María Gascón Stürtze
Lecciones de Francia en la integración
de las segundas generaciones

Este texto forma parte de la intervención de la autora en el Congreso sobre inmigración, “Biculturalismo y Segunda Generación”, celebrado en Almería en abril de 2010.
(Página Abierta, 209, julio-agosto de 2010).

            Para una buena gestión de la diversidad, España puede extraer lecciones no sólo de Francia, sino de muchos otros países europeos porque tiene la ventaja de haberse convertido en país de inmigración mucho más tarde. Ha tenido ocasión de conocer los aciertos y errores de las políticas llevadas a cabo y los resultados obtenidos. Aunque hay que tener en cuenta las diferencias existentes entre los contextos sociales y políticos, y épocas muy distintas.

           ¿Por qué Francia?: por su proximidad geográfica y cultural, y por ser uno de los países europeos con mayor tradición en la acogida a población inmigrada y refugiada. Y porque la rapidez con la que se ha producido la inmigración en España, y la dimensión que ha adquirido, han dado lugar a una pluralidad cultural y social, en algunos aspectos comparable a la de la sociedad francesa.

La cuestión a la que vamos a dedicar las siguientes reflexiones es la integración de las segundas generaciones, los hijos de inmigrantes. Pero antes quisiera hacer un par de consideraciones:

En primer lugar debo advertir de que bajo el estudio de las segundas generaciones se pueden tratar cuestiones diferentes (1). En el caso de Francia, nos interesa ver cómo los hijos de los inmigrantes se han incorporado a la sociedad. Si al llegar a su edad adulta, su forma de organizarse en la vida y de actuar en la convivencia social es muy distinta de la del resto de la sociedad.

Aquí no podemos hacer ese análisis porque no ha pasado el tiempo suficiente para que estos jóvenes se hayan hecho adultos y hayan decidido su forma de vínculo social. Nuestra preocupación fundamental debe ser, pues, la de ver cómo son tratados por la sociedad de acogida.

En segundo lugar quiero expresar mi acuerdo con quienes consideran problemática la expresión segunda o tercera generación. Su uso indiscriminado puede fomentar el error de denominar inmigrante a quien no ha inmigrado, y puede contribuir a convertirse en un rasgo identitario hereditario y extender el estereotipo negativo de desigual, inferior o excluido a los hijos y nietos de los que han inmigrado.

Pero también es cierto que el no utilizar un lenguaje incorrecto no evita que, en la realidad cotidiana, los hijos de los inmigrantes carezcan de las mismas oportunidades.

Las segundas y terceras generaciones en Francia

Muchas de las cuestiones relacionadas con las segundas generaciones han llegado a España de la mano de problemas sociales. Antes de que aquí los inmigrantes hubieran traído a sus hijos, ya se les asociaba a problemas por las noticias que provenían de Europa. Luego vinieron los ecos de los disturbios que tuvieron lugar en el año 2005 en los barrios periféricos de medio millar de ciudades francesas.

Se puso en cuestión, entonces, el modelo republicano de integración. Una conclusión un tanto aventurada por presuponer la existencia de un modelo que se aplica igual en toda circunstancia y lugar, y porque no todos los jóvenes franceses surgidos de la inmigración han tenido los mismos problemas que los de las banlieues.

La cuestión es si los problemas que dieron lugar a aquellas revueltas se han resuelto o si pervive la situación que hizo que miles de jóvenes se enfrentaran a una sociedad que no reconocían como propia.

Un reciente estudio realizado por el Observatorio Nacional de Zonas Urbanas Sensibles (2) publicado en 2009 dice que en Francia existen aún guetos en los que el paro, la pobreza, el fracaso escolar y la exclusión aíslan a millones de habitantes de por vida. Se calcula que en ellos habitan unos cinco millones personas, de las que el 33,1% vive bajo el umbral de la pobreza (3); y, en particular, el 66% de los jóvenes carece de títulos académicos, o los que tienen son inferiores al de Bachillerato (4), y el 47,7% de entre 14 y 24 años carece de trabajo (5), y por lo tanto de porvenir.

