Juan Claudio Acinas

Sectas
(Disenso, 43, abril de 2004)

En general, no está muy bien responder a una pregunta con otra pregunta. Hacerlo quizá sea psicológicamente persuasivo, pero, en estricta lógica, nada nos aclara acerca de la verdad o falsedad de aquello que alguien pone en cuestión. Tal es así que podemos distinguir dos grandes clases de argumentos según que, en una discusión, los razonamientos se centren en la cosa misma (argumentum ad rem) o que, por el contrario, se dirijan hacia otros aspectos que no se hallan directamente relacionados con la cosa en sí (argumentum ad extra rem). Este es el caso de las falacias, de los sofismas, de esos argumentos aparentemente válidos, pero que, cuando se los examina con cuidado, no lo son. Porque, lejos de debatir lo certero, o no, de un enunciado cualquiera, por ejemplo, “la propiedad es el robo”, eluden el tema y contraatacan afirmando que intelectuales reputados defienden el derecho de propiedad (falacia ad verecundiam), que aquella es una opinión por completo errónea pues la mayoría siempre lo ha creído así (falacia ad populum) o que nada bueno podemos esperar que dijera un anarquista autogestionario como Proudhon (falacia ad hominen)1. Sin embargo, más allá de eso, el carácter falaz, o no, de un argumento también depende del contexto en el que se formula. De modo que hay situaciones donde parece razonable emplear recursos dialógicos que, en otros contextos y para otros fines, serían inválidos2. Por ejemplo, reprochar a alguien que incurre en los mismos defectos que denuncia es algo que carece de relevancia lógica para determinar la verdad o falsedad de lo que impugna, pero es algo que, en cambio, se vuelve pertinente cuando el objetivo es valorar el grado de generalidad enunciativa, de coherencia personal o de capacidad autocrítica. Olvidarse de esto, como ha señalado Pablo Ródenas —quien aplica al estudio de la ideología o del nacionalismo criterios metódicos derivados de la filosofía de la ciencia3—, también sería incurrir en una falacia, de auto-exceptuación, pues implicaría eximirnos de aquello que cuestionamos en los demás, mientras que, en realidad, consciente o inconscientemente, nosotros mismos lo practicamos.

SECTAS, ¿QUÉ SECTAS? Desde esta perspectiva, que nos advierte de nuevo sobre el peligro de ver sólo la brizna en el ojo ajeno, el fenómeno de las sectas, de esas formas colectivas y diferentes de experimentar la vida, se nos presenta bajo una luz ligeramente distinta. Porque si bien las sectas, como todas las cosas, deben someterse a crítica, este juicio quizá haya que iniciarlo con el reconocimiento de que todos pertenecemos a alguna. Lo que no siempre es fácil de aceptar. En especial cuando se trata de una palabra tan cargada peyorativamente como la de secta y con la que nos solemos referir a ciertas comunidades que sostienen doctrinas religiosas o políticas a las que consideramos erróneas, falsas, alucinadas, peligrosas e, incluso, destructivas. Razón por la que, hoy día, ninguna o muy pocas se reconocen como tal. Por supuesto que, ad rem, todas esas comunidades, hasta la más inocua, son susceptibles de crítica por cuanto suponen instancias externas, heterónomas, que exigen altas dosis de adhesión y lealtad, que, potencialmente, contravienen la autonomía individual en la medida que limitan los procesos racionales de discusión y toma de decisiones, y que se organizan en estructuras jerárquicas donde la gente delega gran parte de su responsabilidad. Organizaciones en las que resulta bastante sencillo entrar pero de las que, a veces, es muy complicado salir. Sin embargo, junto con eso, asimismo, no queda más remedio que admitir que la pertenencia del individuo a una tribu, una familia o una iglesia, a un club deportivo o una ONG, es parte intrínseca de la vida en sociedad, así como de la necesidad de identificarnos con ciertas ideas y actividades comunes, y sentirnos protegidos por los grupos que las sustentan. En relación con lo cual, ad extra rem, no deja de sorprender la inquina y el desprecio con que se trata a casi todas las sectas, en particular, claro está, a las que se etiqueta como destructivas —y algunas verdaderamente lo son—, al mismo tiempo que impunemente se excluye de éstas a las iglesias oficiales, a los televidentes compulsivos, a los lectores de Marca y las peñas del Real Madrid, a los fan clubs de los Rolling Stones o al conjunto de los automovilistas, quienes conforman uno de los grupos más destructivos del planeta, tan sólo superado por los partidos políticos que promueven las intervenciones militares y justifican la guerra.
En ese sentido, también da que pensar la similitud que percibimos en el núcleo de “los métodos empleados por los cazadores de incautos” y las terapias aplicadas por los expertos “para lograr el desenganche definitivo de una secta”. Estrategias que, curiosamente, en ambos casos, incorporan, entre otras, técnicas de insistencia activa (adoctrinamiento personal continuo), de control físico (seguimiento y vigilancia disciplinarios), de control psíquico (realización de actividades integradoras), de carácter emocional (establecimiento de lazos sentimentales con el grupo) y de autosuperación (creciente asignación de distintas responsabilidades)4. Ante lo cual, podemos imaginar el mareo de quienquiera que se vea insistentemente zarandeado, con el mismo tipo de empujones, ya sea en pos de lograr identificarse con una exclusiva verdad sectaria o para reintegrarse finalmente en el seno de la eterna verdad de la vida normal.

