Luis Hernández Navarro
México: Policías comunitarias y autodefensas.
El Cuarto Estado: La virtud de la necesidad

  Introducción del libro Hermanos en armas. Policías comunitarias y autodefensas (México, 2014. Para Leer en Libertad A. C. 423 páginas). Por razones de espacio y por ser un hecho más conocido, hemos excluido el apartado que se refiere a la irrupción del movimiento zapatista en 1994 y su influencia en el movimiento indígena y popular.

Como si fuera una imagen calcada del cuadro de Giuseppe Pelliza da Volpedo El Cuarto Estado, que el director de cine Bernardo Bertolucci retomó al inicio de su película Nove­cento, ese 8 de abril de 2013 fue un día para la historia. Fue suceso nunca visto en fechas recientes; un acontecimiento que prendió las luces de alarma del aparato del Estado. Las fotos dan cuenta del hecho insólito.

Eran casi cincuenta policías comunitarios. Entraron armados a Chilpancingo, entre vítores y saludos de más de tres mil maestros en paro en contra de la reforma educati­va. Habían marchado durante casi veinte kilómetros con el sol a plomo, uniformados, con fusiles, pistolas y machetes, por la carretera que une Tixtla con la capital de Guerrero. Exigían la liberación de su comandante, Nahum Santos Bartolo. De paso, la del profesor de Chilapa Mario Durán Torres, apresado durante el operativo de desalojo de la Au­topista del Sol.

Nahum era para ellos su hermano. Y, además de segundo comandante de la comunidad de El Troncón, profesor. Unos días antes, una noche de domingo, cuando iba rumbo a su casa, después de salir de una asamblea del magisterio disidente fue arrestado por elementos del Ejér­cito. Lo acusaron de portar un arma de fuego, la que carga siempre como policía comunitario. Apenas en esa reunión los profesores habían acordado convertir su lucha en un movimiento popular, es decir, fabricar un coctel con las disidencias sociales del Estado. Los soldados entregaron a Nahum a la PGR [Procuraduría General de la República].

Los comunitarios que ese 8 de abril caminaron la autopista con sus fusiles, venían de las comunidades de Acatempa, Tecocintla, Zacazonapa y El Troncón. Hacía poco que se habían adherido a la Casa de Justicia de El Pa­raíso, de la CRAC [Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias]. A la marcha se sumaron 120 normalistas rurales de Ayotzinapa.

La orden que traían los policías comunitarios era muy sencilla. El primer comandante de El Troncón se lo dijo a la prensa sin tapujos: «Es una injusticia y vamos por él, no hay otra consigna, nomás ir por él. Lo vamos a traer de regreso».

Los ánimos estaban calientes en Guerrero. Faltaba más. El Gobierno y los diputados locales habían traiciona­do a los maestros democráticos. Primero firmaron con los docentes un compromiso para darle una salida digna a su movimiento de huelga contra la reforma educativa y luego lo incumplieron. Los profes respondieron el 5 de abril bloqueando por segunda ocasión consecutiva la Autopista del Sol, que conecta la ciudad de México con el puerto de Aca­pulco. La policía los desalojó con violencia y los mentores se replegaron. Rabiosos e indignados, al día siguiente efec­tuaron una numerosa marcha en Chilpancingo y lanzaron huevos y piedras al local del PRD [Partido de la Revolución Democrática] por incumplir su palabra y negarse a apoyar en el Congreso local sus demandas. Así estaban los ánimos cuando al Ejército se le ocurrió arrestar a Nahum, policía comunitario y profesor.

Ese 8 de abril de fotografía, en la entrada de Chil­pancingo esperaba a los comunitarios marchistas un comi­té de recepción integrado por elementos de la Policía Fede­ral, soldados y dos helicópteros de la Marina. No iban en plan amistoso. Pero entre los planes de los miembros de la CRAC no estaba rajarse. Pastor Coctecón Plateado, comisario de Acatempa y comandante en su comunidad, anunció: «Vamos a luchar frente a frente, aquí están las armas, y las vamos a usar si es necesario. No hay paso atrás».