Entre esos jóvenes hay muy poca identificación con lo francés. Una expresión de ese desapego identitario es la asociación denominada “Indígenas de la República”, integrada por jóvenes franceses de origen africano y magrebí que se presentan como víctimas de una situación neo-colonial en su propio país. Se oponen a la integración porque dicen que consiste en negar los fundamentos de su cultura: manifiestan sentirse dolidos por las expresiones de laicidad, que consideran un ataque a sus creencias y tradiciones, rechazan los valores de la República, a la que consideran un mito que tratan de destruir llamándose indígenas, que es el estatuto que tenían sus padres en la época colonial y que les enseña –dicen– que la lucha de liberación sigue hoy en Francia.

El que jóvenes nacidos en Francia, de padres probablemente nacidos también en Francia, se crean colonizados en su propio país, ya nos muestra una construcción identitaria problemática, porque se apropian indebidamente del pasado y por estar fuera de la realidad. Pero además es victimista.

Lo cierto es que esos sentimientos, junto con la marginación social de una parte de las llamadas segundas generaciones, nos interrogan sobre los problemas de la integración y sobre el papel que ha podido tener la falta de reconocimiento social y cultural a causa de su origen étnico o nacional.

Si repasamos a grandes rasgos el contexto en el que se han formado en Francia las segundas y terceras generaciones, podemos encontrar algunas respuestas. Para ello hay que partir de que Francia ha sido históricamente un país de inmigrados (y refugiados). [Ver texto en columna aparte].

Cambio en el perfil de las migraciones

            En los años 80, las migraciones habían experimentado una gran mutación. Ya no eran hombres solos, sino también mujeres, familias con niños y adolescentes que iban creciendo. En Francia se encontraban unos cuatro millones de personas inmigradas, y las minorías étnicas, integradas fundamentalmente por musulmanes, constituían el 6% de la población.

En la sociedad francesa, la diversidad asociada a la inmigración dejó de percibirse como un valor. Comenzó a ser sustituida por una visión negativa de esa inmigración tan distinta culturalmente, que se sentía ahora como “inintegrable” y como una amenaza para la cohesión nacional de la sociedad francesa.

En los barrios periféricos se fue produciendo un proceso de sustitución de poblaciones. Empezaron a venir quienes menos recursos tenían: la población de origen magrebí y subsahariano. Ya no había mezcla de poblaciones, por lo que se hizo más visible que los pobres eran de origen extranjero. La marginalidad socio-económica terminó adquiriendo tintes étnicos.

La crisis económica significó un abandono de los equipamientos, y dio comienzo un fenómeno de exclusión, no sólo individual, sino colectiva: barrio dormitorio, separado de la ciudad, homogeneización progresiva de su población (parados, sin recursos, origen inmigrante), y deterioro del entorno.

Cambió el perfil sociológico de sus habitantes: padres sin trabajo viviendo de los subsidios del Estado según el número de hijos, lo que lleva a tener más hijos. Pérdida de autoridad del padre. Y la vida en el barrio también se transformó, desapareciendo todo el tejido social anterior.

En 1983 tuvo lugar la “marcha de los beurs”, primera generación de jóvenes nacidos en Francia hijos de inmigrantes magrebíes. Fue la primera movilización colectiva de hijos de inmigrantes para denunciar el racismo y lo que ellos percibían como negación de su identidad como franceses a causa de su origen árabe.

A partir de estos sucesos se tomaron una serie de medidas sociales (la Politique de la Ville), con cuatro ejes: empleo, educación (6), seguridad ciudadana y renovación urbana (7). Pero los recursos que se destinaron a ello fueron escasos, apenas el 1% del presupuesto nacional, que quedaron reducidos a casi nada cuando la derecha accedió al Gobierno.

