Luis Hernández Navarro

Ayotzinapa: el dolor y la esperanza

(Página Abierta, 235, noviembre-diciembre de 2014).

 

El Estado mexicano vive desde el pasado 26 de septiembre una profunda crisis. Millones de ciudadanos indignados, en su gran mayoría jóvenes, exigen en las aulas, en las calles y en las redes sociales la renuncia de Enrique Peña Nieto. El Gobierno federal navega sin brújula. Su estrategia parece consistir en ganar tiempo, esperar a que la marea del descontento baje y se produzca un milagro. Mientras tanto, una parte importante del mundo empresarial y de la clase política clama por una salida represiva.

La crisis fue precipitada por un hecho inesperado. El pasado 26 de septiembre, la policía municipal de Iguala, en Guerrero, atacó salvajemente a un grupo de 80 alumnos de la Normal Rural de Ayotzinapa. Literalmente los cazó como conejos. Les disparó a mansalva sin advertencia alguna, los detuvo y luego los desapareció. A uno de los jóvenes lo torturaron, le arrancaron los ojos y le desollaron el rostro.

Hasta la fecha, y a pesar de diversas versiones oficiales preliminares que señalan que los desaparecidos fueron entregados por la policía al grupo delincuencial Guerreros Unidos, quienes los habrían asesinado, quemado y esparcido sus cenizas en un río, se desconoce su paradero.

Cuatro hechos asociados entre sí nos permiten explicarnos el porqué de la masacre. Estos son la estigmatización de los normalistas rurales en general y de la de Ayotzinapa en particular, la impunidad generalizada que priva en el Estado de Guerrero y que ha llevado al asesinato y desaparición de luchadores sociales sin que los responsables hayan sido castigados, el clima de delincuencia en el que diversas bandas disputan centros de producción y mercados de drogas y la existencia de un narcoestado.

Los alumnos de Ayotzinapa eran jóvenes, en su mayoría hijos de familias campesinas, estudiantes de una normal rural. Por eso los desaparecieron de manera forzada y asesinaron. Defendían la educación pública, el normalismo rural, la enseñanza al servicio de los más necesitados, la transformación social del país. Por eso los ejecutaron y secuestraron.

La incapacidad gubernamental para esclarecer los hechos y la impunidad con la que se ha protegido a los políticos involucrados en ellos han provocado una oleada de rabia por todo el país. La agresión a los estudiantes fue la gota que derramó el vaso de una ciudadanía asolada por la violencia. En los últimos ocho años, en medio de una guerra contra las drogas, han sido asesinadas unas 120.000 personas y desaparecidas alrededor de 30.000, en su mayoría jóvenes.

Los hechos han sacudido a la opinión pública en todo el mundo. La Casa Blanca, el papa Francisco y la misma Unión Europea han tomado cartas en el asunto. La imagen del presidente Peña Nieto, que había adquirido notoriedad mundial al haber impulsado con éxito –aunque sin consenso social– un nuevo ciclo de reformas neoliberales –especialmente la privatización de la industria petrolera– y se presentaba como un “gran estadista”, se resquebrajó. Los esfuerzos de sus socios comerciales por sacarlo a flote han naufragado. 

El narcoestado

El día del ataque a los jóvenes estudiantes, María de los Ángeles Pineda de Abarca, presidenta de una institución pública municipal encargada de proporcionar asistencia social a las familias, rindió su informe de actividades. Además de ser la esposa del presidente municipal José Luis Abarca Velázquez, era una de las principales aspirantes a la alcaldía para 2015, una figura de enorme influencia política e integrante de una familia ligada al narcotráfico.

El alcalde José Luis Abarca Velázquez, uno de los personajes señalados como responsable de la agresión, pasó de ser un humilde vendedor de sombreros a joyero, dueño de una plaza comercial y acaudalado comerciante. Su fortuna le permitió sufragar en 2011 una costosa campaña electoral en favor del hoy gobernador con licencia Ángel Aguirre Rivero y, un año después, financiar la suya propia.

Abarca conquistó la candidatura de la alcaldía a golpes de chequera. Después de un efímero jaloneo interno, el centroizquierdista Partido de la Revolución Democrática (PRD) no tuvo empacho alguno en incorporarlo a sus listas, a pesar de su reputación como amigo de algunos de los más importantes narcotraficantes de la región. De inmediato se sumó a las filas de Nueva Izquierda, la principal corriente del PRD y responsable principal de su acercamiento al Gobierno de Peña Nieto.

Desde su llegada al Ayuntamiento, José Luis Abarca ha sido acusado de corrupción, nepotismo y autoritarismo. El 30 de mayo de 2013, ocho miembros de Unidad Popular de Iguala, organización social opositora al presidente municipal, fueron levantados por un comando. Tres fueron ejecutados. Nicolás Mendoza Villa, uno de los secuestrados, que alcanzó a escapar, acusó directamente al alcalde de los hechos y de haber dado muerte personalmente al dirigente perredista Arturo Hernández Cardona disparándole un escopetazo en la cara y otro en el pecho, tras de espetarle: «Qué tanto estás chingando con el abono. Me voy a dar el gusto de matarte».