Los comunitarios no estaban solos. Miles de maes­tros aguardaban su arribo para sumarse a la lucha. Hubo un momento de tensa calma. Finalmente, a las 2 de la tarde, cuando los marchistas se alistaban para entrar a la ciudad, la PGR [Procuraduría General de la República] les entregó a Nahum. Fue un triunfo grande pero no suficiente. Faltaba aún que el maestro Mario, a quien la justicia acusaba de golpear, él solo, a ocho policías, recupe­rara su libertad.

Los comunitarios acordaron seguirse de frente y entrar a la ciudad. Se formó entonces una enorme cadena humana de policías comunitarios armados, maestros de­mocráticos y habitantes de las colonias populares de Chil­pancingo, que se enfiló rumbo a las instalaciones del Poder Judicial. Desafiante, la policía estatal se encerró en el edifi­cio para impedir el paso de los docentes. Bragados, los de la CRAC-PC [Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria]  se colocaron frente a ellos para protegerlos.

Para destensar la situación, Vidulfo Rosales Sierra, abogado del Centro de Derechos Humanos de La Montaña, Tlachinollan, salió de los juzgados e informó a los maestros que con seguridad Mario alcanzaría pronto la libertad. Sus palabras fueron escuchadas y atendidas.
Los manifestantes tomaron rumbo hacia la plaza cívica Primer Congreso de Anáhuac. Al llegar, los comuni­tarios se colocaron debajo de la estatua de José María Mo­relos. La multitud los ovacionó como héroes. Al terminar el acto regresaron a sus pueblos.

La movilización de comunitarios armados y su alianza con el magisterio y sectores populares encendieron las luces de alarma. Apanicados [aterrados], senadores del PRI y PAN condenaron el llamado de los profesores de Guerrero para que en sus movilizaciones participen los grupos de auto­defensa. La vinculación de los policías comunitarios con el movimiento popular les resultó indigerible. Nunca les había gustado que las comunidades se hicieran cargo de su seguridad, pero que, además de armadas, se sumaran a las protestas de otros sectores de la población les resultó inadmisible.

Sí, fue una imagen similar a la del Cuarto Estado del pintor Da Volpedo, que plasma la emergencia de un nuevo estamento social, que hasta ese momento no había tenido cabida en el viejo régimen, que representa la larga marcha de un proletariado, lleno de rasgos campesinos, hacia la conquista de sus derechos.

A partir de ese momento, digno también de figu­rar en un filme de Bertolucci, la ofensiva gubernamental contra las policías comunitarias se intensificó. Era ya, sin embargo, un poco tarde. Distintas expresiones del pueblo armado haciéndose cargo de su propia seguridad habían surgido en al menos diez Estados de la República. Los her­manos se estaban levantando en armas.

Los montañeros

Felipe Francisco Reyes habla el español como si lo fuera tra­duciendo de su lengua original. Él es me’phaa (tlapaneco), del municipio de Iliantenco, en La Montaña de Guerrero, tie­ne 37 años y cinco hijos. Es de palabra fácil y firme. Y cuando comienza a conversar, no para hasta que dice lo que quiere decir. No en balde fue locutor de la estación de radio La Voz de la Montaña, del Instituto Nacional Indigenista.

En 1995, Felipe fue nombrado tesorero de la Coor­dinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras (CNOC), una red nacional de organizaciones regionales de peque­ños cafeticultores, democrática y autogestiva, que ayuda a sus socios a comercializar sus cosechas, les brinda asesoría y los representa ante distintas instancias gubernamentales.

Campesino minifundista, Felipe es socio de la Unión de Ejidos Luz de la Montaña (UELM), localizada en una de las regiones de mayor pobreza extrema de Guerrero y del país. Fue delegado a la organización entre 1991 y 1994 y presidente del comité encargado de construir un módulo para tostar y moler el aromático, y almacenar el maíz y el fertilizante. Estudió la secundaria y tomó un curso de computación en la UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México], para aprender a utilizar un progra­ma que lleva el registro de los socios de su organización.

En aquellos años yo trabajaba, como asesor de la CNOC, en estrecha relación con sus dirigentes, todos ellos pequeños productores. Conocí a Felipe en la asamblea en la que él fue nombrado tesorero y, desde entonces, conver­samos regularmente, a lo largo de tres años, no sólo de la problemática cafetalera, sino de su vida, y de la situación que él, su comunidad y su organización vivían. Esas plá­ticas eran una ventana privilegiada para asomarme a un México casi inexistente en los medios de comunicación electrónicos. Fue en una de esas charlas que me enteré de lo que, con el paso del tiempo, llegaría a ser la Policía Co­munitaria de Guerrero.

