José Mª Ruiz Soroa

De la ira al hastío
(El Correo, 12 de julio de 2007)

            La perspectiva temporal permite hoy intentar un análisis de las varias cuestiones relacionadas con lo sucedido entre nosotros aquel verano de 1997. Cuestiones que van desde la definición exacta de lo que realmente experimentó entonces el conjunto social vasco (qué fue realmente 'el espíritu de Ermua'), pasando por las razones de lo que le siguió en términos políticos casi de inmediato (el proceso de 'borrado' que llevó a cabo el nacionalismo), hasta constatar lo que queda (si algo queda) de aquello.
            Vayamos con lo primero: lo que tuvo lugar entre nosotros aquel mes de julio fue la explosión social espontánea de un sentimiento mezclado de compasión (la 'simpathy' humana) e indignación. Fue suscitado por dos peripecias humanas muy próximas que se retroalimentaron: la de Ortega Lara y la de Miguel Ángel Blanco. La primera generó en la sociedad vasca la atmósfera de una mala conciencia en la que la segunda pudo actuar como deflagrante para llegar a la ira. La imagen de Ortega Lara nos había puesto a los vascos ante un Matthausen crudo, un Matthausen que se había desarrollado durante cientos de días en medio de nuestra indiferencia. Nos dio la conciencia de culpabilidad. Lo de Miguel Ángel fue el catalizador que hizo estallar esa mala conciencia en un grito de compasión unánime y de indignación moral ante ETA.
            Fue, por tanto, un sentimiento (una pasión, como dirían los clásicos) lo que se apoderó de la sociedad vasca, lo que nos permite ponerle un concepto a la idea vaga y borrosa de 'espíritu'. Además fue un sentimiento unánime, que no discriminaba entre ideologías o identidades nacionales: todos estábamos embargados por una rabia compasiva. Definirlo como sentimiento nos permite adelantar en el análisis, pues nos conduce a la pregunta clave: ¿Se puede fundamentar una política sobre el sentimiento? ¿Pudo haberse inventado una nueva política vasca sobre la base del sentimiento colectivo de Ermua?
            La respuesta sería doble. Desde un punto de vista general es preciso reconocer que los sentimientos colectivos intensos fundan más fácilmente revueltas, revoluciones o llamaradas sociales que auténticas políticas a largo plazo. Y la razón es muy sencilla: es muy difícil rutinizar un sentimiento, sobre todo cuando se trata de uno tan volátil como la indignación. Y la política consiste precisamente en rutinas burocráticas, en decisiones frías, en cálculo de intereses. Pero es que, aparte de esa dificultad, hay que constatar desde la atalaya del hoy que al sentimiento de Ermua no se le concedió la más mínima oportunidad de transformarse en política efectiva. Y eso, ¿oh amarga ironía!, se debió a su universalidad, a la circunstancia de ser un sentimiento que unía a todos los vascos por encima de su adscripción ideológica. Pues la unanimidad suprapartidista chocaba directamente con la política en que estaba en aquel momento embarcándose el nacionalismo democrático.
            Ésta es la clave de lo sucedido posteriormente. Naturalmente que la sólita torpeza de la derecha española (¿qué hemos hecho para merecernos a unos personajes tan perpetuamente burdos?) colaboró a ello, manipulando groseramente lo que por sí mismo era delicado, como todo sentimiento lo es. Pero la clave está en que la dirección del nacionalismo vasco sintió sólo vértigo y espanto ante lo que le presentaba Ermua. Estaba por entonces madurando su nueva política de acumulación de fuerzas nacionalistas para dar el giro soberanista que la ponencia Ollora había predicado, y un sentimiento de unidad colectiva no era sino entorpecedor para ella. En el escenario que diseñaba el PNV por entonces no aparecía el fin de ETA como fruto de una derrota ciudadana implacable, sino a través de su incorporación a un proceso de construcción nacional. Si ETA se desplomaba en aquel momento, el PNV quedaba atrapado en Ajuria Enea (el autonomismo), y lo que ya buscaba era el soberanismo. Por eso, precisamente, el sentimiento de Ermua no tuvo la más mínima oportunidad de fructificar en política.
