José Luis Sampedro
Los libros que me han acompañado
(Página Abierta, 186, noviembre de 2007)

            El pasado 18 de septiembre, y dentro del ciclo La biblioteca de..., el escritor José Luis Sampedro pronunció una conferencia en la Biblioteca Nacional, en Madrid, sobre los libros que han acompañado su vida. Lo que sigue son las notas sobre su intervención tomadas por Domingo Martínez.

            José Luis Sampedro abre su intervención con una confesión que puede parecer sorprendente: no tiene biblioteca. Ama los libros, pero no le gusta coleccionarlos. Esto se debe, en parte, aclara, a los traslados de domicilio, los cambios en su vida y otras vicisitudes, pero, sobre todo, a una actitud personal que confía muchísimo más en la vida que en la mecánica y en la clasificación. «Yo he querido, deliberadamente, que mi memoria fuese viva; es decir, que se cree o desaparezca, o se borre, o se modifique, por la decisión de mi inconsciente y de mi cerebro, no porque yo tenga ficheros o no tenga ficheros».
            Tras esta declaración, el escritor evoca los recuerdos de su infancia y sus lecturas en esos años. Para él fue una suerte que sus primeros ocho años transcurrieran en el Tánger de los años veinte, que recuerda como un mundo múltiple de pensamiento, de religiones, de lenguajes, de monedas...; un mundo permisivo.
            Allá tuvo una infancia muy grata, en una familia sin dificultades económicas pero sin riquezas (su padre era médico). Por eso para él fue un cataclismo que, a los 8 años, sus padres, que deseaban que estudiara en un buen colegio en la Península, le enviasen a un pueblecito de Soria, a casa de unos tíos. El traslado a esa pequeña localidad, en el año 1925, fue para él «como regresar a la Edad Media». Aquí, su sensación de soledad fue inmensa.  Aunque, añade, fue atenuada por un hallazgo inesperado: un arcón en el que había unos folletones editados por un periódico decimonónico, La Correspondencia de España. Se trataba de novelones tales como Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, Las hazañas de Rocambole de Ponson du Terrail, El juramento de Lagardere de Paul Féval, La dama blanca de Wilkie Collins, y libros de ese tipo. Unas novelas que en principio se hubieran considerado impropias para un niño de 8 años. Aun así, él las consideró enormemente propias y las leía con una avidez extraordinaria. «Encontré algo que ha sido definitivo para mí en mi vida, que fue “la lectura como patria”. Y pasaba de un mundo multipatriótico, por decirlo así, como el de Tánger, a otro mundo que exteriormente, alrededor de mí, era la Edad Media. Allí me refugiaba con D’Artagnan, con Rocambole, con Lagardere, y con todos esos personajes».
            Al año siguiente le tocó vivir otro cambio: le enviaron a Zaragoza para ingresar en el  mejor colegio de esta ciudad, un colegio de jesuitas. Aquí empezó a leer vidas de santos, libros de la editorial Herder alemana, como, por ejemplo, Los mártires jesuitas en Japón, Los maronitas de Líbano perseguidos por los musulmanes. «Y entre estas lecturas y unos ejercicios espirituales ultraterroríficos, naturalmente, decidí, con 9 años, ponerme a salvo y hacerme jesuita, para ver si escapaba de la quema. Pero ese deseo duró poco, porque mi padre se enteró y yo creo que se dio cuenta oscuramente de que yo había interpretado mal la cosa». De modo que su progenitor decidió que volviera a Tánger, donde comenzó entonces su segunda infancia, como él dice, que fue «verdaderamente, una infancia felicísima».
            En esa segunda infancia, el futuro escritor ya tenía otras lecturas, como las obras de Julio Verne y de Salgari, que eran lecturas para chicos de 10 o 12 años. De los libros que fueron importantes y que le acompañaron en esta época, Sampedro menciona sobre todo tres. Uno de ellos fue la novela de Walter Scott Ivanhoe.
            Otro libro importante –«aunque esto pueda sorprender», señala– fue El tratado de anatomía de Testí, en tres tomos. Explica que Testí era un médico anátomo-patólogo y su libro se utilizaba en las facultades de Medicina. «A mí había pasajes que me producían gran curiosidad. Yo me examiné en 1930 de tercero de bachillerato, donde había una asignatura que era Anatomía-Fisiología. Por cierto, en aquel tiempo, en el bachillerato –era la época de la Dictadura de Primo de Rivera– se enseñaba un libro que decía Deberes éticos y cívicos y rudimentos de Derecho. De modo que no estamos inventando nada ahora, sino que se hacía entonces y se hacía muy bien, en un texto único para todo el país que valía una peseta y sesenta y cinco céntimos».
            Y el tercer libro que leyó entonces es un libro titulado Hace falta un muchacho, cuyo autor era el catalán Arturo Cuyás Armengol. Se trata de un libro de educación de la juventud, claramente didáctico, repleto de anécdotas que sobre todo encarecen valores humanos en el sentido más noble de la palabra: la lealtad, la amistad, la honestidad, el afecto, la honradez... «Hoy me temo que se puede pensar que ésa es una forma anticuada de enseñar las cosas, pues se han hecho muchas bromas sobre el Juanito famoso; pero la verdad es que a mí lo que se hace ahora con los chicos no me tiene muy convencido. La intensidad del uso del ordenador para los niños –pese a que el ordenador puede ser eficacísimo y muy útil– me parece que no es la mejor manera de educar».

