María Victoria Gómez García

La revitalización de la ciudad industrial.
Aproximación teórica

(Del libro La metamorfosis de la ciudad industrial. Glasgow y Bilbao: dos ciudades con un mismo recorrido, María Victoria Gómez García, Talasa Ediciones, 2007, 208 pp.).

            No cabe aislar lo que ocurre a nivel local de los procesos de carácter general. Este capítulo aporta las claves teóricas para la interpretación de los casos específicos de Glasgow y Bilbao, en la medida en que lo que ambas áreas experimentaron está estrechamente relacionado con procesos más generales, con un conjunto de cambios estructurales en la economía política occidental que arranca hace más de treinta años, cuando comienza a cobrar entidad ese marco general que denominamos post-fordismo. La importancia que a estas cuestiones se les da en el capítulo pone de relieve esa conexión subyacente entre el contexto estructural y los procesos socioeconómicos locales. Todo ello adquiere tintes específicos en Glasgow y Bilbao, ciudades que como otros entornos urbanos occidentales cuya base económica se basó en la industria pesada, pertenecen a la categoría de lugares que sufrieron los más severos impactos de la crisis.
            El capítulo está dividido en dos grandes secciones. La sección relativa al contexto no es sino un breve resumen de los debates sobre las grandes tendencias que tuvieron lugar en los años ochenta y noventa, tales como la reestructuración industrial y el inicio de los procesos globalizadores y sus impactos correspondientes. Son distintas las aproximaciones teóricas que intentan dar cuenta de estos grandes procesos, algunas de las cuales han sido utilizadas en este capítulo. Aun así, como anteriormente mencionábamos, hemos prestado particular atención a la escuela de la regulación como modelo explicativo capaz de conectar esas grandes tendencias generales con sus expresiones particulares o específicas. La aportación en torno a esta escuela de pensamiento aparece en primer lugar, y particularmente la interrelación entre los conceptos de régimen de acumulación y modo de regulación social constituyen la base sobre la que son analizados los procesos que se consideran clave para el entendimiento de lo acontecido en aquel periodo de tiempo.
Las expresiones políticas locales constituyen el objetivo de la sección que denominamos “el ámbito local”. La naturaleza compleja del análisis basado en los actores locales, sus capacidades estratégicas y los problemas a los que debían hacer frente, requieren herramientas teóricas específicas, lo que en parte explica el relato en torno a las diferencias y, sobre todo, a la complementariedad entre la teoría de la regulación y la del régimen urbano que inician esta sección. Las transformaciones que tuvieron lugar en el nivel local o lo que se dio en llamar estilo local empresarial y la importancia legitimadora del discurso que le acompaña, son cuestiones analizadas a continuación. La sección finaliza con el papel desempeñado por las prácticas de marketing como forma particular de esas actividades locales de estilo empresarial y con la trascendencia que tuvieron en ciudades industriales como Glasgow y Bilbao.
Un último punto al final del capítulo resume lo que consideramos cuestiones cruciales en términos de impacto en Glasgow y Bilbao.

