Manuel Llusia

Hacia la igualdad entre hombres y mujeres (II)
Mujeres, cuidados y dependencia

(Página Abierta, 171, junio de 2006)

            Hace tres meses publicamos un análisis de los límites y problemas para un mayor avance en el objetivo de la plena igualdad entre mujeres y hombres. Entonces anunciábamos una continuación sobre otros asuntos relacionados con este reto. Ahora nos toca hablar de los cuidados y la dependencia. Y lo haremos en dos entregas. En ésta trataremos de mostrar la realidad española y en el siguiente abordaremos los debates y propuestas actuales frente a la llamada dependencia.
            Nunca como ahora se ha hecho más público hablar de los cuidados, de las personas que los ejercen y de la dependencia. Sin embargo, las reflexiones, estudios y debates sobre estas cuestiones en España cuentan con más de una década.
            Ambos términos –cuidar y dependencia– encierran contenidos y expresan realidades que no son mostrados de modo unánime. Hablemos de ello.
            El cuidado es una acción que responde a una necesidad básica que, como nos dice Arantxa Rodríguez (1), tenemos todas las personas «y no solo las dependientes por razón de edad, situación de enfermedad, invalidez, etc.» Y al hablar de estas necesidades que implican cuidados de otra persona, Arantxa enseguida nos advierte de su carácter multidimensional, refiriéndose a dos esferas interrelacionadas, la material y la inmaterial, la de los sentimientos, afectos, etc.
            De otra manera dicho, en este caso por Marie Françoise Collière (2), el cuidado es entendido como el conjunto de todas aquellas actividades humanas físicas, mentales y emocionales dirigidas a mantener la salud y el bienestar del individuo o de la comunidad. Para esta destacada estudiosa de estos temas, desde el campo de la enfermería, la asistencia social y la antropología, cuidarse, cuidar, ser cuidado son funciones naturales indispensables para la vida de las personas y la sociedad, en tanto son inherentes a la supervivencia de todo ser vivo. Es así como cuidar representa un conjunto de actos de vida que tiene por objetivo hacer que esta se mantenga, continúe y se desarrolle.
            Tal vez esto lo sabe ya todo el mundo. Pero, también quizá, no siempre se sacan todas las consecuencias de lo que acontece en relación con la necesidad y práctica del cuidado. Sobre todo si no se advierte la influencia en ello de los contextos históricos o los cambios sociales. Siguiendo las reflexiones de Collière, se debe tener en cuenta que a través de la historia, la forma del cuidado, de entender su significado, de practicarlo y de asumir la responsabilidad frente a éste, ha sido una construcción cultural materializada en un patrimonio de prácticas, ritos, creencias, actitudes, representaciones y conocimientos que una cultura tiene alrededor del cuidado, en la que la historia, la ciencia y la misma cultura han cumplido un papel muy importante en su evolución, pues han contribuido a la construcción de este patrimonio y han dado dirección al cuidado de la vida y la salud (3).
            Visto en perspectiva, no siempre ha prevalecido ni prevalece, por ejemplo, un concepto integral del cuidado. Tampoco se ha hecho visible el valor y la importancia social del cuidado doméstico. Y por lo tanto, del significado y efectos de considerar poco más o menos que natural que esa tarea del cuidado corresponde fundamentalmente a las mujeres, algo fuertemente interiorizado en sociedades incluso modernas como la nuestra. Los cambios científicos y tecnológicos, y en particular los aplicados a la medicina, han influido en el concepto y formas de promocionar el cuidado, con resultados contradictorios a veces. De ahí, por ejemplo, la separación consagrada entre cuidados cotidianos y actividad de curación; o por el contrario, desde otra perspectiva, cuando se identifica el “tratar” con el “cuidar”, velando así la dimensión más amplia del cuidado.
            Pero sigamos con el hilo conductor del significado de las palabras cuidado y dependencia, para acercarnos a ese segundo término.
            Cuando las actividades más básicas pueden ser realizadas de forma autónoma por cada persona, como el cuidado de sí mismo, las llamamos autocuidados. En caso contrario, cuando no podemos realizar este tipo de cuidados por nosotros mismos, por razón de edad, de enfermedad o discapacidad física o mental, entonces necesitaremos del cuidado externo, de otras personas que nos suplan o que nos ayuden a realizarlos de forma continua y más intensa que en la habitual interdependencia en las actividades cotidianas.
            El Consejo de Europa (1998) define la dependencia como «un estado en el que se encuentran las personas que por razones ligadas a la falta o la pérdida de capacidad física, psíquica o intelectual tienen necesidad de asistencia y/o ayudas importantes a fin de realizar los actos corrientes de la vida diaria y, de modo particular, los referentes al cuidado personal».
            A partir de esta definición sencilla, no obstante, apreciaremos en los análisis sobre el cuidado y la población dependiente varios problemas. Uno podría ser el de si se incluye o no en esa población a la infancia, una vez que parece diferenciarse el campo del cuidado de la realización del trabajo doméstico o del conjunto del trabajo reproductivo. De entrada, hay analistas del cuidado y la dependencia que advierten de la existencia de un menor volumen de investigaciones o análisis –al menos desde el esfera pública– relacionados con el cuidado de niños y niñas, que los dedicados al cuidado de ancianos o discapacitados.
 