Aranjuez, un lugar mágico


            A los 13 años, la vida del escritor registró otro cambio importante. A su padre, que era el director del Hospital Español en Tánger, lo trasladaron a Aranjuez (Madrid). Suspirando, José Luis Sampedro afirma que Aranjuez fue para él el paraíso “tierrenal” de su vida. Según sus propias palabras, un lugar mágico que él ha descrito con profusión en algunas de sus novelas, y donde vivió su adolescencia.
            De sus lecturas de esta época recuerda especialmente un libro que le dejó fascinado, el de la escritora sueca Selma Lagerlöf, La saga de Gösta Berling. «Me dejó tan impresionado, que Gösta Berlin, el protagonista, y sus amigos, que eran los Caballeros de Ekeby, sustituyeron para mí por bastante tiempo a D’Artagnan y los tres mosqueteros».
            También leyó casi enteramente las obras de Verne y las poesías de Bécquer. «Lo decisivo fue que allí había un maestro nacional que se llamaba don Justo García-Escudero Lezamí. Don Justo era maestro en una escuela elemental, y este señor, que tenía ya mucha edad –estaba a punto de jubilarse– llevaba años manteniendo a su costa, y por su solo esfuerzo y el de su hija, una pequeña biblioteca de alquiler, que la tenía montada, con permiso de sus jefes, en su propia clase de la escuela; y que los sábados, cuando no había escuela, recibía allí a muchachos o a adultos que venían, pagaban 50 céntimos al mes y se podían llevar un libro cada semana. Cayeron en mis manos, por ejemplo, novelas de lo que se llamaba entonces “Biblioteca rosa”, de un maestro nacional que se llamaba Rafael Pérez y Pérez, y escribía cosas de señoritas a las que al principio les iba muy mal la cosa, pero siempre acababan casándose con el chico. Yo leía cualquier cosa, lo que cayera en mis manos. Pero él, por ejemplo, viviendo en Aranjuez me hizo leer La Corte de Carlos IV, con lo cual entré en Galdós por una hermosa puerta».
            También, su madre, nacida en Argelia y de educación infantil francesa, le facilitó algunos libros. Entre ellos se encontraban algunos de Pierre Loti, un novelista francés hoy olvidado. Recuerda que le impresionó mucho un libro que se titulaba Pescador de Islandia. Eran libros que describían ambientes exóticos. Estas lecturas le ayudaron, además, a acercarse luego a la literatura francesa, en francés, porque en su casa su madre y su abuela hablaban esta lengua corrientemente, y eso fue una ventaja  para él.
            Afirma Sampedro que si bien nació físicamente en Barcelona, en Aranjuez nació como escritor: aquí empezó a pensar, a pasar de la patria de la lectura a la patria de la escritura. Y a este respecto, el escritor hace un inciso en su relato y recuerda cómo a sus amigos de esa época les manifestaba ya entonces su vocación de llegar a ser “un escritor de segunda”, y cómo aquéllos le reprochaban su exceso de modestia. «Pero, insisto, a mí me encanta considerarme un buen escritor de segunda. Porque genios, genios, hay muy pocos. Y de primera clase no hay tantos como dicen las críticas de los amigos. De modo que yo, que he ejercido la escritura, y lo digo ahora a los 90 años, con todo apasionamiento, lo cual no garantiza que sea bueno lo que he escrito, con toda la honestidad, con todo rigor, con toda entrega, tengo el orgullo de creerme un buen escritor de segunda».

