José Luis Zubizarreta

Todo aconseja cautela

(El Correo, 31 de octubre de 2010).

 

            Cualquiera diría que nos hemos vuelto todos locos. O algo peor. Ha bastado con que 'el entramado' haya tirado una piedrecilla al estanque para que quienes vivimos en su orilla hayamos salido de estampida como por el anuncio de un tsunami. Publica ETA un comunicado, concede Otegi una entrevista, se manifiesta el polo soberanista o hace el autoproclamado mediador Currin un pronunciamiento, y se arma tal guirigay entre partidos políticos y medios de comunicación que ningún ciudadano sensato es capaz de descifrar. El hambre de unos y las ganas de comer de otros han contribuido así a crear un espejismo de ilusiones que, falto de consistencia, acabará deshaciéndose en cuanto roce con la dura realidad.

De todo hay, ciertamente, en los motivos que han provocado este repentina agitación. Junto a la más que explicable ansiedad de muchos por que se disuelva de una vez por todas esta pegajosa pesadilla, está el interés de otros tantos por sacar tajada del tan ansiado final. No cabe, en efecto, ninguna otra interpretación que la del interés particular tanto en aquellos que quieren cobrar por su ya inevitable derrota el precio que les habría parecido justo percibir por su voluntario desistimiento como en esos otros que temen que el éxito de haberse cortado la última de las cabezas de la hidra sea imputado a los méritos de su adversario. De todo hay, pues, mezclado en esta algarabía que se ha formado en la última semana a propósito de ese final del terrorismo que tanto se anuncia como se dilata.

Parece, sin embargo, que, analizados los hechos con desapasionada distancia, hay más razones para la prudencia y la cautela que para la impaciente precipitación. No se trata solo de mirar al pasado y constatar cuántas esperanzas, supuestamente bien fundadas, se han visto rotas y frustradas. Es también que las intenciones ocultas que se vislumbran detrás de las finas palabras que hoy mismo se escuchan de boca de los portavoces del entramado no aconsejan hacerse demasiadas ilusiones sobre un pronto y feliz final de la historia de terror que este país ha sufrido.

Así, incluso dando por buena la declaración de la izquierda abertzale en cuanto a su voluntad de proceder, de ahora en adelante, por vías exclusivamente políticas, la cuestión se plantea, como no podía ser menos tras la larga trayectoria de dependencia de aquella respecto de la banda armada, en torno a la receptividad de ETA hacia las pretensiones de su brazo civil. No es, en efecto, previsible, al menos en el corto plazo, que entre los dos brazos -el político y el militar- se dé una ruptura que arruinaría, en detrimento de ambos, el patrimonio común que el entramado ha ido acumulando a lo largo de su historia. Ahora bien, estando la decisión final, al menos de momento, en manos de ETA, uno no puede sino albergar muy serias dudas sobre la disposición de la banda a aceptar las condiciones que se le imponen para que el Estado de Derecho dé por buena su retirada y por finiquitada su interferencia, real o potencial, en la vida política del país a través del que hasta ahora ha sido su dócil instrumento. 

En primer lugar, ETA no ha dado nunca muestras de estar dispuesta a declarar su autodisolución sin obtener a cambio contrapartida política alguna. El comunicado del pasado 5 de septiembre es la última prueba de ello. Pero, yendo más allá del dato concreto y haciendo un esfuerzo por ponerse en el lugar del otro, uno se pregunta con qué palabras podría llenar la actual dirección de ETA el folio en blanco en que tendría que redactar su último comunicado. Y yo, al menos, me siento incapaz de ofrecer una respuesta. Las mentiras y las falsedades que los miembros de la banda tendrían que inventarse para razonar su decisión, sin admitir al mismo tiempo una derrota que de ningún modo pueden reconocer, les causarían tal sonrojo que se le paralizaría la mano al eventual escriba. Y es que no hay hoy por hoy en ETA quien tenga la autoridad y los redaños que se requieren para tomar -ni mucho menos para dar cuenta pública de- una decisión que, de satisfacer los requisitos que la otra parte le exige cumplir, dejaría al desnudo la inutilidad de toda su larga historia de sufrimiento y sacrificio. 

Pero hay algo más. La falta de valentía -o de madurez- interna de ETA viene por desgracia disimulada, y hasta estimulada, por esa pléyade de buenos samaritanos que han acudido a socorrerla en estos sus duros instantes de agonía. Movidos por su eutanásica intención de procurarle una muerte lo más digna posible, no hacen más que prolongar la situación terminal en que la banda se encuentra. Así, las, a estas alturas, del todo insuficientes exhortaciones a las treguas, por bienintencionadamente adjetivadas que estén, o las llamadas que se hacen al Gobierno para que anime y gratifique cada paso que dé la banda con no se sabe qué gestos -véanse, por ejemplo, la declaración de Bruselas en el caso de los mediadores internacionales o el acuerdo de Gernika en el de los partidos del llamado polo soberanista- no consiguen sino alimentar la vana esperanza de ETA en soluciones que hoy ya no pueden producirse y retrasar, en consecuencia, la adopción de la única decisión que resultaría pertinente.

Así, pues, y por desalentador que parezca, mejor será desterrar las ilusiones que nos hayamos formado sobre un pronto y final feliz de esta triste historia. Será, me temo, un proceso lento y tortuoso, en el que no habrá ningún momento solemne de cuya gloria alguien pueda revestirse, sino una serie de tumbos y tropiezos que sólo a posteriori nos harán concluir que ya hemos llegado al final.