A partir de la década de los 90, los elementos más negativos que propiciaron la construcción del gueto cogieron más fuerza. El nivel de paro se disparó. La gente vivía de los subsidios y de la economía paralela. A pesar de los recursos invertidos en las Zonas de Educación Preferente, siguen produciéndose unas cotas muy altas de fracaso escolar. Pero la escuela tampoco garantizaba la inserción laboral de los jóvenes con buenas calificaciones. Vivir en estos barrios o tener nombres árabes les negaba el acceso al mercado laboral. Hay un techo de cristal para ellos.

Hoy en día ese problema perdura, de ahí la iniciativa del “currículo ciego”, que presenta los méritos académicos y laborales ocultando el nombre y el lugar de residencia de la persona candidata a un puesto de trabajo.

Se estigmatiza la identidad mestiza (franco-argelina, franco-marroquí u otra) de estos jóvenes, y se les niega la identidad común –como ciudadanos, trabajadores y consumidores–. La desigualdad tiene, pues, un tinte étnico y espacial urbano. Es una discriminación en función del gueto.

El refugio de los jóvenes es la pandilla. Tienen su propia cultura, su propio lenguaje, el verlan: rebeu para los de origen árabe, renoi para los negros.

Desde entonces, los barrios han cambiado poco. Esta situación, que se va agravando con episodios habituales de violencia y sexismo, es la que antecede a las revueltas que tuvieron lugar en 2005.

¿Ha fracasado el modelo francés de integración?

¿Se puede, por lo tanto,  sacar la conclusión de que ha fracasado el modelo de integración francés? Hay signos contradictorios, por lo que yo no me atrevería a hacer tal afirmación.

Por un lado, y ya desde los años 80, frente al concepto de asimilacionismo, se exaltó el elogio de la diferencia, que caló en el discurso antirracista mayoritario. Sin embargo, en opinión de algunos autores (por ejemplo, Emmanuel Todd), eso contribuyó al abandono que sufrieron los inmigrantes, a su encerramiento, y a su desconocimiento de las reglas del medio en el que vivían. E hizo que las segundas generaciones, al verse discriminadas en derechos y en oportunidades de ascenso social, rechazaran adherirse a los valores franceses.

La derecha también se apropió de la idea de diferencia para proclamar la “inintegrabilidad” de los musulmanes y alertar sobre el peligro de que desaparecieran los lazos culturales tradicionales. Esto caló en una parte de la población (8) y sirvió para justificar su rechazo a la inmigración en nombre de la cohesión nacional.

Se tardó mucho en comprender la necesidad de unas políticas de integración que incentivaran el aprendizaje de la lengua, el contacto entre inmigrantes y autóctonos, y que favorecieran su adaptación mutua. Y pudo contribuir a la discriminación, pero también al repliegue identitario, a no alimentar y compartir un mismo sentido de pertenencia que mejorara la convivencia.

Pero, por otro lado, una macroencuesta realizada por Michelle Tribalat a principios de los años 90 (9) daba un toque de atención sobre lo inadecuado que es hablar de los inmigrantes como un todo homogéneo o globalizar los comportamientos. Señalaba que, según el origen nacional, el tiempo de estancia o el nivel de estudios, había muchas diferencias entre los inmigrantes. Y ponía en duda el fracaso de la integración cuando decía que el número de parejas mixtas era del 50% entre los jóvenes de 20 a 29 años.

Y por fin, concluía que las dificultades para la integración social y económica de los jóvenes nacidos y escolarizados en Francia no venían causadas tanto por su distancia cultural, como por las dificultades que encontraban a la hora de insertarse laboral y socialmente.

Sin embargo, uno de los conflictos de mayor repercusión dentro y fuera de Francia fue el del hiyab en la escuela, que se desató en 1989 y no ha dejado de producir controversia hasta nuestros días. En aquel momento –y tampoco ahora– no fue un conflicto entre inmigrantes islámicos y franceses sino que propició los alineamientos más insospechados en torno a él.

