José María Ruiz Soroa
¿Hablamos de amor o hablamos de sexo?
(eldiario.es, 16 de octubre de 2015).

Suena de nuevo con alegre ímpetu el himno redentor del federalismo. Dice su estribillo que una planta federal de nuestra organización territorial haría que los problemas actuales de articulación e integración de nacionalidades y regiones se resolvieran casi por ensalmo. Y se cantan por ello las virtudes de una Cámara Federal, unas listas cerradas y taxativas de competencias, unas reglas sobre la solidaridad interterritorial, e cosí via.

Sin embargo, no exponen los redencionistas con mínima claridad algo que en el fondo todos saben (sabemos) perfectamente: que una reformulación del sistema autonómico en clave federal no tendrá virtualidad alguna para integrar a las nacionalidades nacionalistas si no es mediante el establecimiento de una excepción al régimen común en su favor. O sea, el sexo.

Porque lo que los nacionalistas catalanes y vascos exigen (aunque éstos últimos ya lo poseen en un amplio grado) no es un régimen general federal o superfederal o mediopensionista, sino algo muy distinto: exigen un régimen excepcional que coloque a su Comunidad o nación al margen del régimen general. Sin excepción no hay integración, esa es la regla del juego catalán y vasco, aunque con una coda ominosa: incluso con excepción, la integración es sólo transitoria y siempre revisable.

Resulta entonces que si la reflexión quiere dotarse de una mínima consistencia argumental y transparencia democrática, lo que procede es hablar y discutir de la futura excepción y no de la futura regla general. La regla general la pueden pactar mañana mismo PP, PSOE y adláteres y todas las Comunidades no nacionalistas la aceptarán volis nolis, puesto que políticamente están controladas por ellos. Su debate es poco más que una cuestión técnica de desarrollo del sistema autonómico. Pero la excepción no pueden pactarla sino con unos terceros, los nacionalistas hegemónicos en Cataluña y País Vasco, y es la cuestión política por excelencia de la integración hispana. La “madre de todas las batallas” por emplear una terminología rimbombante. Así que … hablemos de la excepción.

En este punto, se me ocurre que para articular la exposición de una manera que resulte ilustrativa, podríamos hacerlo en forma de preguntas separadas y sucesivas (aun sin desconocer que hay una imbricación entre ellas). Sonaría así: excepción sí, pero… ¿excepción a qué?, ¿excepción por qué?, ¿excepción cómo? y ¿excepción a cambio de qué?
La primera cuestión nos lleva a reflexionar sobre los límites substantivos de una excepción vasca o catalana al régimen común español. Porque parece que debe tenerlos, de lo contrario no sería una excepción sino una exclusión (separación) total. Y surgen entonces las cuestiones candentes: ¿puede la excepción serlo al principio de igualdad ciudadana en derechos prestacionales? Dicho en términos económicos: ¿será admitido que los ciudadanos vascos o catalanes dispongan, a igualdad de esfuerzo fiscal por su parte, de una financiación pública para enseñanza, sanidad o dependencia que sea sensiblemente superior a la de los demás españoles, por el simple hecho de que el PIB de su territorio es superior? Populares y socialistas entonan siempre la música de la igualdad y la solidaridad, pero aceptan calladitos desde hace decenios la letra pequeña de la excepción vasca y navarra, donde los ciudadanos poseen “el doble” de derechos prestacionales que en el resto de España (financiación pública por habitante en el País Vasco 3.868 euro, financiación media española 2.077 euro, datos 2.012) ¿Será así también en Cataluña?

Ahora bien, la excepción puede referirse también a los derechos fundamentales básicos garantizados por la Constitución. Puesto que cuando se habla de otorgar a la Generalitat todo el poder para regular el régimen lingüístico y cultural aplicable a sus ciudadanos, resulta que se le estaría entregando el poder de regular sin contrapeso alguno la identidad personal de aquellos. Algo que contradice el derecho a la libertad de identidad. Es decir, que no se puede excepcionar totalmente las reglas balanceadas de la política cultural común si no es implantando al mismo tiempo un régimen de garantías para las minorías culturales y nacionales atrapadas en el territorio de la excepción.

