Joxe Arana Etxenagusia
Pactar entre “todos  nosotros” para decidir bien
(Ezkerretik berrituz, octubre de 2006)

            En los últimos años, en el mundo nacionalista vasco se ha puesto de moda una acepción del derecho de autodeterminación: como un derecho de los pueblos, ilimitado, absoluto, incondicional, unilateral, permanente, a ejercer en un acto instantáneo, innegociable... que conecta especialmente con la doctrina de Lenin y con la tradición leninista.
            Según cuentan los viejos antifranquistas, esta idea de la autodeterminación arraigó en la última década del franquismo, de la mano de la izquierda vasca antifranquista (del PC, y, sobre todo, de la izquierda que surgió a su izquierda: en el EMK, la ORT, la LKI, el PT, el PCm-l…) mientras que en los medios nacionalistas se veía con cierta desconfianza. No lo pudo decir mejor Xabier Arzallus, en la Transición post-franquista, cuando definió este modo de concebir el derecho de autodeterminación como una “virguería marxista”.
            No deja de resultar sorprendente cómo y por qué se ha puesto de moda ahora, en las actuales circunstancias, en un país del primer mundo más satisfecho, en la Euskadi o Navarra real: que disponen día a día de un alto grado de autogobierno, esta idea del derecho a  la autodeterminación que es fruto de otra época (pre-democrática, a fines del siglo XIX y primeros del XX) y de otras circunstancias tan distintas (en la autocracia zarista, en el marco de un imperio ruso que a lo largo de los siglos XVIII y XIX extendió su dominio sobre numerosos pueblos “alógenos”).
            Se entiende que esa idea tuviera predicamento frente a la dictadura franquista en las nuevas vanguardias de la izquierda radical. Pero ya no es tan fácil de entender por qué ha ganado la partida, y aún menos tan fácilmente, a otras acepciones de la autodeterminación más adaptadas a las nuevas circunstancias del imperfecto pero real sistema democrático que sale de la Transición y que se va asentando en nuestro país.
            Hace veinte años, en dos corrientes del nacionalismo-vasco, como el PNV o Euskadiko Ezkerra, era habitual otra concepción del derecho de autodeterminación que conectaba con la tradición austro-marxista (de los Bauer, Renner, y compañía, tan denostada por Lenin por “reformista”): vinculada al ejercicio cotidiano del autogobierno y de la democracia en diferentes niveles de decisión (municipal, vasco y/o navarro, estatal, europeo), esto es, una idea dinámica, gradualista y no instantánea, realista, alejada de esas connotaciones de un derecho absoluto, ilimitado e incondicionado. Mientras que hoy día, quien se despache en esos términos corre el riesgo de ser tachado de inmediato como alguien que renuncia a los principios más sagrados y al que le sobran los “michelines”.
            Dejo aquí este asunto tan paradójico y sorprendente, ya que quiero detenerme en los problemas con que se encuentra actualmente esta demanda de autodeterminación, así concebida como un derecho unilateral e ilimitado, absoluto e incondicionado, permanente pero que siempre ha de ejercerse en un acto instantáneo, etc. Creo que se pueden agrupar en dos tipos diferentes de problemas: a) los procedentes de la propia sociedad vasco-navarra o vasca y navarra, que, a mi juicio, son los principales y más determinantes casi siempre, b) los problemas político-jurídicos procedentes del Estado español, de la UE y de la comunidad internacional.
            En cuanto a los que provienen de la propia sociedad, citaré en primer lugar la profunda división existente tanto en la Comunidad Autónoma Vasca como en la Comunidad Foral Navarra sobre el meollo sustancial del derecho de autodeterminación. Para unos, los nacionalistas-vascos, su reconocimiento y su ejercicio es imprescindible para superar la “opresión” nacional. Mientras que para otros, las gentes que se sienten vasco-españolas o navarro-españolas, o bien no es necesario, pues no se sienten “oprimidos” por el estado español, o bien consideran suficientes y satisfactorios los diversos ámbitos de decisión democráticos en que están expresamente implicados (municipal, vasco o navarro, estatal y europeo).
            En segundo lugar, esta escisión o esta diferenciación que acabo de mencionar no se entendería sin considerar un dato fundamental de la realidad: la secular pluralidad de identidades existente en nuestra(s) sociedad(es) tanto entre sus diversos territorios históricos como en el seno de cada uno de ellos. Pluralidad de la que se derivan percepciones, sentimientos de pertenencia, aspiraciones, identificaciones... diferentes y según en que materias hasta contrapuestas.
