Luis Alsó
El peligroso mito identitario
(Disenso, nº 38, noviembre de 2002)


La herramienta más útil jamás creada para estos fines (la reducción drástica de la población mundial) es la ‘política de identidad’. [...] Lo ideal es que los individuos de todo el mundo se identifiquen con fuerza con un subgrupo étnico, sexual, lingüístico, racial o religioso. [...] El objetivo es potenciar la fragmentación, poner de relieve las diferencias con los demás y crear guetos, tengan o no base en la realidad o la tradición [...] las identidades se parecen mucho a Dios, aunque no existieran seguirían siendo muy poderosas: tanto, que la gente matará en su nombre. (Susan George: Informe Lugano)


Nuestro cuerpo renueva sus células cada cierto número de años, incluidas las neuronas. Podemos decir que nuestra identidad física cambia al cabo de ellos. También cambia nuestra identidad mental entre la niñez y la madurez (a veces nos cuesta reconocernos en los niños que fuimos). Como ellas, nuestra identidad cultural, aunque más lenta e imperceptiblemente, también se renueva con los años, porque la cultura es algo vivo donde, como ocurre en la naturaleza, lo nuevo que nace sustituye continuamente a lo viejo que muere. El culturalismo identitario es una corriente de pensamiento que eleva la identidad cultural a mito, considerándola algo sagrado e inamovible. Su inevitable correlato son la xenofobia, el victimismo y el inmovilismo, teorizados a veces como nacionalismo redentor. Sin embargo, esa supuesta identidad ancestral es falsa. Todas las culturas evolucionan, aunque generalmente en periodos largos que lo hacen imperceptible. Evolucionan, como demostró Marx, al compás de las propias estructuras socio- económicas y por los inevitables contactos —pacíficos o violentos— con otras culturas. De este modo los pueblos, a lo largo de diferentes etapas, van modificando su identidad cultural. De lo contrario, estaríamos aún en la Edad de Piedra. Así, por ejemplo, muchas canciones de nuestro folklore canario reflejan un entorno cultural campesino, hoy desaparecido, que las despoja de sentido para las nuevas generaciones. La irrupción del turismo masivo como sector económico predominante en nuestro Archipiélago indujo un brusco cambio cultural, vivido por la generación puente con cierta esquizofrenia identitaria no exenta de nostalgia. No obstante, aunque la evolución cultural suele ser imperceptible para una sola generación, son habituales los choques entre conservadores y progresistas; o entre ascendientes y descendientes (preocupados aquellos por la pérdida de valores de éstos).

EL RITMO COMO PROBLEMA. En general, la última revolución científico-técnica —sin precedentes por su profundidad— está determinando un cambio cultural mundial tan acelerado que ha provocado un angustioso sentimiento de pérdida de identidad (algo así como “el shock del futuro” de Alvin Tofler). No es, pues, el cambio cultural el problema, sino su ritmo. A él se suman la crisis de la democracia, la destrucción sistémica de lo colectivo, la incomunicación y la desestructuración familiar, originando una sensación de desamparo y pérdida de referentes que propicia la búsqueda del refugio identitario. Las sectas, las religiones, las pandillas barriales, el neofascismo y el nacionalismo identitario son los mas socorridos. En lugar de ir hacia una síntesis de los avances irrenunciables con lo viejo aún valioso —rescatándolo en un nuevo nivel— se pretende ingenuamente dar hacia atrás a la moviola de la historia. Es esa mezcla de sentimentalismo y simplificación mental lo que sirve de matriz al peligroso mito identitario (se puede argumentar que siempre permanece una cierta identidad genética, pero entonces entraríamos en un terreno aún más peligroso). La fusión de pueblos con identidades culturales diversas en los Estados modernos es lo que ha posibilitado las infrastructuras básicas para el actual desarrollo científico y social. El Estado moderno constituye —en relación con las comunidades humanas anteriores— un exitoso ensayo de convivencia en el que la categoría de ciudadano se impone a la de identidad de sangre o cultura. Desmontarlo en nombre del rescate de la identidad perdida —como postula el nacionalismo separatista— supondría una trágica regresión civilizatoria (llevada a su último extremo, la lógica identitaria conduciría al mas puro individualismo, ya que no existe ningun ser humano idéntico a otro).

