José María Ruiz Soroa
La sociedad vasca ante el final de ETA
(Hika Ateneo, Bilbao, Marzo de 2011).

            Este texto arranca de una percepción generalmente compartida en nuestra esfera pública: la de que estamos ante el final de algo que puede ser definido de variadas maneras (y tales definiciones no son inocentes puesto que prefiguran en gran manera las consecuencias deductivas posteriores), tales como “el final de ETA”, “el cierre del ciclo de la violencia” o “la derrota del terrorismo”. Podría incluso denominarse el momento que vivimos como “el fin del insurreccionalismo en la política vasca”, entendiendo por insurreccionalismo aquel tipo de movimiento político que pretende cambiar por la fuerza el sistema institucional existente.

            Esta última calificación del momento que vivimos como “fin de la insurrección vasca contemporánea” es una tentación real y operativa para gran parte de la política vasca, porque tiene la ventaja de que se adapta perfectamente al metarelato nacionalista de fondo (el pueblo vasco como sujeto constante de su autoconstitución agónica por relación a España y el insurreccionalismo del XIX como su manifestación) y, además, proporciona sugerentes propuestas para escribir el final de ETA con costes mínimos: las imágenes de 1.839 de “abrazo” o “arreglo” (“reconciliación” en terminología más actualizada) representarían el mejor expediente para poder reintegrar la “paz” a la sociedad afectada (en lugar de la rigidez de la “ley” de 1.876) y así reconstruir la comunidad étnica soñada que pueda seguir caminando hacia su apoteosis constituyente soberana. Sin duda que esta imagen no será explícitamente evocada entre nosotros (para el nacionalismo, 1.839 es una fecha infausta), pero sí profusamente reutilizada.

            En mi opinión el término del ciclo insurreccional-terrorista supone sin lugar a dudas para la sociedad y la política vasca una relevante mejora y un alivio de sus tensiones estructurales, y en este sentido debe ser bienvenido y considerado como un logro de la capacidad de un régimen democrático para imponer finalmente sus cauces procedimentales a la realidad política. No creo, sin embargo, que dicho final traiga consigo un “tiempo nuevo” para la política vasca (*), dado que las tensiones estructurales van a permanecer y continuar activas, lo cual se debe en gran parte a la forma en que el ciclo insurreccional se va a cerrar, una forma que puede calificarse de parcial e incompleta.

SOBRE LOS ENTRESIJOS DEL CIERRE

            El examen, discusión y predicción de los detalles de ese proceso que calificamos de final de insurrección constituyen, en mi opinión, lo que podemos calificar como el “soufflé” de la realidad política y mediática vasca de este momento. Por muchas y variadas razones, estos detalles suscitan una atención enorme. Y, sin embargo, creo que carecen de relevancia o interés objetivo incluso a medio plazo. Son “detalles” que afectan a muchas personas y en forma muy vivencial, son detalles sobre los que se ha estado especulando y discutiendo durante decenios en el fragor del terrorismo, son detalles magnificados por la atención mediática, y todo ello explica la atención que se les presta. Pero son meros detalles. Los entresijos del proceso no tienen demasiado interés objetivo salvo el que les otorga su inmediatez.

            Con este término de “entresijos” me refiero a asuntos tales como:

  • El proceso de legalización del sector político del  insurreccionalismo actualmente en curso, un proceso probablemente irreversible y cuyos detalles revisten un interés puramente jurídico.
  • Las posibles escisiones o grapización en ETA, fenómenos éstos muy posibles pero que no son sino un reguero secundario y desagradable del proceso más amplio de su propia desaparición.
  • Los evidentes efectos que producirá el reingreso de SORTU (o equivalentes) en la mecánica electoral y representativa de las instituciones, poniendo fin a una experiencia limitada e interesante de gobierno socialista.
  • El encendido debate que puede desde ahora anticiparse en torno al tratamiento futuro de los terroristas que cumplen condena.
  • Las más que posibles protestas de las víctimas del terrorismo ante un reingreso fácil o cómodo de los insurreccionalistas en las instituciones, protestas que las convertirán en testigos incómodos y excéntricos de los hechos.

