María Victoria Delicado
La ética del cuidado
Fragmento del libro Sin respiro. Cuidadoras familiares: calidad de vida, repercusión de los cuidados y apoyos recibidos, coordinado por María Victoria Delicado.
(Madrid: Talasa Ediciones, 2011).

¿Qué valor tiene cuidar de manera altruista a nuestros allegados dependientes? ¿Por qué se hace? ¿Quién marca la responsabilidad de hacerlo? ¿Cómo se afronta esta cuestión en las sociedades del capitalismo globalizado? ¿Qué principios y valores deben guiar las decisiones políticas y personales en la atención a la dependencia?

Respecto a las obligaciones legales y morales, las solidaridades y recipro- cidades que se dan en el seno de las familias hay que reconocer que, tanto los hombres como las mujeres de edad avanzada esperan que sus hijos e hijas participen en su cuidado cuando no puedan valerse por sí mismos y adjudican un mayor protagonismo o dedicación a las hijas. El apoyo filial descansa en una pauta cultural de interdependencia familiar que implica reciprocidad y que se entiende como un deber moral (un 90% de las cuidadoras así lo señala en la encuesta del CIS,1996), como una retribución por las funciones de crianza y fundamentado en el amor filial. Este deber moral se mantiene a pesar de que se hayan establecido hogares independientes.

Aspectos jurídicos ligados a la filiación y el parentesco contemplan la atención a las dependencias. En el ordenamiento jurídico español (Código Civil) se diseña un modelo familiar acorde con la realidad europea más avanzada, que impone los criterios de justicia e igualdad. Uno de los rasgos más destacables de las relaciones familiares es la solidaridad económica que rige para los cónyuges y de éstos respecto a los hijos e hijas. El principio de solidaridad económica se refleja también en las obligaciones de los hijos respecto a los padres mientras convivan. Pero estas obligaciones mutuas no se extinguen cuando cesa la con- vivencia sino que perduran toda la vida en caso de necesidad (Alberdi, 2002).

Los ascendientes y descendientes están siempre obligados a darse alimentos (abuelos respecto a nietos y viceversa) y existen otras obligaciones más mitigadas entre parientes colaterales (sobre todo entre hermanos). La afinidad no crea parentesco. El matrimonio impone relaciones y obligaciones con el cónyuge pero no señala ninguna vinculación especial con la familia de éste, no existen respon- sabilidades en función de la afinidad. En la familia actual el criterio biológico se ha reforzado en la determinación de las relaciones de parentesco (Alberdi, 2002).

La familia ha venido atendiendo las dependencias fundamentales de sus miembros y este compromiso moral o pauta solidaria viene formando parte de los valores interiorizados en el proceso educativo y de maduración personal. Son rasgos culturales propios de la mayoría de las sociedades del mundo, si bien no todas las personas ni todas las culturas atribuyen el mismo valor al cuidado de los demás, ni la misma responsabilidad a todos sus ciudadanos.
En las sociedades más tradicionales el cuidado de los otros correspondía a las mujeres en exclusiva, como personas encargadas del trabajo doméstico y la atención a la familia. Como tantas tareas femeninas, el cuidado de las personas dependientes ha gozado de poco reconocimiento, no ha sido valorado social- mente sino hasta fechas muy recientes y es, en la actualidad, cuando empieza a cuantificarse económicamente, justo cuando este trabajo gratuito empieza a escasear, pues las mujeres han iniciado un camino al ámbito público, al mundo laboral remunerado y a proyectos propios de vida con menor constreñimientos sociales y familiares.

La evolución de las pautas culturales cada día obliga menos a que el grupo familiar responda y se reorganice para cuidar a la persona mayor enferma, pues, en opinión de algunos autores, en la sociedad actual se priorizan las obligaciones laborales (ineludibles, por la necesidad económica de disponer de dos sueldos por hogar) respecto a las humanitarias (Llitrá i Virgili, 1998). Esta tendencia no significa que la mayoría de las familias se desentiendan de sus mayores o personas con dependencias, sino que la mayoría lo asumen aun a costa de soportar situaciones de crisis de diversa índole (relacionales, económicas, afectivas y de convivencia).

