Luis Sanzo
Kosovo, independencia y crisis
(El Correo, 14 de enero de 2009)
 
            Los acontecimientos posteriores a la declaración de independencia de Kosovo se han desarrollado por los caminos previsibles, en particular en lo que se refiere al bloqueo parcial de las instituciones internacionales y al recrudecimiento de algunos conflictos enquistados, sobre todo en India.

            Pero las consecuencias de la decisión de los Estados que han impulsado la secesión de Kosovo están siendo más profundas, llegando a alterar la dinámica de algunos procesos que parecían tener una proyección más favorable. La independencia kosovar no ha contribuido, por ejemplo, a un feliz desenlace de las negociaciones sobre Mindanao en Filipinas, ahora paralizadas por decisión de la Corte Suprema de aquel país. Por sus errores tácticos, con todo, el principal daño colateral de lo ocurrido en Kosovo lo ha sufrido el presidente de Georgia, Mikheil Saakashvili. Sus guerras de reintegración en Abjasia y Osetia del Sur han sido perdidas, puede que para siempre.

            La intervención rusa en Georgia no altera, sin embargo, la problemática surgida con la separación unilateral de Kosovo. Al igual que Occidente en los Balcanes, Rusia apela en Georgia al caso 'sui géneris', vinculando el reconocimiento de la independencia de las nuevas repúblicas al recurso a la fuerza por parte de Saakashvili. Puesto que no parece tener intención alguna de aplicar el modelo a otros conflictos en los que tiene un papel determinante, como en la Transdniestria moldava, se mantiene así abierta la posibilidad de un acuerdo que evite profundizar en la crisis del sistema internacional.

            Serbia está contribuyendo positivamente en este punto. En su contencioso sobre Kosovo, el nuevo gobierno ha renunciado a una fuerza de la que nada bueno podría esperar, optando por los medios diplomáticos y el recurso al Derecho internacional. De ahí la importancia de la decisión que adopte la Corte Internacional de Justicia, a petición de la Asamblea General de la ONU y de la propia Serbia, respecto de la legalidad de la declaración de independencia formulada por las instituciones provisionales de autogobierno en Kosovo. Aunque su dictamen no será vinculante, la posición que defienda la Corte resultará fundamental para delimitar el futuro marco jurídico de la secesión. A diferencia de la opinión del Tribunal Supremo de Canadá sobre Quebec, la nueva posición procederá de un tribunal competente para posicionarse en el ámbito del derecho internacional.

            La victoria serbia en la ONU no es, en cualquier caso, sino la más simbólica de las derrotas de los defensores de la secesión unilateral en Kosovo. Las instituciones y misiones previstas en el Plan Ahtisaari se enfrentan a serias dificultades. La Oficina Civil Internacional se ha convertido en la práctica en una institución paralela. En cuanto a EULEX, la misión europea contemplada para supervisar la independencia en la dimensión legal y policial, deberá mantener en su despliegue una política de neutralidad respecto al estatus futuro de Kosovo, tal y como han acordado Serbia y el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon.

            Con todo, el mayor revés para el plan diseñado por Ahtisaari es la consolidación de la partición de facto del territorio. El bloqueo de la descentralización prevista para los enclaves serbios en Kosovo es una de sus consecuencias, poniendo de manifiesto que esta propuesta no es sino una contrapartida por la integración efectiva del conjunto del territorio kosovar. Sin base legal para imponer su objetivo por la fuerza, los estrategas del acceso de Kosovo a la independencia proponen ahora pactar el proceso con Serbia, prometiendo a este Estado que su colaboración en la puesta en marcha de la autonomía municipal no supondría una aceptación 'de jure' de la nueva soberanía.

            Los promotores de la independencia siguen negándose sin embargo a analizar el fundamento último de sus reveses, la falta de justicia en el diseño del Plan Ahtisaari. La responsabilidad de proteger puede sin duda justificar una intervención exterior contra las autoridades de un Estado que desatiende los derechos básicos de sus ciudadanos. Pero ni esa intervención puede desarrollarse en contra de las instituciones internacionales ni puede servir para imponer a un Estado democrático, o alguno de los pueblos constituyentes, un orden constitucional que no desea. Mucho menos aún puede amparar la vulneración de los derechos humanos por parte de la nueva mayoría.

            Pero eso, precisamente, es lo que ocurrió a partir de junio de 1999 en Kosovo. Después de la victoria aliada y la salida de las tropas serbias, alrededor de un millar de miembros de las minorías no albanesas fueron asesinados sin juicio legal previo, muchos de ellos tras ser previamente secuestrados y retenidos en campos de detención ilegales. Al considerar los rasgos de las víctimas, en ciudades como Prizren, destaca un perfil no precisamente criminal: muchas personas de edad avanzada, sin vínculos directos con el aparato del Estado y pertenecientes a los grupos que se negaron a abandonar sus casas tras la llegada de las fuerzas del Ejército de Liberación de Kosovo.

            Un plan que no considere estos y otros hechos, como la limpieza étnica de serbios y romanís en las zonas de mayoría albanesa, nunca podrá considerarse justo. Las declaraciones de Albert Rohan, apoyando el rechazo de Pristina a los seis puntos acordados entre la ONU y Serbia para conseguir el apoyo de este Estado al despliegue de EULEX, no son sino una muestra más de la apenas disimulada parcialidad del equipo que diseñó el Plan Ahtisaari.

            En un contexto en el que sectores radicales encuentran inspiración en el modelo kosovar para tratar de alterar equilibrios inestables, por ejemplo en Cachemira, no es una mala noticia que la mayoría de los Estados miembros de la ONU siga resistiéndose a apoyar la acción unilateral de las autoridades de Pristina. Una Serbia democrática debería ser parte de un acuerdo internacional sobre el futuro político de Kosovo.