José Uría
En el aniversario de la Gran Guerra. Unas pocas novelas
y la añoranza de un imperio

(Página Abierta, 234, septiembre-octubre de 2014).

El alférez Herbert Menis, del ejército imperial austro-húngaro, recordará años más tarde, en nostálgica conversación con un amigo, lo que había sido su último acto de servicio en la Gran Guerra: «El emperador ordenó quemar las banderas que los muertos le habían devuelto. Entonces también yo saqué el estandarte que tenía guardado junto a mi corazón, y lo arrojé al fuego. […] y no quedaron más que cenizas grises» (1). Así finaliza la novela El estandarte, escrita en 1934 por el austriaco Alexander Lernet-Holenia. Aquel trozo de tela consumido por las llamas era el símbolo del viejo Imperio danubiano que, en pleno ascenso del nazismo y en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, sería recordado con añoranza por toda una generación de intelectuales centroeuropeos que veían en él la encarnación de una Europa multiétnica y plurinacional definitivamente condenada por la barbarie que se avecinaba.

Entre esa literatura del periodo de entreguerras que reflexiona y se lamenta sobre las ruinas del Imperio austrohúngaro destaca, sin duda, La marcha Radetzky de Joseph Roth. Publicada en 1932, ofrece una visión fatalista de un mundo que se desmorona, pues pertenece ya a un pasado irrepetible, y cuyo fin conduce sin remisión a la catástrofe que el judío originario de Galitzia Joseph Roth ve acercarse de manera inevitable. «Nuestro siglo no nos quiere ya –le dice el conde Chojnicki al viejo funcionario imperial Von Trotta–. Los tiempos quieren crearse ahora Estados nacionales. Ya no se cree en Dios. La nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia. Van a las asociaciones nacionalistas» (2). Ese mismo espíritu premonitorio de un futuro nefasto lo encontramos también en la otra gran novela de la época, El hombre sin atributos, escrita por el austriaco Robert Musil entre 1930 y 1943.

Sin embargo, no todos los intelectuales que nacieron y crecieron bajo el largo reinado del emperador Francisco José recordaban haber vivido en un mundo en decadencia. El judío vienés Stefan Zweig, en El mundo de ayer: recuerdos de un europeo (Estocolmo, 1942), revive una infancia y una juventud felices, en un ambiente de prosperidad y seguridad. Esa es también la visión del crítico musical Max Graf: «Nosotros, que nacimos y crecimos en Viena, no teníamos idea, durante el brillante periodo de la ciudad antes de la Primera Guerra Mundial, de que esta época iba a ser el fin… y aún menos sospechábamos que la monarquía de los Habsburgo estaba destinada al ocaso… Disfrutábamos de la espléndida ciudad, tan elegante y hermosa, y nunca se nos pasó por la cabeza que la luz que resplandecía fuera en absoluto la de un bello atardecer» (3).

Claudio Magris, en El mito de los Habsburgo en la literatura austriaca (1963),ironiza sobre esa actitudde la mayoría de los escritores austriacos que antes de 1918 se asustaban al pensar en la caída del imperio y tras 1918 se lamentaban por la desaparición de la frágil época anterior a la guerra como si de un hermoso paraíso se tratara.

El historiador estadounidense William M. Johnston, especialista en la cultura centroeuropea, se distancia de las críticas de Magris, sugiriendo que la importancia que este da a los puntos débiles del imperio puede proceder en parte de su perspectiva italiana: «Tras haber estado sujetos al gobierno de los Habsburgo en Venecia hasta 1866 y en Trieste hasta 1918, los italianos, al igual que los checos, suelen regocijarse cuestionando los logros de los Habsburgo. […] Leer sus páginas lleva a uno a preguntarse cómo es posible que el Imperio de los Habsburgo sobreviviera tras 1860, y no digamos tras 1900» (4).

