Maitane Arnoso Martínez 

(Grupo de Acción Comunitaria)
El impacto en la salud de la violencia colectiva

(Cursos de Verano en Donostia-San Sebastián, 2009)

 

Un espacio para reflexionar sobre el impacto de la violencia colectiva sobre la salud siempre es un gusto. Lo es porque, además, ese espacio se celebra en Gipuzkoa, en el País Vasco, y lo es también, porque, ¡por fin! nos permitimos detenernos en lo humano, en la afectividad de las relaciones sociales y en la búsqueda del bienestar psicosocial. Esto no es nuevo: ya han sido varios los Cursos de Verano dedicados a esta temática y muchas las investigaciones que, desde la Universidad del País Vasco y otros espacios académicos del Estado, se han publicado para profundizar en este asunto. Sin embargo, no por poco novedoso deja de ser un placer reinaugurar lugares y tiempos para humanizar el sufrimiento y sacarlo de las esferas político-partidistas donde suele moverse siempre, o casi siempre: de la utilización política de las víctimas, que esa sí, tiene una larga trayectoria también en estas tierras nuestras.

 

Los días 23 y 24 del pasado mes de julio, se celebró en Donostia-San Sebastián, en el marco de los Cursos de Verano en el Palacio Miramar, el VIII Seminario Fernando Buesa sobre el Impacto en la Salud de la Violencia Colectiva. Se reunieron muchos de los y las que vienen años trabajando sobre estas cuestiones desde el ámbito, principalmente aunque no sólo, de la Psicología y la Medicina. Y hablo de “trabajo” porque ésta es un área con imperativas implicaciones para el accionar. Una de estas áreas que no puede cerrarse al espacio académico o investigador de despachos y laboratorios. Ésta es un área que nace de lo sociopolítico, de la realidad social, y existe el deber desde el espacio científico en devolver los resultados, la discusión y la reflexión a la comunidad de la que es parte: la que soporta y enfrenta la violencia, la que es víctima y superviviente de la misma. Un área de investigación dirigida al trabajo y la intervención comunitaria.

 

Participaron en este espacio: Jesús Loza Aguirre e Iñaki García, de la Fundación Fernando Buesa, Itziar Larizgoitia, Isabel Izarzuzaga e Iñaki Markez como equipo director del estudio ISAVIC, David Bolton del Northern Ireland Center for Trauma and Transformation, Enrique Echeburúa y Darío Páez de la Facultad de Psicología de la UPV/EHU, Carlos Martín Beristain del Instituto de Derechos Humanos Padre Arrupe, Florentino Moreno, de la Universidad Complutense de Madrid, Adolfo Benito Ruiz, del Hospital Virgen del Camino de Toledo, Ander Retolaza, de la Asociación Vasca de Salud Mental y Ioseba Iraurgi de la Unidad I+D+i en Psicología Clínica y de la Salud Universidad de Deusto.

 

El punto de partida de este Seminario fue el estudio epidemiológico del Impacto en la Salud de la Violencia Colectiva realizado por el equipo ISAVIC y publicado parcialmente en el libro La Noche de las Víctimas, el cual permitió promover la reflexión entre el conjunto de asistentes. El libro refleja los resultados de un proceso investigador (2005-2007) que, a través de los testimonios de quienes en Euskadi accedieron a recordar y compartir su experiencia primaria de victimización y la comparación con un grupo control de la sociedad vasca en general, estuvo orientado a entender el modo en el que la violencia colectiva afecta a la salud física y psicosocial de quienes la sufren. De los resultados se desprende que la violencia es un problema de salud pública que perjudica la salud de sus víctimas de manera significativa y persistente y que su impacto negativo puede perdurar en el tiempo mucha más allá del momento en el que el hecho tuvo lugar. La afectación de la violencia, tal como reflejó el estudio, se produjo en distintos órdenes: tanto en forma de afectaciones sobre la salud física como psicológica (con sentimientos y síntomas de dolor extremo, ansiedad, depresión, somatizaciones, estrés postraumático) y psicosocial, con un impacto significativo en el sistema de creencias básicas que alteró la propia identidad, el modo de relacionarse con los demás y la capacidad de trabajar y desarrollar proyectos acordes a sus potencialidades, entre otras cuestiones. Además, en relación al apoyo social percibido, las víctimas primarias mostraron encontrarse más solas y más estigmatizadas que el conjunto de la sociedad. Los resultados son coherentes con los estudios en el ámbito internacional: en líneas similares, aunque con una perspectiva más anclada en la escuela del trauma versus la perspectiva psicosocial, los resultados del estudio sobre las consecuencias en la salud física y psicológica del atentado de Omagh en Irlanda del Norte indicaban, además de un amplio porcentaje de población cronificada en el estrés postraumático, una alto porcentaje de casos de diabetes y cáncer de estómago (entre otras) entre las y los afectados directos. Así mismo, el estudio llamaba la atención acerca del impacto sostenido en el tiempo y de modo transgeneracional, poco explorado esto último, por cierto, en nuestro contexto inmediato.

