Kepa Aulestia

Al menor coste

(El Correo, 30 de octubre de 2010).

 

          Ni siquiera los beneficios de la legalidad son capaces de empujar a la izquierda abertzale a romper con ETA o a conminarla a que se desarme.

 

          En medio del ruido y la confusión sobre el «devenir» de la izquierda abertzale, las voces más exigentes han reclamado que el final de ETA se dibuje en términos de vencedores y derrotados. Pero las dos preguntas que debemos formularnos son cuánto más ha de vencer la democracia a la barbarie para afianzarse como democracia, y cuánto más han de perder los terroristas aparte de dejar de serlo. La democracia debe acabar con el terrorismo sin concederle compensación política alguna a cambio de su desistimiento final. Y debe preservar la memoria y la dignidad de las víctimas sin que ésta acabe empañada por la reivindicación extremista de cincuenta años de lucha por la libertad de Euskal Herria. Esa sería su doble victoria sobre el terrorismo etarra.

 

          En consonancia, ni ETA ni la izquierda abertzale podrían presentar su desarme definitivo como la culminación de su compromiso por todos los derechos de todos los vascos. Y mucho menos con el argumento que Antxon Etxebeste expuso la semana pasada en Hernani, cuando señaló que la renuncia a las armas no es consecuencia del cerco impuesto por el Estado de derecho, si no fruto de la constatación de que ahora no son necesarias. Dicho lo cual resulta imposible proceder al diseño de un final redondo y moralmente irreprochable. El final va a ser inevitablemente desordenado, imperfecto e insatisfactorio. Va a dejar cuentas pendientes y muchos restos de injusticia y agravio imposibles de tamizar en el momento que se verifique la liquidación de facto de ETA.

 

          Nos estamos adentrando en un tiempo en el que los actores que componen la inercia etarra tratarán de zanjar la cuestión al menor coste para ellos. Aunque el vicepresidente Rubalcaba insista en fijar las condiciones para la legalización de la izquierda abertzale, emplazando a ésta a que conduzca a ETA al desarme o rompa con la banda terrorista, es muy probable que en el corto plazo no se produzca ni lo uno ni lo otro. Es muy probable que la izquierda abertzale insista en trasladar al Estado de derecho la responsabilidad sobre su futuro formalizando el registro de un nuevo partido con estatutos impecables en cuanto a su literalidad, sin que ello asegure ni la renuncia de ETA a la violencia ni la condena de ésta por parte de la formación que vaya a inscribirse en el listado del Ministerio del Interior.

 

          La izquierda abertzale representada por Rufi Etxeberria trata de evolucionar al menor coste. Puede que esté dispuesta a acallar el relato épico de una trayectoria heroica que habría permitido a Euskal Herria llegar hasta donde está, a punto de encaminarse hacia su definitiva liberación. Pero se empeñará en salvar el honor de sus seguidores impidiendo que el final de ETA conlleve un severo juicio histórico contra esa misma trayectoria.

 

          La concurrencia o no de la izquierda abertzale a los comicios locales y forales del próximo mayo aparece como la prueba definitiva de la solidez del Estado de derecho frente a la posibilidad de que Batasuna pretenda regresar a la legalidad sin romper con ETA ni lograr el desistimiento de la banda. Si las cosas continúan como están, el Gobierno y la Fiscalía General no tendrán más remedio que impugnar el registro de la nueva sigla de la izquierda abertzale ante el Tribunal Supremo. Es más, a la izquierda abertzale no le es suficiente con convencer a los socialistas en el Gobierno de Madrid y de Vitoria de que su decisión de desprenderse del pasado violento es irreversible.

 

          Aparte de las complicidades que sus dirigentes puedan tejer en el periplo que han emprendido para dar cuenta de su buena disposición, la izquierda abertzale necesita aportar pruebas fehacientes a la opinión pública de que el camino iniciado no tiene vuelta atrás. Ni la confirmación de la tregua de meses en cuanto a las «acciones armadas ofensivas» -incluida su eventual extensión al resto de la actividad coactiva de ETA- ni la apuesta verbal por medios pacíficos y democráticos, al modo de la declaración de ayer en Alsasua, les será suficiente para asegurarse un lugar entre las candidaturas que se presenten a los comicios locales y forales.

 

          La izquierda abertzale trata de abrirse camino hacia su legalización al menor coste. Puede mostrarse formalmente dispuesta a cumplir con las exigencias de la Ley de Partidos. Pero para ella representaría un desgarro insoportable tener que emplazar a ETA para que deje definitivamente las armas; sobre todo si se ve conminada a advertir previamente de que condenará o repudiará cualquier manifestación de violencia. Es verdad que necesitaría volver a las instituciones, pero hoy no está en condiciones de pretenderlo dejando de lado su propio pasado y liberándose de la dictadura etarra. Sería un precio demasiado elevado hasta para obtener los beneficios de la legalidad.

 

          Las cosas no están por ahora tan maduras como para que la izquierda abertzale pueda personarse ante las urnas del 22 mayo. Durante los últimos días ha logrado transferir la responsabilidad sobre su propia suerte a las instituciones, contando con la necesidad que los socialistas podrían tener de protagonizar la esperada noticia del final de ETA, o cuando menos de precipitar la ruptura entre la banda y la izquierda abertzale. Pero se ha tratado de una ilusión fugaz, porque de nuevo, entre informaciones y desmentidos, la pelota ha sido devuelta a su tejado.