La provisión de cuidados

            Pero, ¿quién realiza esa labor o desde dónde se proveen medios y personas para ejercerla en nuestra sociedad?
            Podemos responder desde dos ángulos, uno estableciendo una tipología –tipos de personas cuidadoras–, otro acudiendo a las estructuras sociales que dan respuesta a esta tarea.
            En el lenguaje especializado suele distinguirse dos tipos de cuidado: el formal y el informal. El cuidado formal se define como el  conjunto de acciones que un profesional oferta de forma especializada que va más allá de las capacidades que las personas poseen para cuidar de sí mismas o de los demás. La actividad de esta persona está dentro del campo laboral y por lo tanto está regularizada y de ella se deriva una remuneración económica. Este trabajo asalariado o autónomo mercantil lo proveerá el Estado directamente, o empresas dedicadas a ello, o instituciones y asociaciones que pagan a esos profesionales y obtienen fondos públicos o privados para su sostén.
Si esas acciones las realizan familiares, amigos, vecinos y, en general, personas de la red social inmediata, que no reciben retribución económica por la ayuda que ofrecen, estamos hablando de cuidado informal  o apoyo informal al cuidado.
            Son, pues, el Estado, el mercado y la familia los proveedores de los cuidados. A ellos se añade la acción voluntaria o pagada de organizaciones de la llamada sociedad civil. El peso o volumen asistencial que realiza cada una de estas patas es diferente. En nuestro caso, la familia y su entorno son los que aportan el grueso del cuidado a las personas dependientes. Mientras que el Estado, a pesar del gran impulso logrado, se halla lejos de los niveles medios del sistema de bienestar europeo –no así de otros sistemas de algunos países ricos–,  y el mercado se halla aún poco desarrollado en este ámbito.
            Pilar Rodríguez Rodríguez, en su último trabajo hecho público (4), nos da muestra de cómo la extensión y desarrollo de los recursos sociales para la atención de las personas en riesgo o situación de dependencia, en particular las personas mayores, son sensiblemente más bajos en España que en la media de los países desarrollados [cuadro 1].


