Martín Alonso / Lino Veljak / Staša Zajovi
La UE ante los (in)refugiados. Ajustes estructurales
sobre la pedagogía de Auschwitz

(ctxt, Contexto y Acción, 30 de marzo de 2016).

La pedagogía de Auschwitz levantó a Europa de los escombros de la II Guerra Mundial. Jorge Semprún no se cansó de repetirlo; la Europa institucional nacería de los ecos de un grito: “Nie Wieder” (“Nunca más”). Que ese grito no resuene contra las vallas renacidas, contra las fronteras selladas, contra la criminalización de seres humanos obligados a huir para salvar sus vidas, es la prueba de lo lejos que estamos del espíritu fundacional de aquella Europa post-totalitaria que inspiró la Declaración Universal de Derechos Humanos, la figura del crimen contra la humanidad y un acerbo de derechos, entre ellos el de asilo, que aspiraba a desterrar de la faz del planeta el postulado inmundo de que hay vidas indignas (Lebensunwertes Leben). Escuchar que el International Rescue Committee, fundado por Albert Einstein en 1933 para rescatar a judíos de Europa, se encuentra ahora atendiendo a los refugiados sirios nos devuelve a los tiempos de la noche y la niebla. Más, cuando oímos a un Günter Lenhardt, suboficial en la reserva y candidato de AfD [Alternativas para Alemania], precisar que “al refugiado seguramente le da igual en qué frontera –la griega o la alemana– morir”. Por eso no está de más recoger las impresiones de dos testigos privilegiados del horror totalitario; la primera del escritor y miembro de la Resistencia Francesa David Rousset “las personas normales no saben que todo es posible” (El universo concentracionario), la otra del escritor ruso Vasili Grossman: “Sofía Osipovna constató con estupor que aunque el proceso de evolución había llevado millones de años, habían bastado pocos días para hacer el camino inverso” (Vida y destino). 

Los campos, otra vez

Primo Levi, desde el mismo trasfondo oscuro, escribió que “donde se violenta al hombre se violenta también el lenguaje” (Los hundidos y los salvados).

Efectivamente, el lenguaje denota la profundidad de la fractura, y así, esos miles de personas que han tenido que dejar atrás todo para salvar la vida no son refugiados, ni refugiados frustrados (in-refugiados), sino, con el disfemismo en vigor, “migrantes irregulares”. Y como tales deben ser devueltos de acuerdo con el pacto migratorio firmado entre la UE y Turquía. Para ello Europa desplegará en Grecia una burocracia de 4.000 expertos y entregará a Turquía 6.000 millones en una transacción infame de dinero por derechos. La tecnocracia europea se ha valido de una categoría que ha ido cobrando carta de naturaleza según recogen S. Chauvin y B. Garcés-Mataleñas ("Becoming less illegal: Deservingness frames and undocumented migrant incorporation", Sociology Compass 8, 4, 2014: 422-432): “Hasta hace poco, las personas eran consideradas legítimas hasta que explícitamente eran declaradas como indeseables [...] hoy en día, los inmigrantes se suponen ilegales a menos que sean explícitamente declarados legales”. Ilegales, como los centenares de miles de personas que salieron de la ex Yugoslavia huyendo de una guerra que alcanzó el grado de genocidio hace dos décadas; como los miles de españoles que cruzaron los Pirineos en 1939 huyendo del fascismo propio y fueron alojados, es un decir, en la arena de la playa de ese Mediterráneo que, del Estrecho de Gibraltar a Lampedusa y de Lampedusa a Lesbos, se ha convertido en una suerte de fosa común consentida. Si se eliminan los detalles accidentales, las imágenes son convertibles; como tantas otras que expresan esa desgraciada regularidad de las catástrofes inducidas por intereses, complicidades y desistimientos. Entre estos últimos merece destacarse, porque tiene que ver con la cuestión central de la militarización, el incumplimiento por la Unión Europea de la Resolución común del Parlamento (DO C 279 de 1.10.1999) que pedía a los Estados miembros que dieran asilo a los desertores del ejército yugoslavo y a los objetores de conciencia y que les fuera concedido un permiso de residencia temporal en la UE.