DISENTIDORES, INCONFORMISTAS. Es evidente que, al hablar así, no pretendo restar importancia a todas esas sectas que, al incurrir en actividades delictivas y ocasionar daño a terceros, deben quedar sometidas a las consecuencias previstas por la ley. Tampoco deseo subestimar el fenómeno alienante de las que Lewis A. Coser denominó instituciones voraces o la mentalidad de esos a quienes Don Herzog califica como esclavos felices5. Lo que intento, más bien, es constatar que, en muchas situaciones, la frontera entre lo que es secta y lo que no lo es resulta muy borrosa y que, en particular, cuando con ella fijamos además algún tipo de exclusión, eso siempre responde a un interés de la mayoría dominante o a una decisión respaldada por el poder. Baste recordar, al respecto, la persecución a la que el Partido Comunista Chino lleva sometiendo, desde hace algunos años, al movimiento espiritual Falun Gong, una secta cuya mayor peligrosidad, según parece, estriba en sentarse silenciosamente a respirar y meditar en cualquier plaza o parque público, a veces, para protestar, y otras, tan sólo, para hacer ejercicio. Y es que, como es bien sabido, quienquiera que crea que tiene el monopolio de la verdad no admite fácilmente la competencia de ninguna fe rival. Y esto, al contrario de lo que muchos piensan, está muy lejos de ser privativo de ese fenómeno que, con aires de superioridad, muchos llaman sectas.
A propósito de lo cual, en relación con los orígenes de la lucha por hacer posible la coexistencia de creencias plurales, deberíamos reparar en todo lo que significó la Reforma Protestante en los inicios de la Europa moderna. Porque aquel fue un momento en el que emergió una nueva concepción del ser humano como individuo, como alguien que, emancipado de las jerarquías eclesiásticas, empezó a relacionarse sin intermediarios —sola escriptura— con la divinidad y a exigir respeto para su inalienable libertad religiosa, para su libertad de conciencia y de culto, y para ejercer su derecho a actuar de acuerdo con ella. Algo que, gracias a ese libre examen de la Biblia, hizo que se produjera una ruptura radical con el monolitismo totalizador de la idea de unidad que vertebraba a la gran Iglesia medieval. Y, justo por eso, influyó decisivamente para que la misma Reforma se fraccionara, tomando caminos divergentes y dando lugar a numerosas sectas. Un término éste, ya en sus mismos orígenes, ambiguo, porque, según explica José Antonio Carro Celada, significaba tanto seguimiento como disenso6. De hecho, desde mediados del siglo XVII, se empezó a usar el nombre común de Dissenters —esto es, quienes retiran su consentimiento y discrepan de opinión—, llamados también Nonconformists, para dar cuenta de toda una serie de sectas protestantes heterodoxas —Anabaptists, Congregationalists, Presbyterians, Methodists y Unitarians— así como de otros grupos independientes —Quakers, Plymouth Brethren, English Moravians y, con posterioridad, Churches of Christ y The Salvation Army—, que, por encima de cualquier autoridad externa en asuntos morales, no cesaban de insistir en la relevancia de la autoridad interna de la propia razón para alcanzar o realizar por uno mismo la virtud. Lo que, en coherencia, les llevó a rechazar los principios uniformadores de la restaurada Iglesia de Inglaterra —que veía en ellos al espíritu viviente de la desobediencia y la rebelión—, y, dado su radicalismo —en muchos casos, no sólo religioso, sino también político y social—, les acarreó sufrir prohibiciones, persecuciones y duras penas por negarse, además, a reconocer la supremacía de aquélla7.
He aquí por qué, las sectas, como tantas minorías en general, y la forma en que una sociedad las trata, suponen un elemento fundamental para desvelar la capacidad de tolerancia de ésta. Pues es absurdo, opresivamente falaz, presumir de ella cuando la única regla de conducta que en realidad se admite es la de la propia tradición, cuando únicamente prestamos atención a las personas con quienes nos sentimos en sintonía o sólo aceptamos escuchar a los grupos con los que ya estamos de acuerdo previamente. Una actitud ésta que, a pesar de tantas sospechas, nada tiene que ver con la de algunas de esas pequeñas comunidades, de esas sectas, como la First Unitarian Church of Philadelphia, fundada en 1796 y todavía en activo, cuyo lema principal proclama: We need not think alike to love alike, no necesitamos pensar de la misma manera para amar de la misma manera. En fin, sólo un ejemplo.

