Maitane Arnoso

Argentina: breve historia de la impunidad.
Del olvido a las luchas por memoria y la justicia

(Hika, 169zka. 2005ko iraila)

El pasado 14 de junio, la Corte Suprema, máxima instancia judicial argentina, declaró con siete votos a favor, uno en contra y una abstención, la inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que dejaron en libertad a cientos (o miles) de represores de la última dictadura militar (1976- 1983) y cuya anulación posibilitará la comparecencia ante la justicia de entre cuatrocientos y mil quinientos militares. En este texto, nos proponemos revisar aquellos aspectos políticos y judiciales que posibilitaron la impunidad de los delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, los peligros de la misma así como los trabajos de la sociedad civil en la lucha contra el olvido, por la memoria y la justicia. Finalmente se apuntarán algunas de las complejidades y conflictos que entrañará este fallo en los próximos meses.

Es preciso reconocer que ni los crímenes ni su impunidad son patrimonio de la última dictadura argentina, sino que un ejercicio de memoria histórica, nos remontaría al menos al genocidio fundacional de América y las matanzas indígenas en la pampa argentina a las que Osvaldo Bayer ha denominado Campaña del Desierto para explicar su condescendencia. Pero sin anclar nuestro análisis tan alejado, y refiriéndonos en exclusiva a la última dictadura militar argentina, debemos ser conscientes que la impunidad no comienza con la aprobación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, sino que sus orígenes podemos encontrarlos en la clandestinidad de las prácticas represivas, al más puro estilo del Tercer Reich, caracterizadas por la metodología del secuestro como procedimiento de detención que concedía la impunidad absoluta del agresor y la indefensión total de la víctima, y propiciaba la borradura de toda huella que posibilitará una futura inculpación. Con el mismo objetivo, la maquinaria represiva funcionó a través de una dinámica de burocratización, rutinización y naturalización de la muerte. El dispositivo de los campos, separaba cuidadosamente al personal operativo (los que secuestraban), del de inteligencia (los que torturaban), de los que hacían los traslados (desaparecedores de cadáveres) fraccionando su funcionamiento para que nadie se sintiese finalmente responsable y que llegado el caso, dificultase las tareas de inculpación. Como apuntan Kelman y Hamilton en su libro Crímenes de Obediencia, las patotas se limitaban a capturar un blanco que se fijaba en otra instancia, los oficiales de inteligencia recibían un paquete ya encapuchado al que harían hablar; los que se deshacían de cadáveres (bultos que se arrojan o se entierran) eran el eslabón final de un proceso irreversible que ellos no controlaban, fortaleciendo la sensación de irresponsabilidad entre los agentes involucrados que se limitaban al cumplimiento de las órdenes recibidas, posibilitando lo que luego daría lugar a las argumentaciones y regulaciones de la obediencia debida.

El 28 de abril de 1983, las Fuerzas Armadas, a pocos meses de la defunción de la dictadura, daba a conocer lo que quisieron convertir en el Informe Final sobre la cuestión de las desapariciones, explicando que el Terrorismo de Estado significaba un compendio de falsedades y un agravio para todo el país. El informe trató de justificar los excesos cometidos reactualizando el discurso de la seguridad y la lucha contra la subversión, al tiempo que declaraba muertos a quienes figuraban en las nóminas de desaparecidos y trataba de erigirse como un punto final a esta cuestión, dejando sin sanción las más brutales violaciones de derechos humanos. La consecuencia inmediata de este informe, fue la promulgación, el 22 de septiembre de 1983, la ley nº 22.924 (ley de facto, o de amnistía), a través de la cual se solicitaba la superación de tragedias pasadas, para lo cual se exigía dejar atrás los enfrentamientos, perdonar los agravios mutuos y procurar la pacificación con un gesto de reconciliación nacional.