Como observa el antropólogo Mondher Kilani  (Le Temps, 16/03/2016) “Auschwitz no ha quedado atrás. La ideología del campo está ante nosotros. Es un medio de reglamentar los movimientos de población, de regular los problemas de pobreza”. Y el campo es la materialización, sobre todo, de esas fronteras mentales que delatan las categorizaciones disfemísticas excluyentes. El mismo día que entra en vigor el acuerdo UE-Turquía, los centros de acogida de refugiados e inmigrantes de las islas griegas se han convertido en centros de detención.

Tecnocracia y xenofobia, la síntesis de las lógicas perversas

En Años decisivos, publicado recién llegado Hitler al poder, escribe Oswald Spengler: “La riqueza no es sólo una premisa, sino, ante todo, la consecuencia y la manifestación de la superioridad […], poseer no es un vicio, sino un talento del cual son capaces los menos. […] La propiedad es un arma”. […] La voluntad de propiedad es el sentido nórdico de la vida”. Si añadimos a esta visión de la propiedad como signo de superioridad otros elementos de su recetario, como la crítica de los seguros sociales o de la reducción de la jornada laboral y la justificación del paro como un efecto de los ‘salarios políticos’, no estamos lejos de lo que llegaría a ser el catecismo neoliberal. Spengler acabó siendo esquinado por los nazis, de quienes le separaba el radicalismo racial. Lo último ocurría con buena parte de la alta sociedad alemana, que pese a ello apoyó masivamente a Hitler.

En El pecado de los dioses, el historiador francés Fabrice D’Almeida cuenta cómo el expolio de los judíos, y luego de las poblaciones invadidas, responde a una doble lógica: el reparto del botín, por un lado, y “el placer y el goce” de las élites derivado de “una autoestima acrecentada por el simple hecho de sentirse miembros de una especie presuntamente superior”. La población corriente se beneficiaba a su manera del reparto –“la comida, robada en otros países era abundante”, señala un funcionario en 1945 (P. Fritzsche, Vida y muerte en el Tercer Reich)–, lo que desactivó la movilización contra el nazismo. La radicalización acumulativa del régimen fue acompañada de un incremento de la desigualdad, pero la saliencia del criterio étnico de asignación desdibujaba el factor de clase. (Aunque la escala no es comparable,  no se puede no pensar en que décadas antes del atropello militar de Kosovo por Milosevic, los albanokosovares cumplieron el papel de precarios avant la lettre; permanece aún en la retina su imagen recorriendo los pueblos de  la ex Yugoslavia  con una sierra al hombro para cortar leña como forma ínfima de supervivencia; y eso ocurría también durante el socialismo).

Como se sabe, Spengler es conocido por La decadencia de Occidente (Der Untergang des Abendlandes, 1912-1922), un argumentario reconocible en la lógica alterizadora y confrontacional de El choque de civilizaciones de Huntington, que inspiró a los promotores de la invasión de Irak, y cuyos ecos podemos entrever en la misma denominación del xenófobo Pegida (Patriotische Europäer gegen die Islamisierung des Abendlandes). Todo lo anterior no significa, importa subrayarlo, que se esté estableciendo una homología entre la situación actual y la de la Alemania nazi; sería un despropósito. Pero no lo es menos desatender a esas señales de alarma que entonces entrevieron los avisadores del incendio, en la feliz expresión de Enzo Traverso.