En 2002, Hanina Charifi, miembro del Alto Consejo para la Integración y de la Comisión Stasi, decía en una entrevista a Liberation que era la ausencia de perspectivas, el sentimiento de estar relegados en las banlieues, lo que llevaba a una parte de los jóvenes a ver en el Islam una alternativa a la integración e, incluso, una forma de protesta contra la sociedad.

Lecciones de esta experiencia

En primer lugar hay que tener en cuenta las importantes diferencias que hay entre la realidad francesa y la española, principalmente en lo que se refiere al perfil de la población inmigrada, de la sociedad de acogida, y a las características del Estado de bienestar.

Por otra parte, lo que se quiera aprender dependerá en buena medida de la idea que se tenga de la integración. La integración es un proceso en el que tienen que intervenir tanto la población inmigrada como la sociedad de acogida; por lo tanto, ambas partes deben hacer un esfuerzo de adaptación. Ambas partes deben reconocer que no tienen más remedio que incluir a la otra en sus prácticas sociales y en su idea de la sociedad. Pero el reconocimiento no es suficiente si no hay un proceso de igualación en derechos.

Por lo tanto, la primera lección que se puede aprender es la de aceptar que nuestra sociedad está formada por personas de diferentes orígenes nacionales y étnicos que deben convenir sus formas de convivencia. Los hijos de los inmigrantes deben crecer en un ambiente social en el que no se sientan ajenos o extraños, en el que comprueben que sus diferencias no son sinónimo de desigualdad.

La segunda lección, inseparable de la anterior, es la de evitar alimentar esa idea que divide a la sociedad entre inmigrados y autóctonos. Ello es particularmente importante en el caso de las llamadas segundas generaciones.

Si hubiera que responder a la pregunta “¿Cuándo los inmigrantes dejan de serlo?”, la respuesta debería situarse en el momento en el que hay un proyecto de permanencia y una igualación jurídica. Pero en el caso de los hijos, esta cuestión no debería ni plantearse, sino asumir que su origen nacional o la trayectoria de sus padres no debe ser una condición que altere sus derechos y su relación con la sociedad.

Una tercera lección se refiere a la necesidad de facilitar la mezcla de poblaciones, evitando la segregación espacial y la formación de guetos. En España, con un 12% de población inmigrante, su desigual distribución ha hecho que en algunas zonas su grado de concentración sea bastante alto. Influyen en ello las redes sociales de acogida, y el precio de la vivienda, o del suelo. El resultado es un cierto hacinamiento. Este aspecto influye muy negativamente en los miembros más jóvenes de las familias, como luego veremos.

Aquí no existen barrios claramente segregados de los centros urbanos pero se han ido configurando zonas de gran concentración inmigrante, tanto en los centros viejos de algunas ciudades como en antiguos barrios obreros, que presentan situaciones de gran vulnerabilidad, y ocurren algunos conflictos que recuerdan a los de Francia. Ese puede ser el caso de Salt, en Girona.

Otra lección que también hay que aprender es la del tratamiento de la diversidad cultural y la lucha contra la discriminación por este motivo.

En España, las diferencias culturales son menores que en Francia porque una parte importante de la población inmigrada es latinoamericana, lo que facilita la relación.

Aunque, por otro lado, la población de origen marroquí, con una cultura más diferenciada, es una de las más numerosas en términos relativos. Sin embargo, un reciente estudio sobre la población musulmana en España realizado por los ministerios de Justicia, Interior y Trabajo e Inmigración señala que el 81% dice sentirse adaptada a las costumbres españolas y siete de cada diez personas dicen sentirse bastante o muy a gusto residiendo en España, lo cual no deja de sorprender favorablemente dado el tradicional e injusto rechazo que esta población ha sufrido en nuestro país.

Pero si analizamos las políticas públicas que Francia ha desarrollado en relación con la población musulmana, institucionalizando la interlocución con una representación elegida, visibilizando en el espacio público aspectos culturalmente importantes como las mezquitas, a la vez que protegiendo la laicidad en la escuela, o estableciendo medidas antidiscriminatorias y al mismo tiempo defendiendo los derechos humanos y en especial los de las mujeres, etc., y las comparamos con lo que se ha hecho en España, veremos que aquí queda mucho camino por recorrer.