En el Madrid de los años treinta


            En el año 1933 comienza otra etapa en la dilatada vida de José Luis Sampedro. Aunque, como él confiesa, le hubiera gustado estudiar Filosofía y Letras, por una serie de razones –era el hermano mayor y atravesaban problemas económicos en casa– se decidió por hacer una carrera corta. Hizo unas oposiciones al Cuerpo Pericial de Aduanas, pese a que, como él dice, «yo no tenía ninguna vocación de aduanero». Pero era una solución buena para él, porque con 18 años podía ser funcionario público y ayudar económicamente en casa. De modo que a los 16 años empezó a estudiar en Madrid. Esta es su impresión del Madrid de los años treinta: «Es difícil de imaginar, y mucho más para un muchacho como yo, que salía de la apacibilidad de Aranjuez. Madrid era, en muchos sentidos, una vorágine. Era una vorágine cultural, política, ideológica... Aquello era no el pensamiento único, era el pensamiento “multitriplicado”, aunque se repetía bastante en el fondo, pero con muchas manifestaciones. Y sobre todo me ofrecía cosas como el teatro, el cine, las tertulias...»
            Pese a que fueron tiempos para él de estrecheces económicas, podía, no obstante, satisfacer sus ansias lectoras con muy poco dinero. La solución era la cuesta de Moyano, donde se podían encontrar, además de puestos de libros, carritos donde había montones de libros por 5, 10 y 15 céntimos, con casi todas las novelas de Dickens, por ejemplo. Recuerda el escritor haber leído David Copperfield en una edición de aquéllas, y otras obras de este tipo.
            Uno de sus descubrimientos entonces fue la poesía de Antonio Machado. «La poesía de Antonio Machado empezó a llamarme la atención porque en el colegio de Aranjuez donde yo había estado hasta los 13 años se nos decía, poco más o menos, que la lírica española acababa en Rubén Darío. Y eso para meterse con Rubén Darío y con Villaespesa y los modernistas de la época». Cuenta  también cómo por aquel entonces vio la obra de Jardiel Poncela Eloisa, que le dejó estupefacto y le descubrió las posibilidades geniales del teatro.
            De nuevo aquí interrumpe su relato para subrayar la importancia formativa de las casas de huéspedes baratas del Madrid de esa época. «Pocos sitios son tan importantes como una casa de huéspedes como en la que yo vivía, que me costaba –no era de las más baratas– 5 pesetas y 50 céntimos el dormir allí, comer tres platos, sin vino pero con pan. Y había dos cosas altamente educativas. Por un lado, la mesa redonda, en la que estaba uno de Falange, otro de las Juventudes Socialistas, un señor mayor que estaba harto de todo y un jovenzuelo. Había también dos mecanógrafas que monopolizaban el teléfono del pasillo. Yo tenía mi cuarto con la puerta enfrente del teléfono, y aunque no me lo propusiera, aprendí en el teléfono del pasillo un montón de cosas. Un ingenuo chico de 16 años como yo, que no tenía ni idea de la misa a la media, era aleccionado por dos ilustres profesoras de 25 a 30 años, de buen ver y bastantes historias. Aquello era, verdaderamente, una educación para la vida. Dudo muchísimo de que un colegio mayor fuera más educativo que la casa de huéspedes barata»..
            A principios de los años treinta, recuerda, existían revistas como Buen Humor, y otra que se llamaba Gutiérrez, que eran «verdaderamente estupendas». Había también una de derechas que se llamaba Gracia y Justicia, «que se las traía». Y había otras «de espanto, hasta soeces, como una que se llamaba Frailazo». Esos años de su vida fueron para el escritor una vorágine muy agitada, con pocas actividades culturales sistemáticas, pocos libros sistemáticos, porque, como dice, tenía que sacar adelante lo que estudiaba.