Y uno de los avisadores de nuestros incendios fue el Nobel Paul Samuelson cuando habló en los ochenta de fascismo de mercado. Tony Judt, otra figura vinculada a la pedagogía de Auschwitz, denunció en su libro testamento el fundamentalismo de mercado. Pero la secuencia había sido anticipada por una figura poco conocida, James Burnham, cuya The managerial revolution (1941), ejerció una gran influencia en la redacción de 1984 de Orwell. Burnham prefigura una nueva forma de totalitarismo pilotada por una élite mundial de tecnócratas. En esa sociedad “los dirigentes nominales –presidentes, reyes, congresistas, diputados y militares– no son realmente los dirigentes reales”; son “los grandes industriales y financieros los que ejercen el control. La política y la economía están estrechamente imbricadas…, por ello no hay una separación clara entre los cargos públicos y los grandes industriales”. Y en esta vena anticipaba un flanco de la globalización neoliberal: “La Alemania de 1933 y la de ahora es la primera fase nuclear para el desarrollo de ese nuevo superestado”.

Como es conocido, los managers de ese paraestado neoliberal han conseguido, a la manera sutil de Huxley y no en la tosca del Gran Hermano orwellinano, controlar voluntades y expoliar recursos. Hace 100 años, en The New Freedom, el presidente Woodrow Wilson escribía: “Si hay en este país gentes con suficientes medios para apoderarse del gobierno de EE.UU., lo harán”; él avisaba para prevenir, Burnham para alentar. En todo caso parece que esa geografía de minijobs, trabajadores pobres, parados, desregulaciones, privatizaciones y liberalizaciones rampantes, puede interpretarse en esa clave. Y lo mismo con esos Estados cada vez más alejados de su engarce con la ciudadanía y cada vez más dependientes de instancias opacas, que inspiran la firma de acuerdos comerciales tan nefastos para las poblaciones locales como para la salud del planeta. El magnate David Rockefeller, fundador de la Comisión Trilateral hace 40 años, daba una réplica inequívoca a Wilson después de que la socialdemocracia se hubiera convertido al neoliberalismo con el consenso de Washington: “[la reducción del poder de los gobiernos] es algo que el mundo de los negocios aplaude. Pero la otra cara de la moneda es que alguien tiene que ocupar su lugar, y los negocios me parecen ser una entidad lógica para hacerlo” (Newsweek 01/02/1999).

Y esa lógica financiera, la del lucro y la crematística, ha colonizado la esfera política. De forma que los gobernantes y regidores, estatales y europeos, orientan su conducta de acuerdo con la plantilla de la escolástica neoliberal según la cual no hay nada ajeno al mercado. El pacto UE-Turquía sigue esta lógica: los principios éticos y humanitarios fundacionales, la paideia de Auschwitz, por 6.000 millones, una cifra que hubo que subir en un regateo propio del funcionamiento de las Bolsas. Pero esa cifra  es una malversación del alma de Europa. Por activa, al hacer dejación de sus principios fundacionales, y por pasiva, porque la transacción confiere legitimidad a un actor, Turquía, que no sólo no cumple los requisitos normativos que definen a la UE sino que ha experimentado una clara regresión. La devolución de refugiados a un país que no respeta los derechos humanos de sus propios ciudadanos no asegura un tratamiento acorde al que constituye el derecho de asilo. Europa ha sucumbido a una nueva banalidad violentando el tabú que denunció Michael Sandle (What Money Can’t Buy); nada se resiste a la lógica mercantil.

Tampoco la compasión. La superstición de la economía de la oferta y su teoría del goteo (una figura tan cercana al darwinismo social como lo está la mano invisible de la selección natural) ha tenido un efecto devastador sobre la ética pública. El trato a los refugiados –el incendio de los lugares preparados para acogerlos; esas imágenes indescriptibles de las flores en reconocimiento de las víctimas de los atentados de Bruselas holladas por unos enmascarados– denota el odio de los pocos y la falta de compasión de muchos (y la solidaridad cálida de muchos otros); algo que ya observamos no hace mucho en el modo en cómo se hablaba de los griegos en los tiempos del rescate; resultaba estremecedor el encono del lenguaje y el empeño, por ejemplo del gobierno del Partido Popular español, en demostrar nuestra diferencia inconmensurable con ellos, como el fariseo del Evangelio con respecto al republicano. Las víctimas del sufrimiento social del austericidio fueron tratadas como culpables y puestas fuera del universo de la obligación moral (precisamente la condición para definir al Holocausto, según Helen Fein). Recuerda uno aquella admonición a los parados del presidente de una multinacional española de éxito: ¡Que vendan sangre! Pero la desigualdad, enorme y creciente, es un indicador transparente de la degradación de la vida colectiva, porque como escribió Amitai Stzioni (La nueva regla de oro), “un alto grado de desigualdad es incompatible con una buena sociedad”.