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(1) Es previsible que esa fuera la reacción normal contra la tesis proudhoniana de la propriètè c’est le vol. Sin embargo, más contenidamente irascible puede que sea la actitud ante José María Díez Alegría, quien con 92 años, en una entrevista reciente en La Vanguardia, 10 de octubre de 2003, ha afirmado que sigue creyendo en “la teología de silenciosos y marginados” y nos recuerda a San Juan Crisóstomo, para quien “todo rico o es injusto o es heredero de un injusto”, y a San Ambrosio, quien dijo que “cuando das limosna al pobre no le regalas de lo tuyo, sino que le restituyes lo suyo”.
(2) Cfr. D. Walton, The Place of Emotion in Argument, Pennsylvania, The Pennsylvania State University Press, 1992.
(3) Cfr. P. Ródenas, “Los lenguajes de los nacionalismos. (El principio liberal de nacionalidad como concepto normativo-procedimental)”, Laguna, 4, 1997; M. Mandelbaum, “Subjetive, Objetive, and Conceptual Relativism”, en J.W. Meiland and M. Krausz (eds.), Relativism: Cognitive and Moral, London, University of Norte Dame, 1982; y C.U. Moulines, Pluralidad y recursión. Estudios epistemológicos, Madrid, Alianza, 1991.
(4) Cfr. P. Van Riel, Las sectas. Misterios y peligros de las sociedades secretas, Barcelona, Norte, 2002, pp. 31-37.
(5) Cfr. L.A. Coser, Las instituciones voraces, México, FCE, 1978 (1974); y D. Herzog, Happy Slaves: A Critique of Consent Theory, Chicago, University of Chicago Press, 1989.
(6) Cfr. J. A. Carro Celada, “Las mil sectas”, El País, 10 de noviembre de 1983.
(7) Cfr. P. Zagorin, Rebels & Rulers, 1500-1660, 2 vols., New York, Cambridge University Press, 1982; y G.V. Bennet, “Conflict in the Church”, en G. Holmes (ed.), Britain after the Glorious Revolution 1689-1714, London, Macmillan, 1969.