Martin Gardner

Simplicidad
(Capítulo 14 del libro Circo matemático 1979.
En castellano:  Madrid: Alianza Editorial, 1983).

Cumplidora estricta de un decreto absoluto, con la naturalidad más sencilla.

                                                                                           Emily Dickinson

Los versos de Emily Dickinson se inspiraban en una oscura piedrecilla del camino; pero si esta piedra es considerada como parte del universo, fiel cumplidora de las leyes naturales, a nivel microscópico tienen lugar en ella toda suerte de intrincados y misteriosos procesos. La noción de simplicidad, tanto en matemáticas como en las ciencias experimentales, suscita una pléyade de cuestiones profundas, complejas y todavía no resueltas. El número de leyes fundamentales de la naturaleza, ¿es muy reducido, como algunos suponen, o por el contrario, es enormemente grande o tal vez infinito, como creen Stanislaw Ulam y muchos otros? Las propias leyes, ¿son sencillas o complejas? ¿Qué pretendemos decir, exactamente, cuando afirmamos que una ley o un teorema matemático es más sencillo que otro? ¿Existe algún procedimiento objetivo para medir la sencillez de una ley, una teoría o un teorema?

Casi todos los biólogos, y particularmente quienes investigan las funciones cerebrales, se muestran anonadados por la tremenda complejidad de los organismos vivos. Por el contrario, y a pesar de que recientemente la mecánica cuántica se ha complicado mucho al ser descubiertas cientos de partículas e interacciones nuevas, casi todos los físicos conservan viva la fe en la simplicidad fundamental de las leyes naturales.

De forma particular puede aplicarse esta afirmación a Albert Einstein. El mismo escribió: «Nuestra experiencia nos justifica en la confianza de que la Naturaleza es concreción de las ideas matemáticas más sencillas». Cuando tuvo que elegir las ecuaciones tensoriales capaces de dar cuenta de su teoría de la gravitación, entre todos los sistemas capaces de cumplir los requisitos necesarios optó por el más sencillo, y a continuación los publicó, con plena confianza (como en cierta ocasión le dijo al matemático John G. Kemeny) de que «Dios no hubiera dejado escapar una oportunidad así de hacer tan sencilla la Naturaleza». Se ha opinado que los enormes logros de Einstein han sido expresión intelectual de una compulsión psicológica de sencillez, que Henry David Thoreau expuso en Walden como sigue:

«¡Sencillez, sencillez, sencillez! Hágame caso, que sus asuntos sean como dos o tres, no como cientos o millares. No haga por contar un millón, sino media docena, y lleve su contabilidad en una uña.»

En su biografía de Einstein, Peter Michelmore refiere que «el dormitorio de Einstein parecía la celda de un monje. No había en él cuadros ni alfombras... Se afeitaba sin muchos miramientos, con jabón de fregar. En casa solía ir descalzo. Tan sólo cada dos o tres meses dejaba que Elsa (su esposa) le descargara un poco la pelambrera... Pocas veces encontraba necesaria la ropa interior. También dejó de lado los pijamas, y más tarde, los calcetines. "¿Para qué sirven?", solía preguntar. "No producen más que agujeros." Elsa llegó a perder la paciencia un día en que lo pilló cortando de codo abajo las mangas de una camisa nueva. Su explicación fue que los puños requieren botones o gemelos y es necesario lavarlos con frecuencia, total, una perdida de tiempo».

«Toda posesión», decía Einstein, «es una piedra atada al tobillo». Parece una cita directamente tomada de Walden.

Mas la Naturaleza sí parece llevar muchas piedras atadas a los tobillos. Las leyes fundamentales tan sólo son sencillas en primera aproximación; conforme es preciso refinarlas para poder encajar en ellas nuevas observaciones se van haciendo más y más complejas. Alfred North Whitehead nos prevenía que la máxima que debe inspirar al científico es «buscar la sencillez, y desconfiar de ella». Para describir la caída de los cuerpos pesados, Galileo eligió la más sencilla de las ecuaciones capaces de expresar el movimiento. Al no tener en cuenta la altitud del cuerpo, su ley tuvo que ser modificada, y sustituida por las ecuaciones newtonianas, algo más complejas. También Newton tenía gran fe en la sencillez radical de la Naturaleza: «La Naturaleza se complace en la sencillez», escribió, parafraseando un pasaje de Aristóteles, «y no en la pompa y afectación de crear causas superfluas». Empero, las ecuaciones de Newton tuvieron que ser, a su vez, modificadas por Einstein; y en nuestros días hay físicos, Robert Dicke entre ellos, que consideran insuficientes las ecuaciones de gravitación einstenianas y creen que habrán de ser modificadas y transformadas en otras más complejas.