La permanencia de estos valores culturales de reciprocidad y solidaridad familiar se ponen de manifiesto en los diversos estudios sobre cuidadoras de personas con dependencias, quienes responden a las motivaciones sobre por qué cuida a esta persona aludiendo a razones morales fundamentalmente.

Uno de los elementos culturales que tradicionalmente influye en la adscripción al cuidado es la visión cristiana del deber filial. Desde otras posiciones ideológicas se apela a la responsabilidad social con los débiles como actividad humana esencial, teniendo en cuenta nuestra consideración como seres interdependientes (Assemblea de Dones, 1994). La general extensión de la solidaridad familiar y la importante implicación emocional de las mujeres en estas tareas, sugieren que no son sólo roles asignados los que convierten a las mujeres en cuidadoras, sino que se buscan además explicaciones psicológicas. Entre estas explicaciones (diversas y hasta contradictorias) están: la necesidad de aliviar culpas, la fuerte conexión con los otros como parte de la identidad femenina (Assemblea de Dones, 1994) y la importancia central de las relaciones madre- hija en la vida de las mujeres, particularmente en las mujeres adultas (Grand et ál., 1999; Sánchez Ayéndez, 1993).

La consideración del trabajo doméstico y del cuidado de otros no siempre ha gozado de acuerdo entre el feminismo (*). Ha habido posiciones que consideraban que la ética del cuidado forma parte de la identidad femenina y han reivindicado medidas para facilitar la dedicación de las mujeres a su función maternal (Uría, 2009). En todo caso, el cuidado que realizan las mujeres no se refiere sólo a hijos e hijas, sino también a las personas enfermas y dependientes en el círculo familiar. Esta labor se realiza, como se viene argumentando, casi en exclusiva por las mujeres y con pocos apoyos de servicios sociales o de otros servicios públicos. Desde el feminismo que trabajaba en el ámbito sindical y desde colectivos que apoyaban las reivindicaciones de las empleadas de hogar se ha profundizado sobre el trabajo doméstico, su necesidad, su valor, las condiciones en que se realiza, el derecho a elegir entre trabajo asalariado y doméstico, etc.

Se ha investigado también si detrás de la atención al cuidado hay una compen- sación económica (actual o esperada en el futuro). La mayoría de las cuidadoras (63%) negaron recibir dinero de la persona a la que cuidaban. Aunque, en general, disponían libremente del importe de la pensión de la persona dependiente, esta cantidad no la consideran una compensación o sólo la emplean parcialmente, según las necesidades. Se ha constatado en un estudio en el medio rural catalán la importancia que la herencia de la hacienda y la vivienda tiene a la hora de determinar quién debe asumir el rol de cuidadora, siendo en este caso la esposa del varón heredero o la hija soltera que convive con los padres quien asume la responsabilidad, al combinarse la tradición y la herencia (Belando, 1997).

En el medio urbano la herencia suele tener menos importancia y las viviendas, en general más pequeñas, dificultan la convivencia de varias generaciones. No obstante, hay unanimidad en los diversos trabajos en considerar que la familia no elude la responsabilidad del cuidado informal de mayores y dependientes y se mantienen los lazos de reciprocidad entre generaciones, a pesar de los cambios estructurales en las familias (Bazo y Domínguez, 1996; Belando, 1997).

En los informes de los diferentes países de la Unión Europea (Belando, 1997) las motivaciones son similares. La noción de deber (tanto social como moral) aparece como la razón más poderosa. Otras motivaciones que se mencionan son: sentimientos positivos, vínculos y solidaridad familiar y el deseo de evitar que un familiar ingrese en una residencia.
Por su parte, tanto los expertos como las organizaciones gubernamentales y ONG con responsabilidad en la atención a la dependencia, conscientes de la emergencia de este problema y de la crisis de los cuidados informales, llevan años propugnando la idea de que es necesario un compromiso de las familias y de las instituciones en el cuidado de las personas dependientes. Por tanto, se refuerza la ideología del familismo desde los servicios sociales y sanitarios, a veces desde una visión acrítica de la situación social y personal de familias y cuidadoras y partiendo de una supuesta obligación natural de las familias de atender a los suyos.

