José Ignacio Lacasta-Zabalza
Por la caridad nunca les entró la peste
(Diario de Noticias de Navarra , 6 de octubre de 2012).

“Por la caridad nos entró la peste”. He ahí un viejo refrán español, de contenido retrógado (como tantos refranes), que significa, en su versión más débil, que la caridad no puede ser excesiva y tiene sus límites. Pero en su uso habitual se ha traducido siempre como un lema contra la mismísima caridad que, en esta interpretación, siempre es peligrosa y puede llevar aparejados riesgos incluso mortales.

La ciudad no debe abrir sus puertas a los menesterosos, necesitados, ni –aquí está el quid de la cuestión- debemos compadecernos de su pobreza y miseria, porque seguro que entre ellos se ubican enfermos de peste, apestados, cuyo contagio padecerá toda la urbe si se les deja entrar.

Naturalmente, choca esto al completo con todas las prédicas del cristianismo, la actitud ante la pobreza de Jesucristo, la obligación –porque es un deber religioso- de amar al prójimo como a uno mismo y con toda la filosofía de las obras de misericordia transmitida por los textos evangélicos. Pero no choca con cierto catolicismo español, de fondo histórico, para el que lo importante son las señas de identidad, los ritos externos, procesiones y manifestaciones públicas de liturgia, al que las dificultades de los más desfavorecidos le traen sin cuidado.

La función de Cáritas en la sociedad española es altamente positiva y casi nadie lo pone en duda. Sus fuentes sobre la realidad social y el crecimiento de la pobreza son las más fiables de todas. Pero esa misión debiera cubrirla el Estado, para hacer realidad la idea constitucional del Estado social, el que redistribuye las rentas, lucha contra la desigualdad y es el primer concepto que aparece en la Constitución en su artículo 1.1. Además, así crecería el empleo público de las tareas asistenciales, que también es trabajo por más que nuestros gobernantes no quieran enterarse.

En el artículo 1.1 de la Constitución nada se dice del periodístico Estado del bienestar, que algunos jamás vimos por estos pagos, y sí del Estado social y democrático de Derecho, el que, efectivamente, logró algunos avances palpables en esta sociedad en materia de educación y salud pública, mecanismos que posibilitaron el desarrollo, mínimo dicho sea de paso si se compara con otros países, de una cierta igualdad que ha paliado hasta hace poco las distancias tradicionales entre ricos y pobres.

Pero Cáritas no es el único rostro del catolicismo eclesial español. Lo es también Rouco Varela y el episcopado que no han dicho esta boca es mía contra la inhumana agresión de restar el derecho a la salud de los inmigrantes sin papeles. Porque quizá crean que con ellos nos vaya a entrar la peste. Lo es también María Dolores de Cospedal, quien se atreve en Castilla/La Mancha a poner precio para la atención sanitaria a quienes no tienen donde caerse muertos.

Y el nombre de Cospedal se usa aquí con total intención. Porque, ¿quién no la recuerda, en imágenes televisadas, como costalera de un crucificado de enormes dimensiones en las procesiones de semana santa? A pasitos cortos, que pesaba mucho el leño y haciendo alarde de su religión externa como mandan los cánones del catolicismo tradicional español. O Soraya Sáez de Santamaría, pregonera de la semana santa vallisoletana, o Yolanda Barcina, en idénticas lides de las mismas fechas y procesiones. Por no hablar de la dimitida Esperanza Aguirre, fotografiada en el acto de recibir la eucaristía, dentro de ese amasijo de fe e ideología (el nacionalcatolicismo) tan del gusto de los dirigentes del PP. Sería muy fácil hacer ver que su conducta política de ataque a los inmigrantes nada tiene que ver moralmente con ese Jesucristo que tanto invocan cuando hay cámaras de televisión por medio. Más complejo es saber de dónde viene, llamémosle por su nombre, tanta caradura.

Ahora, ante la reivindicación catalana, les ha dado a nuestros gobernantes por acordarse de la Constitución y llamarse a sí mismos, con todo descaro, “constitucionalistas” a todas horas. Pero qué poco se acuerdan del principio de la dignidad de la persona, el del artículo 10 del texto constitucional, fundamento del derecho a la salud que tienen todas las personas que están bajo la jurisdicción del Estado español, independientemente de si vienen de fuera o no y de si tienen sus papeles en regla. El Tribunal Constitucional (Sentencias 95/2003 y 236/2007) ya ha dejado resuelto que los extranjeros en situación administrativa irregular tienen derechos, entre otros, a la asistencia de letrado y a la educación. No son derechos que se deriven de la ciudadanía, sino de la condición de personas, que el Reino de España ha de observar por haberlo suscrito en numerosos Tratados internacionales.

De una manera muy completa, Ángel Chueca, catedrático de Derecho Internacional Público, y Pascual Aguelo, abogado experto en Derecho migratorio, han denunciado la cantidad de normas que viola el Gobierno español con su decisión contra la salud de los inmigrantes. Normas internas y Estatutos de Autonomía (a lo que hay que añadir el artículo 10 de la Constitución) y externas, como la Carta de Derechos Fundamentales de la UE en su artículo 35. Lo que puede verse en su razonado trabajo “R.I.P. por el derecho a la salud” (Heraldo de Aragón, 4.9. 2012).

Y no valen razones económicas o de ahorro cuando se trata de la salud de los seres humanos tan en íntima conexión con el derecho a la vida. Todo esto ha ido precedido por fuertes campañas xenófobas y racistas en las que, se decía, los “extranjeros colapsan la sanidad”. Como Goebels, esa mentira repetida han intentado que se convierta en verdad, cuando la realidad nos dice que si hay insuficiencias en la sanidad pública eso se debe a la falta de medios, médicos, enfermeras y a la disparatada política de recortes promovida por los dirigentes de la derecha española y sus súbditos forales.

Si la Iglesia católica fuese una sociedad democrática, perdón por la ironía, sus socios que creen de veras en las obras de misericordia y en el amor al prójimo tendrían que pedir la baja de esos dirigentes del PP que brillan en las procesiones y dejan sin asistencia médica a los seres humanos más débiles e indefensos. Dirigentes políticos a los que, como reza este artículo, jamás les entró la peste porque nunca tuvieron caridad.