Juan José Tamayo
Signo de minoría de edad
(El Correo, 8 de diciembre de 2006)

            En los Presupuestos Generales del Estado para 2007 se ha incluido el incremento del 0,52% al 0,7% en el IRPF para la subvención de la Iglesia católica, que ha contado en el Congreso de los Diputados con el apoyo del Partido Socialista y de los grupos nacionalistas BNG, PNV y Coalición Canaria, con la abstención de CiU, ERC, EA y Nafarroa Bai, y con la oposición de PP, IU-ICV y Chunta Aragonesista. El grueso de los votos a favor procede de fuerzas políticas laicas y de izquierda. ¿No resulta una contradicción? Se trata de un acontecimiento político de especial relevancia, ya que consolida una situación de privilegio para la Iglesia católica y sanciona la pertinaz y persistente discriminación que sufren las otras religiones.
            Reconozco que me sorprendió la valoración tan positiva que hicieron la mayoría de las fuerzas políticas del arco parlamentario, los medios de comunicación y los dirigentes eclesiásticos sobre el acuerdo de financiación de la Iglesia católica signado en septiembre entre el Gobierno y los representantes de la comunidad católica, tras la negociación. Sólo se escucharon algunas voces, aisladas a decir verdad, en el Partido Socialista y en algún que otro partido y entre las autoridades del islam, de la Iglesia evangélica y del judaísmo, tres religiones estas últimas de notorio arraigo que firmaron un acuerdo de colaboración con el Estado español en 1992. En la reciente asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española su presidente, monseñor Blázquez, ha expresado su natural contento por acuerdo tan generoso.
            Lo primero que llama la atención es el hecho mismo del acuerdo, que entra en contradicción con las reiteradas declaraciones de la vicepresidenta y de otros miembros del Gobierno favorables a que la Iglesia recibiera cada vez menos apoyo económico del Estado y tendiera a la autofinanciación con el dinero de sus fieles, contemplada como objetivo en los Acuerdos con la Santa Sede de 1979. Y no solamente no ha sucedido eso, sino que se ha producido un incremento del 0,52% al 0,7% en la asignación tributaria, que, según los cálculos de algunos expertos eclesiásticos, permitiría obtener a la Iglesia católica en 2007 treinta y un millones de euros más de los que recibió en el ejercicio económico de 2006.
            En realidad, no se ha producido cambio alguno en el modelo de financiación. Es básicamente el mismo que funciona desde hace casi veinte años. La única novedad relevante ha sido reparar el incumplimiento de la normativa europea en relación con la exención del IVA a la Iglesia católica, que está por ver quién lo paga.
            Se quiere hacer creer que el acuerdo sanciona un modelo de autofinanciación de la Iglesia católica por parte de sus fieles, cuando no es verdad. Los que coloquen la cruz en la casilla de la Iglesia católica no pagan más impuestos que los que no la pongan. Algo que se aproximaría a la autofinanciación puede ser el modelo alemán, donde los católicos y los evangélicos aportan en torno al 9% más en sus impuestos para el sostenimiento de sus respectivas iglesias, cantidad de la que están exentos los que no se declaran creyentes de ambas religiones. En el modelo español, los sueldos de los sacerdotes y de los obispos y la atención al culto lo pagan todos los españoles, sean católicos o no. Estamos, por tanto, muy lejos de la autofinanciación.
            El acuerdo se ha presentado como un éxito para el Gobierno y para la Iglesia católica, cuando en realidad constituye, a mi juicio, un retroceso y un fracaso, ya que para llegar a él tanto el PSOE como la Iglesia católica han tenido que renunciar a principios fundamentales de su ideario y de sus respectivos programas de actuación. El PSOE renuncia a la construcción de un Estado laico. Con este acuerdo el Estado es más confesionalmente católico que antes, lo que choca con la afirmación constitucional «ninguna religión tendrá carácter estatal» y con la ideología laica del PSOE. La Iglesia católica incumple los principios evangélicos de la gratuidad y la incompatibilidad entre servir a dos señores, a Dios y al dinero.
