Jose María Ruiz Soroa
«La hegemonía de la identidad cultural»
Entrevista realizada por Josetxo Fagoaga
(Hika
, 207zka 2009ko apirila)

            Se ha dicho reiteradamente que en estas elecciones se ha quebrado la hegemonía nacionalista vasca. ¿Cuál es tu opinión sobre ello? ¿Se ha quebrado realmente? ¿Hasta qué punto? Y el tema podría dar pie a otras reflexiones complementarias acerca de la naturalidad de la hegemonía nacionalista vasca, las diferentes expresiones de la misma, el sentido patrimonialista del país...

            JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA. Creo que, de momento, sólo se han dado las condiciones estrictamente políticas para que se quiebre en el futuro esa hegemonía. Como todos sabemos, la hegemonía es un concepto más amplio que el del gobierno, es la forma de concebir, de pensar, que impone –no siempre conscientemente, además- una clase, élite o grupo que está en el poder al resto de la sociedad, y que no se quiebra porque un día cambie un resultado electoral. Pienso que se han puesto las bases para que podamos empezar a pensar en una relativa quiebra o sustitución de la hegemonía cultural nacionalista en el País Vasco. Pero también que hay que ser bastante cauteloso.

            Lo característico de una hegemonía ideológica es que una cierta concepción de las cosas aparece como natural, y ello conlleva que se acepte como normal u obligado algo que no lo es -una ideología o una forma de pensar o de ver el mundo- cuando lo normal en una sociedad moderna es la heterogeneidad y la pluralidad de formas de ver. La hegemonía del nacionalismo vasco viene por lo menos de hace 30-35 años, desde la época de la Transición, y merecería un estudio sociológico para ver por qué y cómo se produjo algo que en puridad era inesperado: que una ideología que en los años 60, en el seno de la intelectualidad y de los movimientos sociales vascos era el último de la fila, sin embargo, por una serie de extrañas coincidencias y situaciones que confluyen en la Transición española, llega a convertirse en hegemónica. En parte, por el declive de los partidos de izquierda, que no fueron capaces de proponer su identidad política alternativa; por la ausencia de una componente liberal significativa en el pensamiento político de todos, no sólamente de aquí sino de España en general...

            Pero el hecho es que ha estado ahí y ha durado treinta años. Y creo que ha sido más fuerte desde el punto de vista social que desde el estricto punto de vista político: que la forma de ver la realidad social, la historia, y el futuro que tiene el PNV como la de un conflicto permanente de nacionalidades-que es una forma muy sesgada de ver la realidad- se asume socialmente como el prisma significativo e importante.

Ahí entraría en juego el gran desprestigio de lo español que originó el franquismo...

            J.M.R.S. Sin duda, la idea de nación española tiene un déficit de origen, anterior incluso al nacionalismo católico orgánico de Franco. La idea nacional española es una idea muy confusa, muy escasamente construida, y que ha estado siempre cogida con alfileres. Y lo sigue estando: no tiene un apoyo social significativo, ni es aceptada con facilidad por la población, no sólo aquí, sino en el resto de España.

            La idea nacional de España choca con verdaderos problemas para ser aceptada porque, por un lado, la izquierda nunca la ha visto con interés, siempre la ha considerado como algo conflictivo que le podría arrastrar a terrenos conservadores de derechas. Y es que, desde principios del siglo XX o incluso antes desde Cánovas, se produjo una apropiación exclusivista de la idea nacional por los conservadores. Hasta la Restauración, el nacionalismo fue un principio político que la Iglesia rechazaba, porque lo veía como un sustitutivo ciudadano de su principio teocrático; pero a partir de Cánovas, el catolicismo español se apropia de la idea nacionalista, la desfigura y la construye como algo esencialmente ligado al pasado religioso y la dota de un carácter orgánico muy fuerte...

            Y todo ello degenera y se extravía totalmente en la represión franquista. Se produce entonces una disvalor de la identidad española, de manera que en España existen nacionalismos buenos y nacionalismo malos: en general, la población española tiende a percibir que hay nacionalismos que son naturales, buenos y progresistas, mientras otros simplemente son cutres, fachas, franquistas, etc.