            Otro obstáculo con el que tropieza el derecho de autodeterminación en los últimos diez años es el frentismo nacional, esto es, una política propiciadora del enfrentamiento entre identidades. El frentismo suscita una profunda desconfianza en “los otros”. El frentismo acentúa el que el citado derecho no se perciba como un bien general de toda la sociedad sino como lo que es realmente de entrada: un bien de parte que la comunidad nacionalista-vasca quiere imponer a las gentes no-nacionalistas y a quienes se sienten nacionalmente “duales” (vasco-españoles o navarro-españoles o vasco-franceses).
            En cuarto lugar citaré la falta de claridad, la ambigüedad calculada por parte de quienes esgrimen con mayor pasión el derecho de autodeterminación. No se concreta quiénes constituyen el sujeto de dicho derecho ni si previamente ha de pronunciarse la ciudadanía  de los diferentes territorios vasco-navarros acerca de si desean o no formar parte de la nueva entidad política. Normalmente se deja en una nebulosa abstracta la inclusión de los siete territorios sin saber muy bien por voluntad de qué ciudadanía en concreto se afirma la premisa indiscutible e innegociable de que el sujeto del derecho de autodeterminación es “toda Euskal Herrria”. O se da por supuesto una realidad nacional como si hubiera una homogeneidad cuando no la hay tal o como si no hubiera democracia y estuviéramos en una situación colonial o semi-colonial o como si la visión soberanista-vasca fuera la única legítima, natural e indiscutible…
            Otro problema es el desmesurado electoralismo que lleva a anteponer dudosas consideraciones político-partidistas en una cuestión como ésta que ya de por sí es tan difícil y compleja y que suscita unos sentimientos enconados entre la población.
            Y, por último, un arma de doble filo para el derecho de autodeterminación hoy en día lo constituyen sus propios apoyos sociales. Las referencias para medirlos son inevitablemente indirectas y aproximativas. Por un lado las encuestas, desde 1.978, recogen de manera constante y persistente el dato de un 25-30% de gentes partidarias de la independencia. Por otro lado tenemos las evidentes carencias del voto nacionalista-vasco: mayoritario en Guipúzcoa, sólo muy ligeramente mayoritario en Bizkaia y bastante o muy minoritario en el resto de los territorios. Esta doble constatación es sin duda el argumento más sólido para que sea considerado y abordado el tema y, al mismo tiempo, para no olvidar los limites sociales con los que cuenta. Esta por ver, además, qué incidencia tendrá en el futuro la desaparición de ETA sobre esta cuestión.
            Vayamos ahora al segundo tipo de problemas, político-jurídicos, procedentes del Estado español, de la UE, de la comunidad internacional.
            Por un lado nos topamos con que no hay un asidero de derecho internacional en el que ampararse: no hay una jurisprudencia clara a la que agarrarse mientras el derecho internacional restrinja el ámbito de aplicación del derecho de autodeterminación externa o de secesión a estos tres casos, además de los coloniales: a) invasión/ocupación, b) dictaduras, c) manifiesta y grave vulneración de los derechos humanos fundamentales. Tampoco lo permite la constitución española (artículos 1, 2, preámbulo). Ni entra dentro de lo posible, a corto y medio plazo, que pueda darse una reforma de la Constitución que dé cabida al reconocimiento expreso del derecho de autodeterminación dada la relación de fuerzas existente actualmente en el conjunto de la sociedad española.
            Por este lado, por lo tanto, parece difícil encontrar facilidades. No obstante, si hoy hubiera un movimiento pro-independentista en Cataluña o Euskadi suficientemente claro y mayoritario, pienso que el Estado español se vería obligado a tener que negociar ese hecho democrático y esa aspiración independentista a pesar de no estar reconocido en la Constitución ningún derecho de autodeterminación (ni ningún derecho de secesión). Así pues, el argumento no reposa en la demanda de un derecho sino en la fuerza del hecho democrático pro-secesionista y únicamente en la medida en que éste se manifieste como tal de manera clara y suficiente; esto es, no como potencia o posibilidad, sino como una realidad tangible: como una demanda clara de secesión expresamente sostenida por una clara mayoría del Parlamento vasco por ejemplo. De manera que en las actuales circunstancias socio-políticas de nuestra sociedad, la viabilidad de la autodeterminación descansaría, por consiguiente, en la necesidad intrínseca de la democracia (española), para no desnaturalizarse, de darle una salida democrática a un hecho democrático pro-secesionista.