Pero la transacción más ominosa ha ocurrido cuando sectores perjudicados por las políticas neoliberales votan en Europa a los partidos que protestan contra esos refugiados que Grecia ha estado ejemplarmente rescatando y la población sosteniendo hasta que Europa ha interpuesto un acuerdo trenzado con alambre de espino. La excusa no es otra que la que lleva años blandiendo el Frente Nacional: los líderes de partidos como Pegida convierten el malestar en odio, desplazan la exclusión social vertical a la agenda étnica horizontal. Pero probablemente la figura más representativa de esta política es el primer ministro húngaro y líder de Fidesz, Viktor Orbán. En las primeras fases de su gobierno impuso una dura política neoliberal mientras que ahora adopta posiciones típicas de la extrema derecha como la prohibición de parejas de distinto mismo sexo o, sobre todo, la oposición más dura a la llegada de refugiados invocando la tradición cristiana y levantando una valla para impedir el tránsito por la ruta de los Balcanes. Los atentados de noviembre de 2015 en París han favorecido su retórica xenófoba. De modo que puede decirse que la orbanización de Europa ha venido a cerrar el círculo de su destrucción moral que comenzó con las políticas neoliberales. Y no es casualidad que la primera violación a gran escala del tabú de Auschwitz en Occidente fueran las dictaduras del Cono Sur, precisamente con la alianza infausta del fundamentalismo  del mercado  hayekiano de los Chicago boys y el terrorismode la “Noche y la niebla”, producto de filiación nazi envuelto en la coartada de la seguridad nacional de la Guerra Fría. 

Xenofobia y nacionalismo traen su propio lote de iniquidades pero, además, se convierten en una maniobra de distracción consumada –e históricamente recurrente– con ese trasvase del voto de las clases populares desde los partidos obreros a la extrema derecha. Y los europeos hoy completamos la transacción imitando el pacto de Múnich, concediendo más de lo que los Orban replicantes exigen para no provocarlos…

La deslocalización de la política y el secuestro de la democracia

Ante tal estado de cosas prolifera el euroescepticismo; desde los dos polos ideológicos: la derecha, porque ve a una Europa demasiado permisiva y abierta y reclama la bunkerización tras las vallas; y la izquierda genuinamente liberal, porque propone la vuelta al Estado  puesto que Europa ha traicionado sus principios. Por eso desde esas posiciones opuestas se clama por una vuelta a la geometría de los Estados. Para quienes lo hacen desde una posición emancipatoria conviene recordar que esos mismos Estados a los que se ve como refugios han sufrido una transformación radical en sus parámetros sustantivos. En cuanto instituciones de derecho, ya se ha dicho: los refugiados son sometidos a un ajuste estructural, empezando por la denominación, que los recorta su dignidad. En cuanto a la dimensión social, es claro: las desigualdades galopan al mismo ritmo que la exclusión, con la ayuda de instrumentos como las reformas laborales que desempoderan a los trabajadores. Respecto al aspecto liberal-democrático, es patente la regresión en derechos y titularidades ciudadanas. El Proyecto de tratado por el que se instituye una Constitución para Europa (Comunidades Europeas, 2003) tenía en su encabezamiento esta cita de Tucídides: “Nuestra Constitución… se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría”. La cita contiene el meollo de la filosofía política en que se asienta la democracia; un meollo que ha sido socavado, desvirtuado, pervertido y está en vías de ser aniquilado. Y ese menoscabo no puede ser revertido porque precisamente la fuerza que lo ha impulsado no está bajo el control de los Estados; al revés, es más poderosa que ellos y es la responsable del vaciado del alma moral de las democracias.

