Manuel Llusia

Un mundo diferente
(Página Abierta, nº 136, abril de 2003)

26 de marzo de 2003

En el momento de escribir estas notas se está produciendo el terrorífico bombardeo sobre Irak y la consiguiente invasión de las tropas estadounidenses y británicas. Empiezan a ser ya más de mil las víctimas civiles y militares de las que se da cuenta. Las protestas en el mundo contra esta guerra de agresión no han cesado.
A pesar del férreo control informativo de las fuerzas militares invasoras y de la dificultad de los periodistas de seguir el curso de las acciones bélicas, algunas brechas han quedado abiertas y empiezan a emerger las mentiras y contradicciones de la información oficial sobre la guerra. Al Yazeera y la presencia de importantes medios de comunicación en Bagdad parecen alumbrar esperanzas de resistencia informativa en el campo de la propaganda de guerra.
Los sentimientos de quienes se movilizan contra la guerra en muchos lugares seguramente serán contradictorios al enfrentarlos con el futuro inmediato que se avecina. No se desea que haya más vidas segadas por esta locura neocolonial, y se lucha por pararla. Y como se ve que nada detiene a sus impulsores, se cuela razonablemente la esperanza de que el Ejército invasor se encuentre con una fuerte oposición, que no pueda seguir adelante en su objetivo, aunque, a la par, no deje de acudir a este combate interior la convicción de que eso supone más masacre.
Pero lo cierto es que en ese deseo de derrota del invasor se halla un principio moral indiscutible frente al agresor, que es, además, verdaderamente un peligro para la paz y la seguridad internacional por su voluntad imperial y el modo en que la ejerce ahora.
Nada parece que pueda parar la determinación y fuerza de los aliados para este gran crimen. Ninguna alternativa política interna al actual poder dictatorial de Sadam Husein, que no sea títere de EE UU, puede presentarse y modificar el curso de los acontecimientos. Y los Estados e instituciones de la llamada comunidad internacional, según su posición ante la agresión a un país soberano, miembro de Naciones Unidas, tienen ya puesta su mirada frente a un futuro de dominio estadounidense y británico de Irak, ya sea para recoger los beneficios de su apoyo, ya sea para paliar el desastre humanitario o para intentar jugar un papel más directo con la ONU en el difícil equilibrio posbélico.
La victoria militar, con las consecuencias humanas y los efectos devastadores sobre la ancestral tierra y cultura iraquí que produzca, no conllevará necesariamente una victoria política en toda regla de los aliados occidentales en esta terrible aventura. A algunos, como es el caso del acólito Aznar y de su partido, puede suponerles una derrota en el campo diplomático y, sobre todo, en el electoral. Eso, al menos, es lo que desea mucha gente en este país nuestro y es por lo que trabajará. En el camino, otra derrota para Bush, Blair y Aznar es posible, y a la luz de los acontecimientos actuales podemos vaticinarla: la de la creación de una opinión pública internacional menos dócil, más dispuesta a defender valores tan positivos como los que se muestran en las movilizaciones contra la guerra. La gente joven las encabeza.


