María Teresa Ayllón Trujillo y Rafael Arias Carrión
Tomboy y Laurence Anyways. El tránsito de la identidad sexual
(Página Abierta, 228, septiembre-octubre de 2013).

Resulta interesante que en poco tiempo se hayan estrenado en España dos películas que tratan del tránsito de la identidad sexual. Cada una se centra en etapas contiguas del proceso de transexualidad, de tal forma que una y la otra se podrían ver como una única película, en cuanto a su cercanía en un tema tan difícil de tratar. Por ello, también interesante nos ha parecido reflexionar con calma y compartir información que permita entender que, en su abordaje cinematográfico, los procesos de transexualidad no sean residuales, que no estén sujetos a la etiqueta de cine gay, sino que vayan formando un corpus temáticamente homogéneo.

Podríamos afirmar que el germen nace en estos lares, con la imprescindible Mi querida señorita (Jaime de Armiñán, 1971), todavía hoy una película reivindicable por su condición de origen, pero más todavía porque el tratamiento cinematográfico de la transexualidad resulta, en los diversos aspectos que toca, “adulto”.

Abordamos este artículo sin caer en reduccionismos y estereotipos que lleven a considerar la transexualidad como una anomalía individual, física o psicológica, cuando en realidad es sobre todo un hecho social, una disidencia de la norma. Como señala la psicóloga Cristina Garaizabal, la transexualidad «barrena igualmente la idea misma de la supuesta naturalidad y existencia de dos únicos géneros, complementarios, dicotómicos y jerarquizados el uno del otro» (*).

Y es que para entender la transexualidad estorba la segunda parte del término, ya que quienes transitan de un género al otro no lo hacen necesariamente en la orientación sexual: su sexualidad persiste desde la infancia a la edad adulta. Justamente la sexualidad infantil es otro tabú social que explica su poca presencia en el cine. La sexualidad existe desde muy temprana edad aunque se expresa de diferente manera en cada etapa vital. Lo que ofrece al cine la transexualidad no es problemática sexual sino de adaptación e inadaptación al grupo femenino o masculino.

Tomboy (Céline Sciamma, 2011) y Laurence Anyways (Xavier Dolan, 2012) expresan dos etapas diferentes de la pulsión sexual: en la adolescencia se sublima en el amor y en la integración necesaria; en la juventud aparece con toda su crudeza, la sexualidad reclama un espacio propio junto al amor y la amistad pero sin andar revueltas. Si bien el cine tiene la capacidad de ser ensoñación y/o de sugerir, de enlazar historias afines o de soñar cómo sería la vida después de que la pantalla funda en negro, las dos películas presentan un antes y un después aunque con formas de planteamiento y presentación muy diferentes.

Céline Sciamma

Lo miremos como lo miremos, la sexualidad infantil en el cine apenas se trata, salvo que sea como una mirada patológica del adulto o como reflejo de esa primera vez. Sobre la incomodidad de género o transexualidad, hay que destacar espléndidas películas recientes que nos muestran cómo se vive esa búsqueda de integración en la etapa infantil, caso de Mi vida en rosa (Ma vie en rose, Alain Berliner, 1997), o en la de la adolescencia, caso de Boys Don’t Cry (Kimberly Peirce, 1999).

Por eso resulta inusual y valiente que una joven francesa se haya acercado a este tema en sus tres trabajos como directora. La primera película de Céline Sciamma (1980) refleja un acercamiento diverso a la sexualidad femenina. Naissance des Pieuvres (2007) narra, en el estío parisino, cómo tres adolescentes de quince años se conocen. Una de ellas está más desarrollada físicamente, busca ese contacto directo con los chicos, sabiéndose atractiva para ellos; las otras dos comienzan a conocer su cuerpo. Y una de ellas comprenderá que le fascinan mucho más ellas que ellos.

Uno de los lazos reflejados en esta película, la relación paterno-filial, lo recoge la directora para realizar un notable cortometraje (8 minutos, un único plano y un texto ajustado), Pauline (2010), donde otra vez una adolescente narra su doloroso pasado (hay que destacar la sensibilidad de esta directora para hablar del sufrimiento interno en personajes que no superan los quince años). Es el desprecio a través de la incomprensión de los padres el mayor dolor que sufre todo adolescente desacoplado, como esa Pauline, quien, tumbada en la cama, habla al espectador, se confiesa ante la cámara en lo que es un acto para que todas aquellas personas que sufren una incomodidad con su identidad tengan argumentos para salir fuera y luchar.

