Koldo Unceta

De Ermua a Mondragón, pasando por
Lizarra: un viaje a ninguna parte

(Abril de 2008)

            Cuando ETA asesinó en 1997 a Miguel Angel Blanco, el País Vasco conoció, por vez primera en su historia reciente, una auténtica rebelión ciudadana contra ETA. Fue tal el impacto causado por lo ocurrido en Ermua que muchas personas perdieron el miedo y salieron a la calle,  acudiendo ante las sedes de HB para corresponsabilizarles de la barbarie. Aquél clamor venía a exigir, implícitamente, un cambio de rumbo en la política vasca que pusiera en primer plano la denuncia del terrorismo, y dejara en páginas posteriores de la agenda las reivindicaciones que pudieran plantearse por parte de algunos en materia de soberanía, independencia, o autodeterminación. Y es que las emociones compartidas durante aquellos días permitieron percibir, siquiera temporalmente, la enorme brecha existente en la ciudadanía entre los partidarios de -o comprensivos con- la violencia terrorista y el resto de la población. Nunca antes se había evidenciado con tanta claridad entre la gente de la calle la distancia entre demócratas y violentos y el profundo calado social de la misma, mucho mayor que el de otras distancias como las que puede haber entre izquierdas y derechas, o entre nacionalistas y no nacionalistas
            Sin embargo, las vivencias y percepciones de la gente de la calle no siempre son las mismas que las de los partidos políticos, y lo cierto es que aquellos hechos -y aquél ambiente- provocaron auténtico vértigo en el PNV, que vio potencialmente amenazada su hegemonía social y electoral. En aquellas circunstancias, el partido jeltzale pudo haber elegido entre dos opciones: la primera consistía en situarse al frente de aquél movimiento, poniendo al servicio de la lucha contra la violencia su enorme capacidad de liderazgo social, y su elevado grado de organización local y territorial, además de todos los resortes institucionales del Gobierno Vasco. El resto de las fuerzas políticas no habrían tenido otra opción que asumir ese liderazgo, demandado y aceptado por la mayoría de la población. Ello habría significado priorizar la cohesión y la vertebración de la sociedad en torno al rechazo de la violencia, lo que probablemente habría  incrementado, a medio plazo, el caudal de simpatías hacia un proyecto nacionalista democrático. Es decir, que aunque, a corto plazo, las reivindicaciones nacionales hubieran quedado en segundo plano en favor de la lucha contra ETA,  ello habría podido redundar en una mayor fortaleza y anclaje social del PNV y sus propuestas. Sin embargo, dicha opción implicaba también la renuncia a continuar mezclando pacificación con normalización (confuso término que, traducido, significa que la paz  requiere la superación de una situación considerada políticamente anormal por no recoger algunas aspiraciones del nacionalismo vasco). Implicaba asumir, en definitiva,  que las reivindicaciones nacionalistas avanzarían en el futuro en función del respaldo social otorgado a las mismas –como ocurre en otros lugares-, y no como fórmula mágica para acabar con el terror.
            La segunda opción -por la que se decantó el PNV-,  consistía en propiciar el fin de la violencia mediante la creación de un escenario en el que ETA pudiera declarar y/o negociar  su propio fin, como consecuencia del logro de  determinadas reivindicaciones nacionalistas. Es posible que Arzalluz, Egibar y cía. pensaran conseguir así la cuadratura de círculo: aprovechar la presión de ETA para, invocando la posibilidad de lograr su fin, realizar parte del programa peneuvista; y, al mismo tiempo, absorber a la base social y electoral de la propia ETA demostrándole que por vías pacíficas podían lograrse más cosas. Así, mediante lo que los aprendices de brujo creyeron seguramente una jugada maestra,  el PNV conseguiría sacudirse la presión de lo que entonces empezaba a denominarse constitucionalismo y, a la vez, doblegar a la izquierda abertzale en la dura pugna por la hegemonía dentro del nacionalismo vasco. El poder institucional quedaría, de esta manera, asegurado por tiempo indefinido.   
            Algunos estrategas del PNV se debieron creer muy listos, pero ETA decidió jugar sus propias cartas en el nuevo escenario que le ofrecían –la famosa pista de aterrizaje-, y aprovechar la situación para intentar, a su vez, socavar la imagen tradicional del PNV, atrayéndolo hacia sus propias posiciones con el objetivo puesto en arrebatarle, a medio plazo, la hegemonía dentro del nacionalismo. ETA no sólo no entró al trapo de Arzalluz, Egibar, y cía., sino que impuso sus condiciones, obligando al PNV a firmar un vergonzoso y humillante Pacto de Lizarra mediante el que se intentaba expulsar a PSE y PP de la vida política vasca. En dicho pacto, y durante la posterior tregua terrorista, ETA guardaba sus cartas, mientras forzaba al PNV a quemar parte de sus naves.
            Lo ocurrido después es bien conocido. ETA rompió la tregua y dejó al PNV en una complicada situación, de la que salió airoso in extremis en las autonómicas de 2001, gracias al temor infundido por la alianza PP-PSE. Ante el fuerte contenido frentista de la misma, el PNV supo, no sólo aglutinar a todo el electorado nacionalista, sino lograr también el apoyo de sectores vasquistas próximos al PSE y a IU, atraídos por un Ibarretxe que acudió a la cita con un discurso amable, y basado en una idea muy simple: la necesidad de frenar la marea españolista desatada por Aznar-Mayor Oreja, y apoyada por Redondo Terreros.  Sin embargo, lejos de entender correctamente -y gestionar adecuadamente- aquella victoria, el PNV decidió continuar la senda emprendida en Ermua, mediante un discurso orientado a neutralizar a ETA y al propio tiempo engullir a su mundo.
            Pero el fin de la era Aznar, junto a la sutil maniobra del mundo de ETA permitiendo que el Plan Ibarretxe saliera adelante –prestándole envenenadamente dos votos- para obligar así al PNV a defenderlo en Madrid, cambiaron radicalmente el panorama. De esa forma, tras el versallesco rechazo al mencionado plan en el Congreso de los Diputados, el PNV se quedó sin programa. No había un plan B, y desde entonces las propuestas de los jeltzales han constituido un despropósito tras otro, a la vez que proyectaban una imagen de creciente batasunización. Ello, unido a la contumaz insensibilidad de algunos de sus dirigentes ante el dolor provocado por el terrorismo, ha acabado por hartar a buena parte de su electorado tradicional que, tras la permanente sangría de votos de las últimas consultas, podría estar comenzando a plantearse la opción de un lehendakari socialista.
            Así las cosas, los debates surgidos en el PNV, sobre la moción de censura de Arrasate y todo lo relativo al asesinato de Isaías Carrasco, representan el penúltimo episodio del viaje iniciado en Ermua, vía Lizarra. El descontento social hacia el nacionalismo democrático, expresado con claridad el pasado 9 de marzo en las urnas, ha puesto de nuevo al PNV contra las cuerdas. Es posible que Egibar y los suyos hayan pretendido, con su inicial rechazo a ésta y otras mociones, emprender otra huida hacia delante. Sin embargo, la postura adoptada posteriormente por el máximo órgano de dirección del PNV, reconsiderando aquella posición y obligando al PNV de Gipuzkoa a apoyarlas, constituye una buena muestra del ambiente que se respira en las calles de Euskadi. Un ambiente que ya no permite ciertas veleidades, y que podría estar anunciando el paso de los jeltzales a la oposición. Sería un inesperado final para un viaje que algunos, probablemente, desearían no haber nunca comenzado.