Desde la perspectiva actual, en todo caso, no deja de sorprender esa cierta reivindicación de un universo como el del Imperio austrohúngaro caracterizado por el despotismo y la falta de libertades, por la corrupción y los métodos de gobierno burocráticos, por el clasismo extremo y la pobreza generalizada de la mayoría de la población. Es inevitable  pensar que algún fundamento habrá de tener esa nostalgia por el paraíso perdido tan presente en la literatura posterior. Y hay dos rasgos de la sociedad austrohúngara que efectivamente pueden justificar esa mirada benévola: el enorme esplendor cultural que alcanza a partir de 1850 y la convivencia entre etnias y nacionalidades diversas que, aunque no exenta de tensiones, no tuvo parangón, ni antes ni después, en otras sociedades occidentales. Ambos fenómenos son minuciosamente estudiados por William M. Johnston en El genio austrohúngaro (1972).

Una simple relación de algunos de los más destacados intelectuales nacidos y educados dentro de las fronteras de aquel abigarrado Imperio puede dar buena cuenta de la riqueza creativa que alcanzó en los diversos ámbitos de la cultura.

En torno a los tres grandes centros urbanos y universitarios del Imperio –Praga, Budapest y, sobre todo, Viena– giraron personalidades como el economista Joseph Schumpeter, el jurista Hans Kelsen, los austromarxistas Otto Bauer, Karl Renner y Max Adler, los compositores Anton Bruckner, Gustav Mahler y Arnold Schönberg, los pintores Gustav Klimt y Oskar Kokoschka, los filósofos Ernst Mach, Karl Kraus, Ludwig Wittgenstein, Edmund Husserl, Martin Buber y Georg Lukács, los médicos Sigmund Freud y Alfred Adler, el historiador Arnold Hauser, los escritores Bertha von Suttner, Franz Kafka y Stefan Zweig…

Como señala W. M. Johnston, «a partir de la década de 1850, el Imperio de los Habsburgo pudo enorgullecerse de disponer de un excelente sistema escolar y universitario. […] A través de un magisterio dispar, que incluía a sacerdotes y judíos, filólogos e historiadores, los jóvenes austriacos adquirieron una sólida base intelectual que permitía a los más dotados interpretar un mundo lleno de facetas contradictorias» (5).

Este dinamismo cultural se veía respaldado por un ambiente muy generalizado favorable al debate y a la crítica, que se filtraba por los distintos grupos sociales a pesar de las limitaciones que ofrecía un régimen político autoritario y burocrático. El propio Viktor Adler, fundador y principal dirigente durante muchos años del Partido Socialdemócrata austriaco, llegó a afirmar que «a excepción de Francia e Inglaterra, puede que Austria tenga las leyes más liberales de toda Europa ya que su sistema de gobierno se asemeja a una república cuya cabeza visible es un monarca, en lugar de un presidente» (6).

La diversidad étnica, nacional y lingüística sin duda contribuyó decisivamente a estimular el debate teórico y la capacidad creativa de los intelectuales. En el Imperio convivían dos nacionalidades hegemónicas –alemanes y magiares– y un amplio espectro de comunidades nacionales y étnicas subordinadas, aunque con distintos grados de desarrollo: judíos, checos, polacos, eslovacos, ucranianos, rumanos, serbios, croatas, eslovenos, italianos, gitanos…

Esta diversidad originó tensiones y conflictos, en ocasiones de cierta gravedad. Por ejemplo, en 1897 y en 1905 los estudiantes antisemitas protagonizaron serios disturbios delante de la propia universidad de Viena con la pretensión de impedir la entrada a sus compañeros judíos.

Dentro de la mitad austriaca de la monarquía dual, donde más intensamente se desencadenó el conflicto de las nacionalidades fue en Bohemia, siendo muy frecuentes los enfrentamientos entre la minoría alemana y la mayoría checa. Los checos exigían la creación de un Gobierno federal, pero sus propuestas federalistas fracasaron al unirse en su contra los nacionalistas alemanes y los dirigentes húngaros. En 1889 la celebración del 550 aniversario de la universidad de Praga fue un fracaso debido a los enfrentamientos entre los estudiantes checos y alemanes. Nada dividió a los dos pueblos de forma más irreconciliable que la cuestión del idioma. Los alemanes de Praga se negaron a dominar el checo y prefirieron hablar en un checo macarrónico consistente en encajar palabras deficientemente pronunciadas en una sintaxis alemana. A pesar de estos trágicos desencuentros, hasta 1918 Bohemia y Moravia fueron sorprendentemente prolíficas en pensadores influyentes, muchos de los cuales fijaron su residencia en Viena.

