Juan Manuel Brito
La defensa internacional de los derechos humanos
VIII Jornadas de Pensamiento Crítico.
Página Abierta, 206, enero-febrero de 2010.

            La primacía de los derechos humanos, a partir de la cual se construyó el orden internacional al término de la guerra fría, se ha extendido hasta el punto que, en la actualidad, los derechos humanos se han convertido en una idea-fuerza universal que determina la finalidad y la legitimidad tanto del poder interno de los Estados como de su articulación en el sistema internacional. Pero, paradójicamente, los derechos humanos se han extendido por todo el planeta en cuanto la inmensa mayoría de los Estados los han reconocido como punto de referencia, al tiempo que esta legitimación contrasta con la triste realidad de que la norma que ciertamente se da bajo esa legitimación es la del incumplimiento y la vulneración de los derechos humanos, tal y como reiteradamente nos demuestran los informes anuales de Amnistía Internacional, Human Rights Watch o el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU. Nos encontramos, por tanto, ante la paradoja de la legitimación global y la violación global de los derechos humanos.

            A la hora de desarrollar conceptos como “mundo global”, “sociedad civil global” o “ciudadanía global” tropezamos de manera inmediata, entre otros, con un gran obstáculo: el dramático problema de la impunidad internacional. Limitándonos a las tres últimas décadas, se han cometido en numerosos países tremendos delitos, terribles violaciones de los derechos humanos, perpetrados en su mayoría por ejércitos gubernamentales o fuerzas vinculadas de una manera u otra a los Estados o los Gobiernos.

            Nos encontramos, pues, ante un gran problema que es la incapacidad para juzgar, condenar y castigar como corresponde a quienes cometen delitos terribles amparándose, aunque no exclusivamente, en el poder de los Estados o los Gobiernos. Los intentos efectuados hasta el momento, pese a los logros que podamos constatar, resultan insuficientes, pues todavía se siguen vulnerando los derechos humanos de miles de personas en el mundo, bajo la impunidad que muchos Gobiernos y Estados siguen promoviendo.

            Pero también es cierto que desde finales del siglo XX y principios del siglo XXI estamos asistiendo a un importante fenómeno: la creciente implantación del concepto de justicia universal. Y, en consecuencia, la creación de mecanismos internacionales que persiguen la aplicación de una justicia universal basada en la defensa de los derechos humanos. De estos mecanismos tres son de obligada mención:

            El Tribunal Penal Internacional de La Haya para la ex-Yugoslavia, creado en 1993; y su homólogo para Ruanda, creado en 1994.

            La Corte Penal Internacional, vigente desde el 1 de julio de 2002.

            La aplicación de una jurisprudencia universal a grandes violadores de los derechos humanos, al margen del Tribunal Penal Internacional y al amparo de los convenios internacionales contra el genocidio, la tortura, etc.

            Es cierto que estas iniciativas cuentan con grandes limitaciones producto, en la mayoría de las ocasiones, de los intereses políticos de muchos Estados y sus presiones para reconocerlos. Por ejemplo, la Corte Penal Internacional, organismo que se concibe como un instrumento de ámbito global, tiene limitaciones temporales al no poder juzgar crímenes anteriores al año de su creación, que fue en 2002. Por ello, muchos crímenes de las últimas décadas quedan impunes y fuera de su alcance. Su importancia se proyecta sobre todo en el futuro. Los crímenes contra la humanidad que se perpetran a partir de esa fecha sí entrarían en el ámbito de esa jurisdicción de ámbito mundial. Es muy preocupante la posición adversa de muchos Estados, especialmente de Estados Unidos, que no reconocen a la Corte Penal Internacional como un instrumento legal necesario de ámbito global.