 

Kepa Aulestia

Los silencios del vértigo

(El Correo, 6 de noviembre de 2010).

 

La izquierda abertzale está obligada a renunciar a algo más que a ETA y admitir que el único 'proceso democrático' es el de su integración en la legalidad.

 

La efervescencia que hace quince días suscitaron las palabras de Rodríguez Zapatero, al señalar que los movimientos de la izquierda abertzale no serían en balde después de semanas de excitación en torno a ese mundo, ha sido acallada por una orden tajante de evitar la especulación; pero también por el silencio al que han regresado ETA, la izquierda abertzale y los distintos animadores del nuevo «proceso». Seguramente es un silencio que volverá a romperse en poco tiempo, con comunicados y valoraciones que sonarán conocidos. Pero tan repentina discreción no sólo obedece a la necesidad del Gobierno -compartida de una u otra forma por el PP y por el PNV- de que la cosa no se le escape de las manos. Atestigua que ETA y la izquierda abertzale tampoco tienen mucho más que decir o, lo que es lo mismo, no pueden expresar lo que los demás les exigen.

 

En silencio, el Ejecutivo y los demás poderes del Estado sienten su propio vértigo. Rubalcaba estableció un principio general cerrado en relación a la legalización de la izquierda abertzale: o consigue que ETA desaparezca o rompe con ETA. Pero probablemente no se llegue a cumplir, en sentido estricto, ninguna de esas dos condiciones. La cautela decretada por el remodelado Gobierno trataría de contener -o cuando menos posponer- el inevitable desorden. Es probable que ETA nunca proclame su desaparición. En el mejor de los casos dejará de existir sin que sus últimos integrantes formulen crítica alguna respecto a su ejecutoria de décadas. Lo cual, llegado el momento, podría obligar a las instituciones a certificar la extinción de facto de la trama terrorista, aunque lo hagan con extremada cautela y tras un largo período sin atentados ni actividad amenazante, porque también la democracia necesitará pasar página.

 

Siguiendo la misma lógica, es también probable que la izquierda abertzale vuelva a las instituciones como una formación plenamente legal sin haber condenado o repudiado nunca el terrorismo etarra ni reconocido explícitamente, sin subterfugios o fórmulas ambivalentes, el irreparable daño causado por ETA a personas con nombres y apellidos, y la cobertura prestada por HB, EH y Batasuna a esa crueldad. La izquierda abertzale se ha callado de pronto porque le ha llegado el momento de optar entre concurrir a los comicios de 2011 precipitando las cosas para ajustarse a la ley de partidos, o esperar a que sea el Estado de Derecho el que se avenga a reconocer los cambios que se produzcan a más largo plazo. La recogida de firmas exigiendo la puesta en libertad de Otegi, o la equiparación que se pretende entre las víctimas de ETA y las del Estado e incluso las del franquismo, serían el reflejo de que el mantenimiento de la unanimidad les inclinaría hacia la segunda opción.

 

La izquierda abertzale se enfrenta a un doble abismo. Está demasiado habituada a responder sólo a sus propias preguntas y a actuar en la escena pública según sus particulares reglas de juego. Por eso la evolución que debe operar no puede limitarse a «la crítica a las armas», sino que está obligada a desprenderse de un discurso por el que se atribuía la defensa de los verdaderos intereses de Euskal Herria a cuenta del poder fáctico etarra, y a superar su proclividad al egocentrismo, confundiendo que el país entero parecía pendiente de lo que fuera a hacer con la representatividad que se otorgaba. El vértigo resultante provoca un silencio especial, dado que los dirigentes de la izquierda abertzale perciben que no les será suficiente con volver a la legalidad mediante un partido que se defina independentista y socialista tras librarse tímidamente del dictado de ETA; que es por lo que la banda terrorista desconfía del movimiento iniciado.

 

La matriz etarra dotaba a HB, EH o Batasuna de una cohesión interna que le permitió durante años pendular entre la ausencia de las instituciones y la presencia intermitente, e incluso oscilar entre la abstención y el voto favorable a tales o cuales propuestas. Pero, sin la tutela de ETA, a la izquierda abertzale le será imposible regresar a la legalidad sin verse abocada a aterrizar en la política real, ateniéndose a los compromisos a los que obliga la vida institucional. El «proceso democrático» al que apelan los herederos de Batasuna se limitaría, como mucho, a su propia integración en las reglas de juego constitucionales. A partir de ese momento se pondría a prueba la coherencia de un fenómeno sociológico y político condenado a experimentar mucho más que la transformación del desarme.

 

Llegado el momento, la izquierda abertzale deberá optar entre una política sin alianzas o una línea de acuerdo estratégico con alguna de las restantes fuerzas parlamentarias. Si opta por la primera tampoco podrá evitar coincidencias puntuales, en cada una de las cuales tendrá que retratarse. Si, por el contrario, comienza a explorar acuerdos más estables se encontrará con el sempiterno problema estratégico que se plantea a cualquier formación política desde que Euskadi comenzara a funcionar como comunidad política: qué posición adoptar respecto al PNV. Puede que el soberanismo pactista, que el partido de Urkullu parece querer ensayar durante lo que dure el mandato de Zapatero, no tenga otra consistencia estratégica que la de erosionar el «Gobierno del cambio». Pero más difícil resultará que se abra paso una alternativa independentista y socialista, especialmente si la izquierda abertzale se mantiene impasible y deja en manos del Estado de Derecho su legalización para las generales de 2012 o las autonómicas de 2013.