Santander, un remanso de paz y libertad


            Una vez conseguido su propósito de ser funcionario, su primer destino, en el año 1935, fue Santander, una ciudad que para Sampedro fue «un remanso de paz y la libertad».
            Un libro que fue una revelación para él entonces fue la Segunda antología poética de Juan Ramón Jiménez, publicado en la Colección Universal de Espasa Calpe. Luego cayó en sus manos la Antología de la poesía española contemporánea de Gerardo Diego, a la que califica de verdaderamente arrolladora. Aquellas lecturas, afirma, le abrieron un mundo extraordinario. Un mundo que empezaba con Unamuno como poeta, luego todos los de la generación del 27, y seguía con gente posterior como Cernuda, Altolaguirre... «Aquello para mí fue extraordinario. Y yo empecé a escribir versitos, como Dios manda, de los cuales raramente he publicado alguno porque yo no tengo la altura de los poetas; soy un hombre de vuelo bajo, por decirlo así, por lo menos rasante, muy pegado a la vida y a la humanidad».
            Destaca otros libros de entonces que tuvo ocasión de leer. Un libro definitivo para él fue La vida de Don Quijote y Sancho de Unamuno, que, además, le reconcilió con el Quijote, «porque el Quijote, cuando yo tenía 8 o 9 años, servía para poner ejemplos a los niños y obligarles a hacer análisis gramaticales. Me parece que no hay sistema más eficaz para hacer odioso un libro a un niño que colocarle el libro por fuerza y además que haga encima análisis gramatical a los 8 o 9 años». Agrega que le impresionaron también otros libros del escritor vasco como Andanzas y visiones españolas, El sentimiento trágico de la vida... «Unamuno ha sido para mí el hombre más estimulante de entre los pensadores de su época. Se le podrá criticar lo que se quiera, pero la violencia de su pasión por la verdad, por la importancia de la vida, por la realidad profunda, por lo que él llama la “intrahistoria”..., eso yo no lo encuentro superado por otros pensadores».
            En Santander, para su propósito de sistematizar sus lecturas, el escritor tenía a mano la Biblioteca Menéndez Pelayo. El primer libro que eligió en este centro «para empezar con algo fácil y sencillo antiguo, para ir progresando en el tiempo», fue los Ensayos de Montaigne, obra que le dejó fascinado. Luego pasó al padre Feijoo, un autor también extraordinario, en su opinión. Montaigne le impactó de tal modo, que uno de sus primeros trabajos en prosa fue un pequeño ensayo que se tituló Michel de Montaigne pintado por él mismo. «Tuve la osadía de escribir sobre eso, pero más como amante que como ensayista o analista», añade.
            También en esta ciudad escribió con un amigo dos números, a mano y a máquina, dedicados al mundo islámico. «Me especialicé, por decirlo así, con la osadía de los 19 años, en el mundo islámico de África del norte. Y escribí un ensayo sobre los mozabitas y el País Chamba, que es una zona muy localizada de la actual Argelia. Y también escribí sobre el Sáhara en general».
            Después de eso no tuvo tiempo de escribir más, pues empezó la Guerra Civil de 1936. Durante la contienda le acompañó un solo libro. No se trataba, como él dice irónicamente, de los Evangelios, o de un libro científico, ni del Quijote. El libro era un pequeño tomo del diccionario de español, portátil, editado por Sopena, que llevaba en la mochila, junto a una libretita. Leía este diccionario palabra por palabra, y las palabras que le llamaban la atención las pasaba, sin definir, a su libretita. «Llegué hasta la s; la guerra me dio tiempo para llegar hasta la s», matiza.
            Cuenta que, en la Guerra Civil, estuvo en los dos bandos de forma forzosa. «Pero –agrega– fui de una ecuanimidad total. Yo no pasé de cabo interino en ninguno de los dos, porque no me gustaba mandar a nadie». Y añade que la gran experiencia suya en la guerra fue la que vivió cuando le mandaron, con otros cinco o seis jóvenes, a cubrir bajas a un batallón anarquista. «De modo que el jesuita de los 10 años era miliciano anarquista a los 20. Mi recuerdo de aquellos anarquistas es entrañable. Fueron los primeros que empezaron a decirme cosas de la vida que no me había dicho antes nadie, y que yo no había visto. Mi respeto, mi estimación y mi admiración por aquellos hombres honrados, aquellos anarquistas, siguen siendo vivos y patentes».
            Acabada la guerra, es reclutado y pasa unos meses en Melilla, ciudad que en aquel momento del año 1940, habiendo comenzado ya la Segunda Guerra Mundial, con el miedo de que los franceses invadieran el Marruecos español desde el Marruecos francés y desde Argelia, era «un odioso e intolerable cuartel».