Las razones de una guerra

Las justificaciones para llevar adelante este ataque militar no han sido expuestas por sus valedores de modo nítido y uniforme, han variado en el tiempo.
Por otro lado, el Gobierno estadounidense ha solido diferenciar las de uso diplomático de las de consumo interno. Para estas segundas ofrecía, además, un plato de mensajes menos comestibles para el marco, por ejemplo, de Naciones Unidas: “EE UU debe defenderse, tiene derecho a ello”, “Sadam es una amenaza para nuestra seguridad”, “un peligro para nuestros intereses”, “EE UU debe responder a las responsabilidades internacionales, de paz, libertad y seguridad, que la ONU no ha sido capaz de cumplir”... Al fin y al cabo, la guerra de verdad la hace el Ejército estadounidense.
Más difícil lo ha tenido Aznar. Quizá de ahí su empeño de última hora en concentrarse para defender su posición en la legalidad de esta guerra; en que la resolución 1.441 del Consejo de Seguridad de la ONU, de noviembre del año pasado, autorizaba la acción contra Sadam (nunca hablará de “guerra”), monstruo donde los haya.
Y a pesar de las contundentes respuestas jurídicas y de sentido común a esa aseveración, no parece que tuviese otro remedio que insistir en ello y hasta leer en sus comparecencias en el Congreso párrafos de esa resolución que, según él, le daban la razón y con los que, a modo de garrote, entre provocador y cínico, parecía querer amedrentar a sus oponentes.
Ya se ha dicho, tanto en el Consejo de Seguridad como por parte del secretario general de Naciones Unidas, que no cabe una interpretación tal de la resolución 1.441. Ésta no autoriza a nadie a emprender una acción armada contra Irak. Y, además, el propio proceso vivido por el Consejo de Seguridad en este periodo de intento de legitimar la guerra ya decidida lo ha demostrado.
El Consejo de Seguridad, el único con atribuciones para tomar una decisión de ese calibre, no consideraba que con la resolución 1.441 se hubiese decidido una acción así; el proceso de inspecciones emprendido, base de la resolución, no fijaba el momento y la forma de llevar a cabo una guerra, ni los objetivos que habrían de buscarse con ella.
Por eso se entró en el juego de la necesidad de una nueva resolución que “desbloquease” lo que, en realidad, cuatro miembros de 15 bloqueaban con su empeño en acabar con las inspecciones y lanzarse a una guerra para la que ya no quedaba tiempo por el clima, el gasto y la proximidad electoral.
EE UU trataba de quemar la baza de cubrir su decisión con un logro diplomático que en parte le exigía su arriesgada acción para hacer avanzar la estrategia definida desde hace tiempo sobre Irak. Pero le salió mal, no encontró el apoyo suficiente, y la votación de una nueva resolución sin los nueve votos necesarios –más allá del voto negativo, que supone el veto para una resolución, de algunos de los fijos en el Consejo de Seguridad– liquidaba la salida de su interpretación de la 1.441. No podría así acudir a la legalidad para emprender la guerra.
Acudir a la resolución 1.441 para legitimar la acción de guerra contra Irak encierra tres problemas, a mi juicio, insuficientemente tratados a veces.
Uno, el de si existe algún fundamento para esa interpretación en la resolución 1.441. O si se olvida –o se malinterpreta, gracias a parte del texto de esa resolución– la decisión de acabar con la autorización de acciones armadas contra Irak contenida en las resoluciones que ponen fin a la Guerra del Golfo de 1991 (686, 687 y siguientes).
Dos, el de si, de modo torticero, se obvia señalar la diferencia entre lo que fue autorizado en 1991 (acciones armadas para hacer salir a Sadam de Kuwait, ilegalmente ocupado por él) y lo que se propone sea autorizado ahora (tomar militarmente Irak para... ¿desarmar a su Estado?, ¿derrocar al Régimen de Sadam Husein? ¿...?)
Tres, el de si sería ilegítima la aprobación por el Consejo de Seguridad de lo propuesto por EE UU y sus aliados, por ir en contra de los principios y propósitos de la Carta, a los que está obligado a respetar en sus decisiones, aunque sólo el Consejo sea el juez del valor y significado de sus propios actos. Ya se sabe que ninguna instancia está por encima del Consejo. El órgano de justicia, el Tribunal Internacional de Justicia, la tercera instancia establecida en la Carta de creación de la ONU, sólo es consultivo frente a las resoluciones de los otros dos: el Consejo de Seguridad y la Asamblea.
Trataré sólo los dos primeros problemas.