            Para comprobarlo, basta con un repaso somero a la cronología: en julio de 1997 el PNV decía por boca de Ardanza que «el mundo de HB es cómplice de este acto y al final su sangre pesará sobre HB. No podremos actuar conjuntamente en la defensa de ninguna causa, por legítima que sea, con quienes con su silencio cobarde se han hecho cómplices de tan abominable asesinato». Ocho meses después se comenzaban a votar iniciativas conjuntas con HB en el Parlamento. Trece meses después, en septiembre de 1998, firmaba el pacto de Lizarra con esa misma fuerza política. Y en noviembre de 1998, quince después, Ibarretxe formaba gobierno con el apoyo parlamentario de ella, aunque fuera púdicamente rebautizada como EH. Hechos que ponen de manifiesto, no una traición a Ermua como a veces se afirma, sino algo más sencillo: que las instancias dirigentes del PNV no sólo no participaron de él, sino que consideraron ese sentimiento colectivo de indignación como algo que había que 'borrar' por inconveniente.
            Un sentimiento fuerte no se borra oponiéndose directamente a él, sino confundiéndolo en su contenido. Y para ello se utilizó el 'discurso de la paz' (el 'pakea behar dugu' que todavía cuelga de las instituciones), la satanización del inmovilismo que se decía implícito en la simple resistencia ante ETA y el que ha sido siempre el motor anímico del nacionalismo: el resentimiento.
            Una vez llevado a cabo este temprano borrado nacionalista del sentimiento originario, Ermua se convierte en otra cosa muy distinta: en el 'espíritu' que simboliza la resistencia de los no nacionalistas a ETA. Pero sólo de ellos y en ese sentido pasó a ser un sentimiento 'sectario'. No lo digo en términos peyorativos, sino puramente descriptivos. Ermua se convirtió en un símbolo de resistencia, una resistencia cargada de indignación moral y de conciencia ciudadana ciertamente, pero sólo de una parte. Probablemente, este movimiento de resistencia ciudadano es el que permitió capear la tempestad soberanista que nos vino encima a partir de 1998, máxime teniendo en cuenta que la izquierda estaba por entonces totalmente desarbolada y perpleja. Pero al mismo tiempo, su carácter beligerante alienó totalmente a las bases nacionalistas del recuerdo común. Para ellas Ermua pasó a ser un argumento con el que se les atacaba injustamente.
            Y después, incluso esta función también agotó su tiempo. Estrellado el plan soberanista, descubierta la veta 'vasquista' por los nuevos socialistas y, sobre todo, asumido el discurso de la paz por el Gobierno central, todo se conjuraba para hacer nacer un nuevo escenario en el que los movimientos ciudadanos de resistencia quedarían jubilados (sin agradecerles siquiera los servicios prestados). Y quienes a pesar de ello persistieran en invocar al 'espíritu' quedarían desplazados a la condición de ultras residuales, tan peligrosos como los independentistas radicales. Ermua quedó reducida a un radicalismo estéril cuya indignación moral dejó de suscitar el más mínimo eco en la sociedad vasca. Una historia triste pero que hay que contar.
            ¿Y qué sentimiento le ha sustituido en el ánimo colectivo vasco? Pues uno que se le parece en el contenido, pero que es muy distinto en su temple: el hartazgo. La sociedad vasca está harta de ETA, quiere unánimemente que desaparezca de una vez de su vida, pero lo quiere de una manera informe y confusa, sin responsabilidad y sin claridad ética: que los políticos hagan lo necesario y que terminen. Es un sentimiento de hastío carente de cualquier fibra moral exigente y, sobre todo, enormemente relativista y descreído: si hay que negociar se negocia, si hay que darles algo, lo que sea, que se les dé, todos tienen sus razones, lo que hay que hacer es hablar La compasión indignada sólo comparece en pequeñas dosis, cuando los partidos la convocan (y la controlan) tras un atentado, como ha escrito Kepa Aulestia. Después volvemos al hastío que delega en los profesionales la responsabilidad. Un sentimiento, el hastío, que permite hacer política con comodidad y sin sobresaltos. Aunque sea una política, ella también, confusa y ambigua.