SACRALIZAR LOS DEFECTOS. A veces es obligado luchar contra nuestra identidad para erradicar hábitos negativos. La sacralización de nuestra identidad, personal o cultural, equivaldría a la sacralización de los defectos, puesto que presupone que no tendríamos nada que corregir ni nada que imitar. Negarnos a nosotros mismos, siquiera fuese parcialmente, equivaldría —supuestamente — a destruir nuestra identidad. Sería, pues, retrógada —impediría la evolución— y reacccionaria —impediría la revolución (la revolución que hoy necesitamos debería ser, ante todo, una revolución cultural)— pues ésta presupone un hombre nuevo, que —en dura lucha consigo mismo— sea capaz de desprenderse de hábitos negativos que formaban parte de su identidad cultural: consumismo, individualismo, machismo, etcétera. Basta revisar fríamente cualquier cultura para encontrar, junto a rasgos positivos, otros negativos o desfasados. Si la considerásemos parte irrenunciable de nuestra identidad nunca podríamos erradicar, por ejemplo, las corridas de toros, nuestra sangrienta “fiesta nacional” que choca cada vez más con la actual sensibilidad ecológica. Sin embargo —sólo es cuestión de tiempo— la inevitable evolución acabará podando por sí misma lo que ya no es funcional a las nuevas realidades y sensibilidades
No se trata de despreciar o ignorar nuestra identidad personal o social, sino de situarla en su justo nivel, que no es el de algo sagrado e inamovible, sino adaptable y perfeccionable. Se trata de no resaltar las diferencias, sino sentirnos parte de una humanidad a la que nos une más que lo que nos separa, para poder afrontar apremiantes problemas comunes que sólo pueden ser resueltos con una solidaridad sin fronteras. Tampoco se trata de aceptar, sin más, la colonización cultural impuesta por el imperialismo económico; pero no tratando de volver a un pasado idealizado, sino rescatando de él lo que aún pudiera ser válido para un futuro inevitablemente distinto.
La pérdida de nuestra identidad cultural, o de parte de ella, no equivale siempre a destrucción de nuestra personalidad: el ser humano tiene una gran capacidad de adaptación. El emigrante —e incluso el campesino que abandona sus tierras y se traslada a la gran metrópoli — sufre un fuerte choque cultural. Sin embargo se acaban adaptando y, a veces, formando parte de las fuerzas vivas de su nueva comunidad. Algunos de los países más desarrollados del mundo, como Estados Unidos y Australia, fueron forjados por emigrantes que dejaron atrás sus raíces y supieron echar otras nuevas.
Es verdad que trataron de conservar parte de sus viejas costumbres, pero éstas iban perdiéndose con las nuevas circunstancias y las nuevas generaciones (los que han tratado de conservarlas a toda costa, como judíos y gitanos, lo han hecho al precio de una endogamia étnico- cultural que ha generado no pocos conflictos).

PRIMAR LA DIFERENCIA. Identidad es aquello que nos diferencia de los demás. El culturalismo identitario prima lo que nos diferencia y separa sobre lo que nos iguala y une, propiciando la fragmentación de pueblos y naciones, e imposibilitando la solidaridad internacional. Por ello dice Michael Hardt —coautor de Imperio— que, de las dos opciones que se presentan ante la pérdida de soberanía nacional a manos de la globalización neoliberal —la revitalización de los nacionalismos o el fortalecimiento del internacionalismo—, es ésta, y no aquélla, la opción liberadora de los pueblos. La involución identitaria nos llevaría a vivir en una aldea global en lo objetivo y una aldea tribal en lo subjetivo, contradicción funcional a los intereses del Imperio, como apunta Susan George. En la reciente crisis de los Balcanes hemos podido constatar cómo la mentalidad localista y tribal puede ser facilmente reavivada. Más allá de conocidas rivalidades interprovinciales —como nuestro tristemente célebre “pleito insular”—, los de mi generación aún recordamos insólitas rivalidades —con enfrentamientos a veces cruentos— entre pequeñas localidades vecinas, tanto en Canarias como en la Península (en Gran Canaria era famosa la rivalidad entre San Juan y Los Llanos, dos barrios de Telde). A veces la simple identificación con un determinado equipo de fútbol da lugar a verdaderas batallas campales en los estadios y fuera de ellos. El mito identitario puede, pues, ser perversamente manejado —ya lo está siendo— por intereses inconfesables: en este sentido, Informe Lugano dista de ser una obra de ciencia-ficción.