datos


            España es el último de los quince de la Unión Europea en gasto social de apoyo familiar. El gasto total estimado en 2000, según  Gregorio Rodríguez Cabrero, en protección social de la dependencia de personas mayores, incluyendo el gasto sanitario, es el 0,8% del PIB (5).
            Este experto en temas de política social señala que la población cuidadora total que proyectaba el estudio de EDDES (Encuesta de Discapacidades, Deficiencias y Estudio de Salud, publicada por el INE) de 1999 era de alrededor de un millón y medio de personas, de las que el 66,3% eran mujeres. Pero si hablamos del cuidador principal, el volumen correspondiente de mujeres sube hasta el 75% (6).
            Al hablar de las características de cada uno de los tipos de cuidados, el formal y el informal, a veces se asocia al informal una específica: estos cuidados siempre comportan una relación afectiva definida entre el proveedor y la persona dependiente. Sin duda, en la mayoría de los casos es así, pero quizá lo que les diferencia en realidad, más allá del ser o no ser remunerado, es la consideración del cuidado como deber especial o no.
            Se considera, por otra parte, que el cuidado formal es un trabajo y el informal una tarea desinteresada. Pero hay quienes advierten –como Mª del Mar García Calvente– que si se habla del cuidado como trabajo, no puede obviarse de que se trata de un trabajo especial, en el que lo emocional ocupa un espacio importante: «Cuidar implica tareas, pero también relaciones y sentimientos; esto es, tiene una dimensión relacional» (7).  
            Y a la hora de relacionar cuidado y dependencia, estas mismas autoras advierten de que «el cuidado se devalúa si se asocia a un estado indeseable de insuficiencia y, además, se basa en una concepción dual (cuidador-receptor), cuando el cuidado es más bien una relación de interdependencia».
            Los datos que se han ido ofreciendo sobre el volumen del apoyo informal frente al sistema formal, en la última década, apuntan la continuidad de esa mayor atención desde el informal. Si las investigaciones publicadas en los años 1994-1995 concluían que del total de cuidados que reciben las personas mayores, entre un 80% y un 88% eran llevados a cabo por la familia, mientras que los servicios formales solo proveían un 3%, las últimas investigaciones (Inserso 2004) «han puesto de relieve que la inmensa mayoría de los cuidados que precisan las personas mayores dependientes que no están en residencias son asumidos por familiares y allegados (el 83,5% del total que reciben)... Por su parte la encuesta sobre discapacidades, deficiencias y estados de salud (INE, 2001) corroboró este predominio de la familia en el cuidado de las personas con discapacidad en todas las edades» (8).
            En estudios anteriores del Inserso (año 2002) se constataba que el 20,7% de los adultos en España prestaba ayuda para la realización de las actividades de la vida diaria a una persona mayor con la que convivía, y el 93,7% de ellos tiene vínculos familiares con la persona a la que cuida (9).

Población dependiente en España

            Cuando hemos de conocer la estimación del volumen de población dependiente nos encontramos con diferentes datos fruto de criterios distintos en el análisis de la dependencia. 
            En el trabajo “Protección social de la dependencia en España”, publicado hace dos años, Gregorio Rodríguez Cabrero trataba de ajustar mejor los datos ofrecidos por la encuesta EDDES 1999, en los que se concluía que un total de 2.215.393 personas de 6 y más años presentaban alguna discapacidad respecto de las actividades de la vida diaria, es decir, estaban en diferentes situaciones de dependencia (en esa cifra no se incluían los dependientes que viven en residencias).
            Para ello, definía la población dependiente a partir de un modelo integrado de dependencia que incluía en cada discapacidad sus correspondientes niveles de gravedad para un conjunto de 12 limitaciones. El resultado era que cerca de 1,5 millones de personas podían considerarse dependientes. De ellas, el 68,3% tenían 65 o más años de edad y eran mayoritariamente mujeres: el 65,5%.
            A ese volumen había que sumar la población que vive en diferentes tipos de residencias. De la que, según este investigador y profesor, no se tiene información rigurosa, pero que él calculaba en unas 160.000 personas. 
            Y al cálculo final le faltaba, según él mismo señalaba,  otro grupo de personas, «un colectivo no muy numeroso, pero importante: los dependientes sin hogar y las personas con problemas de salud mental que viven en la calle, que aquí no recogemos debido a la ausencia de estadísticas fiables, pero que, sin embargo, no podemos olvidar en el diseño de una política de acción protectora».
            En el llamado Libro Blanco de la Dependencia del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales se estima en cerca de 2,3 millones de personas con discapacidad para las actividades de la vida diaria (a las que añade una estimación de 200.000 personas dependientes en alojamientos colectivos) [cuadro 2]. Del total, unas 950.000 constituirían el llamado “núcleo duro” de las situaciones de dependencia, es decir, la discapacidad severa y total. 