1.1. El contexto

            La escuela de la regulación como teorización de la reestructuración del capitalismo analiza, con especial atención, el declive del fordismo y la entrada en escena de procesos post-fordistas. Según Boyer (1990), la aproximación regulacionista es un método de análisis y no tanto una teoría completa que represente una alternativa a constructos más ambiciosos. Jessop (1989) se manifiesta en términos parecidos cuando afirma que la teoría de la regulación es un programa de investigación que progresa rápidamente pero no un sistema teórico.
            La principal contribución de la escuela de la regulación es la integración del rol de las relaciones políticas y sociales, lo que se ha dado en llamar “modo de regulación social”, en el análisis de la reproducción y la crisis capitalista. La estabilización de un “modo de regulación social” con un patrón particular de producción y consumo tiene lugar bajo lo que se ha denominado “régimen de acumulación”, una fase macro del desarrollo capitalista (Tickell y Peck, 1992). En opinión de Jessop (1997), los regulacionistas exploran los conjuntos de mecanismos económicos y extraeconómicos  y las prácticas históricamente contingentes que hacen posible que ocurra la acumulación capitalista de forma relativamente estable, a lo largo de largos periodos, a pesar de las contradicciones y los conflictos fundamentales que genera la relación del capital por sí misma. Los mecanismos reguladores incluyen un conjunto complejo de normas sociales y hábitos, formas de Estado, estructuras y prácticas, costumbres y redes, compromisos institucionales, normas de conducta y leyes, y representan un conjunto de relaciones sociales codificadas que tienen el efecto de orientar y sostener el proceso de acumulación (Peck y Tickell, 1994). De acuerdo con Lauria (1997a), la atracción que ejerce la teoría de la regulación está en que ofrece la forma de vincular en un elevado nivel de abstracción, los cambios económicos y los políticos.
            Boyer (1990) afirma que no hay una única aproximación regulacionista (tal como afirman también Bustelo, 1994 o Guerrero, 1997). Según Dunford (1990), las teorías de la regulación han evolucionado e incluyen muy distintas aproximaciones, algo que De Vroey (1984) también subraya cuando afirma que sería incorrecto hablar de la escuela regulacionista como una escuela de pensamiento homogénea, en la medida en que sus ideas han evolucionado a lo largo del tiempo(1).
            Según la “teoría de la regulación”, el compromiso entre capital y trabajo establecido por el modo de regulación fordista garantizó a la clase trabajadora un nivel mínimo de salario y un aumento regular del mismo, a cambio de la aceptación por parte de los trabajadores del incremento regular de la productividad (Painter, 1995). Al mismo tiempo, un Estado de bienestar desarrollado garantizó a prácticamente toda la población la posibilidad de consumir y de obtener ingresos incluso en el caso de incapacidad temporal, enfermedad, desempleo, jubilación, etc. (Lipietz, 1992). Pero el fordismo comenzó a desmoronarse con la crisis del petróleo, alrededor de mediados de los años setenta, y el capitalismo emprendió una inmensa serie de transformaciones que alumbraron una nueva era en términos de relaciones políticas y económicas. En palabras de Lipietz (1992), desde finales de los años sesenta todos los países capitalistas avanzados experimentaron una desaceleración en el crecimiento, al tiempo que los salarios reales continuaron aumentando. La caída de la tasa de ganancia hizo reaccionar a las empresas, primero, reduciendo los salarios reales, lo que condujo a crisis generales sectoriales de bajo consumo, y en segundo lugar, extendiendo y socializando las pérdidas a través de políticas de incremento de precios, lo que llevó a una inflación de costes que se vio reforzada por la subida de los intereses de los créditos. Según De Vroey (1984), se alcanzó el final de una cierta línea de progreso técnico, de forma tal que posteriores mejoras requirieron cambios cualitativos profundos, como el tránsito desde la cadena de montaje a la robotización. Para las empresas que se vieron afectadas, esto supuso un enorme desafío en términos de innovación, inversión y cambios en las relaciones sociales dentro de las fábricas (ver también Massey, 1988; Meegan, 1988).
