Laura Carlsen
México: La violencia exponencial
(CIP Americas. Programa de las Américas. 28 de mayo de 2011).
Este artículo se publicó por primera vez en la edición #464
de América Latina en  Movimiento.

  Felipe Calderón está enojado.  Enfáticamente golpea, una y otra vez, el atril mientras insiste que la violencia desatada en territorio mexicano es culpa del crimen organizado y de nadie más.  Reafirma por enésima ocasión su compromiso con la guerra contra el narcotráfico que lanzó en diciembre de 2006 y la decisión de seguir con el combate frontal a los delincuentes.

            Esta defensa feroz de la estrategia de seguridad se dirige no hacia los criminales, sino hacia una sociedad que en su mayoría rechaza el camino trazado por el presidente hace cuatro años.  El 6 de abril, sólo unos días antes del discurso pronunciado a un grupo de empresarios por Calderón, decenas de miles de personas marcharon en las calles de más de veinte ciudades mexicanas en repudio a “la guerra de Calderón” y contra la violencia.

            Para el presidente, la protesta social que crece en el marco del nuevo movimiento mexicano “NO + SANGRE” es una respuesta equivocada, politizada e injusta a su causa predilecta.  Insiste en que la ciudadanía debe protestar contra el crimen organizado y no contra su gobierno.  En su discurso acusó al movimiento social indirectamente de utilizar el discurso de la paz como escudo para promover “el deseo político de atacar al gobierno federal.”

            Los miles de jóvenes, padres y madres de familia, mujeres, indígenas y sindicalistas que se han sumado a las protestas no lo ven así.  No niegan que la brutalidad y la audacia de los carteles de la droga han rebasado todo límite.  Pero la razón por la cual aumenta el descontento social contra el gobierno se puede resumir en un solo dato: en los años antes de que Calderón lanzara la guerra, el número de homicidios relacionados al narcotráfico fue un poco más de 2,000 al año (2,119 en 2006); para el año 2010 alcanzó 15,273.

            La crisis de violencia en México desde el 2007 no se puede resumir únicamente en cadáveres.  Un informe reciente del Centro de Monitoreo de Desplazamientos Internos calcula que 230,000 personas[1] han sido desplazadas por los conflictos y amenazas.  Existen aproximadamente 10,000 huérfanos por causa de la violencia.  Los feminicidios se dispararon en la frontera norte en el contexto de la guerra contra el narcotráfico, junto a otras formas de violencia de género y ataques a defensoras de derechos humanos.  Además de las mujeres, las personas migrantes han sido víctimas de una respuesta no prevista de los carteles al expandir sus actividades lucrativas hacía el secuestro, la extorsión y el reclutamiento de migrantes.  La masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas en abril de 2010 fue sólo el ejemplo más escandaloso de un fenómeno que se ha extendido por toda la república.

La guerra que no se llama guerra

            El caos generado por la estrategia se deriva de su carácter militar/policíaco y la falta de cálculo del impacto de declarar la guerra en el mundo volátil del crimen organizado.  Hace unos meses Calderón negó que hubiera nombrado “guerra” a su estrategia de combate a la delincuencia, lo cual provocó un diligente trabajo por parte de la prensa de recoger múltiples citas suyas que incluyeran la palabra en referencia a la estrategia contra el narco.

            Llámese como quiera, el modelo parte de la tesis de que la mejor manera de luchar contra el tráfico de narcóticos prohibidos es cortando el abasto desde los países de producción y tránsito hacia el mercado principal, que es Estados Unidos.  Entonces la mayor parte de los recursos y esfuerzos están dirigidos al enfrentamiento con los narcotraficantes, buscando detener la droga y capturar a capos.  En México, se han desplegado unos 50,000 soldados a las calles con este propósito.

            El resultado es una explosión de violencia en múltiples formas que supera la mortalidad de muchas guerras formales.  Con el ataque del Estado contra un cartel se invita a otro a tomar su lugar y suelen entrar en batalla.  Las luchas por las “plazas”, es decir, las rutas para llevar sustancias ilícitas al mercado, son una de las fuentes principales de la violencia.

            La violencia se vuelve más compleja y extensa en lugares donde las acciones de las fuerzas de seguridad han provocado una fragmentación de los carteles.  Complicidades entre políticos, policías o militares, con uno de los rivales ha extendido la violencia en la esfera pública.  Los enfrentamientos entre las fuerzas armadas y los carteles en las calles han cobrado muertes de civiles y se reportan casos de violencia y extorsión por parte de las mismas fuerzas de seguridad contra sectores de la sociedad.  El reporte de violaciones de derechos humanos cometidos por el ejército ha aumentado más de seis veces en los últimos años, entre ellos ejecuciones extrajudiciales, tortura, violación sexual y desapariciones.  La guerra contra las drogas y la violencia que la acompaña han erosionado la gobernabilidad en varias zonas del país y roto el tejido social por el miedo, la militarización y la presencia más activa que nunca del crimen organizado.