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            Como ya se ha dicho, las distintas formas de valorar el nivel de dependencia llevan a presentar diferentes estadísticas sobre el núcleo duro de la dependencia.
Los análisis de la dependencia por edad fijan los 6 años como inicio de esta pirámide de la discapacidad. Y aunque en todas las edades de ahí en adelante aparece un volumen de personas dependientes, el grueso se encuentra, lógicamente, en el tramo de más de 65 años: los dos tercios, según todos los estudios [cuadros 3 y 4].


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            En el estudio de 1999 de EDDES ya citado se señalaba que más del 32% de las personas mayores de 65 años tiene alguna discapacidad, mientras que entre las menores de 65 años la proporción de personas con discapacidad no llega al 5%. Aunque el aumento de la prevalencia es continuo conforme avanza la edad, a partir de los 50 años ese incremento se acelera de forma notable.
            La encuesta estimaba también, en conjunto, un número mayor de mujeres que de varones con discapacidad (el 58,3% de la población con discapacidad son mujeres). Sin embargo, este predominio cuantitativo de las mujeres no se daba  en todos los grupos de edad: se contabilizaba un mayor número de varones que de mujeres en las edades jóvenes, mientras que en edades más elevadas se invertía esta tendencia. El punto de inflexión se situaba alrededor de los 45 años.
            Por su parte, la nueva encuesta del Inserso de 2004 (10), dirigida fundamentalmente a conocer la situación actual en España del apoyo informal y de las empleadas y empleados de hogar en la prestación de apoyo a las personas mayores de 65 años, constata en primer lugar que el 69% de todas las personas receptoras de ayuda de cuidadoras o cuidadores informales son mujeres, siendo así que las mujeres representan el 57% de la población.
            En segundo lugar, el número de personas mayores atendidas a través de este tipo de ayuda informal, estimado a través de los datos de la encuesta, es de 1,2 millones, es decir, el 17% de la población de 65 y más años, mientras que cerca de 110.000 personas mayores eran atendidas a través del empleo doméstico o de hogar.
            La distribución de las personas mayores que reciben ayuda es inversa a la distribución de la población mayor por edades. La dependencia aumenta con la edad, por lo que el 65% de los mayores que reciben ayuda tienen entre 75 y 90 años. La edad media de las personas mayores en general es de 72 años, mientras que la de aquellas que están recibiendo este apoyo es de 80 años.

Otros rasgos del perfil de la población dependiente

            Siguiendo con el perfil de las personas mayores que son receptoras de ayuda informal, el último estudio del Inserso se detiene en su estado civil, los niveles de estudios, las formas de convivencia...
            El 57% de las personas que reciben ayuda son viudas y el 36% casadas. Esta distribución es muy diferente entre las mujeres y los hombres. La proporción de viudas es casi el doble que la de viudos, y la de casados casi el doble que la de casadas [cuadro 5].