Lo cierto es que la población de origen marroquí es, en general, una gran desconocida para la sociedad española, debido en parte a los prejuicios y estereotipos que se interponen entre ambas. Tengo la sensación de que no está suficientemente reconocida, y no hay una relación fluida, no sólo entre musulmanes y españoles, sino entre personas de diferentes orígenes nacionales.

Ésta es, por cierto, una característica frecuente en la escuela, donde no es fácil encontrar relaciones de amistad y compañerismo entre los jóvenes que trasciendan su origen nacional. Esos jóvenes tienden a agruparse en pandillas de la misma nacionalidad, y cuando hay peleas este aspecto sobresale entre los demás.

La escuela, la cultura y la identidad...

La escuela es, junto con la familia, el principal lugar de socialización de los jóvenes. Pero en el caso de los hijos de los inmigrantes, su socialización es distinta si han nacido aquí o han sido reagrupados a una determinada edad. Si lo son en la adolescencia, hay situaciones de inadaptación que impiden una relación normalizada con el nuevo entorno.

Deben aprender a comunicarse de forma distinta a como lo hacían hasta entonces tanto con los familiares que están aquí como con los que están en su país de origen. Deben adaptarse a unos nuevos horarios y a unos nuevos espacios habitacionales.

En la escuela, deben aprender nuevas reglas de convivencia, acostumbrarse a métodos y disciplinas distintos, y aceptar una nueva forma de ser evaluados. Varía, asimismo, su relación con el dinero, pues ya no reciben el que sus padres enviaban a su país cuando ellos vivían allí. Ahora, aquí no disponen de los mismos recursos, y sin embargo los objetos de consumo están más a la vista y son más numerosos.

En fin, si ese período de adaptación no se desarrolla en un ambiente de buena acogida, de reconocimiento, de apoyo y de acompañamiento en su propio duelo, puede ocurrir que esa situación de fragilidad, de desarraigo, se compense acentuando las diferencias de la identidad que están construyendo.

Y así, cuanto más rechazo hay, mayor es la tendencia a encerrarse en la comunidad propia, y a reproducir las pautas de comportamiento que operan en el país de origen, y a diferenciarse de la sociedad de acogida. Lo cual es un obstáculo para la interacción y para la integración.

Curiosamente, entre los jóvenes latinoamericanos reagrupados hay la tendencia a alimentar una identidad latinoamericana marcando la diferencia con lo no latinoamericano, para lo cual exageran los aspectos comunes de distintos países y minimizan las diferencias que tenían entre sí cuando vivían allá.

Pero incluso con esa acentuación de las diferencias como vía en la construcción de una identidad propia, España tiene una ventaja con respecto a Francia, y es la ausencia de antecedentes coloniales próximos que recuerden situaciones de expoliación y dependencia de los países de los que son oriundos los inmigrantes. Sin embargo, aun no existiendo un pasado colonial próximo, hay elementos de peligro: por ejemplo, la historia bélica con Marruecos, aunque no sea tan reciente; la existencia de los enclaves de Ceuta y Melilla; o algunos otros episodios más actuales, de tipo internacional, como la guerra de Irak, el conflicto palestino, o el relacionado con el Sáhara, que pudieran actuar indirectamente como factores de desafección.

Aunque los aspectos culturales son importantes en la vida de las personas, hay que dar a la cultura una importancia ponderada, y no convertirla en el factor principal del reconocimiento de la diversidad. Amartya Sen escribe al respecto: «En primer lugar, si bien la cultura es importante, no es el único aspecto significativo en la determinación de nuestras vidas y de nuestras identidades. Otros elementos como la clase, la raza, el género, la profesión y la política también importan, y a veces de manera contundente. (...) En segundo lugar, la cultura no es un atributo homogéneo, ya que existen grandes variaciones incluso dentro del mismo medio cultural (...) En tercer lugar, la cultura no permanece inamovible (...) toda presunción de fijeza –explícita o implícita– puede ser terriblemente engañosa (...) En cuarto lugar, la cultura interactúa con otros determinantes de la percepción y de la acción sociales» (10).