Seguramente no hay un símbolo más legible de esta involución que la subordinación de la polis (el espacio del agora ciudadana) por la city (el emporio de los negocios, claros unos y oscuros otros). Esa transformación en la semántica ilustra la realidad de la deslocalización de la política: los tecnócratas globales, de Bruselas o de Washington, pero sobre todo de Wall Street y del Deutsche Bank, han minado los cimientos de la pedagogía de Auschwitz y antepuesto el valor del dinero a la dignidad de las personas. Muchos gobernantes funcionan en una especie de Vichy blando y banalizado, cumpliendo la tarea de colaboracionistas del fundamentalismo del mercado. El expresidente Aznar, ejerciendo de profeta del fundamentalismo, proclamó solemnemente: “Cuanto menor sea el poder del gobierno menores serán las oportunidades de manipular ese poder en beneficios de unos pocos”.

No hace falta subrayar su competencia como profeta: los negocios han corrompido la democracia y han elevado a la condición de paraísos a esos lugares ajenos al derecho mientras cada vez es más arrogante el poder del 1%. Que hoy presida los destinos de Europa alguien que cuando estaba al frente de su país modificó la fiscalidad para favorecer el establecimiento de multinacionales en condiciones dudosamente solidarias es un indicio.  Que las condiciones prioritarias para ingresar en Europa sean los ajustes estructurales, antes que cumplir con los estándares internacionales de una justicia transicional digna de ese nombre,  como ocurre en   parte de los Balcanes, no hace sino confirmar la deriva del extremismo tecnocrático. La rehabilitación por un tribunal de Belgrado –y en Croacia o, con alguras variantes en Polonia y Hungria por citar dos ejemplos,  se están produciendo fenómenos análogos– del líder chetnik Dragoljub ‘Draza’ Mihailovic el año pasado, es un indicio de la regresión endógena. La reciente absolución del ultranacionalista serbio V. Seselj no es ajena a este clima en el núcleo mismo de la justicia, algo que ya  quedó en evidencia con  la liberación de altos responsables militares y de seguridad de Serbia y Croacia (Alonso: “La justicia encalla en La Haya, El País digital, 16/07/2013). Pero, como es sabido, la  impunidad se sitúa en los antípodas del “Nunca más”; en primer lugar porque supone la continuidad de la injusticia para los supervivientes, en segundo lugar porque la falta de arrepentimiento –es el caso de Seselj– de  los criminales absueltos supone una amenaza, a veces explícita y muy real habida cuenta de sus conexiones con los aparatos del Estado, para los sectores sanos de la sociedad civil comprometidos en la lucha contra la impunidad.

Ante las atrocidades de los Balcanes, a los veinte años de las dictaduras del Cono Sur, no  cabía ya invocar ni la coartada ideológica de la Guerra Fría  ni la coartada emocional del “No sabíamos”; la destrucción física y moral –Srebrenica, la violencia sexual, las humillaciones, el expolio, el memoricidio– fue contemplada en directo en las televisiones del mundo, como el éxodo de hoy, y desde luego por las sofisticadas cámaras de los aparatos de seguridad de las grandes potencias.

De modo que, retomando el hilo, no hay vuelta posible al status quo ante; porque ha dejado de existir. Hace tiempo que los Estados (nacionales o federales) han perdido la capacidad de hacer valer la lógica de la voluntad popular. No es posible volver al Estado nación, como hace tiempo sostiene Habermas y vuelve a repetir en The lure of technocracy. O caminamos hacia un esquema transnacional o el señuelo de la vuelta acarreará todos los males conocidos junto a la inutilidad para conseguir ninguno de los objetivos valiosos en una sociedad decente.