Los años de la posguerra


            En cuanto pudo, dejó Melilla y se trasladó a Madrid. A partir de ahí se abre un nuevo periodo en su vida de seis años, hasta 1947. En ese tiempo se sucedieron acontecimientos muy importantes: acabó la carrera de Económicas, murieron sus padres, se casó, tuvo una hija... Y, por supuesto, no abandonó su relación con los libros.
            De los libros que le acompañaron durante ese periodo, destaca, en primer lugar, Guerra y  paz de Tolstoi. «A mí Tolstoi me sigue pareciendo el grande, extraordinario, inalcanzable novelista. No hay, para mi gusto, ningún novelista que supere a Tolstoi. Guerra y paz es una obra asombrosa».
            Otro novelista que le impresionó notablemente fue el griego Kazantzakis. «Leí su libro Cristo de nuevo crucificado y me pareció un libro soberbio. Luego, Zorba el griego me gustó menos, era lógico. Quizá influyó también el hecho de sus concomitancias con Unamuno, su amistad con Unamuno y un poco que, para mí, eran del mismo espíritu».
            Además de estos autores, leyó casi todo de Baroja, que le  parece un gran novelista. Leyó mucho a Azorín, a quien, en su opinión, se recuerda poco, pero al que considera un extraordinario escritor. Y, sobre todo, encontró de Machado, a quien había admirado como poeta, el libro Juan de Mairena, que califica como un libro soberbio, magnífico. De ese libro asegura haber sacado algunas frases para ilustrar sus clases. Especialmente significativa considera una que no se resiste a reproducir, porque le parece de máxima actualidad: «Las sociedades no cambian mientras no cambien de dioses». Para Sampedro, «el dios de esta sociedad es el dinero, y mientras que no cambie de dioses, esta sociedad seguirá dando tumbos cabeza abajo como está dando».
            En esa época también descubrió una de las más grandes obras de teatro que, en su opinión, se han escrito a lo largo de la Historia universal que él conoce, que es esencialmente la occidental: Antígona. «Antígona a mí me parece un monumento a la dignidad humana», subraya.