            Es increíble que el gobierno siga con la retórica triunfalista frente a estos resultados e indigna que en las esferas del poder esperen que el pueblo mexicano —o cualquier pueblo del mundo— acepte 40,000 muertos como daño colateral o el precio que hay que pagar para ganar una guerra que parece no tener fin.  Para el gobierno de Calderón es imposible admitir el fracaso de la mano dura después de haber invertido tanto capital político y en vísperas de las elecciones presidenciales.  Además, desde el inicio, la guerra contra el narcotráfico en México ha tenido unos objetivos no-enunciados.

            Calderón lanzó la guerra unas semanas después de tomar el poder entre protestas masivas y acusaciones de fraude nunca esclarecidas.  La alianza entre el ejecutivo y las fuerzas armadas y el cultivo del miedo frente un enemigo común —el crimen organizado— funcionó para consolidar su poder en los hechos frente a la falta de legitimidad.  Desde su origen, entonces, la guerra ha privilegiado la militarización por encima de las instituciones democráticas del país.  La presencia del ejército en las ciudades y comunidades sirve para inhibir protestas y construir una imagen de un Estado fuerte a pesar de su debilidad institucional.

El apoyo de EE.UU. a la guerra

            El gobierno de los Estados Unidos, primero de George W. Bush y después de Barack Obama, juega un papel crítico en sostener la guerra de Calderón con recursos, declaraciones, capacitación y entrenamiento.  De hecho, desde las fases del diseño del modelo, pasando por la instrumentación de la “Iniciativa Mérida” anunciada por el entonces presidente Bush en octubre de 2007, la guerra contra el narcotráfico en México ha sido para el Pentágono un sueño realizado.

            Washington propuso una colaboración militar más intensa desde el Acuerdo de Seguridad y Prosperidad de América del Norte que salió del TLC, para proteger sus intereses políticos y económicos en la región más allá de sus fronteras.  La Iniciativa Mérida se presentó como un plan “contra-terrorismo, contra-narcóticos y para la seguridad fronteriza”. Esos son sus objetivos.  Incluye el envío de equipo militar y de espionaje a México con el fin de incrementar el control del territorio y promover la militarización del país.  Fue presentada como un reconocimiento de “responsabilidad compartida” por parte de EEUU, sin embargo, abarca una serie de programas en México, sin incluir ninguna obligación de EEUU en su propio territorio donde el negocio de la droga rinde sus beneficios.

            Si antes el gobierno mexicano rechazaba la participación directa de su poderoso vecino en asuntos de seguridad nacional, con la Iniciativa Mérida —extendida indefinidamente por el gobierno de Obama— se ha iniciado un periodo de injerencia estadounidense sin precedentes.  Sigue el modelo del Plan Colombia que ha promovido más de una década de militarización del país andino y de presencia militar de EE.UU., con los conocidos resultados en violaciones de derechos humanos, desplazamiento y expropiación de los recursos de los pueblos.  Detrás de la retórica de la guerra contra el narco, los objetivos de la Iniciativa son:

            1) Proteger los intereses económicos e inversiones estadounidenses y garantizar el acceso a recursos naturales estratégicos en México.

            2) Imponer la Doctrina de Seguridad Nacional elaborada por el gobierno de Bush que posibilita la presencia militar de EEUU—o la amenaza de intervención— en todo el mundo como garantía de estabilidad del sistema y avanza el propósito de integrar a México a la zona de seguridad nacional de EE.UU.

            En términos prácticos, la Iniciativa rompe con las barreras que había mantenido históricamente por razones de soberanía nacional el gobierno mexicano a una mayor intervención de los estrategas y agentes estadounidenses dentro de su territorio.

            Hasta ahora han sido asignados más de $1,500 millones de dólares a México en la guerra contra el narcotráfico.  Además se ha reorientado la relación binacional hacia la cooperación en cuestiones de seguridad.  La mayoría de los recursos está destinada a equipo militar y servicios a las fuerzas armadas, la policía y las agencias de inteligencia.  La relación entre los dos países vecinos ahora está siendo definida por el Pentágono y los Comandos Norte y Sur, con el apoyo del Departamento del Estado, en el contexto de la seguridad regional.

            La presencia ampliada de agencias de seguridad estadounidenses en México tiene graves consecuencias para la soberanía nacional del país.  Se tiene que justificar con un discurso que define a México como una amenaza a la seguridad nacional del país del norte que se enmarca en una nueva lectura de los carteles de la droga como “narco-insurgencia” y como una fuerza que desafía directamente la autoridad del Estado.  Abre la puerta a la militarización de México bajo la batuta del Pentágono y el uso del término “insurgencia” recuerda la manera en que el Plan Colombia fue ampliado por el Congreso de EE.UU. para apoyar la guerra interna.

            En México, varias organizaciones de derechos humanos han documentado un proceso de criminalización de la protesta y represión de la oposición.  La postura de EE.UU. promueve este proceso e impulsa la guerra violenta contra el crimen organizado a pesar de todas las evidencias de sus impactos negativos para la población.