Sin embargo, la discusión entre los agentes invitados también mostró que muchas víctimas de episodios de violencia colectiva pueden desarrollar experiencias positivas y extraer aprendizajes, no tanto de la violencia en sí, sino del modo en el que reaccionaron a la misma, aunque esto no signifique que se reduzca el dolor y el sufrimiento. A este respecto el equipo ISAVIC explicó que los aprendizajes de las víctimas consistieron, entre otros, en: a) un cambio en lo que era prioritario en la vida para ellas; b) el desarrollo de la solidaridad y la disposición a ayudar a los demás; c) la comprobación del apoyo social de la gente que tuvieron al lado y que sí se volcó con ellas y d) el darse cuenta de las propias fortalezas para salir de experiencias negativas, etc. La posibilidad de dar sentido a lo ocurrido, las profundas convicciones religiosas o ideológicas o el desarrollo de estrategias de afrontamiento desde la colectividad (participar en asociaciones, acudir a movilizaciones, etc.) pudieron ser algunas de las causas que colaboraron a enfrentar lo sucedido.

Los datos referidos a las estrategias de afrontamiento más efectivas esgrimidas por las afectadas directas tras los atentados del 11- M en Madrid descritas por Adolfo Benito indicaron que el apoyo sociofamiliar fue el factor que más ayudó a normalizar la vida de los y las supervivientes, a bastante distancia de otros recursos como los fármacos o la ayuda terapéutica prestada por psicólogos y/o psiquiatras. Aunque un porcentaje menor mencionó el factor religioso o ideológico como estrategia de afrontamiento, los resultados de dicho estudio indicaron que quienes hicieron uso de dichas convicciones evolucionaron muy positivamente. La no búsqueda de apoyo, tal como sugirió Enrique Echeburúa, puede estar relacionada bien con una falta de confianza hacia los y las profesionales de la salud o bien por las resistencias a reconocer la necesidad del apoyo como si ésta fuese reflejo de una debilidad personal, lo que puede generar que muchas personas queden al margen de los circuitos asistenciales.

En el caso de Irlanda del Norte, Bolton describió un ciclo explicativo de las fases vinculadas al proceso postraumático en el que se contemplaba: a) una situación de caos; b) otra de elecciones autodestructivas con sentimientos de odio, venganza y amargura; c) una tercera fase que denominó de “dones” vinculados a la aceptación y al deseo de perdón y d) una última fase de creatividad y reconstrucción del sentido del mundo.

Aun reconociendo que ser víctima de la violencia colectiva no es un cuadro clínico y que existen diversos factores protectores frente a lo patológico, Echeburúa describió algunos de los factores que pueden influir negativamente en el proceso de recuperación y reconstrucción tras la exposición a la violencia y derivar en cuadros que requieran de tratamientos psicológicos específicos. Así, explicó que sólo cuando el malestar persiste en el tiempo, se produce una modificación permanente de la personalidad (“esa persona ya no es la de antes”), existe descontrol en las emociones y dificultades para expresar sentimientos de indignación, entre otros, puede ser necesario un tratamiento psicológico. Los predictores positivos o de éxito del tratamiento estarían ligados en palabras de Echeburúa a: a) la capacidad de exteriorizar los sentimientos; b) la recuperación de las rutinas; c) la ausencia de sentimientos de odio y d) la posibilidad de implicarse en proyectos ilusionantes. Por el contrario, el victimismo, el tratamiento psicológico prolongado, las bajas o incapacidades laborales innecesarias o las implicaciones en procesos judiciales pudieran ser, para Echeburúa, elementos o predictores negativos del tratamiento.

Estas aproximaciones y abordajes del bienestar y la recuperación sin embargo generan algunas polémicas. La literatura científica y la experiencia de trabajo con poblaciones afectadas por violencia colectiva indican que la impunidad genera una victimización añadida al hecho violento y que uno de los elementos más reparadores para las víctimas tiene que ver con el logro de la justicia. Involucrarse en solitario en periplos con la justicia, sobre todo cuando no existe una estructura de oportunidades favorable, puede ser, en efecto, un elemento que haga peligrar la salud psicosocial, pero quizás merezca la pena plantearse en qué medida el acompañamiento de los y las profesionales de la salud mental no debiera contemplar la oferta de los recursos y las redes necesarias para la denuncia de los derechos humanos que fueron violados. El reconocimiento social y la sanción jurídica del daño parece tener cierto efecto positivo en la recuperación de las creencias básicas que se ven alteradas por la violencia; entre otras, el ser una persona digna de respeto y la recuperación de la confianza en el mundo justo y en sus instituciones. Cuando la justicia no se consigue, la inducción al perdón como objetivo y la patologización de los sentimientos de odio y resentimiento pueden volverse, cuando menos, peligrosos. Quizás es porque quien escribe es más militante de las “dignas rabias” que de los perdones políticos en ausencia de verdades y justicias. Recuerdo en este sentido el testimonio de Jean Amery, sobreviviente de los campos de concentración de la Alemania Nazi, quien explica sus dificultades para participar de los altos vuelos éticos que se les proponen a las víctimas mientras sus torturadores no se nieguen a sí mismos y dice: “(…) En compensación por las heridas que me había inflingido el látigo- sin atreverme a reclamar que el verdugo ahora indefenso sufriera bajo mi propia mano-, al menos, la indigna satisfacción de saber a mi enemigo preso; con ello me figuraba haber resuelto la contradicción de mi demencial y distorsionador sentido del tiempo”. 