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            El nivel de estudios es el correspondiente a la población de su misma edad, es decir, de su cohorte generacional y género: el 62% no tiene estudios terminados y el 34% tiene estudios primarios.
            En cuanto al modo de convivencia, Pilar Rodríguez, en una conversación que mantuvo con nosotros, nos comentaba que la mayoría vive con su hija o su hijo. «Esto arroja un perfil absolutamente  distinto de lo que es el análisis de la población mayor de 65 años sin relacionarla con la dependencia, porque hay un predominio de situaciones de independencia. Estas personas mayores prefieren vivir de una manera independiente, pero cuando se produce una situación de dependencia todavía es común que al final haya una reagrupación familiar, porque es más cómodo realizar los cuidados sin tener que andar de una casa a la otra. Sin embargo, este indicador está bajando: en 1994, el 39,5% convivían en el mismo domicilio y ahora ha bajado al 35%. Y se incrementa, en consonancia con lo que ocurre en otros lugares de Europa, el número de personas que viven solas y tienen una situación de dependencia, lo cual es una señal de alerta de que tenemos que disponer recursos porque cada vez va a haber más personas que necesitan ayuda permanente y que viven solas». 
            La forma de convivencia está muy relacionada con la edad, tal y como ya se constató en el estudio de 1994. «El aumento de la esperanza de vida conlleva a su vez la prolongación de la vida en pareja hasta edades más tardías; por tanto, la mayor proporción de mayores que conviven en pareja es el resultado de un proceso demográfico y no de un cambio social o de comportamientos» (Inserso, 2004).
            Cuando pretendemos acercarnos a los cuidados que se necesitan y dispensan es necesario analizar la intensidad de atención, el tipo de ayuda, los recursos empleados. Pilar Rodríguez, en su conversación, nos presentaba algunos datos sobre la frecuencia de la ayuda a partir del estudio de 2004 del Inserso sobre el apoyo informal a los mayores de 65 años. El 85% de la muestra señalaba una atención de todos los días y el 90% todos los días o tres veces por semana (datos superiores a los de 1994). El dato más significativo era que la media de horas, incluidos sábado y domingo, estaba por encima de las 10.
            Pero Pilar nos quería llevar más lejos: ¿cuántos años puede durar esa atención? «Ahora las dependencias cada vez duran más. Ahora se habla mucho de la dependencia,  y nos preguntamos si es que antes no había personas que necesitaban ayuda. Había, pero eran menos y duraban menos, morían antes. La situación de dependencia ahora puede durar 15 años, y mucha gente, a los 53 años o 54 años, tiene que enfrentarse con una situación como esta de tanto tiempo».
            En el trabajo de Gregorio Rodríguez Cabrero –realizado dos años antes y que ya hemos citado varias veces– nos encontramos también con algunos datos sobre el número de años que la persona cuidadora principal dedica a los cuidados personales: cerca del 42% de la personas dependientes ha recibido cuidados durante más de 8 años [cuadro 6].

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Las mujeres en el cuidado informal

            No es un misterio para nadie que cuando se habla de los cuidados, y en concreto del apoyo informal realizado por la familia y su entorno, se sabe que en nuestro país son las mujeres –con una diferencia abrumadora frente a los hombres– las encargadas de ello como figura principal.
            Pilar Rodríguez Rodríguez nos contaba hace poco la sorpresa que se llevaron con los resultados del estudio de 2004, diez años después del primer trabajo, en este caso del Inserso, sobre el apoyo informal y el papel de las mujeres en él. «En este periodo de tiempo pensamos que habría cambiado mucho por el desarrollo de la igualdad, del acceso de las mujeres al mercado de trabajo... La primera sorpresa fue que no solamente no había bajado el porcentaje de mujeres cuidadoras sino que la tendencia apuntaba a que subía, porque hay un punto más de diferencia entre las mujeres que son cuidadoras». En 1994, el 83% del total de personas cuidadoras eran mujeres.
            «La mayoría son mujeres de segunda generación, sobre todo hijas y en segundo lugar nueras de las personas mayores que necesitan atención... y la edad media  de las personas cuidadoras en el año 2004 es de 53 años, un año más que la de 1994», continúa Pilar.
            Un cambio que sí se vio a través de este nuevo estudio fue el de que disminuía el número de las personas cuidadoras únicas. En el año 1994, el 55% de todas las personas cuidadoras no tenían apoyo de nadie para hacer el trabajo, ahora son un 47%. «Son pocos puntos de diferencia –decía Pilar Rodríguez–, pero al menos parece que se están desarrollando estrategias para intentar que el cuidado se reparta en el seno de hogar».
            El perfil de las personas cuidadoras, como apunta Pilar Rodríguez, se concentra aún en mujeres que en su mayoría no tienen relación con el mundo laboral y que también presentan un bajo nivel de estudios. Y en esas franjas sociales –en muchos casos, con pocos recursos económicos familiares–, la envergadura de esa dedicación puede impedir su completo desarrollo y bienestar y «al final de su vida, se encuentran con escasos recursos y sin prestaciones sociales suficientes para vivir su propia vejez con calidad de vida».  