            Esa una labor que, si mereciera la pena, estaría por hacer: construir un sentimiento nacional español que no esté impregnado de todo este pasado, que esté a la altura de los tiempos, cargado de sentido republicano... Pero no lo sé, hay quien piensa más bien que hoy en día está superado el sentimiento nacional como cemento identitario de las sociedades modernas...

La hegemonía se basa en conceptos de superioridad e inferioridad...

            J.M.R.S. Cualquier nacionalismo activo, fuerte, con una idea mínima de eso que se ha llamado construcción nacional, establece en su sociedad una frontera interior en torno al eje de una forma de ser étnica -en este caso, una forma de ser vasco-. En consecuencia, hay una parte de la población que no cumple con el paradigma de vasco que se ha definido; es decir, una parte de la población a la que hay que darle un tratamiento.

            Este varía desde el nacionalismo más extremoso, que propone excluirlos o asimilarlos forzosamente, hasta el nacionalismo más benévolo, que habla de tolerarlos, consentirlos o, incluso, conllevarse con ellos. Pero en cualquier caso el nacionalismo implica separar ciudadanos, hacer una frontera interior. Los ciudadanos separados pueden ser asimilados, excluidos, tolerados, conllevados... pero siempre tienen un estigma que les marca, y es el de que no cumplen con la definición del perfecto ciudadano vasco que se ha hecho desde el poder.

            Lo más curioso de un proceso de hegemonía nacionalista es que esa parte de la ciudadanía llega a aceptar como algo natural, y como un déficit propio, eso que en principio es un estigma, y llega a interiorizarlo como culpa: “yo no he llegado a tener el lenguaje de mis padres, abuelos o antepasados, y eso es culpa mía”. Más allá de la cuestión del euskara, esa posición de autoculpabilización y asunción del estigma, supone ceder en exclusiva a los nacionalistas el derecho a definir qué es ser vasco, cómo hay que serlo, qué características se han de tener, e incluso el papel de guía en ese proceso de construcción nacional. De forma que el que se plantee simplemente la idea de puedan llegar a ser sustituidos en el gobierno es ya una ruptura enorme.

            Influye, también, algo que está mucho más estudiado con carácter general, que es la formación de las ideas morales en una sociedad moderna. Se tiende a dar por sentado que la moral y el derecho son esferas separadas, y que las relaciones entre ellos vienen a ser de una sola dirección: la esencia de las ideas morales de una sociedad acaba siendo formalizada en el derecho, en forma normativa o coactiva. Pero eso no es tan sencillo, porque hay un viaje de vuelta mucho más importante: que lo que es derecho vigente en una sociedad termina por ser aceptado como algo moralmente correcto en la misma. Y eso se puede ver en cualquier ejemplo histórico que analicemos: el derecho acaba generando ideas morales.

            El hecho de que durante treinta años hayamos tenido una superestructura jurídica organizada por el nacionalismo vasco ha llevado o ayudado a hacer que esa población que no es nacionalista llegue a considerar que “ça va de soi”, que es natural, que es moral. Que a la gente se le enseñe y se le obligue a aprender un idioma determinado por razones estrictamente identitarias ha llegado a ser aceptado como algo normal (poner en duda ese principio se considera blasfemia escandalosa) y si se ha llegado a aceptar no es tanto por una reflexión y discusión como por el hecho de que se está haciendo.

Un problema conexo, que a mí me resulta bastante preocupante, es el de la enorme importancia que ha adquirido, no solamente aquí, lo nacional-identitario a la hora de las adscripciones políticas. Hoy en día, la gente se rige en política principalmente por eso más que por otra cosa. En los últimos treinta años, en Euskadi, y diría que también en el resto de España, se han ido vaciando las afinidades de otro tipo (ideología, moral, etc.), en beneficio de criterios nacional-identitarios...