En su segundo largometraje, Tomboy, una familia se muda al extrarradio parisino. Como en su primera película, es en el verano cuando Laure se presenta como Mickäel ante sus nuevos amigos. Tras esa decisión hay mucho más, es una postura ante la vida, un primer acto de rebeldía, la confesión de que quiere ser algo que no es, el enfado ante la naturaleza por no acomodar identidad de género y genitalidad.

Los trazos de la directora son impresionistas. Amplias escenas en las que parece que no pasa nada. Nunca se remarca ningún gesto, pero todos comprendemos que la sexualidad, de una forma u otra, está burbujeante en Naissance des Pieuvres, mientras en Tomboy lo que se plantea no es solo la identidad de Mickäel, sino la identidad, ahora sí sexual, de la niña que cree que se ha enamorado de un niño y descubre que ese niño es una niña.

Pese a resultar una historia muy dura, es amable, agradable de ver. Céline Sciamma consigue desdramatizar cualquier escena en la que se descubre la mentira de Mickäel o los momentos más comprometidos de la historia. En esta habilidad que huye del victimismo recuerda al trabajo de Alain Berliner en Mi vida en rosa, la historia de Ludovic, un niño de unos ocho años que se viste de niña con gran tolerancia de sus padres y le dice a todo el mundo que por error no es una niña pero que, como su hermana mayor, un día se despertará y será mujer.

Xavier Dolan

El joven director canadiense Xavier Dolan (1989) nada tiene que ver con Sciamma en cuestiones formales. Los dos primeros largometrajes de Xavier Dolan mantienen lazos de parentesco con la aparente dejadez en la puesta en escena de John Cassavetes y en la frontalidad con la que el director estadounidense mostraba las relaciones parentales. Así sucede en Yo maté a mi madre (J’ai tué ma mère, 2009), su debut como realizador, donde se atrevió, con veinte años, a diseccionar las relaciones materno-filiales, retratando el poder de destrucción de un joven hacia su madre.

Su segundo largometraje, Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2010), bebe de ese savoir faire que representaban los primeros largometrajes de la nouvelle vague, con ecos musicales de Wong Kar Wai, pero también del desinhibicionismo de quien muestra un menage a trois, como la (im)posibilidad de una completa felicidad, como si la intrusión del tercero en discordia fuera un falso Dioniso. En las dos películas tienen peso las escenas viscerales, las notas altas, donde poco se intuye, todo está allí; ambas basculan hacia el melodrama en el que se sumerge de lleno Laurence Anyways, una película filmada con veinticuatro años que supone una autoafirmación de Dolan: “Aquí estoy yo”.

El melodrama de Douglas Sirk, de Rainer W. Fassbinder y de Pedro Almodóvar se encuentra en el periplo vital con el que viajamos junto a Laurence Alia. Es un exitoso profesor de Lengua y Literatura con un trabajo estable y una sólida relación con su novia Fred. Sin embargo, un día decide contarles a sus amigos y seres más queridos su gran secreto y sus planes para cambiar de sexo.

Todo en Laurence Anyways busca el trazo expresivo, obteniendo cada plano una tensión magnificada por una puesta en escena forzada por la cámara en mano y por la elaboración de escenas emotivas. Cuando conocemos a Laurence, en 1989, a sus 35 años, no sabemos de su pasado. Tiene una novia con la que goza plenamente en casa y en el coche; es atractivo, tiene un buen trabajo como profesor de Literatura en un instituto privado. Su cuerpo está modelado como el de un hombre, sin ocultar esos rasgos diferenciadores (vello y musculatura), nada lleva a pensar su oculta identidad de mujer. No hay un rastro de feminidad cuando le comunica a su novia su decisión. Pero tampoco se podría afirmar lo contrario, ya que hay muchas formas de ser mujer (u hombre). Podría suscribir lo que Roy, protagonista de Normal (Jane Andersson, 2003), le comunica a su esposa Irma: «Yo no debí nacer con este cuerpo. Soy una mujer. Lo he sabido toda mi vida. Llevo años ocultándolo. Ha sido una agonía. Y no puedo seguir viviendo así, preferiría morirme».