Los Estados nacionales son impotentes para imponer el imperio de la ley, para hacer valer la supremacía de la política y asentar claramente la condición instrumental de las finanzas. Son impotentes para hacer frente a la globalización del neoliberalismo, lo mismo que lo son para hacer frente a la globalización del fundamentalismo que hoy representa Daesh. La eliminación en España de la jurisdicción universal, igual que las reacciones en clave nacional a los atentados en los países europeos, son una muestra. Y una distorsión perceptual: el islamismo yihadista tiene un enfoque global y sus ataques apuntan a lugares de alto valor simbólico para nada vinculados con la geometría estatal; tienen una idea supranacional a la que Europa opone una anacrónica visión tribal. Cuando Bruselas llama a los gobiernos a compartir información después del atentado, es un síntoma de la pervivencia de esta querencia de los tiempos de Westfalia. Una querencia que padecen los eurófobos (Brexit) o los secesionistas ricos de estados plurinacionales que confunden Ítaca con la independencia, de Flandes  –cuya N-VA, la coalición con mayor apoyo electoral, representa los dos fundamentalismos citados– a Padania, pasando por Cataluña. 

Como el caso de España es bien conocido –una crisis dura con una apoyo mayoritario a un partido de derechas y nacionalista en el gobierno central y lo mismo en el de Cataluña– pueden ponerse bajo la lupa dos países significativos desde la óptica de la memoria de Auschwitz. El primero es Alemania, campeona de las políticas de austericidio, del castigo a Grecia y cuna de dos partidos xenófobos de creciente implantación. La Alemania que quiso liderar la reunificación de Europa para redimirse de la herencia de Auschwitz se encuentra hoy, pese a que Angela Merkel no ha sucumbido a la música estridente de la orbanización, regurgitando eslóganes de hace años. Aunque la fracción que los vocea sea minoritaria, es altamente simbólica porque significa que se ha resquebrajado el tabú del nazismo, que la generación anterior instituyó tras un afrontamiento responsable del pasado.

Pero sin duda donde el vuelco es más insoportable es en Israel, el país que representa por antonomasia a las víctimas del nazismo y que ha hecho, en alguna medida, del Holocausto una suerte de patente de corso. Allí unos colonos incendian casas y hacen que mueran niños abrasados, otros colonos envenenan pozos y arrancan los olivos (los colonos son los señores de la tierra y no aceptan compartirla, lo que nos devuelve una reflexión que enseguida leeremos a Hannah Arendt sobre la convicción del derecho exclusivo al suelo en virtud de ciertas sedicentes cualidades de la sangre), soldados disparan a sangre fría o llevan a cabo prácticas sistemáticas de humillación del otro, el Estado combina colonización y apartheid etnocráticos mientras presume de sus start-ups y su vanguardia neoliberal en una reedición de lo que Herf llamó el modernismo reaccionario. Desigualdad, sangre y suelo: una copla manoseada y perversa.

Por no hablar de Turquía, la contraparte a la que deben ser devueltos los refugiados rechazados, y que ha visto abierta su puerta hacia Europa precisamente cuando más lejos está de los principios que Europa blandía no hace mucho para no aceptar el ingreso. Turquía, donde se expresa con virulencia la desigualdad de género que tampoco está ausente en los países del corazón de Europa y que parece experimentar una regresión en algunos de ellos, bien apuntalada por las reformas laborales.

El fundamentalismo de mercado y el fundamentalismo religioso comparten una misma alergia por la igualdad: ni entre los sacerdotes de las finanzas ni entre los mesías de las esencias hay sitio para la igualdad

Federalismo cosmopolita o nihilismo tribal

Philippe Burrin caracterizó el avance del totalitarismo como un desaprendizaje civilizacional; una idea que está en la cita del inicio de Grossman. No parece que la frase venga grande para lo que estamos viviendo: una deshumanización rampante que al degradar a los demás nos deshumaniza a todos. Nos deshumanizamos en la misma medida en que excluimos a otros seres humanos del universo de obligación moral. “No debería suponerse un ‘nosotros’ cuando el tema es la mirada al dolor de los demás”, escribe Susan Sontag (Ante el dolor de los demás). La indiferencia con la que asistimos a la catástrofe de vidas humanas en razón de su adscripción territorial nos invita a releer a Arendt a propósito de la condena a muerte de Eichmann: “y del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación –como si tú y tus superiores tuvierais el derecho a decidir quién puede y quien no puede habitar el mundo–, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón por la que has de ser ahorcado” (La banalidad del mal).