            J.M.R.S. Sin duda, y creo que es un problema de todo el mundo, aunque se presente bajos diferentes aspectos. Porque, por ejemplo, el comunitarismo, que tiene más influencia en EUA y en el mundo anglosajón es, en términos ideológicos, una variante del mismo fenómeno. La búsqueda de seguridad, ligazón y sentido en los rasgos comunitarios es hoy un fenómeno mundial, en gran parte derivado de la aceleración del cambio propio de las sociedades modernas: el cambio genera inseguridad, el cambio social acelerado genera más inseguridad todavía. A la gente le resulta difícil construir un sentido para su vida, y las personas necesitan dar un sentido a su vida.

            El siglo XIX, que fue, en mi opinión, el momento de la primera aceleración por los cambios que supusieron la industrialización y el capitalismo, no tuvo problemas en ese sentido porque tuvieron éxito las ideologías del progreso (la del progreso liberal, la del progreso científico, la marxista del progreso de la historia,...). Era el futuro el que proporcionaba un sentido al presente. El presente podía ser ominoso, pero existía una ideología de un futuro que se les prometía.

            Las ideologías de futuro han fracasado, algunas de ellas, o mostrado sus carencias. Pero, sobre todo en Occidente, creo que las hemos deconstruido con fruición. Durante los últimos cien años nos hemos dedicado a deconstruir los metarrelatos dadores de sentido. En cualquier caso, hoy en día el futuro no es ya un espacio con el que podamos construir nuestro presente. Nadie piensa en el futuro, si no es en un futuro puramente cuantitativo: más riqueza, más progreso,... pero sin un contenido moral o ético, que es lo único que le puede dar sentido de verdad.

            En consecuencia, es el pasado el que se está apoderando de esa función de dar sentido a nuestro presente. Y el pasado, en gran parte, es la historia, la comunidad, la sociedad existente, las costumbres heredadas. En las generaciones más modernas que la mía, en las que las propias relaciones laborales son tan inestables que no permiten crearse un relato unificado de vida, cada vez más se precisa de referentes externos: el futuro ha dejado de ser una instancia de provisión de sentido, porque resulta amenazador por su inseguridad, así que bienvenida la historia y el mito.

            Esto mismo se puede expresar de otro modo diciendo que hasta hace unos años las identidades personales se construían fundamentalmente con otros materiales (sentimiento de clase, de trascendencia o mundanidad, etc.) mientras que hoy sólo parecen quedar como aptos para esa función los materiales étnico-culturales.

Otro problema concreto que plantea esta evolución es el arraigo que este hecho adquiere en los partidos políticos, y el que se haya convertido en una fuente de constantes querellas entre los mismos, ajenas en gran medida a las preocupaciones de la sociedad, aunque a la postre se proyecten sobre ésta...

            J.M.R.S. Sí. Por ejemplo, es evidente que dentro de la sociedad vasca existe una pluralidad enorme de sentimientos y formas de vivir lo vasco que nunca ha sido especialmente conflictiva, salvo cuando los partidos la han exacerbado y la han llevado a un terreno casi ontológico (y es entonces cuando se percibe como algo esencialmente conflictivo). La convivencia entre el mundo euskaldún y el mundo erdaldún, entre los pueblos y las ciudades, de la industria y la agricultura, nunca ha sido especialmente conflictiva...

Pero es que, en realidad, la clase política vive de los conflictos, y los necesita...

            J.M.R.S. Bueno, los partidos políticos son parte de la solución democrática a la convivencia, pero también son parte del problema. En un ambiente muy desideologizado como el actual, los partidos tienen que marcar diferencias de alguna forma, y utilizan los marcadores que ven más fáciles de proyectar a la sociedad y más rentables como filón de controversia. El caso de la inmigración es un buen ejemplo de ello: se utiliza como si fuera un problema de integración de un otro distinto porque así permite suponer que la sociedad vasca existente, nosotros mismos, somos algo así como puros. Se habla de mestizaje cultural cuando la vasca es ya de por sí la sociedad más mestiza que existe. Con lo cual hay una doble operación, por un lado se esconde esa realidad constitutiva plural que ya existe y, por otro, se describe como si fuera un problema identitario lo que es un problema socio económico de igualdad de oportunidades. Al final, la cuestión es de cómo se define la ciudadanía, si por marcadores culturales o nacionales, o por datos objetivos. Y todo esto responde mucho a más a las conveniencias de la agenda política de los partidos (¿cómo orientar y presentar el asunto?) que al problema mismo.