            Y si dejamos de lado los entresijos, ¿cuáles son entonces los aspectos relevantes del momento de cierre del proceso violento? Creo que los siguientes:

  • Cómo salen del ciclo insurreccional las fuerzas políticas vascas.
  • Cómo percibe e integra este final de ciclo el imaginario hegemónico en la sociedad vasca.
  • Qué aprendizaje –si alguno- ha llevado a cabo la política vasca como consecuencia del ciclo violento.

            Cuestiones que, en último término, pueden resumirse en una más simple: ¿cómo describir nuestra compleja situación actual?

LA SALIDA DEL CICLO PARA LAS FUERZAS POLÍTICAS

            Para el insurreccionalismo se trata inicialmente de una derrota neta, tanto en el plano de la organización/práctica violenta como en el plano de sustentación política. Objetivamente hablando, la violencia no ha conducido a ningún resultado útil y el ciclo podría de hecho haberse cerrado mucho antes con mejores resultados o frutos más tangibles que en la actualidad. La prolongación del ciclo ha trabajado contra la posibilidad de obtención de cualquier beneficio político por parte de quienes lo han prolongado. Por ello, el reingreso de los insurreccionalistas que impugnaban la propia legitimidad del sistema democrático dentro de su marco obligatorio implica un reconocimiento objetivo de la inutilidad o equivocación que supuso la insurrección misma por lo menos desde el momento de la transición democrática.

            Así las cosas, esta derrota objetiva puede sin embargo reconducirse y reconvertirse en un éxito parcial si los insurreccionalistas consiguen mantener o conservar como capital simbólico políticamente activo su pasado violento, de manera que este pasado aparezca como un patrimonio valioso (o por lo menos no indeleblemente negativo) para una parte substancial del imaginario político y social en el País Vasco.  Conservar la imagen de la violencia insurreccional histórica como la de un comportamiento digno o una epopeya (la “paz de los guerreros”) permite efectuar una transición cómoda a la política institucional, por un lado, y también mantener la vigencia legitimadora del pasado (algo esencial en una época como la actual en que la legitimación política se nutre fundamentalmente de la “memoria” más que del futuro).

            Creo que a esta transición tipo “salvamuebles” va a colaborar grandemente la circunstancia de que, por exigencias doctrinarias particulares e ineludibles del nacionalismo vasco en general, perviven incólumes en la política vasca los dos pilares argumentales básicos de legitimación discursiva del terrorismo: que son el canon (o la gramática) del “conflicto inmanente e irresuelto” entre Euskadi y España, por un lado, y el de la “defectividad consubstancial” de la democracia constitucional española, por el otro. Esta pervivencia del canon (adicionalmente reforzado por una parte relevante del pensamiento político de la izquierda radical o ex-revolucionaria) garantiza un fácil reingreso (reinserción) del movimiento político insurreccionalista en la política vasca. En definitiva, podría explicarse la facilidad de este reingreso señalando que, al fin y al cabo, el nacionalismo vasco y parte de la izquierda mantienen todavía hoy vivo y operativo ante la institucionalidad estatal un “insurreccionalismo teórico” que les convierte, en términos puramente políticos, en unas fuerzas políticas “semileales” al sistema político-constitucional existente y a su Estado de Derecho. Esta actitud generalizada de semilealtad institucional del nacionalismo facilita la vuelta a la política democrática de los insurreccionalistas sin necesidad de abjurar de sus convicciones capitales.

            Sin embargo, es difícil de valorar hasta qué punto el ingreso en el sistema político ordinario y la adopción de unas formas de acción política normalizada carentes de referencia a una violencia rupturista y antisistema no provocará una pérdida de cohesión y sentido entre la base social que ha apoyado el insurreccionalismo, al verse reducida a una vivencia política rutinizada y privada de sus elementos de autocomprensión más característicos (sujeto histórico redentor, legitimación por el sacrificio, obscura hermosura de la violencia, comunidad autoreferente y cerrada, acusado matiz utópico, etc.). Incógnita a despejar.