Cuatro décadas intensas


            El escritor se adentra a continuación en un largo periodo de su vida que abarca 40 años, el que va desde los 30 a los 70 años de edad. Y desgrana los libros que le acompañaron en esas cuatro décadas. Importante para él fue la lectura de la Montaña mágica de Thomas Mann, que le sigue pareciendo extraordinario, así como la lectura de otro libro también muy extenso que ahora se menciona menos, de otro Premio Nobel, el de Roger Martín du Gard,  Los Thibault. Le parece admirable la descripción del agosto parisino en 1914, abocados a la Primera Guerra Mundial. Luego cita a otros poetas que le impresionaron, como Rilke, Kavafis, Pessoa, y sobre todo los cuartetos de Omar Jayyam, que, a su parecer, son verdaderamente lecciones de vida.
            José Luis Sampedro hace un repaso también de las novelas que ha escrito durante esos 40 años: Congreso en Estocolmo; El río que nos lleva; El caballo desnudo; Octubre, octubre, y La sonrisa estrusca. Asegura que cada uno de esos libros, sobre todo las novelas más extensas, le ha exigido unas lecturas y una preparación que no puede resumir ahora por falta de tiempo. Por ejemplo, Octubre, octubre le costó 19 años de trabajo. Revela que algo extraordinario que contribuyó al enriquecimiento de su personalidad fue descubrir el misticismo musulmán y rebujarse bastante, dentro de sus insuficientes conocimientos, en él. «Yo necesitaba para mis personajes un empuje místico al espíritu; un empuje no clerical, místico, realmente religioso. Y este empuje lo busqué primero en un poeta que adoro como poeta y como místico, que es San Juan de la Cruz. Estuve explorando a Santa Teresa también. Pero de los místicos cristianos no me gustaba nada su tratamiento de la mujer. Y, en cambio, es diferente el tratamiento de la mujer en Oriente, en los sufíes, y no digamos en el tantra y en otras religiones más al este». De todos éstos, menciona, a Farid Ud-din Attar, el autor del libro El lenguaje de los pájaros, en el que podemos encontrar el mito de Sigur. Pero, para él, el más grande fue Rumí –un poeta al que califica de asombroso y extraordinario–, del que dice tener los tres tomos de su largo poema el Masnavi.
            En esos años escribió también La vieja sirena, para lo cual tuvo que investigar en Egipto y en Grecia. «Tengo que dar las gracias al entonces director del Museo Arqueológico Nacional, José María Luzón, al que le debo unos detalles extraordinarios sobre cómo navegaban en la Edad Antigua los romanos, los griegos, los fenicios». 
            Explica que, para escribir El real sitio, incorporó una anécdota de un manuscrito que tuvo la suerte de encontrar en el Rastro madrileño, escrito por el conde de Villacieros, capitán de las Guardias de Corps, quien en la noche del motín de Aranjuez, cuando entró el pueblo y sacó a rastras, o poco menos, a Godoy, estaba de guardia, y describió en ese documento los detalles. Cuenta el conde que entró a dar la novedad a los reyes, a Carlos IV y a la Reina, y que allí estaba el Rey en calzoncillos; y la Reina, llevándose las manos a la cabeza, porque desde su balcón se veía el palacio de Godoy asaltado por las turbas, decía: “¡Ay mi Manuel, que me lo matan!”.
            El escritor alude a su novela El amante lesbiano, una obra que para él significa un grito de libertad, pura y simplemente, «contra la moral convencional que nos enseñan y que es una moral antinatural».
            Después escribió otros dos libros: El mercado y la globalización y Los mongoles en Bagdad. Este último se publicó en 2003, recién terminada la, en su opinión, mal llamada guerra de Irak, «para expresar mi violenta discrepancia con cómo se hizo esa monstruosidad, ese gesto de barbarie de la invasión de Irak».
            Su última novela es La senda del drago, un canto a los pequeños, al drago, que, como él aclara, no es un árbol, sino una hierba que alcanza 20 metros y que puede vivir entre 600 y 800 años. Se forma árbol a base de unirse a las hierbas. «Y para mí, es una lección sobre cómo los pequeños pueden unirse y, siendo hierbas, llegar a árboles».
            Con emoción, confiesa que, en los últimos diez años de vida, cuando se había quedado solo y pensaba que iba a morir así, tuvo, como dicen los ingleses, un revival, una resurrección que debe a su actual compañera, Olga Lucas, gracias a la cual sigue vivo. Porque, como explica su relato Monte Sinaí, en el que narra sus peripecias en el hospital estadounidense del mismo nombre cuando se creía a punto de morir, «ya no vive uno por algo, sino uno vive para alguien. Yo vivo para alguien y lo demás son cuentos chinos. Y en este revival, todavía he escrito El amante lesbiano, por ejemplo, bajo esa advocación».
            Visiblemente cansado, tras hablar más de una hora, José Luis Sampedro concluye su conferencia no sin antes transmitir un deseo a quienes durante este tiempo han escuchado con deleite sus palabras y abarrotan el salón de actos de la Biblioteca Nacional. Para ello, cuenta que hace unos meses, en una mesa redonda en la que participó en la radio, cuyo tema era “La enfermedad, la vejez y la muerte”,  y que presidía un buen amigo suyo, Ángel Gabilondo, rector de la Universidad Autónoma de Madrid, alguien  preguntó a cada uno de los ponentes qué frase les gustaría poner para su epitafio sobre la losa de su tumba. «Se dijeron cosas admirables, pero yo dije que pondría simplemente “Que ustedes lo pasen bien”. Y eso es lo que les deseo, que ustedes lo pasen bien».