La autorización contenida en la 1.441

Los párrafos que sirven a la prestidigitación de Bush, Blair y Aznar de esa dichosa resolución son los siguientes:
«Recordando que en su resolución 678 (1990) autorizó a los Estados Miembros a que utilizaran todos los medios necesarios para hacer valer y llevar a la práctica la resolución 660 (1990), de 2 de agosto de 1990, y todas las resoluciones pertinentes aprobadas ulteriormente y para restablecer la paz y seguridad internacionales en la región [...]
»Recordando que en su resolución 687 (1991) había declarado que una cesación del alto el fuego estaría subordinada a que Irak aceptara las disposiciones de esa resolución, incluidas las obligaciones de su cargo que en ella figuraban...»
Párrafos envenenados que se colaron a la fuerza en la resolución, pero que se encuentran en el apartado en forma de preámbulo, de “considerandos”. Y que no forman parte del de las decisiones que el Consejo adopta en esa resolución; ninguna de las cuales concreta nada sobre esos “reafirmando”, sino que abre un proceso de exigencias de desarme, y de inspecciones para confirmarlo; eso sí, como “última oportunidad”. Pero que no tiene plazo, ni en él queda fijado el paso siguiente. Sólo que el Consejo “seguirá ocupándose de ello”. Y en ese proceso se estaba, con el consentimiento de las autoridades iraquíes.
Con la resolución 687 del 3 de abril de 1991 se ponía fin a la autorización armada de las fuerzas aliadas contra la invasión de Irak fijada en la resolución 678 del 24 de noviembre de 1990. Irak invadió Kuwait en agosto de 1990, e inmediatamente el Consejo de Seguridad condenó esa agresión y fijó las exigencias de cese de la acción iraquí, sus obligaciones por los efectos de esa invasión armada y las sanciones para forzar a Irak a cumplirlas (resoluciones 660, 661 y siguientes).
(Cuestión aparte, respecto a esta reflexión, pero de importancia capital, es el interés de EE UU por forzar rápidamente la autorización de su intervención armada, ya preparada y en parte iniciada, sin dar tiempo a que las sanciones impuestas comenzaran a surtir sus efectos. Nunca sabremos, como ahora, cuál hubiese sido el resultado).
Ciertamente, en el punto 33 de la resolución de cese el fuego, la mencionada 687, se afirma que entrará en vigor una cesación oficial del fuego entre Irak, por una parte, y Kuwait y los Estados miembros que colaboran con Kuwait, por otra, una vez que Irak haya notificado al Secretario General y al Consejo de Seguridad su aceptación de las disposiciones sobre el desarme estratégico y otras obligaciones contenidas en los puntos anteriores de esa resolución.
Lo que no se dice ahora es que Irak notificó oficialmente esa aceptación en carta dirigida al Secretario General, y que éste así lo trasmitió al Consejo de Seguridad. Y que, precisamente, la puesta en marcha posterior de todo el sistema de inspecciones y sanciones ponía fin no sólo a la autorización, sino a la amenaza.
Más todavía. Con la resolución 687 y siguientes se creaba la Misión de Observación específica de la ONU (Uniskom) y se exigía la retirada de las fuerzas aliadas. Desde entonces hasta la actualidad han sido numerosas las resoluciones sobre Irak, y en ninguna se hace mención del restablecimiento de esa autorización para una acción armada. Ni se autorizó expresamente –a pesar de lo que algunos cuelan de matute en su defensa de la acción armada aérea estadounidense y británica durante once años en territorio iraquí– ningún despliegue militar sobre Irak, independientemente de su mayor o menor colaboración con las exigencias establecidas en la ONU.
(Otra cuestión aparte –y más fundamental que la anterior– es la valoración que merece el cómo ha sido tratado Irak por parte del Consejo de Seguridad durante todos estos años, gracias a la puerta abierta con las disposiciones de esa resolución 687. Entre otras cosas, Irak se convertía en un rehén de EE UU y parte de sus aliados, a pesar de que, como se afirmaba en una resolución tras otra, su independencia, soberanía e integridad territorial debían ser respetadas por todos los Estados miembros de la ONU).
En definitiva, esa interpretación de lo que está vigente contenida en los párrafos mencionados es absolutamente abusiva, no cabe a la luz de los hechos, aunque venga a demostrar el juego de intereses y dependencias presentes en el Consejo de Seguridad. Con ella se amplían de golpe las condiciones para el cese de la autorización armada al cumplimiento total de las obligaciones consideradas por el Consejo de Seguridad para Irak, algo que nunca ha dicho este órgano.
El segundo problema antes enunciado enlaza con esto último.

¿Pero de qué acción armada se habla?

Independientemente de la valoración negativa que se tenga de la autorización a determinados países –con evidentes intereses espurios en relación objetivo declarado– de una acción armada contra Irak, sin control real, además, de la ONU, el objetivo admitido era la respuesta de ayuda a Kuwait para repeler la invasión iraquí; eso era lo realmente decidido con la resolución 678.
E independientemente, además, de la valoración sumamente negativa de cómo se usó la fuerza militar para lograr ese objetivo, y hasta dónde llegó su acción contra Irak, su población e integridad territorial.
Lo cierto es que en el curso de ella se vio que las pretensiones de EE UU de ir más allá en los objetivos no contaban con la aprobación del Consejo de Seguridad ni de los aliados más cercanos. La aprobación conseguida de buena parte de la comunidad internacional a la acción aliada podía resquebrajarse.
Y ahora nos encontramos en ese punto. (Mejor dicho, ahora nos encontramos aún más lejos). La acción que se dice queda autorizada por la resolución 1.441 es nueva, por sus objetivos, contrarios a la Carta de las Naciones Unidas: la invasión de un país soberano, con una acción de guerra monstruosa que se descarga sobre la población indefensa, para imponer un Régimen a la medida de las fuerzas invasoras.
Y es nueva, e ilegal, porque no está sometida a la decisión del Consejo de Seguridad, a su mandato y control; ni responde a los criterios mínimos para un control del uso de la fuerza: de legitimidad de objetivos, de proporcionalidad, de análisis de sus efectos, de quién puede ejercerla, etc. Así está determinado el cómo debe ser usada la fuerza armada en la Carta de las Naciones Unidas; en parte, de modo, explícito, y en parte, como lógica consecuencia. Sin embargo, no deja de ser un asunto sin duda difícil, como se ha encargado de demostrar la realidad, que ha puesto sobre el tapete los límites para el ejercicio de la acción armada por parte de la ONU.
Pero es que la guerra es un asunto muy grave, precisamente el que se quiso eliminar con la creación de las Naciones Unidas. Lo afirmó la Carta fundacional, sobre la que ahora señor Aznar usted “defeca”, y quizá por eso ha de ver cómo los estudiantes de Barcelona le plantan ante la cara de su partido varios kilos de mierda para que pueda hacerle, si no recapacitar, al menos conocer la pestilencia de su olor.