Iguala es una ciudad clave en el tráfico de drogas. Valle rodeado por nueve montañas en la región norte de Guerrero, es punto de entrada a la Tierra Caliente, donde los cárteleselaboran drogas sintéticas y cultivan mariguana. Es también puerta de salida de una de las heroínas más puras que se elaboran en el mundo. Allí operan diversas bandas del crimen organizado, hegemoneizadas por Guerreros Unidos, uno de los subgrupos surgidos a raíz de la implosión de los Beltrán Leyva.

La guerra de cártelespor la plaza ha sido salvaje. Guerreros Unidos está enfrentado por el control de las rutas de trasiego de drogas que conectan los Estados de México, Guerrero y Morelos con la Familia y Los Rojos, una célula encabezada por Leonor Nava Romero, El Tigre, hermano de Jesús Nava Romero, El Rojo, lugarteniente de Arturo Beltran Leyva, abatido en 2009 en Cuernavaca. El resultado de esta disputa en Iguala ha sido sangriento.

La disputa en Guerrero forma parte de una guerra más general librada en territorio nacional. El escritor italiano Roberto Saviano, reconocido por sus libros sobre el negocio de las drogas, asegura que en este momento México es el centro del mundo. Es el país que está experimentando con más violencia las contradicciones del capitalismo. México –dice– cuenta con las organizaciones criminales más poderosas y sanguinarias del mundo. Aquí se hacen negocios con la cocaína por valor de muchos miles de millones. El dinero se lava luego en los mejores bancos de los Estados Unidos, como han demostrado las investigaciones realizadas por las propias autoridades americanas. México –sentencia– es como un Estado más de los Estados Unidos, pero sin sus leyes ni sus reglas. El crimen organizado disfruta aquí de todas las ventajas de los Estados Unidos, pero sin los inconvenientes.

El Estado de Guerrero –como otras entidades del país– es un narcoestado. Políticos locales, legisladores estatales y federales, dirigentes partidarios, jefes de la policía y mandos militares, están estrechamente vinculados con los grupos delincuenciales. La narcopolítica no es asunto exclusivo del viejo PRI. Integrantes de varias corrientes en el interior del PRD han sido señalados como parte de ella. El presidente del Congreso local, Bernardo Ortega, ha sido acusado como jefe de una de las bandas, al igual que dirigente estatal de ese partido. Hasta el gobernador con licencia ha sido vinculado con estas bandas.

La existencia de este narcoestado está asociada a la impunidad generalizada que priva en la impartición de justicia. Según el obispo católico Raúl Vera, quien estuvo al frente de la diócesis de ciudad Altamirano entre 1988 y 1995, la impunidad es la característica más lacerante de Guerrero y su desafío más importante. Su extensión y persistencia –señala– alientan el crimen y la violación de los derechos humanos y la dignidad.

Las normales rurales

La normal rural de Ayotzinapa (el lugar de las tortugas en nahuatl) es un centro de formación de profesores para comunidades campesinas. Fundada en 1926 como parte de una red de escuelas similares, es uno de los últimos baluartes de la Revolución mexicana de 1910-1917, con sus promesas de una reforma agraria radical y educación libre, laica y gratuita para todos.

El normalismo rural es una comunidad imaginaria integrada no sólo por los alumnos que estudian en sus aulas y viven en sus internados. De ella forman parte también los poblados de donde provienen los estudiantes, los grupos campesinos a quienes se atiende en las prácticas escolares y las comunidades adonde van a laborar sus egresados. Son parte sustancial de ella los maestros en activo que se graduaron en sus muros. A todos ellos, lo que sucede allí les atañe.

Las normales rurales son una de las pocas vías de ascenso social que tienen los jóvenes en el campo. El destino que se forjen gracias a sus estudios incide en la vida de las comunidades. Lo que acontece con ellas no les es ajeno. Son suyas: son un legado vivo de la Revolución mexicana, una herencia de la escuela rural y el cardenismo, al que no están dispuestos a renunciar.

Los alumnos que se instruyen en esas escuelas cuentan, además, con una de las organizaciones estudiantiles más antiguas en el país: la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México (FECSM). Fundada en 1935, ha desempeñado un papel fundamental en la sobrevivencia de las normales rurales, permanentemente acosadas por autoridades educativas y Gobiernos locales. Sus dirigentes deben ser alumnos regulares, tener buena conducta y un promedio escolar no menor de ocho. Sólo los mejores alumnos representan a sus compañeros. Sus líderes son jóvenes formados políticamente, con capacidad de análisis, dotes organizativas y visión.

Esa comunidad transgeneracional e intercomunitaria es la que ha evitado que las normales rurales sean cerradas en el país en el pasado. Es la que ha resistido las agresiones en su contra. Es la que ha hecho posible la supervivencia del proyecto. Y es la que ha articulado la lucha por la presentación con vida de sus jóvenes desaparecidos.