¿Crisis de los cuidados?

            Para Arantxa Rodríguez, la provisión de cuidados se encuentra en una encrucijada, en la que tiene que responder al  incremento de la demanda y a la necesidad de una nueva construcción del sistema de provisión de los cuidados, debido a importantes cambios sociales –sin duda aún en estudio– en las estructuras demográficas y en la población potencialmente cuidadora. En sus palabras, es necesaria «una renegociación entre los tres vértices del triángulo del cuidado: la familia, el Estado y el mercado» ante lo que podemos llamar nosotros conflicto entre la demanda social del cuidado y de las mujeres cuidadoras y la respuesta de la sociedad y el Estado.
            Se ha producido un importante envejecimiento demográfico: la esperanza de vida en 1999 se situaba en los 74 años para los varones y en 82 para las mujeres, y asistimos a un crecimiento de la franja de personas mayores de 65 años y, en especial, de las de 80. Teniendo en cuenta que ese envejecimiento está asociado a la aparición de las discapacidades o a su aumento en esas franjas de edad, la consecuencia normal es el incremento de las necesidades de cuidados y atención.
            Por otro lado, la tasa de natalidad ha ido disminuyendo mucho y cabe pensar que es y será menor el potencial de ayuda en la familia. Más aún con los cambios producidos en el sistema tradicional familiar y comunitario: desaparición de la familia extensa, familias monoparentales, incremento de la población mayor que vive sola, descenso –quizá– de la disponibilidad incondicional, la movilidad geográfica por motivos laborales, mayor distancia entre los hogares familiares, mayores dificultades para el apoyo comunitario...
            La integración de la mujer en el mercado de trabajo español se encuentra lejos de la realidad europea, mostrando bajas tasas de actividad y de empleo y elevadas tasas de paro. En este primer trimestre del año, la EPA señala una tasa de actividad de las mujeres del 47,47%, que continúa siendo muy inferior a la de los hombres (68,93%). Sin embargo, su evolución, ascendente, es muy acusada: en el año 1996 era aproximadamente del 37%; cinco años más tarde, en 2001, se había incrementado en casi 3 puntos, y en estos últimos cinco años ha subido 5 más.
            Este incremento notable de la tasa de actividad de las mujeres puede sin duda implicar una menor disponibilidad de tiempo para el cuidado o un mayor coste familiar, al mantenerse en buena medida los roles hombre-mujer sobre el cuidado. O una presión mayor hacia las personas mayores, abuelas, jubilados, para convertirles en cuidadores secundarios e incluso principales. 
            Otro de los factores que incide en el incremento de la demanda es la emergencia de nuevos problemas de salud derivados del estilo actual de vida y en particular de los accidentes de tráfico. Junto a eso existe también una presión del sistema sanitario para derivar el cuidado o la atención a la salud hacia los hogares, tanto por razones de coste como por una consideración diferente de la relación entre la curación y el cuidado.
            Con matices, algunos no pequeños, todos los expertos coinciden en ello, y así lo reconoce, también, profusamente el Libro Blanco. Gregorio Rodríguez Cabrero, en su estudio “Protección social de la dependencia en España”, concluye que el análisis de la situación  «nos confirma la existencia de un modelo “mediterráneo” de cuidados personales que recae mayoritariamente sobre la familia y, dentro de esta, sobre la mujer; que se trata de un modelo de cuidados intenso en tiempo semanal de cuidados y extenso en cuanto al número de años dedicados; y que, finalmente, genera importantes costes de oportunidad. Si bien la solidaridad familiar no va a desaparecer ni a reducirse sustancialmente, los cambios sociodemográficos ya señalados (incorporación de la mujer al mercado de trabajo, nuevas formas familiares, reducción del tamaño de la familia, entre otros) nos llevan a afirmar, con la cautela necesaria, que este modelo de cuidados se modificará profundamente en los años venideros. Lo cual supone que la solidaridad colectiva, es decir, los sistemas de protección social, está llamada a tener un papel más determinante que hasta ahora en la cobertura del riesgo de la dependencia y en el desarrollo de políticas sociales de apoyo a las personas dependientes y a la población cuidadora». A lo que habrá que añadir una implicación mayor de los hombres en las tareas domésticas y en el cuidado informal, para que el reparto de esta tarea sea equitativo, más allá de que el apoyo formal a la dependencia se convierta, dicen, en el “cuarto pilar del Estado de bienestar”.
            Como dice Pilar Rodríguez Rodríguez en su último estudio “El sistema de servicios sociales español y las necesidades derivadas de  la atención a la dependencia”, «a estas alturas de la historia hemos de defender el derecho de todos, varones y mujeres, a cuidar de nuestros hijos e hijas o a nuestros padres y madres, pero también hay que defender el derecho a conciliar la prestación de ese apoyo con la realización personal y profesional. Conciliación que sólo es posible si existen servicios disponibles y accesibles que puedan complementarse y converger con la atención familiar».
            A los debates y propuestas para ello, en las que está incluida la contenida en el proyecto de ley de dependencia, dedicaremos un próximo informe, continuidad de lo que ahora publicamos.