Alicia Puleo, en su visión del ecofeminismo ilustrado crítico, contempla la necesidad de compartir el cuidado y defiende que la ética del cuidado debe ser uno de los valores que nos construya como hombres y mujeres en igualdad y corresponsabilidad (Puleo, 2011).

¿Cuál es el componente ético de la actividad de cuidar? En los últimos años nos llegan aportaciones desde el campo de la ética, la filosofía y la antropología que, desde una visión humanista de la atención de salud, el cuidado de los otros y las relaciones interpersonales, revalorizan el cuidado informal y lo nutren de unos valores éticos que nuestras sociedades no pueden ignorar y que hacen reflexionar a los profesionales de los ámbitos social y sanitario.
Así, Victoria Camps se refiere a la ética del cuidado en estos términos: “La ética del cuidado complementa a la ética de la justicia y se contrapone al creciente individualismo y competitividad a que nos conduce la dinámica de las sociedades gobernadas por el mercado y la búsqueda del éxito y del beneficio” (Camps, 2000). De hecho, en la sociedad norteamericana (paradigma de lo anterior) no existe esa cultura de la reciprocidad y el valor de las relaciones familiares es menos importante en la vida de las personas.

Para Camps, la ética del cuidado es una ética de la solidaridad (propone la virtud de la solidaridad), que reclama la necesidad de afecto, ayuda, compasión, compañía y cuidado de los individuos. Es un contrapunto al pensamiento racionalista que ignora los sentimientos (y olvida, por tanto, los motivos para ser moral); la ética del cuidado insiste en la importancia de las formas, actitudes y hábitos, no sólo normas; habla de la necesidad de atender las situaciones concretas, de personalizar, de atender las diferencias. Esta cultura y ética del cuidado debiera generalizarse, hacerse pública, permear a todos los ciudadanos, desligarse del género de las personas y convertirse en un valor humano.

El profesor Torralba i Roselló, en su obra Antropología del cuidar incluye un capítulo sobre la ética del cuidar. Aunque en esta obra se centra en los cuidados profesionales y se dirige concretamente a la profesión de enfermería, incluye muchos aspectos que son aplicables a cualquier relación humana y particularmente a una relación de ayuda, como la de cuidadora y persona dependiente, haya o no retribución y profesionalización de por medio. “El cuidar de alguien es una acción humana... que puede adquirir el atributo de bella, en el sentido estético del término, además del atributo de buena”, señala Torralba, que considera la acción de cuidar como no neutral, sino criticable, es decir, “criticable a partir de un criterio moral”. Y matiza: “Cuidar de una persona enferma, de un anciano o de un moribundo es una acción humana que, a priori, es buena y bella. Es buena porque es responsable, porque tiene como centro de gravedad el bien ajeno, su desarrollo y su plenitud integral. Es bella, porque es una acción armónica y equilibrada” (Torralba, 1998).

Estas consideraciones éticas en torno al cuidado, lo son en tanto que es un acto fraterno y solidario, lo cual es más claro en el caso del denominado cuidado informal que en los cuidados profesionales. Resulta evidente que la aplicación de los cuidados requiere unos hábitos y actitudes que Torralba elabora y propone como virtudes humanas mínimas de aplicación de los cuidados. Se exponen, a continuación, los ejes centrales del cuidar virtuoso, en un resumen de lo propuesto por el autor citado.

• La acción de cuidar debe comprenderse desde el valor de la edificación. Una actividad humana es edificante cuando transforma positivamente a ambos miembros de la relación. Para edificar algo se precisa un temple optimista, una cierta capacidad de construcción.

• El proceso de cuidar conlleva el deber de la responsabilidad. Acompañar a un ser humano frágil o vulnerable es ejercer una forma de responsabilidad social y cívica. El cuidar responsablemente no debe entenderse desde una perspectiva paternalista, sino como el ejercicio de un deber humano para con los seres máximamente vulnerables.

Cuidar es transmitir esperanza. En esta forma de interacción interpersonal que es el cuidado se transmiten determinados valores éticos, entre ellos, la esperanza. Acompañar a una persona doliente es velar por ella, luchar contra el abandono y el fracaso. La esperanza es una virtud, un valor fundamental para encauzar el futuro y superar las situaciones límite.