Sí, no son sólo 43 jóvenes desaparecidos. Detrás de ellos están más de cuatro decenas de padres dolientes y sus familias extensas, en su mayoría de muy escasos recursos, que pasan las noches en vela esperando que sus hijos aparezcan. A su lado se encuentran decenas de comunidades, casi todas rústicas, que ruegan por el retorno con bien de sus paisanos. Hombro con hombro, marchan unos 500 estudiantes de la normal rural “Raúl Isidro Burgos”, que aguardan el regreso de sus compañeros de banca y de dormitorio.

Como si fueran un ejército, los acompañan miles de egresados profundamente comprometidos con la escuela que les ha permitido salir adelante en su vida, muchos de ellos laborando en los poblados más remotos de Guerrero, que viven como un agravio personal lo que se ha hecho a los muchachos. Y, en primera línea, están unos 8.000 alumnos de otras normales rurales, hermanados con ellos mucho antes de que la tragedia llegara a sus vidas.

La nueva insurgencia cívica

El fuego devora un vehículo frente al palacio de gobierno de Chilpancingo. En el chasis de otro derribado, sobre uno de sus costados, manos rabiosas pintaron: “Justicia. Guerrero está en llamas”.

La lumbre que devora edificios públicos y automotores expresa la rabia y la indignación crecientes de cada vez más jóvenes en la entidad. Es el termómetro de una insurgencia cívica y popular de largo aliento que sacude todo su territorio, y se extiende a más municipios y sectores. Es la evidencia de una ira que cada día que transcurre se radicaliza más y más.

En un primer momento las protestas se centraron en las autoridades locales y el Partido de la Revolución Democrática. Edificios municipales y las oficinas del sol azteca fueron incendiadas. Las flamas de la cólera se extendieron después contra el gobernador con licencia Ángel Aguirre. Hoy han alcanzado al presidente Enrique Peña Nieto. La exigencia de su renuncia es un clamor a lo largo y lo ancho de la entidad y del país.

Alrededor de 22 de los 81 municipios del Estado están tomados. La cuenta crece cada día. Los plantones surgen como hongos en las plazas públicas. La revuelta no sólo obstaculiza el buen funcionamiento de los cabildos. La multitud analiza echar a andar Gobiernos paralelos.

Como resultado del alzamiento cívico, la economía local funciona a trompicones. Los hoteles se han vaciado. Los interminables bloqueos carreteros estrangulan el transporte de carga y de pasajeros. El cerco a los grandes centros comerciales frena las transacciones comerciales.

La revuelta actual tiene en normalistas, maestros, policías comunitarias y organizaciones campesinas su columna vertebral. Su larga tradición de lucha y su experiencia organizativa son el sustrato que sostiene la movilización. Sin embargo, el levantamiento va mucho más allá de ellas. En algunas regiones participan hasta empresarios.

En Guerrero existen desde hace 45 años organizaciones insurgentes. Hay evidencias serias de la presencia y actuación de, al menos, cinco de ellas. Tienen implantación social en varias regiones, capacidad de fuego y experiencia en la acción. Varias han acordado formas de entendimiento y coordinación.

La expansión de la insurgencia cívico-popular guerrerense ha sido acompañada y cobijada por un amplísimo y creciente movimiento nacional de solidaridad. El mundo universitario está en ebullición. En las redes sociales son apabullantes las muestras de descontento contra Enrique Peña Nieto.

La estrategia gubernamental para enfrentar la crisis ha sido desastrosa. Error tras error, cada paso que las autoridades dan las acercan irremediablemente al borde del abismo. Incapaces de comprender la naturaleza de la insurgencia cívica que tienen frente a sí, han respondido echando mano de politiquería barata y maniobras burdas.

Así aconteció con su último ardid. La versión oficial de que los alumnos de Ayotzinapa habrían sido ejecutados, calcinados en un basurero de Cocula y sus cenizas arrojadas al río, ha propiciado que los ánimos se exacerben aún más. Lejos de ofrecer una explicación convincente de los hechos, causó más dudas y malestar.

El Gobierno federal pretende establecer un relato oficial de la masacre y una verdad jurídica para evadir su negligencia y responsabilidad en los hechos y librar posibles demandas internacionales en su contra. Busca ocultar que se trató de un crimen de Estado y de delitos de lesa humanidad. Sin embargo, su explicación está llena de omisiones, inconsistencias y contradicciones. No es creíble.

No es el único que lo piensa. Una y otra vez, en las distintas movilizaciones que se producen en el país, la multitud corea dos consignas que sintetizan no sólo un estado de ánimo pasajero, sino las convicciones profundas de quienes las vocean. Al gritar “¡Fue el Estado!” señalan a quien consideran responsable de la barbarie. Al exigir “¡Fuera Peña!” expresan lo que ven como vía de salida del conflicto. La insurgencia cívica y popular ha entrado en una nueva etapa.

________________
Luis Hernández Navarro, escritor y periodista, es coordinador de la sección de Opinión del diario mexicano La Jornada.