Si bien es cierto que muchas leyes fundamentales son sencillas, sería peligroso inducir que las aún por descubrir habrán de serlo también. Las aproximaciones sencillas son, evidentemente, las más fáciles de descubrir en primer lugar. Puesto que es «propósito de la ciencia buscar a hechos complejos las explicaciones más simples», y volvemos aquí a citar a Whitehead (Capitulo 7 de The Concept of Nature ), corremos el riesgo «de caer en el error» de pensar que la Naturaleza es intrínsecamente sencilla «porque el objetivo de nuestra búsqueda es la sencillez».

A veces la ciencia simplifica las cosas, mediante teorías que reducen a una misma ley fenómenos tenidos por independientes hasta entonces, por ejemplo, la equivalencia entre inercia y gravitación en teoría general de relatividad. No menos frecuentemente se descubre que tras fenómenos de apariencia sencilla, como se pensaba era la estructura de la materia, yace, agazapada, la más insospechada complejidad. Durante años, Johannes Kepler estuvo luchando en defensa de la circularidad de las órbitas planetarias, porque entre las curvas cerradas, la circunferencia es la más sencilla. Cuando finalmente se convenció de que las órbitas eran elípticas, escribió que las elipses eran «estiércol» que se vio obligado a introducir para librar a la astronomía de cantidades de estiércol mucho mayores. Este comentario revela gran perspicacia, pues sugiere que introduciendo mayor complejidad en cierto nivel de una teoría podemos lograr mayor simplicidad en el conjunto.

No obstante, parece como si a cada paso del camino la simplicidad se vaya filtrando misteriosamente en la obra del científico, haciendo que de entre las diversas hipótesis operativas, la más sencilla sea la más verosímil. «La más sencilla» se emplea aquí en sentido estrictamente objetivo e independiente de la observación humana, a pesar de que nadie sepa cómo definir con rigor la noción de simplicidad. Naturalmente, desde el punto de vista práctico, una teoría puede ser más sencilla que otra en diversidad de aspectos, pero éstos son irrelevantes para la gran cuestión que estamos formulando. Así lo ha expresado el filósofo Nelson Goodman: «Cuando se desea ir rápidamente de un sitio a otro y hay varias rutas posibles y con iguales probabilidades de ser transitables, nadie te pregunta por qué has tomado la más corta». Dicho de otra forma, cuando dos teorías no son equivalentes, se deducen de ellas predicciones diferentes, y el científico estima que tienen igual probabilidad de ser ciertas, pondrá a prueba en primer lugar la que le parezca «más sencilla» de contrastar.

Con este enfoque pragmático, la sencillez depende de varios factores: el tipo de instrumental de que se disponga, la financiación del experimento, el tiempo disponible, los conocimientos del científico y de sus colaboradores... Por otra parte, una teoría puede parecerle sencilla a un científico porque comprende su desarrollo matemático, o parecerle complicada justamente por la razón contraria. Una teoría puede admitir expresión matemática sencilla, pero predecir fenómenos complejos de verificar, o puede ser de expresión complicada y predecir en cambio resultados fácilmente comprobables. Como ya señalaba Charles Peirce, puede haber circunstancias en que resulte más barato poner a prueba en primer lugar la menos plausible de las diversas hipótesis.

Evidentemente, todos estos factores subjetivos o de orden práctico tienen importancia en investigación, pero dejan intacto el corazón del misterio. La cuestión profunda es: ¿Por qué causa, en igualdad de las restantes circunstancias, es normalmente la hipótesis más sencilla la mejor encaminada, es decir, la que más probablemente se verá confirmada en la investigación futura?

Fijémonos en un ejemplo «sencillo» de investigación científica. Un físico que está buscando una relación funcional entre dos variables va registrando sus observaciones como puntos de un gráfico. No sólo dibujará la línea más sencilla que se ajuste mejor a los datos observados, sino que llega a anteponer el postulado de simplicidad a los valores realmente observados. Cuando los puntos de la gráfica caen en la cercanía de una recta, nuestro físico no traza una línea sinuosa que contenga a todos los puntos. Supondrá, por el contrario, que sus observaciones han sufrido sesgos por una u otra causa, y trazará una línea recta, que posiblemente no pase por ninguno de los puntos observados, y conjeturará que la función es una sencilla proporcionalidad, como por ejemplo x = 2 y (véase la Figura 73).