En Laurence Anyways, al contrario que en Normal –una excelente reflexión y disección sobre el cambio de sexo–, no hay un análisis de la transexualidad, tampoco esa especie de exhibicionismo del mutante. No vemos a Laurence mirándose al espejo y notando cómo su cuerpo, poco a poco, se transforma. No, lo que importa aquí es la mirada de los demás, y cómo les afecta ese cambio visible. Es evidente, pese a todo, quién es el protagonista del cambio de sexo. Laurence es quien se explica, quien necesita explicar a todo el que le rodea que su cuerpo es erróneo, pero se deja de lado cómo influye en sus afectos. Es ahí donde apunta Laurence Anyways, pues reparte casi por igual los planos entre Laurence y Fred, a quien sacude el pánico, el vértigo, y se pregunta: ¿quién soy yo ahora?, ¿tengo que convertirme en hombre?, ¿cómo serán nuestras relaciones sexuales?, ¿cómo somos y cómo nos ven?

Por eso, en Laurence Anyways tiene igual importancia el proceso de cambio de Fred, a lo largo de la década de los noventa, quien se aleja de su lado salvaje, rebelde, y busca un aspecto más tranquilo de la existencia, junto a un marido de clase acomodada, con quien tiene un hijo y forma una familia convencional. En cierta forma le asusta lo que es uno de los temas de Alt om min far (Even Benestad, 2002), radiografía del director sobre la figura de su padre, en pleno proceso de cambio de identidad, y la pregunta del hijo ante el derecho del padre a cambiar: ¿qué pasa con nosotros que vamos a ver desaparecer al padre, su voz, su cuerpo, su personalidad, al ver emerger su nueva identidad?

La doble personalidad en la infancia

En Tomboy encontramos un aspecto en el que no se piensa cuando se ve de frente un transexual, y es cómo lo vivió desde la infancia. En el imaginario colectivo, los niños y niñas juegan a disfrazarse sin más explicación que el afán de juego y de imitación de los mayores. Sin embargo, las personas adultas que inician un cambio de identidad suelen contarnos cómo vivían desde la infancia esa doble personalidad entre lo que se supone deben ser y lo que sienten que son. Experiencia que habitualmente se oculta, se vive con culpabilidad, se deja apenas aflorar mediante el juego.

Aprovechando que está de vacaciones escolares en una nueva localidad, donde nadie le conoce ni conoce a sus padres, Laure se presenta como Mickäel a sus nuevos amigos, como ya hemos señalado. El entorno rural, con un bosque que le oculta, facilita la experimentación de su personalidad masculina y, lo más importante, cuando aún no ha comenzado el periodo escolar. La escuela representa la normalización de la sociedad, actúa sobre los individuos forzando sus inclinaciones a la homogeneización en los roles masculinos o femeninos, según sea la asignación de sexo al nacer.

Mickäel, en su diferencia, se hace atractivo a una de las niñas, que se enamora de él y lo enamora, haciendo con ello que el círculo de su transexualidad sea casi perfecto. Fuera queda el mundo de los padres y los maestros, como una amenaza del futuro próximo. Mickäel sabe que pronto acabará la aventura de vivir la vida que desea o la identidad desde la que desea vivir, pero la oportunidad es demasiado atractiva y decide seguir el impulso de presentarse como se ve en su interior.

Laurence se presenta como un joven enamorado y triunfante en la vida pública y en su relación de pareja, con una sexualidad satisfactoria y una satisfactoria relación afectivo-sentimental. Laurence y Fred, con la que comparte ideología, sentimientos y placer vivido, todo a borbotones, con un existencialismo casi sesentayochista. Todos sus éxitos sociales y personales pasan a segundo término cuando se siente suficientemente seguro para desvelar a su pareja su interioridad más oculta que le aboca, cada vez con más urgencia, a vivir en todos los planos la identidad femenina que hasta el momento ha guardado sólo para sí.

Revelarse como mujer que emerge de un cuerpo de hombre pone en crisis todos los planos de la vida. La pareja inconformista, pasional y atrevida –contracultural, podríamos decir– no había considerado, en cambio, el enorme peso que tienen los roles de género femenino/masculino no sólo en las convenciones sociales, sino en todos los planos, desde los más internos a los más externos. Sea como fuere, en el momento que Laurence permite aflorar su identidad interna ya no tiene vuelta atrás, no quiere y no puede tenerla.