IDENTIDAD MESTIZA. La identidad cultural de Canarias es el mestizaje. Una oyente de mi programa de radio me contaba alarmada que había tantas niñas gallegas en una escuela de Fuerteventura que a las niñas canarias se les habían pegado palabras gallegas. Trataba de alertar sobre la contaminación lingüística, olvidando que en nuestras raíces hay un fuerte componente gallego, como puede comprobarse consultando cualquier tratado sobre el origen de los apellidos canarios (la propia folía, nuestro canto popular emblemático, es de origen gallego). Nuestra cultura canaria es, básicamente, un mestizaje de lo peninsular —hispano y portugués — y lo latinoamericano (donde volvemos a reencontrar la herencia española). Iniciativas como el Diccionario de la Lengua Canaria o la Academia Canaria de la Lengua son, a mi entender, una vano ejercicio de nostalgia que choca con la realidad de unas nuevas generaciones que —intercomunicadas con el resto del mundo por televisión e Internet— van incorporando rápidamente nuevos vocablos, y a las que muchos de los allí recogidos no les dicen absolutamente nada. El lenguaje, como parte de la cultura, es algo vivo, en constante evolución; y aunque a veces evolucione a peor, no se puede detener. Otro amigo nacionalista me decía, visiblemente emocionado, en una visita al Museo Canario: “aquí están nuestras raíces”. Sentía, al parecer, nostalgia de las momias que allí se conservan y le gustaría posiblemente momificar nuestra cultura. No me atreví a decirle que, genética o culturalmente, los canarios actuales tenemos muy poco de guanches, a pesar de algún intento de inventarnos una identidad amazigh.

XENOFOBIA Y VICTIMISMO. En el refugio identitario opera, pues, un fuerte componente sentimental, teorizado a veces como ideología política que culpa al otro de la pérdida de lo nuestro. Este componente victimista y xenófobo —a veces racista— lo encontramos generalmente presente en los fascismos. Éstos se presentan como libertadores hacia afuera, pero se comportan como integristas —inmovilistas — hacia adentro (la dictadura franquista practicó el “Santiago y cierra España” e ignorando todo lo exterior proclamaba en sus coplas folclórico-patrioteras “¡Como en España ni hablar!”, lo que acabó siendo tristemente cierto...) Le Pen, Haider, Bossi o Arzalluz —por ceñirnos al actual contexto europeo— están asimismo unidos por el cordón umbilical de la xenofobia respecto del emigrante o del meridional, sobre cuya supuesta amenaza fundamentan el repliegue nacionalista o el separatismo. No es casual que el mito de la identidad judía haya generado en Israel el mismo fenómeno fascista que el mito de la identidad aria en la Alemania del Tercer Reich. En el País Vasco, el mito identitario del RH negativo ha llevado a que el gobierno del PNV permanezca prácticamente impasible ante la limpieza étnica practicada por los etarras a punta de pistola...
Extrapolar, por otra parte, los beneficios de la biodiversidad al ámbito humano —como hace el culturalismo identitario para justificar la preservación de las diferencias culturales— es falaz, puesto que los beneficios de la biodiversidad cultural sólo pueden materializarse con el mestizaje. Además, la biodiversidad dentro de una misma especie se origina por la adaptación a medios diferentes (el clásico ejemplo de Darwin sobre evolución de los pinzones), pero con el desarrollo de la civilización el hábitat humano tiende a uniformizarse.

LAS PUERTAS DE LA BARBARIE. Dice Samir Amin en su trabajo Imperialismo y Globalización (revista Globalización, junio 2001): “La democracia es necesariamente un concepto universalista, y no puede tolerarse ningún lapsus de esa virtud esencial. Pero el discurso dominante —aún ese que emana de fuerzas que subjetivamente se clasifican como “de izquierda” — da una interpretación sesgada de democracia que al final niega la unidad de la especie humana a favor de razas, comunidades, grupos culturales, etcétera. Es porque la efectividad, la credibilidad y la legitimidad de la democracia han sido horadadas, que los seres humanos buscan refugio en la ilusión de una identidad particular que los pueda proteger. Entonces nos topamos en la agenda con el culturalismo, esto es, la afirmación de que cada una de estas comunidades (religiosas, étnicas, sexuales u otras) tiene sus propios valores irreductibles (esto es, valores que no tienen significación universal). El culturalismo, como he dicho antes, no es un complemento de la democracia, una manera de aplicarla concretamente, sino todo lo contrario, una contradicción a ella”.
Lo hemos visto tras la disolución del campo socialista, donde han renacido, estimulados por el imperialismo, los viejos nacionalismos, sembrando el caos y la destrucción. Lo estamos viendo en África, con rivalidades nacionales o étnicas azuzadas también por las potencias imperialistas. El culturalismo identitario desvía la atención y bloquea la solución de los graves problemas que afronta hoy la humanidad. Si queremos salvar al mundo tenemos que empezar a pensar y actuar como ciudadanos del mundo. En la dramática encrucijada entre solidaridad y barbarie planetarias en que nos encontramos, el mito identitario, enfrentando pueblo con pueblo, abre de par en par las puertas a la barbarie