Kepa Aulestia
Protagonistas y testigos
(El Correo y El Diario Vasco, 10 de diciembre de 2011).

La próxima aparición de un libro que relata las vivencias de Jesús Eguiguren durante el llamado «proceso de paz» de 2006 parece abonar la tesis según la cual el cese definitivo de la actividad terrorista por parte de ETA sería consecuencia de aquel intento negociador. Según ese supuesto, la iniciativa trabajada con anterioridad por el propio Eguiguren y auspiciada por el presidente Rodríguez Zapatero habría logrado empujar a ETA y a la izquierda abertzale contra la pared de una disyuntiva final: o renunciaban a la violencia o proseguiría su paulatino aislamiento.

El mantenimiento de los contactos directos e indirectos con la banda tras el doble asesinato de la T-4 habría agudizado las contradicciones entre el núcleo etarra y los dirigentes de la ilegalizada Batasuna. Contradicciones que la terquedad terrorista llevaría al borde de una ruptura que la izquierda abertzale eludió pacientemente, haciéndose poco a poco con el control de la situación y forzando finalmente a ETA a acabar con su trayectoria armada. Es una versión que, sin duda, forma parte de la verdad. Pero no representa toda la verdad, ni puede avalar retrospectivamente la gestión de los socialistas como la única posible a lo largo del 2006, como la más idónea, y mucho menos como clarividente y segura en cuanto a sus resultados últimos.

Se trata de una interpretación unívoca de los acontecimientos que cuenta con la ventaja de la declaración de la banda del 20 de octubre. Pero que en ningún caso permite concluir -como se deduciría del entronamiento de la tesis principal- que sin el «proceso de paz» de 2006 hoy ETA seguiría pegando tiros. La concatenación de hechos contrastados como si lo sucedido últimamente fuese no solo la consecuencia inexorable de lo que ocurrió en el momento señalado como inicial, sino la realización prevista de los propósitos que se albergaban entonces, revela una lectura interesada y distorsionada de la historia. Sería más que injusto condenar la conducta de los socialistas que intervinieron en aquel proceso como moralmente responsable de los asesinatos posteriores. Pero de ahí a ensalzar las virtudes de una actuación cuyo relato suscita más de un sonrojo dista un trecho imposible de saltar valiéndose de una frase oportuna.

No hicieron lo peor, pero tampoco lo mejor. Todo cuanto se ha podido saber al respecto refleja una intención tan ensimismada en la buena voluntad de los negociadores que invita al recelo sobre un proceder que se mostró temerario y encelado. Más que les pese a sus apologistas, quedará siempre la duda de si era ese el camino más corto para ahorrar sufrimientos. Nadie puede demostrar que lo fuese; aunque nadie pueda nunca argumentar lo contrario.

Debió ser realmente estremecedor escuchar de boca de un tal 'Thierry' que esto se convertiría en un nuevo Vietnam. Resulta inexplicable que alguien pudiera tomarse en serio semejante bravata, propia de una visión atrofiada en la clandestinidad de un grupo venido a casi nada. Pero así son las cosas en la narración histórica de los últimos años de este país. La anécdota más delirante puede convertirse en el hecho clave que desentraña nuestro mayor enigma. Cada contacto y cada negociación se vuelven iconos de un devenir histórico que los situará en un lugar eminente, como jalones de un éxodo sin fin.

Ha ocurrido con las reuniones en el hotel Chiberta en 1977, cuya sublimación histórica se ha situado muy por encima de su trascendencia real para el devenir de las distintas ramas del nacionalismo. Ha ocurrido con las conversaciones de Argel, cuyo contenido fue más banal y a lo sumo más táctico que lo que nos sugiere su desarrollo sin comienzo ni final y, por supuesto, las abracadabrantes versiones en cuanto a su relación con el Pacto de Ajuria Enea. Ha ocurrido con las reuniones de Loiola que representaron una interesante simulación pero cuyos borradores de conclusiones no fueron capaces de conmover ni a los asistentes a las mismas. El problema surge desde el momento en que no hay más testigos que los propios protagonistas, y sólo algunos de estos se sienten en el deber de escribir la historia, y lo hacen en una primera persona envolvente, definitiva, irrefutable, sencillamente porque intuyen que nadie les llevará la contraria por escrito.

Pero el peso del anecdotario, la elevación de no se qué encuentro a la categoría de crucial, el dominio del protagonismo testimonial y del testimonio interesado en la interpretación de la vertiente histórica más tenebrosa de nuestro país tampoco constituye el peor mal. Lo peor es que dentro de poco la historia de ETA quedará redactada a base de citas, conversaciones y negociaciones en torno a ETA. Esa historia consagrará las vicisitudes por las que pasó la izquierda abertzale para deshacerse de sus reservas mentales. Pondrá las fotos de quienes intervinieron a lo largo de tres décadas narradas como de progresivo desarme a la luz del momento final. E irá olvidando la otra historia, la verdaderamente importante: la de los asesinados y la de los asesinatos. La que describe procesos de decisión realmente primarios para acabar con la vida de una persona señalada por no se sabe quién como víctima ocasional. La que explica cómo miles de ciudadanos vascos que acogieron el cese definitivo de la actividad de ETA con notable satisfacción hubiesen, igualmente, secundado con su silencio comprensivo o escapista que ese mismo 20 de octubre la banda terrorista cometiera su enésimo atentado.