Si Tomboy nos enfrenta a la evidencia de que la identidad de género es una forma de desarrollo que aparece en la infancia, Laurence Anyways nos permite asomarnos someramente al niño que fue y que sufrió enormemente una infancia de reprobación paterna y separación materna debida a sus rarezas. Es decir, en ambas historias aparece la transexualidad en la infancia, conflictiva, reprimida, llena de ansiedad y de peligro, pero siempre presente. «Lo diferente está fuera, pero también lo llevamos dentro», les explica Laurence a sus alumnos al comienzo de la película. Y la sociedad apenas comienza a sensibilizarse sobre la necesidad de respetar lo diferente. Las sociedades democráticas, tolerantes o abiertas e integradoras muestran sus límites en las dos historias cuando la diferencia les sorprende.

La pervivencia sexual en el tránsito de la identidad

Aquí tenemos dos historias que reflejan muy bien la distancia que existe entre identidad y sexualidad: en el tránsito de la identidad, las preguntas “¿Quién soy yo?, ¿con quién me identifico?” se responden hasta la fecha con “Una mujer” o “Un hombre”, ya que la sociedad ha consolidado una división primaria y exclusivamente genital que nos aparta al nacer; luego, sobre el resultado –niña o niño– se educa con valores y roles opuestos, considerados habitualmente como complementarios.

Podríamos contar con otras categorías menos simples que den lugar a otras formas de ser no tan centradas en la morfología del cuerpo, en la genitalidad, en la capacidad reproductiva del futuro bebé. Podríamos tener una sociedad que centre el desarrollo infantil en valores de convivencia. Pero tenemos este modelo, donde sólo hay hombres o mujeres y cada individuo debe dar la talla, lo más que pueda, en uno u otro género, por incómodo que se encuentre en él. Visto así, la transexualidad es la acomodación al género donde menos incómodamente se está; por esto, las personas trans y quienes estudian el fenómeno social del cambio lo denominan transgeneridad, o bien disforia de género (incomodidad con la adscripción inicial al género). Las personas migran de la identidad femenina o masculina, pero raramente de la sexualidad.

Laurence no cambia de orientación sexual, su amor y su erotismo no varían, sólo desea dejar de camuflarse, presentarse ante el mundo diciendo “Soy mujer, no soy un hombre, no me hagan vivir toda mi vida una mentira”. A la vez insiste en que nada ha cambiado: “Soy yo, soy la misma persona, aunque soy de verdad una mujer”. Así le dice a su novia. Pero Fred amaba la imagen externa de Laurence y además no quiere vivir en permanente estado de alerta, a la defensiva de las agresiones y burlas de cualquiera. Y entonces Laure/Mickäel le dice a su madre: “Soy Laurence, de cualquier forma”.

Laure/Mickäel, en Tomboy, no busca enamorarse, aunque está en la edad del despertar sexual. Sus urgencias son otras: tiene que conseguir ser un muchacho, todo lo demás importa poco. Suele ocurrir que las personas que sienten una sexualidad contracorriente desarrollan más tardíamente su sexualidad, sus rituales de seducción, porque están problematizados, inmersos en un conflicto con su exterior. Sin embargo, ser seducido por la niña con la que juega en el bosque le produce una felicidad doble: es querido, amado y es aceptado como muchacho plenamente.

«No soy homosexual», grita a sus padres. Y tiene razón frente a la reducción simplista –por otro lado habitual– que pone todo el énfasis en la pulsión sexual. Si Laure se siente muchacho y se enamora de una muchacha su sexualidad es heterosexual. En tanto Laurence, cuyos sentimientos y deseos son de una mujer que ama a las mujeres, resulta ser lesbiana. Tampoco estos matices serían importantes si no clasificáramos y contrapusiéramos todo tipo de sentimientos y comportamientos. Al cabo, es Laurence, “anyway”, y Laure/Mickäel, “anyway”.

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(*) Cristina Garaizábal, “La transgresión del género. Transexualidades, un reto apasionante”, en José Antonio Nieto (comp.), Transexualidad, transgenerismo y cultura. Antropología, identidad y género, Talasa, Madrid, 1998, p. 42.
Artículo publicado en Miradas de cine, nº 136, julio de 2013.