La Luz de la Montaña (o LuzMont) era en 1995 (como lo es ahora) una organización campesina ejemplar. Formada oficialmente en 1985 por caficultores me’phaa para comercializar su producción a precios justos, derrotó a los coyotes que acaparaban la cosecha del aromático y al Instituto Mexicano del Café (Inmecafé), el organismo gu­bernamental que desempeñó hasta 1992 un papel medular en el financiamiento, acopio y venta del grano en el país.

Pero esa exitosa incursión en la esfera productiva y del bienestar social de las comunidades no fue suficiente. Al arrancar la década de los noventa del siglo pasado, la LuzMont se topó con la barbarie de los caciques regionales y sus pistoleros, con la inseguridad en la región y la com­plicidad policíaca con los maleantes. Sus socios y la Luz de la Montaña misma fueron víctimas de asaltos, robo de ga­nado, asesinatos y de la violación de sus mujeres. Como el Gobierno no se hacía cargo del problema, inevitablemente ellos tuvieron que enfrentar el reto de solucionarlo.

Felipe participó en esa lucha. Realmente estaba muy orgulloso de lo que él y sus compañeros habían lo­grado hacer en el terreno productivo. Pero también se encontraba muy preocupado del clima de inseguridad que se vivía en su tierra, de los robos a la Luz de la Montaña. En varias ocasiones –nos platicó– asaltaron a los comisionados de la organización que subían a pagar a sus miembros el café ya vendido. El abigeato [hurto de ganado] marchaba a toda máquina. Incluso habían abusado de varias muje­res. Cada vez que hacía referencia a esa penosa situación sentenciaba: «No vamos a estar esperando a ver cuándo llegan la seguridad, la democracia y la justicia, si no las hacemos nosotros nunca van a llegar».

En 1995, la Luz de la Montaña, junto a otras organi­zaciones productivas como la Unión Regional Campesina (también integrante de CNOC), la Sociedad de Solidaridad Social de Productores de Café y Maíz, y el Consejo Guerre­rense 500 Años de Resistencia comenzaron a movilizarse para exigir al Gobierno que cumpliera con sus obligaciones de garantizar la seguridad pública y a defender ellos mis­mos a sus comunidades. En estas jornadas de lucha se establecerían las bases de lo que años después sería la Policía Comunitaria.

Sacerdotes de la diócesis de Tlapa sensibles al sufri­miento de sus feligreses también se involucraron en el asun­to. Ni siquiera ellos pudieron escapar de robos, agresiones y complicidad policíaca con los asaltantes. Mario Campos Hernández, entonces párroco de Santa Cruz del Rincón, en el municipio de Malinaltepec, y mixteco de nacimien­to, fue reiteradamente hostilizado. […]

Los ataques en su contra fueron constantes. Cinco años después de ese incidente, en 1999, el religioso fue de­tenido por la Policía Judicial, acusado de allanamiento de morada. La razón real era otra: su participación en la orga­nización del pueblo. Ante la movilización, fue liberado y se cerró la averiguación previa.

Las agresiones contra Mario Campos no fueron casualidad sino represalias directas por su compromiso con las comunidades. Él desempeñó un papel muy relevante en la formación del Consejo de Autoridades Indígenas (CAIN), integrado por 28 comunidades de la parroquia del Rincón. El CAIN demandó la construcción de la carretera pavimentada entre Tlapa y Marquelia y otros cami­nos. Más adelante buscó que una sede de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) se estableciera en la comuni­dad del Rincón.

Años antes del arranque formal del proceso orga­nizativo que dio vida a la policía comunitaria, en 1993, en Iliatenco, había surgido una misteriosa asociación justicie­ra, integrada por varios hombres ataviados con largas túni­cas blancas, que actuaba en las sombras. Bautizada como «la Mano Blanca», se encargó de limpiar el municipio de va­rios pistoleros al servicio de Pedro Cantú Aburto, un pro­fesor priísta expulsado de su empleo, cacique y jefe de una de las bandas de asaltantes que aterrorizaba la región. En su libro México de salario mínimo, el periodista Arturo Cano narró la historia, que parece sacada de una novela.