            Lo que se produjo a continuación fue una crisis fiscal del Estado de bienestar que cuestionó la legitimidad de las políticas sociales y provocó que el compromiso fordista se hiciera económicamente insostenible. Según Tickell y Peck (1992), esta crisis estructural condujo a una internacionalización de la producción más intensa, mientras que Lipietz (1992) también entiende que hubo razones internacionales en la erosión del compromiso social. De acuerdo con este autor, la búsqueda de una escala de producción más amplia y de regiones con bajos salarios llevó a una internacionalización de los procesos productivos que se enfrentaba al carácter nacional de la regulación económica. La competencia de los países en vías de industrialización perjudicó a la industria, y trabajadores de bajos salarios sustituyeron a los que tenían buenos sueldos, lo que condujo a un juego de suma cero respecto a la demanda efectiva mundial.
Painter (1997) afirma que los regulacionistas discrepan sobre el impacto de estos cambios, cuestión que ha levantado una considerable controversia. Según algunos, estas transformaciones anunciaban la emergencia de un modo de regulación post-fordista, constituido en torno a la producción personalizada, los nichos de consumo (en lugar del consumo de masas), la negociación sobre el salario flexible, la desregulación financiera y la globalización.
            Otros aceptaron la posibilidad de un nuevo modo de regulación pero señalando que su desarrollo tendría, como mucho, un carácter embrionario o que podría haber una gran variedad de post-fordismos potenciales. Finalmente, otros regulacionistas argumentan que tal periodo se halla marcado por la continua confusión provocada por la ruptura de las formas fordistas y sus secuelas, con poca evidencia de que un nuevo modo de regulación estuviera emergiendo (ver también Peck y Tickell, 1992; Tickell y Peck, 1992). Como señala Amin (1994), la perspectiva regulacionista parece reticente a predecir las características de lo que sucede tras el fordismo.
            Por tanto, al mismo tiempo que la mayor parte de los académicos estarían de acuerdo en el cambio fundamental que la economía política global había sufrido, parece haber poco acuerdo sobre la naturaleza de tal cambio. Según Low (1995), cuando el capitalismo cambia en tantos aspectos diferentes al mismo tiempo, no hay un punto de referencia en torno al cual juzgar qué cambio es central o definitivo en el proceso y cuál contingente o periférico. Tal y como ponen de manifiesto Tickell y Peck (1992), el capital respondió a esos desarrollos a través de la relocalización espacial, el cierre de fábricas o sustituyendo capital variable por capital fijo. Swyngedouw (1989) afirma que las empresas capitalistas jugaron con el espacio y la tecnología en sus estrategias para superar los problemas derivados de la rentabilidad decreciente. De acuerdo con este autor, las empresas siguieron el camino del cambio tecnológico y, por tanto, del incremento de la productividad en sus instalaciones, o bien tomaron la decisión de llevar a cabo una relocalización de los procesos de producción, buscando nuevos mercados o costes de producción menos elevados (sobre todo el coste de la fuerza de trabajo).
El rol de los cambios tecnológicos en esta relocalización ha recibido enorme atención. Según Harris (1988), el diseño asistido por ordenador y el control de la producción basado en programas informatizados posibilitó la producción a pequeña escala y facilitó la descentralización de la producción, lo que se vio reforzado por la disminución de los costes de transporte y la subsiguiente reducción de las barreras espaciales en todo tipo de movimientos. Así, las distintas partes del proceso global de producción se vieron fragmentadas, ya que las mercancías podían ser producidas en enclaves muy diferentes y ensambladas en serie por trabajadores no cualificados, tras muy cortos periodos de formación. La posibilidad de separar el proceso de producción en sí mismo de su administración también apuntaba en la misma dirección (Harris, 1988).
Como consecuencia, apunta Harris (1988), las plantas industriales que en los países occidentales realizaban los procesos de fabricación en su totalidad, cerraron y el sistema se racionalizó para abaratar los costes de producción, a través del ensamblaje de distintas partes fabricadas por trabajadores pertenecientes a diferentes países. Según Thrift (1988), las empresas multinacionales, desde entonces, revisan la productividad de sus fábricas mucho más frecuentemente, y cuando no alcanzan el nivel de beneficio deseado, lo más probable es que las cierren. De esta forma, tiene lugar un proceso constante de racionalización estratégica mediante el cual se abren y cierran plantas con mucha más frecuencia que en el pasado, con todas las consecuencias que ello tiene para los países en los que se hallan localizadas dichas fábricas y, sobre todo, para los trabajadores en ellas empleados.