            Para las fuerzas políticas constitucionalistas, el cierre del ciclo no se traducirá probablemente en un incremento de legitimidad o apoyo en la sociedad vasca. Para que ello se produjera el cierre tendría que haber ido acompañado de una deslegitimación radical de la violencia pasada, lo que no parece vaya a ser el caso. Tampoco creo que sea posible una capitalización directa del final construyéndolo como el resultado de la firmeza antiterrorista practicada, con independencia de que tal circunstancia sea cierta. Desaparecerá, cómo no, la presión política y sicológica de la violencia sobre estas fuerzas, que no es poco, pero la victoria objetivamente conseguida no se reflejará como tal en términos políticos.

            El mayor problema práctico derivado del reingreso a la política institucional de los insurreccionalistas se producirá, probablemente, para el PNV puesto que verá fuertemente tensionado su comportamiento futuro por la competencia nueva que aparece en su polo soberanista, lo que le obligará a nuevos reequilibrios internos.

LA PERCEPCIÓN EN LA SOCIEDAD

            Sería bastante ingenuo esperar de la sociedad vasca, en este su momento terminal, un comportamiento substancialmente diverso del que ha mantenido en general ante la violencia misma durante los últimos treinta años. Ese comportamiento ha sido mayoritariamente uno que ha oscilado entre la aceptación borrosa de la violencia como parte de un más amplio proceso histórico (vigencia social del “canon”), la desimplicación afectiva por los daños que causaba el terrorismo en base a su connotación “política-conflictiva”, y el alejamiento empático de los afectados, predefinidos como parcial u objetivamente responsables de su propio sufrimiento. Todo ello unido progresivamente a un sentimiento sordo de cansancio y hartazgo, movido más por una percepción de la inutilidad del terrorismo y de su carácter anacrónico y obsceno que por una reacción genuinamente cívica.

            Aunque asistiremos a un predecible esfuerzo por representar lo sucedido como una victoria de la sociedad vasca sobre ETA, lo cierto es que tal representación difícilmente puede sostenerse de pie como descripción realista de lo ocurrido. Por decirlo en términos crudos, han sido la Guardia Civil y la política de Aznar las que han derrotado el insurreccionalismo, mientras que la sociedad y las instituciones vascas han actuado mayoritariamente como simples espectadoras en el escenario agónico. Si la política vasca no hubiera estado incardinada en la más amplia institucionalidad estatal no hubiera sido capaz de soportar incólume el ciclo de la violencia.

            Pues bien, la trayectoria del imaginario social hegemónico en el pasado augura el comportamiento que va a mantener en este momento: el de pasar página a la violencia y aceptar el reingreso de los insurreccionalistas sin mayor ajuste de cuentas, sin ostracismo o sin imputaciones deslegitimadoras. En realidad, la sociedad vasca nunca ha aceptado mayoritariamente la proscripción política de los violentos (Ley de Partidos), por lo que es más que lógico que celebre su desactivación inmediata en el caso de “Sortu” o similares.

            Este pronóstico viene ulteriormente confirmado por las que han sido las manifestaciones públicas predominantes durante este último mes ante la pretensión de reincorporación a la política normalizada de los insurreccionalistas, pretensión formulada con el mínimo posible de desmarque de su pasado. Es de constatar, en este sentido, que se ha generado un clamor a favor de su inmediata reinserción política, se han criticado las detenciones de terroristas durante el proceso como “palos en las ruedas de la paz”, se ha recurrido profusamente al contrastado disolvente moral de mezclar todas las violencias, y se ha difundido con éxito la equiparación ético-política entre la derecha española y los insurreccionalistas vascos como casos correlativos de “olvido del pasado”. Con independencia del juicio que merezca el contenido de estas tomas de posición, lo cierto es que su profusión misma corrobora la impresión inicial de que la reinserción política de los insurreccionalistas no va a ser difícil ni complicada, y que la sociedad aceptará mayoritariamente y sin reservas su inmediata intervención normalizada en la política.