Confluyeron en las movilizaciones contra la insegu­ridad de los pueblos de La Montaña, tanto las experiencias adquiridas por estas agrupaciones económicas y reivindi­cativas a lo largo una década, como la organización ances­tral de las comunidades indígenas regionales. La fusión de la experiencia adquirida por centenares de representantes en la toma de decisiones colectivas en asambleas, en la ela­boración y gestión de sus proyectos y en la negociación con el Gobierno, con la recuperación de su identidad étnica y sus sistemas normativos, fue la materia prima que permitió forjar un nuevo sistema de justicia.
La fortaleza de la LuzMont se había gestado a través de años de distintos combates. La Unión de los montañe­ros nació para defender los intereses de los cultivadores de café más pobres de la Montaña de Guerrero, una región en donde casi las tres cuartas partes de los productores tienen predios menores a las 2 hectáreas y obtienen cosechas de menos de 20 quintales al año. […]

Los montañeros, asegura un indígena me’phaa –en un testimonio recogido por Beatriz Canabal y José Joa­quín Flores– «somos los que habitamos los cerros, los que no hablamos español, los sombrerudos, los huancos (forma humillante de referirse a los indios por parte de los mesti­zos), los mugrosos, los huarachudos; así nos dicen los comerciantes de Tlapa. Montañeros es sinónimo de pobreza».

La Unión se fundó oficialmente en octubre de 1985, en el municipio de Iliatenco, en la parte alta de La Monta­ña, el mismo donde nació Felipe. […]

Sus logros –de los que Felipe participó– fueron sorprendentes. Diez años después de fundada, la Unión agrupaba a casi 5.000 productores de 22 comunidades. Sor­teando los auges y crisis en los mercados cafetaleros, con genuina vocación de servicio comunitario, de manera es­calonada, se deshicieron de los coyotes apoyándose en el Inmecafé y luego se zafaron de su férula; lograron mejorar el precio del grano, regulando el mercado regional del café y obligando a los particulares a pagar más dinero; compra­ron fertilizante barato y a tiempo; adquirieron despulpado­ras a buen precio, incursionando en la producción de café pergamino; abastecieron las comunidades de maíz; contra­taron créditos de avío; construyeron un almacén para 1.000 toneladas y un beneficio seco; envasaron miel; instalaron tiendas de consumo con mercancías a precios razonables e incursionaron, con éxito relativo, en la fabricación de café soluble, al que bautizaron como LuzMont.

Caminando en dos pies, los montañeros fueron más allá de lo estrictamente productivo, y gestionaron obras y servicios para los poblados. Cuando el ciclón Cosme de­vastó la región, la Unión se puso al frente en las tareas de brindar apoyo a los damnificados y suplir el abandono gu­bernamental. Por eso, al momento en que el desafío de la inseguridad pública se tornó insoportable, la organización, como el resto de las existentes en la Montaña, se desdobló para enfrentar el nuevo reto y parir un nuevo sistema de justicia y una policía comunitaria. […]

El camino para llegar a la policía comunitaria ha sido largo y fue andado no sólo por la Luz de la Montaña. En esa misma zona, a finales de mayo de 1970, después de dar una fuerte lucha contra los cacicazgos, el profesor Genaro Vázquez Rojas estableció su primer campamen­to guerrillero, el «José María Morelos y Pavón». Otras organizaciones campesinas, también volcadas al acopio y comercialización de café, al abasto y a la producción de miel, como la Sociedad de Solidaridad Social Café-Maíz, la Unión Regional Campesina de la Costa Chica y Montaña y el Consejo Comunitario de Abasto y el Con­sejo de Autoridades Indígenas, desempeñaron también un papel relevante en el establecimiento de un sistema regional de justicia.