La praxis de la simpatía. Si el cuidar debe dar cauce a las necesidades fundamentales del sujeto vulnerable, una de ellas es el ansia de simpatía. Torralba explica el sentido fenomenológico del término simpatía referido a “la complicidad con el pathos anímico”. Diferencia los términos empatía y simpatía, aunque ambas son disposiciones necesarias en el cuidado. Si la sintonía es connatural se da la empatía, pero si no es así el vínculo del paciente con el cuidador debe reforzarse con la simpatía, entendida como trabajo unitivo, como el esfuerzo del cuidador para situarse en el pathos ajeno, para ubicarse en las coordenadas anímicas de la persona doliente.

Cuidar la libertad. Cuidar a una persona doliente es también velar para que su libertad se realice dentro de los límites posibles. Es importante crear un espacio de libertad en el que el paciente exprese lo que siente, con la palabra, la mirada y los gestos. La persona enferma o incapacitada sufre una reducción considerable de su libre albedrío, no de su libertad potencial. La erosión que sufre su libertad no debe servir de excusa para tratarle como a un menor de edad, es decir, como un ser carente de autonomía.
Reconstruir el sentido de la vida mediante el diálogo. El sujeto enfermo o dependiente sufre una alteración del sentido habitual que otorgaba a su vida. Esta búsqueda de sentido a la vida es una de las cualidades humanas exploradas por filósofos y humanistas y expresada de diferentes modos: el ser humano es un animal utópico, que construye horizontes, diferentes posibilidades existenciales. El ser humano anhela vivir pero vivir con sentido, no vivir de cualquier modo, y, así, puede perderse el instinto vital si la vida se valora como que no merece ser vivida. Para cuidar es trascendental articular una pedagogía del sentido y hacerlo desde el diálogo y la responsabilidad.

Estas actitudes y conductas de la persona que cuida hacia un ser querido no se dan espontáneamente en todos los casos, pero sí están presentes en muchas cuidadoras no profesionales simplemente porque su sentido común, el amor a la persona que cuidan y sus propios valores les guían a conducirse así en su labor de cuidado. Estas virtudes deben servir para reconocer el valor humano del cuidado de los otros, en particular de quienes sufren y son dependientes, y para guiar la formación y la orientación de los nuevos cuidadores, sean éstos profesionales o no, familiares o allegados, retribuidos o voluntarios.



(*) El Partido Feminista, liderado por Lidia Falcón, reclamó el salario del ama de casa y así lo defendió públicamente en diversas intervenciones, en particular en una ponencia de las Jornadas Feministas de Barcelona de 1985.

Textos citados
Alberdi, I. (2002), “La familia, propiedad y aspectos jurídicos”, en: Garrido Medina, L y Gil Calvo, E., Estrategias familiares, Madrid: Alianza Editorial.
Assemblea de Dones d’Elx (1994), “Las mujeres y el cuidado de los ancianos”, policopiado.
Bazo, M. T. y Domínguez-Alcón, C. (1996), “Los cuidados familiares de salud en las personas ancianas y las políticas sociales”, Revista Española de Investigación Social, 73: 43-56.
Belando, M. R. (1997), “Educación para la salud y atención informal a las personas mayores, Comparación de dos contextos: España y la Unión Europea”, Anales de Pedagogía, 15: 111-140.
Grand, A. et ál. (1999), “Caregiver stress: a failed negotiation? A qualitative study in south west France”, Intl. J. Aging and Human Development, 49 (3): 179-195.
Llitrá i Virgili, E. (1998), “Propuesta de un indicador de falta de apoyo informal para las personas mayores”, Intervención Psicosocial, 7 (1): 125-141.
Puleo, A. (2011), Ecofeminismo para otro mundo posible, Madrid: Cátedra.
Sánchez-Ayéndez, M. (1993), “La mujer como proveedora principal de apoyo a los ancianos: el caso de Puerto Rico”, en: VV AA, Género, mujer y salud, publicación cientifica, nº 541. Wasinhgton: OPS.
Torralba y Roselló, F. (1998), Antropología del cuidar, Madrid: Fundación Mapfre Medicina.
Uría, P. (2009), El feminismo que no llegó al poder, Talasa, Madrid.

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