            Ello lleva a este intérprete a pensar que en el repetido y ya tópico asunto de la “escritura de la historia” de este período violento va a existir el mismo desacuerdo e idéntica escisión que ha existido anteriormente en la conceptualización de la violencia terrorista. Y que, si bien algunos intentarán establecer una historia crítica de la violencia desde una perspectiva de adjudicación de responsabilidades concretas tanto al discurso nacionalista de legitimación difusa como al revolucionarismo gratuito de la izquierda, ese intento no prenderá con carácter general en la sociedad vasca, la cual se contentará más bien con un cierre neutral del pasado en cuestión, como si hubiera sido un paréntesis desgraciado en el que la violencia, los excesos y sus causas se repartieron aleatoriamente entre los victimarios y las víctimas. Cierre endulzado, naturalmente, con la consabida música oficial de reconocimiento especial para las últimas.

            La historia es al final una cuestión de identidad: no habrá “relato compartido” porque en Euskadi sigue habiendo identidades encontradas y porque no existe una identidad cívica que las trascienda.

            En realidad, y por lo menos en el medio plazo, para la mayoría va a ser más importante escribir la realidad que escribir la historia. Y la sociedad no deseará mayoritariamente ser molestada o increpada por “historias” cuando se acaba de librar de la pesada carga de la violencia.

¿HA APRENDIDO ALGO LA POLÍTICA?

            Un proceso político tan singular como el que supone un insurreccionalismo con amplia base de apoyo y de larga duración en el tiempo debiera entrañar un correlativo fenómeno de “aprendizaje” para la política que se practica en la sociedad afectada, tanto en lo que se refiere al comportamiento de sus actores como en cuanto a los contenidos y la textura de esa política.

            Pues bien, en mi opinión, la política vasca ha aprendido muy poco del ciclo de violencia vivido y, por ello, mantiene intactos una serie de actitudes y “cleavages” estructurales que seguirán afectando a su desarrollo en el futuro.

            En el terreno de lo positivo puede señalarse que la política ha aprendido aparentemente (¿lo ha interiorizado?) el valor supremo del respeto a la dignidad de la vida humana, aunque también es cierto que esta adquisición responde tanto a una evolución general de la sensibilidad social en Occidente como a las particularidades del ciclo violento pasado en Euskadi. Por otro lado, puede también considerarse como una enseñanza adquirida (aunque inestablemente y con la sospecha de su insincera asunción por  algunos que siguen hablando de democracia “real”, “integrada” o “impulsada”) la del valor propio de los procedimientos democráticos, un valor que no se concibe ya como meramente estratégico o “formal”, a la manera en que fueron considerados desde la transición.

            En el lado negativo, puede señalarse la persistencia y arraigo de determinadas concepciones y enfoques de la política que son  altamente perturbadores para una práctica democrática normalizada y que seguirán tensionando la política vasca y llevándola a situaciones propias de los juegos de  “suma cero”. Deben señalarse en este aspecto:

  • Persiste vigente y hegemónico un relato supersimplificado de la historia social y política vasca como un proceso de autoconstitución de un sujeto nacional único y homogéneo a través de su pugna pertinaz con España. Ello hace que la política vasca se centre desmedidamente en la “construcción nacional” como objeto primordial y necesario de cualquier política pública. La esfera pública democrática está de esta forma sobredeterminada por la nación como una realidad imposible, a la vez hecha y por hacer.
  • Persiste correlativamente la visión de la política como actividad salvífica o mesiánica capaz de resolver un conflicto histórico crucial y llevar a la sociedad a su reconciliación consigo misma. La política sigue viéndose como actividad heroica capaz de dar sentido completo al mundo.
  • En un terreno más práctico, persiste como objetivo necesario de la acción política el de reducir la complejidad y pluralidad de la sociedad mediante procesos de homogeneización nacional, los cuales garantizan un conflicto con otros valores democráticos y, en general, son contradictorios con el desarrollo autónomo de esa misma sociedad.
  • En términos resumidos, sigue existiendo un “exceso de expectativas” sobre los resultados sociales obtenibles de la política, lo que obstaculiza seriamente su operatividad normal. 

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(*) El artículo de Iñigo Lamarca en DEIA 24.02.2011, que podemos considerar equilibrado y representativo de un pensar extendido en la sociedad, emplea sólo en su primer párrafo los términos de “nueva era”, “acontecimiento histórico”, “una de las mejores noticias”, “umbrales de una nueva realidad social” ante el anuncio de la creación de SORTU.