            Otro de los instrumentos que vale la pena señalar no es otro que la puesta en práctica de una justicia universal mediante la aplicación efectiva de ciertas convenciones internacionales, como la Convención contra el Genocidio (1948) y la Convención contra la Tortura (1984), que durante mucho tiempo carecieron de efectividad, pero que desde los años 90 han experimentado una esperanzadora reactivación. Estos convenios internacionales, en combinación con las legislaciones nacionales de ciertos Estados, han servido desde 1996 para conseguir logros y avances en la lucha contra la impunidad de delitos de tortura, como han sido los conocidos casos de la detención del dictador Pinochet en 1998 o la de uno de los más temibles torturadores de la dictadura argentina, Ricardo Miguel Cavallo, en el año 2000. Sin duda se trata de una vía que ha demostrado ser útil y factible en la lucha contra la impunidad, pero que, al mismo tiempo, su aplicación efectiva viene determinada por la disposición de los Estados a desarrollarla.

            Pero el principal escollo al que se sigue enfrentando la aplicación de una justicia universal basada en los derechos humanos es el principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados [véase columna de esta página].

            No obstante, existe un amplio consenso en la actualidad en torno al hecho de que las obligaciones derivadas de las convenciones internacionales relativas a los derechos humanos son obligaciones erga omnes, es decir, obligaciones que se imponen a todos los Estados sin excepciones. Cuando se trata de derechos considerados fundamentales de las personas, y debido a su naturaleza universal, se considera que su protección es una obligación de todos los Estados, y que todos los Estados tienen un interés legítimo en su protección.

            Pero la realidad es que son los propios Estados los que vulneran los derechos fundamentales de las personas. Y que los diversos mecanismos internacionales que se han puesto en marcha tienen que lidiar con los Estados.

            La contradicción evidente es que muchos Estados aceptan los derechos humanos pero niegan las garantías efectivas de su protección. De ahí que se haga necesaria una ampliación de la capacidad procesal de los individuos en el ámbito internacional. Y lo que también parece fundamental es que hay que avanzar en los mecanismos internos de implementación de las decisiones internacionales. De casi nada sirve judicializar el derecho internacional sin que los Estados implementen esas decisiones. También es importante en este sentido el papel que pueden desempeñar las sociedades civiles y los movimientos sociales como elementos que promuevan la litigación internacional y fomenten cambios internos en los Estados. Para ello es también necesaria una mayor autonomía de la sociedad civil con respecto a los Gobiernos y los Estados.

            Son muchas las cuestiones vinculadas a la defensa internacional de los derechos humanos, a sus potencialidades, a sus límites y a sus contradicciones. Para reflexionar sobre asuntos relacionados con todo esto, y más concretamente sobre los diversos mecanismos e instrumentos de defensa internacional de los derechos humanos que se han venido desarrollando con mayor o menor éxito en diversos ámbitos y en relación con distintas situaciones, hemos montado esta mesa de debate.

El principio de no injerencia

            El derecho de no intervención en aquellos asuntos exclusivamente competencia de los Estados es un principio reconocido en la Carta de la ONU y por distintas resoluciones de su Asamblea General, así como por el acta final de la Conferencia de Helsinki de 1975. El apartado 7 del artículo 2, por ejemplo, establece que ninguna disposición de la Carta «autorizará a las Naciones Unidas a intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados».

            La resolución 2625, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de octubre de 1970, se expresa en el mismo sentido al afirmar: «No solamente la intervención armada, sino también cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos o culturales que lo constituyen son violaciones del derecho internacional». Del mismo modo, el Acta Final de la Conferencia de Helsinki sobre la Cooperación y Seguridad en Europa, que considera el respeto de los derechos humanos uno de los principios fundamentales de las relaciones internacionales, reserva un lugar al principio de no injerencia. Esto significa que se reconoce a los Estados un ámbito reservado en el que se prohíbe cualquier injerencia exterior en lo que respecta al derecho internacional.

            ¿Cómo definir, por tanto, el contenido y los límites del principio de injerencia? Y ¿qué relación existe entre este principio y la protección internacional de los derechos humanos? Estas cuestiones siguen siendo producto de controversias ideológicas y jurídicas y se encuentran en el meollo de la cuestión de los derechos humanos.