 

Muchos han sido los llamamientos al perdón en el transcurso de la humanidad.  Ya en la tradición griega, la Odisea y el poema de Alceo marcaban que todo comienza con los llamados al olvido: no sólo de las maldades de los otros sino también de la propia cólera y el rencor.  Sin ese lazo no podría restablecerse el lazo de la vida, o lo que es lo mismo, la apelación, desde la tradición durkheniana, al olvido como mecanismo de restauración del vinculo social. En estas cosas de la imposición del perdón y el olvido a las víctimas (y otras miserias) también tenemos experiencias varias en el contexto del Estado.

 

Sin duda, las mejores estrategias que, a mi juicio, se discutieron en este Seminario en la búsqueda del bienestar para las personas afectadas por la violencia colectiva son aquellas que tienen que ver con la reparación comunitaria del daño. Para ello es importante encontrar el modo en el que la sociedad pueda apropiarse de los estudios que se generan para su propio bienestar, para ejercer mejor sus derechos y para introducir sus demandas en la agenda política. Como nos recordaba Carlos Martín Beristain, con la lucidez de quien lleva años y kilómetros abrazando los dolores de las sociedades afectadas por la violencia, las comunidades guatemaltecas insistían en que no querían estudios que contasen los muertos, sino estudios que les ayudasen a reconstruirse, lo que se traduce en la participación y en el ser parte de un proceso social de la comunidad de pertenencia. La violencia colectiva es un fenómeno social y por eso el trabajo comunitario y la involucración ciudadana juegan un papel fundamental en la mitigación del dolor a través del reconocimiento, la solidaridad emocional y el apoyo social e institucional, aun cuando en casi todos los contextos las víctimas hayan expresado la soledad y la falta de compromiso con ellas. Con esta mirada, Beristain insistió en la importancia del reconocimiento de las victimas como punto de partida para la prevención y la trascendencia de una consideración amplia de la victima frente a una visión restringida que limite su posibilidad, entre otras, del acceso a la salud.

 

En el caso de Euskadi, esta recomendación tiene una especial relevancia en tanto que el reconocimiento y la definición de quiénes son las víctimas ha pasado por distintas etapas; aun hoy sigue siendo un concepto resbaladizo y conflictivo también entre los participantes de estos encuentros. La discusión sobre el concepto de “violencia colectiva” versus “violencia terrorista” que se produjo entre los y las ponentes del Seminario para la definición de lo que ocurre en Euskadi refleja la persistencia de un discurso polarizado que sigue invisibilizando a parte de los y las afectadas por la violencia que nos sacude. Polarizado como si denunciar una violencia implicase estar del otro lado y estuviésemos sometidos y sometidas al juego del “estar conmigo o estar contra mi”. Alguna lectura desde la salud psicosocial de la sociedad vasca merece la pena: caer en la polarización y no denunciar las violaciones a los derechos humanos pudiera leerse desde el cómo la violencia y la polarización han afectado nuestra capacidad de empatizar con el sufrimiento del otro y mostrar la solidaridad; pudiera reflejar la naturalización de la violencia o devolvernos al “algo habrá hecho” que imperó en las más terribles dictaduras como elemento justificador de la violencia, la tortura y la desaparición. Inhibir la solidaridad y silenciar o aun justificar la violencia, pudiera incluso generar ciertas emociones de culpa y vergüenza ligadas a una identidad ciudadana capaz de mirar para otro lado cuando ocurre la violencia. Quizás no hoy, pero sí en el medio-largo plazo, como cuando la sociedad alemana, que sostenía no haberse enterado de los campos de exterminio, una vez documentada y probada su existencia, desarrolló fuertes sentimientos de culpa por haber permanecido impasibles. Por el contrario, el reconocimiento del dolor, de los múltiples dolores y la investigación y documentación de las violaciones a los derechos humanos, independientemente de quien sea el perpetrador, seguramente podrían mejorar nuestra identidad social, garantizándonos formar parte de una sociedad militante en la protección de los derechos y los principios de verdad y justicia. Asimismo, nos permitiría gozar de una buena salud psicosocial y colaborar en la reconstrucción de las creencias que la violencia (y la impunidad) ha alterado: la confianza en los otros, en un mundo donde la justicia funciona y en unas instituciones que nos protegen de la barbarie.