José Luis Zubizarreta
Volver a empezar
(El Correo, 10 de junio de 2007)

            Pocos pueblos podrán comprender tan bien como el nuestro la magnitud del castigo a que fue condenado Sísifo, rey de Corinto, al tener que subir aquella descomunal piedra hasta la cima de la montaña, para ver cómo, alcanzado su propósito, la roca rodaba de nuevo hasta la base y él tenía que volver a acometer, una y otra vez, el mismo esfuerzo de cargar con ella, consciente de su eterna inutilidad. No es menor nuestro sentimiento de frustración ante la condena que parece habérsenos impuesto de tener que cortar, una tras otra, las cabezas de esta hidra siempre agonizante y constatar que, tras cada amputación, aún le quedan fuerzas suficientes para regenerarse y renacer. Lo hemos probado todo, desde la firmeza hasta la seducción, cada una por separado y combinando ambas en las dosis más diversas, pero ningún remedio ha tenido el efecto deseado. Todo lo contrario. Lo que en cada ocasión considerábamos la prescripción más adecuada no ha resultado ser sino el antígeno que crea aún más anticuerpos y dota de completa inmunidad al organismo. La idea de volver a empezar, cuando el resultado se prevé tan incierto, se hace poco menos que insufrible.
            Por eso, quienes tienen la responsabilidad de diseñar las estrategias que consideran más idóneas para librarnos de esta pesadilla en que se nos ha convertido el terrorismo de ETA deberían hacerse cargo de este estado de ánimo de desesperanza en que ha caído la población, antes de elaborar y proponernos otras tácticas nuevas e infalibles. No está ya la gente para recetas que, presentándose como milagrosas, se han demostrado del todo ineficaces. Respeto a los sentimientos de la ciudadanía, rigor en el análisis de los hechos y un mínimo de honradez y decencia es todo lo que ahora cabe esperar de los responsables políticos. Sabemos que, en este momento, no nos pueden dar nada más. Así que, en esas tres actitudes citadas, más que en el descubrimiento de no se sabe qué medidas novedosas, debería basarse, de momento, la unidad que se les reclama. No sería poca cosa. Dispondría el ciudadano de unos pocos días de silencio y reflexión, para ordenar y elaborar los sentimientos depresivos que se le han ido acumulando a lo largo de estos últimos días de pésimas noticias.
            No parece ser ésta, sin embargo, la disposición de nuestros líderes. Quizá crean que les exigimos soluciones inmediatas, cuando sólo les pedimos, de momento, cercanía y comprensión. Porque no nos escandalizaría nada verlos tan perplejos y desconcertados como nosotros estamos. Pero, en vez de encumbrarse rebajándose a nuestro nivel, se creen obligados a decepcionarnos, una vez más, con propuestas que han perdido toda credibilidad. «Vamos a derrotarlos», nos dicen quienes saben, mucho mejor que nosotros, que la derrota no está en sus manos. «El diálogo es la solución», insisten quienes se niegan a aceptar el fracaso de sus repetidos intentos. Ni unos ni otros, ni los de la derrota ni los del diálogo, se dan cuenta de que sus palabras sólo mueven ya al escepticismo o al desprecio. Son la palabrería vacía a la que recurre el alumno cogido en blanco por la pregunta del maestro. Más digno sería reconocer la ignorancia.
            Tras cuarenta años de existencia, el terrorismo se ha hecho endémico en nuestro pueblo. Se ha demostrado capaz de transmitirse de generación en generación. No sabemos ni cuándo ni cómo podremos erradicarlo. No encontramos, en su día, la vacuna para prevenirlo -¿nos parecían tan valientes aquellos jóvenes resistentes!- y no damos ahora con el fármaco que lo cure. Hemos sido víctimas de nuestra propia condescendencia. Nos pareció un virus benigno y pasajero, pero se ha demostrado resistente e invasivo. Defendernos de él, no dejarnos contagiar por él, impedir que se extienda a todo el organismo, es el reto prioritario a que debemos enfrentarnos. Quizá sea por ahí por donde debamos volver a empezar.
            Porque la frustración y la sensación de impotencia que nos han producido los fracasos pasados podrían llevarnos a la conclusión de que un fenómeno tan persistente entre nosotros como el terrorismo quizá no sea, al fin y al cabo, una enfermedad, sino parte de nuestro normal estado de salud. Sería tal conclusión como dar al terrorismo carta de naturaleza en nuestro pueblo y admitirlo a convivir en él como uno de los nuestros. Del no poder derrotarlo habríamos pasado, sin casi percatarnos, a darnos por derrotados. Sería un paso fatal. En efecto, es precisamente en nunca darnos por derrotados donde encontraremos la victoria sobre el terrorismo. Este es, en efecto, por su misma naturaleza totalitaria, voraz hasta el extremo. No se da por satisfecho, si no se hace dueño de todo. Para él, no vencer es ya caer derrotado. Por eso, la resistencia es el arma que nos queda. A la larga -y todo es «a la larga» en este asunto-, la única eficaz.