            Este acuerdo discrimina a las otras religiones, especialmente a las de notorio arraigo, judaísmo, islam e iglesias evangélicas, pero también a las que no son consideradas tales. Ni unas ni otras cuentan con casilla en la declaración de la renta para los declarantes que deseen destinar a ellas el 0,7% de sus impuestos. Esto resulta contrario al principio de igualdad reconocido en la Constitución y viene a demostrar que también entre las religiones hay clases y categorías: de primera, la Iglesia católica, que recibe apoyos económicos cada vez más cuantiosos; de segunda, las que cuentan con algún apoyo económico para sus actividades culturales -no para culto y clero-; de tercera, las que no son consideradas de notorio arraigo ni tienen capacidad para firmar acuerdos con el Estado. El agravio comparativo no puede ser mayor.
            Con el acuerdo de financiación entre Gobierno e Iglesia católica estamos cada vez más lejos del principio que, dirigiéndose a Pío IX, defendiera Cavour en sus célebres discursos de 25 y 27 de marzo de1861 sobre la cuestión romana: «Una Iglesia libre dentro del Estado libre». El criterio imperante hoy en España es, más bien, 'una Iglesia dependiente en un Estado sometido a las presiones de la Iglesia católica'.
            El Estado se convierte en recaudador de la Iglesia católica y ésta, en receptora pasiva de lo recaudado sin esfuerzo alguno. Un Estado que se dedica a recaudar fondos económicos para la supervivencia, la reproducción ideológica y el mantenimiento institucional de una religión, tiene muy poco de laico y deja mucho que desear como Estado social de Derecho. Una religión que reclama apoyos económicos del Estado para sobrevivir deja mucho que desear como fuerza espiritual y referente ético para la sociedad. Las relaciones del Estado con la Iglesia católica se mueven hoy en España en el terreno puramente mercantil. Y eso constituye una peligrosa desviación de los fines y de las funciones de cada una de las instituciones.
            La financiación del Estado genera dependencia y proteccionismo, y es signo de minoría de edad. Por el contrario, la autofinanciación es prueba inequívoca de independencia, de libertad y de credibilidad entre sus fieles. Con el actual modelo de financiación, Iglesia y Estado se hipotecan, y en tiempos de subida de tipos de interés como el presente, ya se sabe quién paga la hipoteca: el Estado. ¿Soluciones? En su excelente libro 'España: de la intolerancia al laicismo', el diputado socialista Victorino Mayoral hace tres propuestas que comparto plenamente. La primera consiste en la revisión de los Acuerdos con la Santa Sede, de 1979, que tienen atados de pies y manos al Gobierno; la segunda, la elaboración de una nueva Ley Orgánica de Libertad de Conciencia y Religiosa, que sustituya a la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, superada por los profundos cambios sociorreligiosos producidos en los veintiséis años trannscurridos desde que fuera aprobada en el Parlamento; la tercera, la elaboración de un estatuto de laicidad.
            Yo añado una cuarta. Las relaciones del Estado con la Iglesia católica y con las otras religiones deben moverse en el terreno social y ético, y no en el puro mercantilismo. Hoy quizás lo mejor de las religiones se encuentra en sus movimientos críticos comprometidos con los sectores marginados, en las ONG surgidas de ambientes religiosos y en sus programas de solidaridad con el tercero y el cuarto mundo. La ética, dice Zygmunt Bauman, vive sometida al asedio del mercado y no le está resultando fácil superar dicho asedio por mor del neoliberalismo, que aplican incluso gobiernos de izquierda. En las religiones hay propuestas humanitarias y emancipatorias que pueden contribuir a liberar a la ética de ese asedio y que deben ser activadas políticamente. Es en estos campos donde han de colaborar las religiones y el Estado para la construcción de una sociedad intercultural e interreligiosa sin discriminaciones por razón de las creencias.