Por eso, otra lección que podemos aprender es comprender que es necesario el establecimiento de valores y reglas comunes que permitan que funcione el sistema.

La mayoría de los hijos de los inmigrantes van a quedarse a vivir en el país al que sus padres les trajeron cuando eran pequeños. En algún momento de sus vidas tendrán que sentir que el barrio, la ciudad o el país en el que viven tiene algo que ver con ellos, y eso dependerá de que posean un sentimiento de pertenecer a ese sitio.

Vivir mezclados, compartir la alegría de las victorias del mismo equipo de fútbol, pasear por las mismas calles y comprar en las mismas tiendas tiene mucho que ver con la integración social.

Sistema educativo y expectativas de futuro

Uno de los aspectos que ha estado –y está– en el origen del malestar de la población de origen inmigrante en Francia es la dificultad para alcanzar un nivel educativo suficiente, lo que puede condicionar sus expectativas laborales y sus posibilidades de movilidad social ascendente.

Quienes han vivido un proceso migratorio pueden aceptar situaciones de discriminación y segregación laboral porque, a pesar de ello, consideran superiores sus oportunidades laborales a las que habrían tenido en sus países de origen. Por eso, su movilidad social ascendente la proyectan sobre sus hijos. Pero éstos, a diferencia de sus padres, están siendo socializados en la sociedad receptora, y educados con las aspiraciones y las expectativas de los ciudadanos de pleno derecho. Si, cuando sean adultos, esos hijos e hijas de inmigrantes se enfrentan a discriminaciones laborales parecidas a las de sus padres y se ven incapacitados o rechazados a la hora de aspirar a una calidad de vida mejor, podríamos asistir a situaciones de desarraigo o de conflictividad con tintes étnicos.

La actual situación de los hijos e hijas de inmigrantes en el sistema educativo debe mejorar mucho todavía si se quiere evitar ese riesgo. En diez años, los alumnos extranjeros se han multiplicado por ocho. En el curso 2007-2008, las escuelas de varias comunidades autónomas (11) tenían un alumnado de origen inmigrante que oscilaba entre el 10% y el 20% del total, superando en algún caso esta media, como ha sido el de la provincia de Girona. Del total de las matrículas, los centros públicos escolarizaron al 67,4% del alumnado, y dentro de esta proporción, el 82,8% era alumnado de origen extranjero.
Son varios los estudios que miden el grado de éxito o fracaso escolar general, y entre los hijos de los inmigrantes. Aunque los datos no siempre son precisos, porque hay factores que impiden una generalización (si han nacido o no en España; si han comenzado el curso en su fecha de inicio o se han incorporado más tarde; si sus padres tienen un nivel formativo alto, medio o bajo, etc.), se coincide en pensar que tienen dificultades.

Por un lado, las dificultades de adaptación al currículo académico, que son mayores cuando se incorporan tarde al curso. Por otro, la influencia negativa de estereotipos, desvaloraciones o prácticas educativas que no favorecen la motivación de estos jóvenes por el estudio, y que les empujan a buscar su sitio en un mercado laboral para el que no están preparados.

Y además, las dificultades de adaptación a los métodos de aprendizaje, principalmente la sustitución del sistema memorístico por el comprensivo, y la dedicación de esfuerzos al estudio extraescolar, que tiene que ver con las posibilidades o la voluntad de los padres en estimular y controlar ese esfuerzo, pero también con las condiciones habitacionales, el hacinamiento, o determinadas responsabilidades familiares que los jóvenes deben asumir.

El estudio longitudinal (12) de Portes, Aparicio y Haller complementa lo anterior cuando ofrece datos sobre las horas de trabajo académico fuera del colegio y las transcurridas frente a la televisión. En la encuesta realizada se observa que mientras sólo un 20% dice emplear tres o más horas diarias en los deberes escolares, más del doble de esa cifra dedica el tiempo a ver programas televisivos.