Con la llegada de la democracia, en diciembre de 1983, el Presidente de la Nación, Raúl Ricardo Alfonsín, mostraba la decisión de restablecer el Estado de Derecho y la imposibilidad de claudicar frente a principios éticos fundamentales que fueron violados durante la dictadura, anunciando los pasos legales correspondientes para someter a proceso tanto a los integrantes de las cúpulas de los movimientos subversivos como a los que según su gobierno habían sido los máximos responsables de la represión (tesis de los dos demonios). Es decir, aquellos que planearon la metodología dando las órdenes necesarias para ponerla en práctica y aquellos que se excedieron en el cumplimiento de dichas órdenes. Como resultado de este decreto, sólo los integrantes de la Junta Militar que usurpó el gobierno en 1976 (Jorge R. Videla, Orlando R. Agosti y Emilio E. Massera) y las dos Juntas Militares subsiguientes serían juzgados (Roberto E. Viola, Omar D.R. Graffigna, Armando R. Lambruschini, Leopoldo F. Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge I. Anaya). De los nueve, cuatro resultaron absueltos.

Aunque después del juicio a la Cúpula Militar comenzaron a proliferar juicios contra otros miembros del Ejército y la Armada, las ilusiones primeras se fueron quebrando. Las presiones militares impulsaron que el Gobierno enviase al Congreso dos leyes para frenar los juicios. A través de la ley de Punto Final (ley 23.492) y la Ley de Obediencia Debida (ley 23.521) se institucionalizó el camino de la impunidad. Además, a partir del 6 de octubre de 1989, bajo la presidencia de Carlos S. Menem, se empezaron a conocer una serie de decretos (los indultos) por los cuales el Presidente de la Nación perdonaba la pena y en algunos casos, la supuesta pena que le hubiera correspondido a determinados encausados, justificándolos por la perturbación que las secuelas de enfrentamientos pasados generaban en el espíritu social argentino, impidiendo el alcance de objetivos de concordia y unión.

Nos encontramos ante episodios de silencio institucional que trataron (fallidamente) de construir un futuro democrático sin mirar al pasado, apelando al olvido para erigir, en condiciones precarias, un lazo social brutalmente destruido, al tiempo que provocaban profundas distorsiones en la memoria colectiva. El recurso al olvido como camino para el mantenimiento de la impunidad bajo el discurso de la necesidad de la reconciliación nacional ha sido una práctica muy extendida en la historia de la humanidad. En la misma tradición griega, La Odisea y el poema de Alceo marcan que todo comienza por llamados al olvido, sin el cual no podrá restablecerse el lazo de la vida en la ciudad. En términos sociológicos, en la tradición de Émile Durkheim y Marcel Mauss, hay una apelación al olvido como un mecanismo de restauración del lazo social en el interior del espacio urbano. La tradición de olvidar para no sentir el dolor es un continuo requerimiento a no recordar ciertas desgracias y está ligada a una idea de la política como un espacio en el cual el rencor y el odio ceden lugar a un tipo de negociaciones sobre la base que supone considerar que algunas cosas no ocurrieron, porque continuar recordándolas es mantener el aguijón en carne viva (ver Ansaldi, 2002).

Un peligro inherente al recurso al olvido y la institucionalización de la impunidad es que produce y reproduce la cultura de violencia, entronizando el ejercicio de violencia institucionalizada y provocando un profundo irrespeto a la dignidad de la persona humana. La ineficacia en el procesamiento de los crímenes cometidos contra sectores de una comunidad hace que se generalice un sentido de conformidad con los intereses representados por aquellos que detentan el poder y que sus actuaciones se consideren razonables. El efecto más terrible de la impunidad es que a la pérdida causada por la violencia social y política se añade la pérdida del compromiso con la justicia y la verdad. De aquí se pasa muy fácilmente a la desconfianza en el derecho. Es muy fácil y con frecuencia ocurre que quienes experimentan la impunidad desarrollen una actitud de apatía y silencio ante los crímenes contra los derechos humanos. Es usual recordar la proposición de George Santayana, expuesta en La vida de la razón, escrito hacia 1905: “aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo” (puede comprobarse en la violencia institucional que se practica en la actualidad bajo los discursos de Seguridad Ciudadana y Tolerancia Cero a los que nos referimos en un artículo publicado en esta misma revista en el mes de mayo).