El federalismo cosmopolita descansa en la prevalencia del bien común y la superioridad de la política, basados ambos en el ideal de una humanidad compartida, en la igualdad que predica la Declaración Universal de Derechos Humanos (¿habrá que declararla ilegal como a los inmigrantes?). El fundamentalismo de mercado y el fundamentalismo religioso comparten una misma alergia por la igualdad: ni entre los sacerdotes de las finanzas ni entre los mesías de las esencias hay sitio para la igualdad. Y esta discriminación se hace particularmente sensible frente a los designados como ‘otros’. Escuchemos a Seyla Benhabib, cosmopolita de Estambul, para refutar la tesis del determinismo del suelo: “El trato a los extraños, forasteros y otros entre nosotros constituye un test crucial sobre la conciencia moral así como sobre la reflexividad de nuestras democracias liberales. […] Los derechos de forasteros y extraños, sean refugiados o trabajadores invitados, solicitantes de asilo o aventureros definen el umbral, la divisoria, en cuyo espacio se configura y negocia, se circunscribe y despliega, se delimita y torna fluida la identidad de ‘nosotros, el pueblo’. Estamos en un punto de la evolución política en el que el modelo unitario de ciudadanía que vinculó la residencia en un territorio con la sumisión a una administración única de un pueblo percibido como una entidad más o menos cohesiva, ha llegado a su fin” (The Rights of Others. Aliens, Residents and Citizens).

El dilema es si a partir del agotamiento de esa visión optamos por un federalismo cosmopolita universalista o si por el contrario sucumbimos a la nostalgia de la tribu. Benhabib cierra su ensayo recordando uno de los eslóganes de la Marcha por la libertad de los trabajadores inmigrantes (Inmmigrant Workers’ Freedom Ride), hoy más oportuno que nunca: “Ningún ser humano es ilegal”. Vale decir: ningún ser humano queda fuera del universo de la obligación moral. Pero mejor lo expresa una de las personas que mejor ha examinado la herencia de Auschwitz, Reyes Mate: “El deber de memoria no consiste en recordar, anualmente, lo mal que lo pasaron los gitanos, los homosexuales, los judíos; significa entender que nosotros estamos obligados a repensar todos estos grandes conceptos vitales, políticos, morales, estéticos y jurídicos teniendo en cuenta lo que hemos hecho, para que no se repita”. Debemos, en consecuencia replantearnos la pregunta de Levi (Se questo è un uomo) ante las imágenes de estos prófugos forzados: ¿los tratamos como personas? ¿O a fuerza de repetir como un ritual la denuncia de Auschwitz hemos acabado por desactivar la pedagogía de Auschwitz? Si no atendemos a ese deber de memoria, enfrentándonos a esos “especialistas sin espíritu, gozadores sin corazón”, debemos estar preparados para lo que advino certificando la profecía de Max Weber hace un siglo: “Lo que tenemos ante nosotros no es la alborada del estío, sino una noche polar de una dureza y una oscuridad heladas” (La ética protestante y el espíritu del capitalismo, para la primera frase, El político y el científico, para la segunda).

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Martín Alonso, profesor jubilado, autor de No tenemos sueños baratos. Una historia cultural de la crisis; ha profundizado en las cuestiones planteadas en esta tribuna en su artículo Resonancias de Auschwitz. Una mirada a lo social a partir de Henri Tajfel, George L. Mosse, Tony Judt y Albert O. Hirschman, Historia Contemporánea 50, 2015.
Lino Veljac, catedrático de Filosofía de la Universidad de Zagreb, autor de Contra las falsas alternativas.
Staša Zajovi?, coordinadora de Mujeres de Negro de Belgrado y coautora de Women’s Court: About the Process.