No fueron los únicos. Las jornadas de lucha, nacio­nales e internacionales, para conmemorar los 500 años de resistencia indígena, negra y popular, tuvieron un gran im­pacto en el mundo indio en Guerrero. Como parte de esta campaña, se realizaron varias manifestaciones en Chilpan­cingo, Acapulco y la Ciudad de México. En septiembre de 1991, como resultado de los contrafestejos del «Encuentro de dos mundos», diversas organizaciones acordaron formar una coordinación estatal: el Consejo Guerrerense 500 años (CG500-años). Los pueblos indígenas del Estado par­ticiparon activamente, combinando sus reivindicaciones étnicas con demandas de obras y servicios. Al calor de la protesta se forjó una nueva camada de dirigentes indíge­nas con un horizonte novedoso de lucha. […]

La lucha del Consejo se mantuvo a lo largo de 1993 y se enlazó con el levantamiento del EZLN. En marzo de 1994 los guerrerenses marcharon en el Distrito Federal, bajo la consigna No están solos. Como sucedió con las orga­nizaciones indígenas de casi todo el país, el zapatismo le proporcionó al Consejo una plataforma privilegiada para desplegarse.

Sin embargo, con el paso de los años, al interior de la organización las cosas se fueron complicando. Según el investigador Sergio Sarmiento, «el CG500-años contaba con un cuerpo compacto de líderes, pero lo cierto es que muy pronto aparecieron dificultades con aquellos dirigentes que les interesaba más aparecer en el escenario internacional, los que aspiraban a ocupar un cargo de representación popular o un puesto en la burocracia y los que realmente iban tras el dinero. El CG500-años no pudo sortear estas dificultades y mucho menos ejercer un control sobre sus diputados y fun­cionarios que salieron de su seno. Tampoco pudo justificar parte de los recursos económicos que manejó».

No obstante, el Consejo dejó su huella en las Policías Comunitarias. Una parte de su dinámica interna, de su cul­tura política, de lo que fue la aparición de la UPOEG [Unión de Pueblos Organizados del Estado de Guerrero] en 2013 y de sus contradicciones son herencia del CG500-años. […]

Las autodefensas

En 2008, en la comunidad purépecha de Nurío, en Mi­choacán, se formó una guardia comunitaria que funciona hasta la fecha. Un año después, la experiencia fue replica­da por los nahuas de Ostula, en la misma entidad, y en la comunidad de Cherán. En junio de 2009, el Congreso Na­cional Indígena proclamó el Manifiesto de Ostula, reivindi­cando el derecho a la autodefensa indígena. La experiencia se extendió a otras comunidades originarias de Michoacán, y trataría de echarse a andar a finales de 2012 entre los na­huas de Ayotitlán, acosados por los pistoleros al servicio de compañías mineras.

La fiebre de autodefensa indígena que comenzó a brotar en diversas entidades del país tuvo como trasfon­do la lucha contra el despojo de sus recursos naturales, y el creciente involucramiento de los señores de la droga en estos rubros.

Coincide en el tiempo con el surgimiento de expre­siones de autodefensa colectiva como la protagonizada por la comunidad mormona disidente de los Lebarón en Chihuahua. También con actitudes heroicas individuales como la de Francisco Garza Tames, un empresario que pre­firió enfrentar armado solo a un grupo de sicarios antes de entregarles su rancho en Tamaulipas.

Para ese momento era ya evidente la crisis generali­zada de la seguridad pública en el país. Lejos de solucionar el problema, la guerra contra las drogas del entonces presi­dente Felipe Calderón la profundizó y acabó por convertir a México en un país de nota roja.

En 2011, la convocatoria del poeta Javier Sicilia a manifestarse en contra de la violencia, tanto la generada por el crimen organizado como la de los cuerpos de segu­ridad del Estado mexicano, desembocó en la formación del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.

Al llamado del poeta se sumaron miles de ciudada­nos, algunos provenientes de experiencias de resistencia a la guerra previas. Sin embargo, la convergencia no estuvo exenta de conflictos internos. La idea de hacer de Ciudad Juárez, severamente castigada por esa guerra, no sólo el epicentro del dolor, sino el epicentro de la lucha, generó di­ferencias casi insalvables dentro del movimiento.

El Gobierno fue emplazado a dialogar sobre su equi­vocada estrategia de combate a la delincuencia organizada. El 23 de julio de 2011 se celebró el primero de estos diálo­gos. No obstante la contundencia de los testimonios de las víctimas, Calderón se empecinó en seguir adelante con su estrategia de muerte.