            No se puede olvidar, a este respecto, que todos los casos de reconocimiento de la autodeterminación habidos en los últimos veinte años en Europa o bien tienen que ver con la evolución del propio derecho constitucional interno (como los casos del acuerdo irlandés de “Viernes Santo” en 1998 o de Montenegro y Serbia en 2003 para reformar la constitución en incluir en ella un derecho de autoderminación sea como derecho de secesión en el caso de Montenegro sea como derecho de unión de las dos Irlandas sea como derecho a mantener la condición británica de Irlanda del Norte y en los dos últimos casos siempre a partir del consentimiento de la mayoría de la ciudadanía de Irlanda del Norte) o bien con la descomposición súbita del estado y del régimen existente (lo que vale para el caso alemán, el checo-eslovaco, los países yugoslavos y Kosovo, los tres Países Bálticos, todas las ex Repúblicas soviéticas de la periferia de la URSS).
            No hay ninguna excepción que se salga de ese marco. Lo cual confirma su carácter de excepcionalidad, a la que se han atenido estrictamente los compromisos de la UE, a través de la Comisión Bankinter u otras instancias. Excepcionalidad, que no se puede transferir a situaciones donde, como en nuestro caso, no se da esa circunstancia. Aquí no hay un estado en descomposición que se esté cayendo a pedazos y que, por ello, justifique la intervención de la UE. Aquí, repito, sólo un hecho democrático pro-secesionista clara y suficientemente mayoritarioque fueraa su vez manifiestamente desconsiderado por el estado español podría reclamar la intervención de la UE y obtener su amparo.Mientras no se den ambos hechos, el argumento del déficit democrático es, en mi opinión, de mero “consumo interno”, para regalar el oído de la propia parroquia.
            ¿Qué hacer? El título del artículo “pactar entre todos nosotros (nacionalistas-vascos y no-nacionalistas) para decidir bien” condensa bien cuáles son mis preferencias al respecto. A mi juicio, el acuerdo pactado (primero entre nosotros, luego entre nuestros representantes y la representación del conjunto de los españoles) es la vía más interesante desde una óptica igualitarista y defensora de una buena convivencia entre sus distintas identidades. Además con toda probabilidad es la única factible. Y ello implica adoptar la vía del diálogo y el acuerdo para encarar no sólo cómo se ejercita el derecho a la autodeterminación sino también cómo se concibe incluso. Diálogo y pacto sin exigir la renuncia a los planteamientos de cada parte, sin imposiciones de unos sobre otros, sin defender la supremacía de una identidad sobre la otra, con concesiones reciprocas.
            Los diversos nacionalismos tradicionalmente enfrentados entre sí, el vasco y el español por ejemplo, se han de reconocer la legitimidad y viabilidad de sus respectivos proyectos siempre y cuando se atengan estrictamente a las reglas democráticas, respeten la pluralidad y los derechos fundamentales de todos. Y todos los nacionalismos de un signo y otro han de reconocer a su vez la legitimidad y viabilidad de los proyectos que emanen de una concepción laica y no nacionalista de organizar la sociedad y la cultura pública.
            Este pacto implica encontrar y establecer conceptos, esferas comunes para todas las sensibilidades y a su vez lograr acuerdos del conjunto del País con el Estado de las autonomías:
            (1) Avances en un papel más participativo y co-decisorio en los asuntos de la Unión Europea y en la propia dirección del Estado. A mayor sensibilidad y apertura del conjunto estatal (español) de cara a una mayor implicación de las partes en la dirección del mismo, se dará una mayor satisfacción e inserción de éstas en el conjunto.
            (2) Pactar una salida democrática para el independentismo bajo el espíritu de la celebre sentencia de la Corte Suprema de Canadá (su Tribunal Supremo). Un pacto que incluya la obligación de negociar una salida en el caso de que se constituya de hecho una mayoría con vocación claramente pro-independentista y de establecer los criterios (claros, pactados y respetuosos con la pluralidad) que han de seguirse en tal caso si así lo decide democráticamente una mayoría clara de nuestra sociedad. Esta salida seguramente no es posible a corto plazo, mas es un logro justo a conseguir en el futuro.
            (3) Excluir las vías negativas de tratar la pluralidad de nuestra sociedad: la asimilación cultural (el euskara debe consolidarse, pero no contra el castellano sino voluntariamente y con el castellano y las otras lenguas), el ataque indentitario (como el practicado por ETA de modo absolutamente ilegitimo, la supremacía más o menos sutil de uno u otro nacionalismo, el dogma de la unidad indivisible de España (que supone negar proyectos que pudieran cuestionarlo de modo democrático), el concepto propietarista, centralista y excluyente del Estado en lugar de verlo como la realidad conjunta de las comunidades autónomas.
            En resumen, implica concebir el derecho a la autodeterminación en su acepción  menos rígida: no como un punto de partida sino como un punto de llegada a una sociedad más laica e incluyente, a una cultura pública común más igualitarista entre sus identidades, a un clima democrático más maduro... donde sea posible encontrar fórmulas relativamente satisfactorias para todas las partes.