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Figura 73. Datos observados (a), una posible curva funcional
(b), función más verosímil

Si esta aproximación no diese predicciones suficientemente exactas de nuevas observaciones, el científico ensayaría leyes de grado superior; ajustaría, pongamos por caso, una parábola o una hipérbola a la nube de puntos. El meollo de la cuestión es que, a igualdad de las restantes circunstancias, cuanto más sencilla sea la curva mayor es su probabilidad de ser correcta. El número de leyes fundamentales expresables mediante ecuaciones de grados pequeños es verdaderamente sorprendente. No menos conocida es la preferencia que la Naturaleza parece mostrar por los extremos (valores máximos o mínimos), quizás porque en tales casos la derivada es nula.

En ocasiones, incluso al evaluar teorías de máxima complejidad y nivel científico, como las teorías de la relatividad o de partículas elementales, se antepone la presunción de simplicidad a los datos. El hecho de que una teoría sea bella y simple y posea gran poder explicativo, dice a veces más en su favor que lo que puedan decir en contra suya experimentos anteriores que parezcan falsearla.

Y de esta forma se suscita una de las cuestiones más paradójicas de la filosofía de la ciencia: ¿Cómo definir esta particular noción de simplicidad, esa simplicidad que contribuye a la probabilidad de que la teoría sea verdadera? De ser posible definirla ¿podrá ser medida? La actitud de los científicos con respecto a estas cuestiones suele ser desdeñosa. Prefieren juzgar intuitivamente la sencillez o complejidad de sus teorías, sin preocuparse de analizar exactamente su naturaleza. Es concebible, sin embargo, que algún día se pueda disponer de un método de medición de la simplicidad que tenga verdadero valor práctico. Imaginemos que coexistan dos teorías capaces de explicar todos los hechos conocidos acerca de las partículas fundamentales. Supongamos iguales sus capacidades de predicción de nuevos fenómenos, pero diferentes las observaciones predichas. Es imposible que las dos teorías sean ambas verdaderas. Tal vez sean ambas falsas. Para ponerlas a prueba es necesario realizar experimentos independientes, cada uno de 100 millones de dólares. Si la simplicidad de las teorías influyese en su probabilidad de ser verdaderas, sería una ventaja evidente el poder medir el grado de simplicidad de cada una, y poner a prueba en primer lugar la más sencilla.

Hoy por hoy nadie sabe ni medir este tipo de simplicidad, ni tampoco definirla con precisión. Sin duda es necesario hacer mínimo alguno de los componentes de la situación, ¿pero cuál? De nada vale contar el número de términos de la formulación matemática de la teoría, pues tal número depende de la notación. Una misma fórmula puede requerir diez términos en una notación, y sólo tres en otra. La famosa ecuación E = mc 2 de Einstein puede parecer sencilla, pero en realidad cada término es abreviatura de nociones que a su vez son expresables mediante fórmulas donde intervienen otros conceptos. Lo mismo sucede en matemática pura. La única forma de expresar el número «pi» mediante números enteros es corno límite de una serie infinita; al escribir ? la serie completa queda comprimida en un único símbolo.

Tampoco vamos por buen camino buscando hacer mínimo el grado de los términos. Para empezar, una función de primer grado como x = 2 y tiene por gráfica una línea recta, pero sólo en coordenadas cartesianas. En coordenadas polares la gráfica es una espiral. Por otra parte, cuando las ecuaciones no sean polinómicas, la pretensión de rebajar el grado de las expresiones carece de sentido. E incluso cuando sean polinómicas, ¿deberíamos considerar que una ecuación como w = 13 x + 23 y + 132 z es «más sencilla» que la x = y 2 ?