Dieciocho meses después, el movimiento había lo­grado visibilizar a las víctimas de la guerra y convertirlas en actores legítimos, pero no alcanzó a tener la fuerza sufi­ciente para descarrilar la política gubernamental.

Se dio así la paradoja de que un movimiento pacífi­co terminara abriéndole espacio a la acción de civiles arma­dos contra los cárteles de la droga y la inseguridad pública. La documentación que el Movimiento de Sicilia acopió y difundió en la sociedad, y su diagnóstico del desastre, hizo que el alzamiento de los rancheros michoacanos de Tierra Caliente, en febrero de 2014, encontrara a una opinión pú­blica dispuesta, más allá de un mar de dudas, a reconocer­les razones justificadas.

Así lo reflejó la encuesta realizada por el Gabinete de Comunicación Estratégica en Michoacán a comienzos de 2014. El 58% de los entrevistados avala que las autodefensas actúen mientras los Gobiernos no garanticen la seguridad. El 54% considera que protegen del crimen al ciudadano, ayudan a restablecer el orden y las tareas de la policía. En cambio sólo el 3% piensa que defienden a los criminales, dato por demás interesante.

Contradictoriamente, uno de cada tres michoacanos tiene una opinión buena o muy buena de esos grupos, con­tra el 37% con opinión mala o muy mala. La mitad de los encuestados creen que, en un balance general, los civiles armados son perjudiciales.

Medio Estado de Michoacán asume que los narco­traficantes están detrás de ellas. Otra mitad piensa que son los gobernantes quienes las respaldan.

Nacidas originalmente de la confluencia de inte­reses de los grandes agricultores privados, del Ejército y, muy probablemente, de cárteles rivales de los Caballeros Templarios, las autodefensas michoacanas se transforma­ron muy rápidamente en una movilización social armada, con fuerte contenido popular. Al calor de ella, la reivindica­ción de autodefensa indígena en la entidad se recompuso. Aunque nunca ha sido un movimiento contra el Gobierno, una parte de sus integrantes parecen no estar dispuestos a disciplinarse incondicionalmente a los dictados de las autoridades.

Las autodefensas michoacanas se convirtieron, en los hechos, en un ejército informal. No sólo defendieron sus municipios, sino que emprendieron ofensivas militares sobre el territorio controlado por los Templarios. Hasta que se convirtieron en un dolor de cabeza permanente para la Administración de Enrique Peña Nieto. Las quejas en su contra de organismos empresariales internacionales y del mismo Gobierno de Estados Unidos obligaron a las autori­dades a intentar desmantelarlas.

Sin embargo, los intentos gubernamentales por des­armarlas y desmovilizarlas se han topado con múltiples obstáculos. Las presiones oficiales para que lo hagan han incluido detenciones y campañas de satanización de los líderes pero no han tenido mucho éxito. Aunque formal­mente la entrega de las armas fue pactada con una parte de las autodefensas, y hasta se realizó el 10 de mayo una ce­remonia oficial en la que se anunció su integración a una Fuerza Rural, se mantienen retenes y combates. No exhi­ben sus armas como en el primer momento, pero las conservan.

La experiencia michoacana disparó en casi la tercera parte del territorio nacional la formación de grupos simila­res. Se produjo una verdadera efervescencia de asociacio­nes de civiles armados para enfrentar la inseguridad públi­ca. El debate nacional escaló a niveles inusitados. Curiosa­mente, el presidente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, Raúl Plascencia, se convirtió en un verdadero cruzado contra las autodefensas. En lugar de denunciar las violaciones de los derechos de los individuos por el Esta­do, el ombudsman se dedicó a hacer una campaña nacional contra las policías comunitarias y las autodefensas.

A pesar de ello, las autodefensas siguen actuando y surgiendo en los más diversos rincones del país.