Con todo, la coexistencia entre las distintas comunidades tuvo mucho de razonable y de fructífero. Un estudio de la vida intelectual austriaca debe prestar especial atención a los judíos. Numerosos judíos ocuparon altos puestos de responsabilidad en el aparato político y administrativo del régimen imperial. Ningún otro grupo étnico produjo tantos pensadores sobresalientes: Freud, Husserl, Kelsen, Wittgenstein, Mahler, Kraus, Roth y tantos otros. Y ninguno llegará a tener tantos motivos para interrogarse por el sentido de lo que estaba ocurriendo ante sus ojos, como haría Isaac Blumenfeld, personaje central de la extraordinaria novela de Angel Wagenstein, El Pentateuco de Isaac (1998), que en su vejez, después de haber tenido cinco patrias eternas diferentes sin necesidad de moverse de su pequeño pueblo en un rincón de Galitzia, y de haber sobrevivido a dos guerras y tres campos de concentración, se preguntaba: «¿Acaso puede haber lógica alguna en que todos los fieles ciudadanos austrohúngaros desearan con fervor que el Imperio de los Habsburgo se disgregara en varios Estados diminutos, en uniones étnicas dudosas y en federaciones tectónicas y alzaran las banderas nacionales, […] mientras que ahora gimotean viendo los platos rotos y recuerdan el Imperio Austrohúngaro como “los  buenos tiempos de antaño”?» (7).

En esta misma novela, el rabino Samuel Bendavid, en su predicación del Sabbat, informaba al pequeño grupo de judíos que le escuchaban atentamente:

«Tengo noticias para vosotros. Ya no existe Austrohungría, a ver si entendéis lo que quiere decir esto. Este otoño los maestros de escuela no podrán contar con fluidez la historia de nuestro gran imperio, sino que van a tartamudear cada vez que tengan que enseñar a los alumnos por dónde pasan exactamente las fronteras entre Hungría y Checoslovaquia, o explicarles la razón secreta o si, de hecho, ha habido razón alguna para que Eslovenia, Bosnia y Herzegovina, Croacia y Montenegro hayan pasado del puñetero imperio de los Habsburgo al de los Karageorgevich. Los maestros rusos de geografía tendrán que perder la costumbre de  hablar de Polonia como de “nuestros territorios occidentales”. En los países del Báltico van a bajar las banderas de Rusia, porque hasta los propios rusos están embrollados en largas discusiones sobre si su bandera ha de ser roja o tricolor. Los viejos profesores se estrujarán la sesera cuando les pregunten a qué Estado pertenecen el Tirol meridional, Dobrudzha, Siebenbürgen o Galitzia, o en qué país viven los moldavos o los finlandeses. La historia, cual hábil croupier, ha barajado los naipes y los ha repartido una vez más. Todo empieza de nuevo, se reinicia el juego, las apuestas se han hecho y está por ver quién tiene escondido el as en la manga, a quién le tocará un póquer de damas y a quién un triste siete. Es una ley natural: los fuertes se comen a los débiles, pero su apetito suele ser demasiado grande para su capacidad digestiva, por eso les dan diarreas y ardores que se curan con revoluciones. Estas últimas crean el caos y del caos nacen mundos nuevos; ojalá el mundo de mañana nos salga menos cagado que el de ahora. Así, hasta el próximo reparto de los naipes, o sea, hasta la próxima guerra. Ésta no va a tardar, los dientes del dragón de la revancha ya están sembrados en el fértil suelo de Europa y darán una buena cosecha, creedme. Sabbat shalom, muchachos. ¡Idos en paz a vuestras casas!».

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(1) Alexander Lernet-Holenia, El estandarte, Barcelona: Libros del Asteroide, 2013.
(2) Joseph Roth, La marcha Radetzky, Barcelona: Edhasa, 1994.
(3) ÁpudWilliam M. Johnston, El genio austrohúngaro, Oviedo: krk, 2009.
(4) Ibídem.
(5) Ibíd.
(6) Ibíd.
(7) Angel Wagenstein, El Pentateuco de Isaac, Barcelona: Libros del Asteroide, 2008.