            Hay otra razón por la cual el gobierno de los Estados Unidos tiene interés en mantener la guerra contra el narcotráfico y la violencia en México.  Los términos de la Iniciativa Mérida no permiten la entrega de dinero a México.  Los contratos financiados en la Iniciativa Mérida van a empresas estadounidenses de la industria de defensa que tienen mucho poder de cabildeo en el Congreso y mucho interés en abrir un nuevo mercado hacia el sur.

            Empresas como Boeing y Lockheed que venden aviones y helicópteros por millones de dólares, y de seguridad privada como Blackwater y Dyncorp que proveen servicios de capacitación y entrenamiento, ven en México una oportunidad de expandir su negocio por medio de los contratos de “outsourcing” que consiguen del gobierno estadounidense.  Algunas de estas empresas han sido involucradas en casos de muerte de civiles y sus actividades no cuentan con mecanismos efectivos de transparencia y rendimiento de cuentas.  Ya tienen contratos de la Iniciativa Mérida y su presencia en México constituye otra amenaza a los derechos humanos y un obstáculo al proceso de fortalecimiento de las instituciones democráticas en el país, por promover la privatización y extranjerización de la seguridad cuando no existen reglas claras ni la capacidad del Estado para aplicar las reglas vigentes.

            Es decir, gozan de la misma impunidad que los criminales.

Existen otros caminos

            El impacto totalmente contraproducente de la guerra contra las drogas en la sociedad es innegable.  Se ve no tanto en las cifras citadas, sino en el profundo dolor de las familias de las víctimas y en la cultura de miedo y violencia que distorsiona el futuro de los jóvenes.  Las encuestas[2] muestran un cambio importante en la opinión pública: la mayoría ya no cree que el gobierno está ganando y no apoya la estrategia.

            Tan innegable que en las últimas fechas Calderón ha dejado al lado el mensaje reiterado de que México está ganando la guerra contra el narcotráfico.  Con severos problemas de credibilidad, el presidente ahora dice que no existen alternativas y ha retado a la gente que exige fin a la violencia que ellos propongan algo mejor.

            El gobierno de Estados Unidos también ha expresado dudas en el modelo.  En cables de Wikileaks, miembros de la embajada en México expresaron sus preocupaciones por la corrupción y falta de resultados de las fuerzas de seguridad y los tres niveles de gobierno de México, y cuestionan la eficacia del enfoque en la detención de capos.  La última versión de la Iniciativa Mérida presentado al Congreso por el gobierno de Obama se presenta como Mérida II y hace énfasis en una transición de apoyo militar a capacitación para impulsar reformas en el sistema judicial y las policías.  Sin embargo, el financiamiento sólo transfiere la ayuda militar directa al rubro de control del narcotráfico, sin aumentar significativamente el apoyo a programas sociales ni integrar obligaciones básicas de su país, que sigue siendo la fuente de la mayor parte de las armas y el dinero del crimen transnacional.

            Los esfuerzos de los dos gobiernos, por un lado, para consolidar el apoyo binacional a la guerra y, por otro, para darle una imagen reformada, reflejan un reconocimiento implícito de que su fracaso es evidente.  Ante este reconocimiento y la quiebra del modelo, la sociedad organizada contra la guerra está intensificando las protestas y respondiendo al reto de proponer alternativas no-violentas en la lucha contra el crimen organizado.  Algunas de estas alternativas están en la propuesta del pacto nacional que propone el poeta Javier Sicilia, después del asesinato de su hijo.  Su tragedia ha inspirado una nueva ola de movilizaciones en el país.

            La primera es tratar el problema de la demanda de drogas como un problema de salud, con prioridades en la prevención, la rehabilitación, el tratamiento y la reducción de daños, en México y sobre todo en Estados Unidos donde el gobierno no ha asumido plenamente su responsabilidad.  Hacen falta mayores oportunidades educativas y de empleo para que los jóvenes tengan proyectos de vida y para enseñar los riesgos de la adicción.  Es una solución que mejora la calidad de vida y reduce la demanda.

            Segundo, la manera más rápida y efectiva para reducir la demanda de drogas ilícitas que enriquecen los criminales es legalizar las drogas, empezando con la marihuana.  Es una propuesta que tiene cada vez más apoyo entre la población y los expertos y merece más estudio y debate público.

            Tercero, es urgente desmantelar las estructuras financieras que permiten el lavado y el traslado del dinero del crimen organizado. Finalmente, promover las soluciones que están surgiendo desde abajo.  Los proyectos autogestionarios en Ciudad Juárez y otros lugares ofrecen opciones viables y dan a la sociedad un papel que no sea sólo de víctima.  Cuando se utiliza el ejército o la policía como herramienta principal contra el crimen organizado, la sociedad queda marginada y expuesta a abusos.  Se crea una situación peligrosa que se acerca a una ocupación interna, o un estado militar/policíaco, con la pérdida de derechos humanos y civiles.

            Una sociedad civil fuerte y participativa es mucho más capaz de resistir la infiltración del crimen organizado.  Comunidades fuertes -con empleos, vivienda, educación, recreo sano, e espacios propios- pueden defenderse a la vez que fortalecen las instituciones democráticas.

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Laura Carlsen, analista y escritora, es directora del Programa de las Américas en la Ciudad de México.