) esto causa que muchos españoles mantengan una relación de exterioridad respecto a un Estado democrático que es, en principio, suyo.

Otra consecuencia muy seria, además del embellecimiento general del régimen de Franco, es que la sociedad española no sepa casi nada del antifranquismo y tienda a enviar ese capítulo también –con claras dosis de hipocresía– a la guerra civil en la que no participamos. Junto a otra repercusión no menos negativa: la sociedad no sabe –o más bien no quiere saber– lo muchísimo que costaron las libertades y los derechos fundamentales, con una visión de tal conquista como algo exterior, «que vino», suele decirse, caído de las alturas sin los sufrimientos del duro parto que en realidad fue. De donde los sociólogos extraen «la opinión que sostienen los españoles acerca de su responsabilidad personal, de la que dimiten en buena medida al creerse con derecho a la tutela protectora del Estado» (7).

En una sociedad civil organizativamente débil, muy poco participativa, de escasas lecturas, sujeta a medios de comunicación sumisos que potencian la pasividad, donde la opinión pública cree compartir el «cinismo político» de «los partidos y la clase política» al lado de su acuerdo general con el «régimen democrático». Es, agrego, como si se pudiera proponer –y mucha gente lo hace– la idea de la Constitución sin rechazar de plano la dictadura franquista; tal y como lo confirman los numerosos nombres de calles de las poblaciones españolas que intercambian los visibles títulos de Franco y de la Constitución (como si eso fuera democráticamente posible sin un colosal engaño colectivo).

No exagero con todo esto absolutamente nada. El 10 de marzo de 1998, el periódico mexicano La Reforma publicó una entrevista hecha a Felipe González. Quien, también uniendo de modo impropio lo pasado en el franquismo con la guerra civil, intentaba explicar por qué no había querido revisar el pasado dictatorial cuando había «una gran oportunidad –el 50 aniversario de la guerra civil– para haber hecho un ajuste cuentas con la historia». Porque del pasado se analiza lo aparente, lo que hay encima de la mesa, no lo que hay debajo.

Lo cual es una consagración del principio de la irresponsabilidad de los poderes públicos y de la minoría de edad de la sociedad a la que sirven. Algo confirmado por el mismo Felipe González al ser preguntado por los motivos de ese proceder: «Lo acepté como una de las reglas del juego del poder». Una regla del juego consistente en que en España todavía no se puede saber lo que hizo el poder hace veinte, treinta, cuarenta años y hasta más.

Con esos antecedentes, el 30 de noviembre del año 2000, el presidente del Gobierno José María Aznar pronunció una extensa conferencia en la Real Academia de la Historia, titulada La presidencia del Gobierno desde 1996 hasta hoy. En la que habló mucho de historia y nada de la memoria (8). En cuanto a sus fuentes históricas se puede discutir lo que se quiera, como sobre Cánovas del Castillo y su para mí nula conexión con la democracia. Pero hay una conclusión que se quiere aplastante de José María Aznar, que concierne a la memoria de todos y juzgo inadmisible: «A lo largo de esta noche he querido destacar la importancia del reinado de Juan Carlos en nuestra Historia contemporánea. La recuperación de la soberanía popular gracias al impulso decidido, lúcido y valiente de Su Majestad».

No es un párrafo aislado, sino la interpretación absurda de Aznar que atribuye en su discurso todo logro de la libertad a la Corona. De donde resulta que el derecho de manifestación nos fue graciosamente otorgado sin manifestaciones ni manifestantes previos; sin represalias del Tribunal de Orden Público y de la jurisdicción militar con su delito de «insulto a centinela» contra los manifestantes. Tampoco hubo muertos por armas de fuego entre quienes ejercían ese importante derecho injustamente prohibido (9). Muertos, cuyos familiares han sido discriminados –sin derecho a nada– por comparación con las víctimas del terrorismo.

No deseo restar un ápice a los merecimientos de Juan Carlos I. Si acaso quisiera atenuar la adulación general, que produce ajena vergüenza, hacia un rey del que los antifranquistas no teníamos ni noticia –o malas e incompletas noticias– hasta la muerte del dictador en 1975. Pero los cientos de miles de víctimas del franquismo: fusilados, torturados, represaliados, exiliados, depurados, bajo una dictadura militar, entre el 1 de abril de 1939 y el 20 de noviembre de 1975, lo fueron en su casi totalidad por luchar por los derechos fundamentales y libertades (reunión, asociación, expresión, sufragio universal, etc.) sin los cuales no hay soberanía popular que valga. Y aquí no sirve eso que gusta tanto del Miércoles de Ceniza repartido entre «unos y otros». Porque solamente eran unos quienes detentaban en España el poder; el absoluto poder.

Esta memoria del franquismo y el antifranquismo consiste en saber el precio carísimo que han tenido las libertades democráticas en España, para fomentar la responsabilidad de los poderes públicos en su obligatoria función de no olvidar lo acontecido; lo que debería ser el antecedente cultural inmediato de la Constitución. Lo contrario es engañarse y despreciar de modo erróneo un caudal de cultura que hoy, ya, podría ser de toda la ciudadanía mediante su adecuado conocimiento y masiva difusión. Lo contrario es impulsar la creencia en que el ejercicio del poder en España, al final, es cosa de cucos y algo siempre ajeno al ideal de responsabilidad.

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(1) La memoria insumisa, pp. 391 y 392.
(2) P. AGUILAR, Memoria y olvido de la Guerra Civil española, Alianza, Madrid, 1996.
(3) N. RAMIRO RICO, El animal ladino, prólogo de F. MURILLO y L. DÍEZ DEL CORRAL, Alianza, Madrid, 1980, p. 107.
(4) A. DUPLÁ, «Déficits democráticos en la historia y la memoria», Hika, número 112, 2000, pp. 22-24.
(5) V. PÉREZ-DÍAZ, «La política y la sociedad civil española ante los retos del siglo XXI», Claves de Razón Práctica, número 77, 1997, pp. 2-9.
(6) V. PÉREZ-DÍAZ, España puesta a prueba 1976-1996, Alianza, Madrid, 1996, pp. 26-29.
(7) E. GIL CALVO, «Crítica de la transición», Claves de Razón Práctica, número 107, 2000, pp. 9-15.
(8) J. M. AZNAR, «La presidencia del Gobierno desde 1996 hasta hoy», ejemplar ciclostilado de 22 páginas.
(9) Para no despistar el razonamiento central, solamente cito algunos de los lugares donde murieron manifestantes por disparo de arma de fuego entre los años 1969-1975: Carmona, Granada y Madrid (obreros de la construcción), Eibar (en manifiestación contra las penas de muerte), El Aaiún, Erandio, San Adrián del Besós, Vigo, San Sebastián (al participar Javier García Ripalda, jovencísimo militante del Movimiento Comunista, en un acto en una iglesia contra las penas de muerte impuestas por la dictadura)… Sucesos que pueden verse en los ya citados libros de BALLBÉ, ALFAYA y SARTORIUS
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