¿Por qué la excepción? Y no me refiero a su motivación política, que es evidente (sin excepción de nada vale la reforma), sino a su razón pública: es decir, ¿de qué percha constitucional colgamos la excepción? Tanto la experiencia vasca como el runrún actual apuntan al más craso historicismo: es decir, a justificar el régimen excepcional en los supuestos “derechos históricos” de que habría gozado el territorio en cuestión, o en su condición ancestral de “nación”. La fuerza que se otorga en España a la historia como título de reivindicación y legitimidad ha ido en aumento desde 1.978, fecha en la que todavía se creía generalmente (¿ingenuamente?) en la razón crítica como norma fundante de la convivencia. O lo creía García Pelayo. Basta leer los Estatutos de última generación para constatar el éxito arrollador de las historias y sus derechos anexos como relato de legitimación de cualquier competencia actual.

Así que es grande la tentación de recurrir a la historia y sus creaciones imperecederas (naciones, pueblos, derechos, exenciones, etc.) al mejor estilo de Savigny. Ahora bien, el recurso a las historias, además de introducirnos en un cenagal ideológico, como seguidamente comentaré, nos priva de un ejercicio de racionalidad democrática que España debería ser capaz de hacer hoy. Que es el de admitir que la justificación suficiente para un régimen especial en ciertas regiones lo es sencillamente la voluntad de sus ciudadanos. Si el País Vasco y Cataluña son especiales, y pueden por ello poseer un régimen excepcional, es sólo porque sus ciudadanías mayoritariamente lo piden, porque su realidad política actual no es igual que la del resto de regiones. Así de claro. Invocar la historia y sus creaciones es hablar de fantasmas etéreos y entrar en el reino de la confusión. Invocar la voluntad política concreta es en cambio hablar de razón y límite.

Lo cual conecta con el cómo de la excepción. Nuestra timorata clase política prefiere el subterfugio y el compromiso apócrifo al pacto público y democrático, esto es un hecho. Por eso muestra síntomas de encaminarse hacia una excepción que venga establecida en términos aparentemente inocuos y vagos (por ejemplo, una Disposición Adicional que reconozca que Cataluña “es una nación”, o que “ostenta derechos históricos .. de los buenos”, o algo similar) pero de la cual puedan luego ordeñarse en legislación subalterna (opaca) las diferencias relevantes. El problema de esta técnica es que hurta al debate democrático razonable y razonado las decisiones relevantes (¿cuándo y dónde se debatió esa realidad hodierna y aplastante de que los vascos y navarros gocen del doble de financiación pública?) y, sobre todo, que es confusa e imposible de encerrar en límites previsibles. Pues en la historia (rectius en “las historias”) está todo lo que quiera el presente encontrar en ella, y porque historia tiene todo el mundo, no sólo unos pocos territorios. Así que escaparse por la historia es dejar abierto el problema.

Con lo que terminamos en el ¿a cambio de qué?, o lo que es lo mismo, en el punto de partida: si la excepción al régimen común se hace para integrar a Cataluña (para “encajarla” o “acomodarla”, como se dice ahora), ¿se integrará establemente a cambio de ella? ¿Y alguien lo garantizará? La duda está justificada: quienes usan de los derechos históricos como aval de “trato aparte” usan también siempre, pero siempre, de la cláusula de su inagotabilidad (“la aceptación de esto no implica renuncia al todo, sea ese todo el que sea”). Ya pasó con la Adicional 2ª de los nacionalistas vascos que tan amargamente relató el profesor Javier Corcuera: se hizo para integrarles y no les integró, pero se la quedaron y con ella construyeron una excepción fructuosa; y luego… exigieron la autodeterminación. ¡Vaya viaje y vaya alforjas!

De nuevo la alternativa entre la historia, semánticamente ilimitada y políticamente no clausurable, y la norma democrática tasada: sólo si la excepción se plantea en esta segunda forma es posible exigir a cambio a los nacionalistas, con la misma taxatividad, una declaración expresa de renuncia a la independencia y un voto a favor de la integración estable. De otra forma, lo del federalismo con diferencias será sólo una nueva estación intermedia en el camino a la independencia.

Por todo ello, y porque ya va siendo hora de que los españoles seamos tratados como personas mayores de edad acreedoras de un debate ilustrado y no de uno evanescente y trucado, es por lo que cabe exigir a los dirigentes que proponen la reforma federal que dejen el amor y empiecen a hablar del sexo.