Un problema inserto en esta nueva situación el de la Ley de Partidos y el de su contribución a la misma: si HB no hubiera sido ilegalizada, la situación de hegemonía del nacionalismo vasco seguiría manteniéndose... Por otra parte, está el problema del recorte de libertades y la desigualdad política que genera esa Ley, además de las situaciones de injusticia flagrante que se han dado en algunos casos. ¿Qué juicio global te merece la Ley de Partidos, tanto desde el punto de vista de lo que posibilita en lo referente a la hegemonía, como en lo tocante a las libertades democráticas?

            J.M.R.S. Creo que no se pueden mezclar en el mismo lote la Ley de Partidos y la represión penal. Desde una perspectiva conceptual, no tengo ninguna objeción que hacer a la Ley de Partidos. Creo que el sistema, sin necesidad de ser una democracia militante (como la alemana, que puede llegar incluso a prohibir ideas; la nuestra no lo es, y no puede llegar a prohibir ideas, pero sí puede ilegalizar conductas), puede, mediante una norma, declarar fuera de la ley a partidos que, con su conducta, no con sus ideas, demuestren que no aceptan plenamente el funcionamiento democrático, es decir, que aceptan el juego social de la violencia. Desde ese punto de vista, yo no tengo ningún reproche y me parece plenamente aceptable.

            Hay un segundo plano de valoración: si de lo que se trata es de deslegitimar la violencia y, en definitiva, deslegitimar a ETA, ¿es mejor o es peor la Ley? Aquí nos introducimos en un juicio de oportunidad: ¿es mejor que se manifiesten electoralmente a través de un partido como Batasuna, o es mejor que esté prohibido por ley y, en teoría, se les fuerce a buscar otra expresión política? Se trata de un juicio de oportunidad, utilidad y eficacia, para el que no tendríamos ningún criterio objetivo que nos permita sustanciarlo con total claridad. Mucha gente razona diciendo “es mejor para reconducirles que puedan estar representados en el Parlamento y no que estén fuera de él”, pero también entiendo y comparto perfectamente el razonamiento que dice que “no podemos permitir que estén en el Parlamento unas personas que no condenan la violencia porque así alentamos la pervivencia de ésta”.

            Desde el punto de vista estrictamente jurídico, creo que hay un problema con la Ley de Partidos, y es que una ley no sólo ha de ser legítima de origen, sino que debe legitimarse en su aplicación. Una ley legítima puede volverse ilegítima porque se aplica irregularmente. Uno de los problemas de la Ley de Partidos es que últimamente ha estado al albur de las conveniencias políticas del gobierno de turno, que los tribunales han demostrado muy poca independencia y rigor en su aplicación. Como jurista, he leído a fondo tanto la decisión del Tribunal Supremo como la del Constitucional sobre Askatasuna, y me suscitan terrible dudas de que, aunque se diga que no, no se esté ilegalizando un ideario. Que es algo que está prohibido.

            Creo que ya hace cuatro años se hizo un uso partidista de la Ley de Partidos, cuando se quiso ignorar que el PCTV tenía evidentes conexiones, no tanto cuando se presentó a las elecciones sino cuando en los años siguientes fue de dominio público que el dinero iba de un sitio a otro; y, sin embargo, no se quiso hacer nada, porque no convenía. Pero ahora ha convenido, y se ha hecho. Me da lástima decirlo, pero creo que es uno de los puntos negativos en una ley que era tan delicada y extremosa, en tanto que estamos tocando los extremos de la democracia, que había que haber sido exquisitos en su aplicación, y no se ha sido. Y eso lo vamos a pagar.

            Está claro que queda el argumento de que “si Vds. no están de acuerdo con la violencia, no tienen más que decirlo y pueden constituir todos los partidos legales que quieran”; pero ni como jurista ni como opinante político me hace feliz lo que se ha hecho.