Este conjunto de datos nos alerta sobre el riesgo de que decenas de miles de jóvenes de origen inmigrante encuentren serias dificultades en el futuro para insertarse laboralmente y para hacerlo de una forma satisfactoria en relación con el esfuerzo que han invertido sus padres al emigrar.

El riesgo está en que su inserción laboral se mantenga en la escala más baja y precaria, y que ello le lleve a situaciones de exclusión, una exclusión étnica en razón de su situación socioeconómica.

Es imprescindible dedicar un mayor esfuerzo a la educación. España está entre los últimos países de la UE en presupuesto educativo. Pero, además, el hecho de que el sistema educativo dependa en buena medida de cada comunidad autónoma crea desigualdades más incomprensibles cuando precisamente la educación debe cumplir un papel igualador y difusor de los valores básicos comunes para la construcción de la ciudadanía.

A modo de conclusión

La persona que emigra busca lo que ofrece el país de acogida en cuanto a prosperidad social. Ello no significa que olvide sus orígenes, sino que el hecho de emigrar tiene sentido si le permite cambiar de posición social.

Pero si, al inmigrar, con lo que se encuentra es con marginación por su posición social, por sus costumbres, por su lengua, e incluso por las leyes y el derecho, entonces puede optar por reaccionar reforzando aspectos que le unen con los de su misma condición y que le diferencian de la sociedad mayoritaria.

Ante esta actitud, la sociedad mayoritaria –o los partidos que la representan– puede responder de diferentes formas. Una, cerrando filas y alertando sobre el peligro de pérdida de la propia identidad, proporcionando así apoyo a las tendencias más nacionalistas y retrógradas. Otra, celebrando la diferencia y promoviéndola con propuestas y medidas que refuercen aspectos identitarios y demandas de grupo, por encima de derechos individuales que sitúen a los inmigrantes en un plano de igualdad con el resto de la sociedad.

            Y una tercera forma de responder es asegurar los derechos íntegros de los inmigrantes, sin prejuicios de ningún tipo sobre su libre decisión de asimilarse o de conservar su especificidad, siempre que ésta respete los derechos y los deberes de los individuos con los que convive. Es decir, garantizando el sistema de derechos y deberes que nos vuelve iguales, y de entre los que la educación es uno de los más importantes. Ésta debe cumplir un papel igualador y difusor de los valores básicos comunes. Y debe, asimismo, tratar de fomentar la integración en los valores de la sociedad española, pero, también, respetando las diferencias culturales, debe valorar los aspectos positivos de las culturas de origen, evitando que los problemas de la integración social se conviertan en problemas de identidad irreconciliables.

________________
(1) La inserción escolar en la primera y segunda enseñanza; las identidades; la inserción social de quienes han sido reagrupados en su adolescencia; la de quienes han nacido en el país, etc.
(2) Encuestas en 751 barrios periféricos en 2008.
(3) En Francia está estipulado en 908 euros mensuales.
(4) Frente al 50,4% en el conjunto de Francia.
(5) En 2008, la tasa de paro se situaba en 16,9% frente a un 8% en barrios urbanos no conflictivos. La tasa de paro femenina en las Zonas Urbanas Sensibles (ZUS) se aproxima al 30%, frente a la media francesa del 10%.
(6) Zonas de Educación Preferente. Creadas entre 1981 y 1984 por el ministro Paul Savary, como mecanismos de discriminación positiva para contextos socioeconómicos muy desfavorecidos. Héctor Cebolla, Documento CIDOB, Migraciones, 18, 2009.
(7) Zonas Urbanas Prioritarias.
(8) En las elecciones presidenciales de 1986, el Front National de Le Pen alcanzó el 14% de los sufragios.
(9) Faire France. Une enquête sur les inmmigrés et leurs enfants, Paris: La Découverte, 1995.
(10) Amartya Sen, 2007: 156-157. Citado en Papeles del CEIC, 2009. Lorenzo Cachón.
(11) Cataluña, La Rioja, Baleares, Madrid, Comunidad Valenciana, Aragón, Navarra, Murcia, algunas provincias de Castilla y León, Castilla-La Mancha y Canarias, y las provincias de Almería y Málaga.
(12) La Segunda generación en Madrid: un estudio longitudinal, A. Portes, R. Aparicio y W. Haller, 2009.