Sin embargo, como sugiere Scott (1992), las memorias silenciadas no desaparecen, sino que los sucesos silenciados pueden ser los más importantes en el desarrollo de las memorias colectivas ya que subsisten como memorias privadas intensas o como hábitos, potencialmente recuperables, amenazando el consenso nacional que se pretende imponer. Cuando el Estado no desarrolla canales que reconocen abiertamente los acontecimientos de violencia de Estado, la lucha sobre la verdad y sobre las memorias apropiadas se desarrolla en la arena societal. Ante la impunidad es necesario mantener la práctica de la resistencia en la construcción de un sistema de valores que de primacía al respeto a la vida y a la dignidad humana. Para conformar esa cultura es imperativo investigar, denunciar y castigar el pasado que dio lugar a la barbarie. De lo contrario se transmitirá a las generaciones jóvenes y a las que están por venir el mensaje de la impunidad, de rechazo a la dignidad y a los derechos humanos. En este nivel, es imprescindible recordar el activismo de asociaciones como Madres de Plaza de Mayo, Abuelas, H.I.J.O.S, por citar las más representativas. Sus esfuerzos en la lucha por la verdad y la justicia han sido substanciales, a través, mayormente de artefactos culturales como la música popular, la poesía, el teatro y la literatura para promover una historia crítica de los eventos violatorios de los derechos humanos que habían quedado impunes. Sus luchas por el mantenimiento vivo del recuerdo de las 30.000 personas detenidas y posteriormente desaparecidas, la apropiación indebida de menores, etc. ha sido indispensable para la socialización del sentimiento de vergüenza frente a la impunidad, la pérdida de confianza en las instituciones y las reclamaciones de justicia, que sin duda están en la base de las medidas adoptadas para la anulación de las leyes del perdón.

Lo que queremos hacer constar es que sólo el esfuerzo realizado durante más de treinta años por las organizaciones de supervivientes y familiares del genocidio ha posibilitado la apertura de un camino hacia la reconstrucción sobre la verdad. Nos referimos, tanto a las decisiones concretas del Gobierno de Nestor Kirchner en la construcción del Centro de la Memoria, museo y lugar de encuentros sobre Derechos Humanos es la escuela Mecánica de la Armada (ESMA), como a la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que permitirán que los procesos por delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura puedan ser continuados.

La decisión originó nerviosismo entre los militares, mientras que los organismos de derechos humanos recogieron el fallo con satisfacción y alegría. Sin embargo, esta decisión no constituye más que un punto de partida que deberá arbitrar algunos conflictos que a partir de ahora estarán sobre la mesa. En primer lugar se deberá reflexionar sobre la intencionalidad de esta anulación, que quizás haya estado motivada por los riesgos de una actuación más punitiva de tribunales extranjeros o internacionales. En segundo lugar, tendrá que dilucidarse el número de probables acusados. Mientras el general Roberto Fernando Bendini, jefe de las Fuerzas Armadas argentinas, señala a 400 militares, para Estela Carlotto, presidenta de la organización Abuelas de Plaza de Mayo, serían más de 1.600 si se toma como referencia válida la lista que arrojó la indagación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). Por su parte, Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo, sostiene que hay evidencias sobre más de 4.000 militares implicados. Además, se tendrá que cavilar sobre la responsabilidad de los civiles que desde distintas responsabilidades fueron cómplices de los crímenes, así como el rol jugado por las transnacionales, que como afirmó Bonafini, “nunca fueron tocadas en el pasado y no deberían quedar fuera ahora”. Al mismo tiempo, por los precedentes ya sentados, los organismos muestran cierta cautela ante el fallo, mostrando su escepticismo a que los futuros condenados vayan a cumplir sus penas, rechazando que los juicios se celebren en espacios castrenses, así como que las penas se purguen en alojamientos lujosos o en los respectivos domicilios por cuestiones de avanzada edad, mientras presos comunes se consumen en cárceles vergonzosas. Tampoco olvidan los indultos de Menem, los cuales aun se mantienen indemnes. Sin duda el fallo es un eslabón más en la lucha contra el olvido, pero habrá que esperar con prudencia el transcurrir de los acontecimientos.