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(1) Charla en La Bóveda, Madrid, abril 2006.
(2) Marie Françoise Collière (1930-2005), eminente profesora de enfermería francesa y destacada figura de la enfermería internacional, ha pertenecido entre 1973 y 1996 al Comité de Expertos de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Es autora, entre otros libros, de Promover la vida (1982), publicado en castellano por MacGraw-Hill/Interamericana de España S. A., y  Ley 39/1999 para promover la conciliación de la vida familiar y laboral de las personas trabajadoras (Ediciones La Lucerna, 2003).
(3) En “El autocuidado y su papel en la promoción de la salud” (artículo de Tulia María Uribe, de la Universidad de Antioquía, en el que hace un recuento histórico de las prácticas y creencias occidentales relacionadas con el cuidado), citando las ideas de Collière contenidas en Promover la vida.
(4) “El sistema de servicios sociales español y las necesidades derivadas de la atención a la dependencia” (Fundación Alternativas, 2006). Pilar Rodríguez Rodríguez es gerontóloga y experta en dependencia y servicios sociales, directora de Estudios del Inserso (1993-1999) y coautora del Libro Blanco sobre la atención a las personas en situación de dependencia.
(5) “Protección social de la dependencia en España” (Fundación Alternativas, 2004). Gregorio Rodríguez Cabrero es catedrático de Sociología de la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid) y entre otros trabajos sobre política social y análisis del Estado del bienestar, ha formado parte del equipo asesor del Libro Blanco.
(6) Ibídem.
(7) “El impacto de cuidar en la vida de las mujeres”, de María del Mar García Calvente, Inmaculada Mateo Rodríguez y Gracia Maroto Navarro, publicado en Gaceta Sanitaria (volumen 18, mayo de 2004). Las tres autoras forman parte de la Escuela Andaluza de Salud Pública. García Calvente es miembro de SESPAS (Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria).
(8) “Cuidados a las personas mayores en los hogares españoles. El entorno familiar”, estudio a cargo de Pilar Rodríguez, Adela Mateo, Mayte Sancho y Mayte Álvarez, promovido por el Inserso y publicado en 2005.
(9) “Protección social de la dependencia en España”...
(10) “Cuidados a las personas mayores en los hogares españoles. El entorno familiar”...