Una distinción necesaria

Aunque frecuentemente se piensa que son lo mismo, en realidad policías comunitarias y grupos de autodefensa son cosas distintas. Como ha explicado el abogado mixteco Francisco López Bárcenas, «las policías comunitarias son una realidad en todo el país, tienen historia y son de di­versos tipos. En el norte del país, por ejemplo, existen las guardias tradicionales de los pueblos seri y yaqui, con una estructura militar, producto de la influencia jesuita sobre ellos, pero también de las largas luchas que el Estado mexi­cano les declaró en el siglo XIX. Por el sur del país existe la guardia tradicional maya que resguarda a Chan Santa Cruz, en el municipio de Carrillo Puerto. Se trata de es­tructuras de los pueblos indígenas forjadas a través de los años, de acuerdo con las circunstancias que les ha tocado vivir. Junto con ellas existen las policías comunitarias de las comunidades, que año con año son nombradas por los pueblos de entre sus mismos integrantes para que se en­carguen de su seguridad. Se trata de prácticas milenarias».

En cambio, las autodefensas son grupos de ciuda­danos armados que buscan defenderse de las agresiones de la delincuencia organizada y los abusos policíacos. Sus integrantes no son nombrados por sus pueblos y no les rin­den cuentas de sus acciones. Usualmente carecen de regla­mentos o principios de funcionamiento.

Ellas, a su vez, deben diferenciarse de las guardias blancas, los escuadrones de la muerte y los paramilitares, to­dos éstos distintos entre sí. Las guardias blancas son grupos de pistoleros al servicio de finqueros. Latifundistas o gran­des agricultores actúan bajo sus órdenes. Los escuadrones de la muerte son grupos clandestinos que operan sobre todo en el medio urbano, amenazando y atacando a activistas populares y defensores de los derechos humanos, y usualmente están cohesionados por ideologías anticomunistas, e integrados por elementos de las fuerzas públicas.

Los grupos paramilitares, en cambio, son una red de pequeños ejércitos irregulares que cuentan con mandos, integrados por indígenas y campesinos pobres, reclutados en comunidades beneficiarias de las redes clientelares del priísmo tradicional, entrenados y financiados en una espe­cie de joint venture (alianza estratégica) por las fuerzas de seguridad pública y los grupos de poder local, cuyo obje­tivo central es tratar de frenar la expansión de la organiza­ción campesina e indígena independiente.

Su surgimiento, más allá de factores endógenos, proviene de una decisión estratégica del poder. A diferen­cia del Ejército o las policías, los paramilitares no tienen que rendirle cuentas a nadie, escapan a cualquier escruti­nio público. Pueden actuar con la más absoluta impunidad e, incluso, presentarse como “víctimas”. Son el instrumento para hacer la guerra que el Ejército federal no puede hacer directamente, para tratar de frenar la expansión de la insurgencia.

A nivel nacional, la acción de las policías comunita­rias en pueblos originarios se apoya en el artículo segundo constitucional, que les garantiza –así sea de palabra– el derecho a decidir sus formas internas de convivencia, orga­nización social, económica, política y cultural; a aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos, y a elegir, de acuerdo con sus normas, procedimientos y prácticas tradicionales, a las au­toridades o representantes para el ejercicio de sus formas propias de gobierno interno. En el terreno estatal –en en­tidades como Guerrero– cuenta con normatividades que legitiman su existencia.

Pero la cobertura legal para su existencia proviene también de la legislación internacional, en la que se re­conoce la existencia de pueblos indígenas y algunos de­rechos colectivos, entre ellos el de la libre determinación expresada como autonomía, y como parte de ésta reco­noce su propio Gobierno, establecido de acuerdo con sus propias normas.

Enfrentado a la amarga noticia de la existencia de guardias comunitarios en su Estado, Javier Duarte de Ochoa, gobernador de Veracruz, respondió tratando de ridiculizarlos. «Que tres cuates se tomen una foto en una sala, encapuchados, con un bate, y digan que son una guar­dia comunitaria, por favor, eso es una vacilada. No tiene ningún efecto legal ni jurídico. [Esa información] tiene el mismo efecto que una foto de tres personas disfrazadas de Batman, Blue Demon y la Mujer Maravilla», dijo en plan de burla.

Ciertamente, los indígenas y campesinos que se le­vantaron para hacerse cargo de su seguridad y la de sus pueblos no son superhéroes sacados de una tira cómica. Están muy lejos de contar con superpoderes para enfrentar a los delincuentes que los agreden. Son, sin embargo, algo mucho más sencillo y, al mismo tiempo, más poderoso: son hermanos en armas. De ellos trata este libro.