La noción de simplicidad sigue siendo de lo más vago incluso en la comparación de figuras geométricas. En una de las historietas de la serie B. C. ( Antes de Cristo ), de Johnny Hart, un cavernícola inventa una rueda cuadrada. Como la rueda produce un salto cada vez que pivota sobre uno de sus ángulos, el paleoingeniero se da cuenta de que tiene demasiadas esquinas, y retornando al tablero de diseño, inventa otra rueda «más sencilla», esta vez, triangular. Qué duda cabe que el número de vértices y de saltos se ha «simplificado», pero el inventor está ahora más lejos que antes de la rueda verdaderamente simple, la circular, que no tiene vértice alguno. ¿O tal vez deberíamos decir que la rueda circular es la más compleja, porque es un polígono con una infinidad de lados? La verdad es que un triángulo equilátero es más sencillo que un cuadrado, en el sentido de que tiene menos lados y ángulos. Más, por otra parte, el cuadrado es más sencillo que el triángulo si nos fijamos en la fórmula que expresa el área en función del lado en uno y otro caso.

Entre los muchos métodos propuestos para medir la simplicidad de una hipótesis, uno de los más atractivos consiste en contar el número de nociones primitivas que contiene. Es lástima, pero también aquí terminamos en un callejón sin salida. Podemos reducir artificialmente el número de nociones, combinándolas entre sí. Así lo ha hecho ver claramente Nelson Goodman con su famosa paradoja «verzul», sobre la cual se han escrito docenas de artículos especializados. Fijémonos en una sencilla ley: «Todas las esmeraldas son verdes». Ahora definimos el concepto de «verzul», a saber, la propiedad de ser verde en observaciones anteriores al día 1 de enero de 2001, pongamos por caso, y azul en las observaciones posteriores a esa fecha. Enunciemos una segunda ley: «Todas las esmeraldas son verzules».

Ambas leyes tienen el mismo número de conceptos. Ambas tienen el mismo «contenido empírico» (explican todas las observaciones). Ambas tienen idéntica capacidad de predicción. Para falsar cualquiera de ellas es suficiente una única observación, realizada en algún momento del futuro, de una esmeralda cuyo color no se ajuste al predicho. Todo el mundo apoya la primera ley, porque «verde» es más simple que «verzul», al no requerir nuevas teorías que expliquen el súbito cambio de color que habrían de sufrir las esmeraldas el 1 de enero de 2001. A pesar de que Goodman ha trabajado más que nadie en esta reducida faceta del concepto de simplicidad, se encuentra lejos todavía de poder enunciar resultados definitivos, y no hablemos ya del problema, mucho más difícil, de dar una medida global de la simplicidad de una ley o una teoría. ¡En ciencia, la noción de simplicidad dista de ser simple! Puede suceder que no exista una medida sencilla del concepto de simplicidad, sino que sea preciso dar muchos tipos distintos de medidas, que intervendrían todos en la evaluación final y compleja de la ley o teoría.

Lo sorprendente es que incluso en matemática pura se presentan dificultades parecidas. El método que siguen los matemáticos para dar con nuevos teoremas no se diferencia demasiado del empleado por los físicos para descubrir nuevas leyes. Ambos realizan ensayos. Al ir dibujando más o menos al azar cuadriláteros convexos, lo que no es sino una forma de experimentación con modelos físicos, puede que un geómetra descubra que al construir exteriormente cuadrados sobre los lados del cuadrilátero, y unir los centros de los cuadrados opuestos, los dos segmentos resultantes son iguales y perpendiculares (véase la Figura 74).

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Figura 74. Un teorema geométrico “sencillo”

Ensayando con cuadriláteros de distintas formas va observando que siempre se produce el mismo resultado. Empieza entonces a ventear un teorema. Al igual que un físico, opta por la hipótesis más sencilla. Por ejemplo, no se le ocurriría empezar comprobando la conjetura de que la proporción de los segmentos es de 1 a 1,00007 y de que en la intersección se forman ángulos de 89 y 91 grados. Lo primero que comprueba es que los segmentos son iguales y forman ángulos rectos, hipótesis mucho más sencilla. Su «comprobación», a diferencia de la del físico, consiste en buscar una demostración deductiva, que establezca la hipótesis con seguridad.

La teoría combinatoria abunda en ejemplos parecidos, donde por lo general la hipótesis más sencilla suele ser la más probable. Empero, y al igual que en el mundo físico, tampoco faltan las sorpresas. Fijémonos en el siguiente problema, descubierto por Leo Moser. Tomamos un círculo, y en su circunferencia señalamos arbitrariamente dos o más puntos. Cada par de éstos se conecta por un segmento rectilíneo. Dados n puntos, ¿cuál es el máximo número de regiones en que quedará dividido el círculo? Vemos en la Figura 75 las soluciones correspondientes a dos, tres y cuatro puntos. Dejamos al cuidado del lector descubrir las soluciones para cinco y seis puntos, y si es posible, de descubrir una fórmula general.