Francia, país de inmigrados

En diferentes momentos de los siglos XIX y XX, Francia recibió importantes flujos migratorios. En 1889 estableció el ius soli, que garantizaba la nacionalidad a todos los nacidos en Francia. Se calcula que a finales del siglo pasado unos 13,5 millones de franceses descendían de inmigrantes, más o menos un quinto de la población. A pesar de ello, algunos autores estiman que Francia siempre ha percibido la inmigración como externa a su historia.

Las dos grandes guerras mundiales generaron masivas llegadas de inmigrantes y refugiados a Francia. La Primera Guerra Mundial generó el asilo. La Segunda Guerra Mundial, la inmigración: mano de obra para la reconstrucción. Fueron cientos de miles de inmigrantes procedentes del sur de Europa, pero también de las colonias africanas y los enclaves caribeños. En general eran hombres solos que venían por un tiempo pero que luego retornarían a sus países. No había políticas de integración porque no se iban a quedar. Era el modelo que predominaba en Europa, el de trabajador invitado.
Pero a partir de 1968 la inmigración se convierte en Francia en un asunto público y político. En los años siguientes los inmigrantes participan activamente en movimientos reivindicativos a causa de sus condiciones de trabajo y de vivienda. La diversidad asociada a la inmigración se convirtió en un valor progresista que convivía con brotes de racismo y rechazo social.

En esos años se construyeron unos dos millones de viviendas para dar alojamiento a miles de personas, jóvenes franceses que fundaban nuevos hogares, familias repatriadas de Argelia, inmigradas del campo, o inmigrantes extranjeros que malvivían en los bidonvilles [barriadas de chabolas]. Proporcionaron bienestar a la clase obrera de entonces y un itinerario social ascendente.

La crisis económica del 73 provocó la pérdida de millones de puestos de trabajo en la década siguiente. Se inició el cierre de fronteras y se trató de hacer retornar a sus países a todos esos trabajadores extranjeros.

En 1977, el Gobierno francés ofrecía unos diez mil francos a quienes quisieran volver. Bastantes españoles y portugueses aceptaron, pero no los argelinos y los subsaharianos, porque la condición era no regresar a Francia. Muchos fueron trayendo a sus familias y otros las formaron entonces.

El municipio de Salt

El municipio de Salt, en Girona, cuenta con 31.000 habitantes de los que el 43% es de origen inmigrante: la mitad es de origen marroquí, y el resto de Gambia, Senegal o Pakistán, mayoritariamente.

Hace poco, un reportaje lo presentaba como un laboratorio de estallido social. Los datos: 25% de los inmigrantes y 13% de los autóctonos en paro. El 80% de los inmigrantes viven en un centro de la ciudad viejo y degradado. La mayoría de los adolescentes marroquíes ha nacido en Cataluña, pero muchos ni estudian ni trabajan. En la escuela, el porcentaje de inmigrantes es de más de un 95%. De los 410 alumnos, sólo cuatro pertenecen a familias españolas.

En una situación así, las batallas originadas por costumbres diferentes suelen pasar a primer plano.

Algunos desean “salvar al municipio” imponiendo mano dura. Otros, como la actual alcaldesa de esta ciudad, proponen mejores fórmulas para solucionar el problema: derribar pisos, ensanchar la ciudad, subir la calidad y el nivel de vida, y conseguir así que los autóctonos no se vayan. Esta alcaldesa sí que ha aprendido bien las lecciones de Francia. Pero el problema es que eso cuesta dinero.

Por ello, en ese tipo de soluciones deberían comprometerse todas las administraciones.