            Y si de lo que es estrictamente la Ley de Partidos y, por tanto, un terreno puramente político, pasamos al ámbito penal, no estoy en absoluto de acuerdo con el uso de la legalidad penal que hace que unos días una cosa sea delito y otros no. La justicia penal no puede estar al albur de momentos ni de interpretaciones. Para eso está el poder político: si entiende que han cambiado las circunstancias, que el parlamento cambie la ley. Lo que no se puede es decir: “mantengo la ley, pero la voy a interpretar de otra manera”. Eso deslegitima la ley, desgraciadamente.

Luego está la otra ley de Partidos, que es la de ETA. Tengo la impresión de que por parte del nacionalismo vasco hay un juicio muy benévolo sobre las terribles consecuencias que ello trae a la vida política del país, y que se rehuye un posicionamiento concluyente sobre la misma, y se convive con la gran corrupción intelectual y moral que supone este hecho...

            J.M.R.S. Creo que eso es evidente y es algo que arrastramos desde la Transición, de la cual ETA, por haber sido paladinamente antifranquista, salió con una aureola de legitimidad social y política. No se quiso afrontar el hecho de que, cuando se da la transición a una democracia, el planteamiento es totalmente distinto. Creo que ahí ha habido un problema para el nacionalismo (por pacífico que sea)que al adoptar la formulación de que ETA no es más que la expresión violenta de un conflicto subyacente, inevitablemente acaba por aceptar, disculpar, tolerar o considerar como algo comprensible ese fenómeno terrorista. Y en eso estamos todavía.

            La sociedad civil, qué duda cabe, ha actuado con nulo espíritu cívico o moral, mezclando la aureola de ETA en la lucha contra Franco con un pragmático no querer significarse. Esto se ha visto continuamente: cuando se pretendía instalar un cuartel de la Ertzaintza en un punto, los vecinos se rebelaban porque les ponía en peligro; o cuando el vecino era uno significado que estaba amenazado de atentado, eran los propios vecinos los vecinos quienes le decían que “si quieres meterte en líos, vete por ahí”. Este es un problema de calado, y estamos metidos de hoz y coz en él todos, unos con más culpa que otros.

            Opino que la textura moral y cívica de la sociedad vasca tardará muchos años en recomponerse, de entrada mientras no haya conciencia real de los fallos sociales que ha habido. Deslegitimar el terrorismo no es sólo hacer declaraciones para que desaparezca; deslegitimar el terrorismo es aceptar que toda la sociedad, o gran parte de ella, hemos sido culpables de aceptar, de alguna forma, que existiera.

            Pero es que, además, ese defecto social perdurable causado por la violencia genera trabas políticas que hacen irresolubles otros problemas. Existiendo un terrorismo y un efecto social tan fuerte del mismo, que ha hecho que determinados planteamientos lleguen a asumirse como normales por la sociedad, no se puede pretender hacer un proceso de reflexión o deliberación pública sobre ciertos problemas, porque no estamos en una situación de libertad que posibilite un proceso deliberativo o reflexivo sobre ellos. Y si no deslegitimamos de verdad el terrorismo, nunca vamos a estar en ella.

Una Cámara nunca representa al 100% de la sociedad, pero el problema surge cuando un parlamento se aleja mucho de la sociedad realmente existente. Tras el 1-M, el bloque nacionalista español (aunque esta catalogación sería muy discutible en el caso del PSE) tiene más peso que el nacionalista vasco, cosa que no ocurre en la sociedad. ¿No es una contradicción muy fuerte para ser sostenible?

            J.M.R.S. Una Cámara de representación política expresa las voces sociales a través del cauce de los partidos y es por eso, hasta cierto punto, una representación manipulada de la sociedad. Por lo tanto, nunca es ni pretende ser una simple copia o calco de la sociedad. Al ser representación de opciones partidistas, el que esté excluida la opción del partido que se niegue a condenar a ETA a mí no me parece un problema, porque se han excluido ellos mismos de la democracia.