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Figura 75. Un problema de combinatoria

Apéndice

El precioso teorema relativo a los cuadrados construidos sobre los lados de un cuadrilátero convexo se conoce por teorema de Von Aubel. Muchos lectores, desencantados al ver que no daba yo ninguna demostración, enviaron algunas excelentes de cosecha propia. Lamento no disponer aquí de espacio para presentarlas. Puede verse una demostración sencilla, vectorial, en «Von Aubel's Quadrilateral Theorem», por Paul J. Kelly, en Mathematics Magazine , enero de 1966, pp. 36-37. Hay otra demostración de distinta naturaleza, basada en operaciones de simetría, en Geometric Transformation , por I. M. Yaglom, Random House , 1962, pp. 95-96, problema 24b.

Como Kelly hace ver, el teorema puede generalizarse en tres direcciones, que lo hacen todavía más hermoso:

1. No es preciso que el cuadrilátero sea convexo. Los segmentos que conectan los centros de cuadrados opuestos quizá no se corten, pero siguen siendo igual de largos y perpendiculares.

2. Tres cualesquiera, o incluso los cuatro vértices del cuadrilátero pueden estar alineados. En el primer caso el cuadrilátero degenera en un triángulo, uno de cuyos lados contiene un «vértice»; en el segundo caso, degenera en un segmento que contiene dos «vértices» en su interior.

3. Uno de los lados del cuadrilátero puede tener longitud nula. De esta forma dos vértices quedan confundidos en un solo punto, que puede ser tratado como centro de un cuadrado de lado cero.

La segunda y tercera generalizaciones fueron descubiertas por un lector, W. Nelson Goodwin, Jr., quien trazó los cuatro ejemplos de la Figura 76.

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Figura 76. Curiosas generalizaciones del teorema de Von Aubel

Observemos que el teorema continúa siendo verdadero si los lados opuestos de un cuadrilátero se contraen hasta reducirse a un punto. La recta resultante puede entonces ser considerada como una de las líneas que conectan los puntos medios de cuadrados opuestos de lado cero, que es evidentemente igual y perpendicular al segmento que une los puntos medios de dos cuadrados trazados sobre lados opuestos de la recta inicial.

Soluciones

El problema de Leo Moser, que podríamos llamar de «división de una tarta», muestra cuan fácilmente la inducción empírica puede torcerse al experimentar en matemática pura. El máximo número de regiones en que puede dividirse el círculo uniendo todos los pares de puntos por líneas rectas es de 1, 2, 4, 8, 16.... correspondientes a uno, dos, tres, cuatro y cinco puntos convenientemente situados sobre la circunferencia. Nada sería más natural que inducir que esta progresión geométrica continuará indefinidamente, y que el número máximo de regiones determinadas por n puntos es 2n-1. Desdichadamente, esta fórmula falla para todos los números n mayores que 5.
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Figura 77. Solución del problema de Leo Moser

En la Figura 77 vemos que seis puntos dan un máximo de 31 regiones, y no 32, como podríamos esperar. La fórmula correcta es:
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La expresión

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se llama «número combinatorio», y denota el número de formas en que pueden seleccionarse colecciones de k objetos de un colectivo formado por m objetos. Su valor es

m ! / k ! ( m – k )

Moser ha hecho notar que la fórmula da la suma de las filas de números situados a la izquierda de la línea oblicua trazada en el triángulo de Pascal que vemos en la ilustración. Desarrollada completamente, la fórmula es

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Al ir dando a n valores enteros positivos la fórmula engendra la sucesión: 1, 2, 4, 8, 16, 31, 57, 99, 163, 256, 386, 562, ... El problema ilustra deliciosamente la máxima de Whitehead sobre la búsqueda de la sencillez.

No he podido averiguar dónde ni cuándo Moser publicó por primera vez este problema, pero en una carta suya me dice que debió ser hacia 1950, en Mathematics Magazine . Desde aquella fecha ha aparecido en numerosas publicaciones y libros, resuelto de diversas formas. En la bibliografía del capítulo se da una lista (incompleta) de referencias.