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Nota biográfica

José Luis Sampedro nació en Barcelona en 1917. Un año después su familia se trasladó a Tánger, donde vivió hasta los 13 años.
Cuando comienza la Guerra Civil, en 1936, es movilizado por el Ejército republicano. Después se incorpora al llamado Ejército nacional.
Tras obtener una plaza de funcionario de Aduanas en Melilla, se traslada a Madrid, donde cursa estudios de Ciencias Económicas, que finaliza en 1947 con Premio Extraordinario. Comienza a trabajar en el Servicio de Estudios del Banco Exterior de España, además de dar clases en la Universidad. En 1955 se convierte en catedrático de Estructura Económica por la Universidad Complutense de Madrid, puesto que ocupa hasta 1969, compaginándolo con diversos puestos en el Banco Exterior de España.
Entre 1969 y 1970, ante las deportaciones de catedráticos en la Universidad de Madrid, decide hacerse profesor visitante en las universidades de Salford y Liverpool. A su vuelta a España pide la excedencia en la Universidad Complutense y se incorpora al Ministerio de Hacienda. En 1976 vuelve al Banco Exterior de España. En 1977 es nombrado senador por designación real, cargo que ocupa hasta 1979.
En paralelo a su actividad profesional como economista, publica diversas novelas, cuentos, obras de teatro y ensayos. Tras su jubilación se ha dedicado a escribir, con gran éxito. En 1990 es nombrado miembro de la Real Academia Española.

Bibliografía de José Luis Sampedro

Novelas:
· La paloma de cartón (1948)
· Congreso en Estocolmo (1951)
· Un sitio para vivir (1958)
· El caballo desnudo (1970)
· El río que nos lleva (1987)
· La sonrisa etrusca (1987)
· Octubre, octubre (1991)
· La vieja sirena (1993)
· Real Sitio (1993)
· La estatua de Adolfo Espejo (1994, aunque escrita en 1939)
· La sombra de los días (1994, aunque escrita en 1947)
· Fronteras (1995)
· Monte Sinaí (1998)
· El amante lesbiano (2000)
· Escribir es vivir (2005)
· La senda del drago (2006)
 
Cuentos:
· Mar al fondo (1993)
· Mientras la tierra gira (1993)

Obras de economía:
· Principios prácticos de localización industrial (1957)
· Realidad económica y análisis estructural (1959)
· Conciencia del subdesarrollo (1971)
· Inflación: una versión completa (1976)
· Las fuerzas económicas de nuestro tiempo (1980)
· El mercado y nosotros (1982)
· La inflación: la prótesis del sistema (1985)
· El análisis económico en España (años sesenta) (1987)
· Conciencia del subdesarrollo veinticinco años después (con Carlos Berzosa) (1996)
· El mercado y la globalización (2002)
· Los mongoles en Bagdad (2003)
· Sobre política, mercado y convivencia (con Carlos Taibo) (2006)