1.1.1. Globalización

            Thrift (1988) describe la forma en la que el capital se ha flexibilizado, tanto en términos de tiempo como de espacio, y señala el hecho de que la empresa global ha emergido como nuevo tipo de organización. Sin embargo, insiste también en las dificultades para denominar a esta tendencia general “globalización”. También Hirst y Thompson (1996) sostienen que el término “globalización”, tan extendido y propagado, muestra límites serios. De acuerdo con estos autores, la importancia creciente del comercio exterior y de los flujos de capital internacional no constituyen por sí mismos una evidencia del fenómeno que se ha dado en llamar “globalización”.
            Según Amin (1997), la palabra “globalización” ha sido interpretada de diferentes maneras. Hay quien lo interpreta como triunfo del capitalismo a escala mundial sobre la autonomía y la identidad nacional, triunfo que el neoliberalismo aplaude y que las fuerzas anticapitalistas o la socialdemocracia condenan. Amin (1997) afirma que, de forma algo menos dramática, también se interpreta como algo semejante a la intensificación del intercambio entre formaciones sociales nacionales y, como tal, gobernable a través del sistema interestatal. En una postura intermedia, la globalización simbolizaría la difuminación de las fronteras territoriales tradicionales por medio de la interpenetración de influencias tanto próximas como distantes, lo que requiere soluciones híbridas y multipolares (Amin, 1997).
            Resulta difícil negar que actualmente la fabricación, los intercambios financieros y los centros de servicios muestran una intensa orientación externa y un énfasis importante en el comercio internacional. Sin embargo, también es preciso subrayar que la inversión extranjera directa se concentra casi exclusivamente en los países industriales avanzados y en un núcleo pequeño de lo que hasta hace poco denominábamos economías industriales en vías de desarrollo (Thrift, 1988; Hirst y Thompson, 1996). Según Boyer y Drache (1996), la evidencia cuantitativa demuestra que la globalización no es un fenómeno nuevo si lo medimos mediante indicadores nacionales tales como la cuota que representa la inversión extranjera en los flujos de inversión total. En este sentido, argumentan, las economías se han internacionalizado de forma considerable pero la riqueza y la producción continúan teniendo carácter local y se hallan muy desigualmente repartidas.
            Cox (1993) afirma que las opiniones sobre la nueva división internacional del trabajo y la “globalización” de la producción han fomentado la diseminación del fatalismo político en los países avanzados, mientras que Hirst y Thompson (1996: 53) señalan cómo el peligro de la retórica en torno a la globalización es importante porque tiende a ignorar los procesos de distribución: considera el mundo como un mercado único abierto y competitivo y la localización de la actividad económica sujeta exclusivamente a consideraciones puramente comerciales. Según estos autores, a comienzos de los años noventa, el 90% de las sedes de las empresas multinacionales se hallaban en el mundo desarrollado, y en 1992 sólo el 5% del stock de inversión extranjera directa procedía de una empresa multinacional de un país en vías de desarrollo. Por otra parte, las naciones industriales más prósperas (como Alemania o Japón) han demostrado una considerable renuencia a invertir y desarrollar procesos de fabricación centrales fuera de sus países, manteniendo el grueso de su capacidad de generar valor añadido dentro de las fronteras. De esta forma, el capital financiero alemán y japonés es “nacionalista” y sus compromisos se dirigen fundamentalmente al sector manufacturero propio e interno (Hirst y Thompson, 1996).
            Por tanto, a pesar de la creciente orientación externa de las economías, según estos autores, existen serias razones para mantener una cierta posición escéptica sobre las afirmaciones más extremas en torno a la globalización económica, teniendo en cuenta que la inversión comercial y los flujos financieros se concentran en la tríada Europa, Japón y América del Norte (Jessop, 1994) y que tal dominio tiene tendencia a continuar, y ello sin tener en cuenta el colapso relativo de las economías de los cuatro tigres asiáticos. Aun así, Amin (1997) afirma que incluso cuando las empresas transnacionales permanecen arraigadas en su país de origen como fuente de recursos estratégicos, la naturaleza de los mercados ha hecho imprescindible que los Estados-nación desarrollen políticas económicas dirigidas a fortalecer la competitividad global frente a los modelos de crecimiento orientados a la economía doméstica o a la cohesión social nacional. En este sentido, las iniciativas explícitamente dirigidas a hacer la economía doméstica más atractiva a la inversión y a forzar la política macroeconómica (sobre todo la política monetaria) para adaptarse a los cambios de influencia externa en los tipos de interés y en las fluctuaciones monetarias, constituyen rasgos nuevos que con frecuencia adoptan las políticas nacionales. Según Healey (1997), existe consenso general sobre la penetración creciente de las relaciones económicas globales en el destino de las empresas individuales y en las tendencias hacia una mayor flexibilidad en las relaciones de producción, de forma que la integración vertical que caracterizaba anteriormente a las empresas ha dado paso a una organización más flexible que muestra una gran apertura al suministro externo.
Con el debate en torno a las transformaciones como telón de fondo, podemos afirmar que la economía internacional ha cambiado radicalmente en estructura y formas de gobernanza respecto a las formas predominantes en el boom que se prolongó desde principios de los años cincuenta hasta la crisis del petróleo de 1973. Sin embargo, también ha de ser tenido en cuenta, por otra parte, el hecho de que la movilidad del capital no produce un cambio radical absoluto en términos de inversión y empleo desde los países desarrollados a los que se hallan en vías de desarrollo. Más bien se constata que la inversión extranjera directa se halla altamente concentrada en las economías industriales avanzadas y que el Tercer Mundo sigue siendo un actor relativamente marginal tanto en términos de inversión como de comercio, al margen de una pequeña minoría de nuevos países industrializados (Hirst y Thompson, 1996).

1.1.2. Reestructuración industrial

            Aunque pensemos que se ha exagerado de forma excesiva el rol de los países en vías de industrialización como sustitutos de las viejas regiones industriales, lo que si es cierto es que la traducción espacial de esas nuevas tendencias ha dibujado un nuevo patrón geográfico en el que algunos de los viejos centros manufactureros han perdido su rol preeminente previo y han tenido que hacer frente a la desaparición de una inmensa cantidad de puestos de trabajo cualificados y semi-cualificados (Harding et al, 1994). A menudo, el cierre de fábricas y la ausencia de inversión han tenido un efecto multiplicador negativo en el desarrollo urbano que se ha traducido en un paisaje de fábricas cerradas, pero también en el abandono de viviendas, tiendas, almacenes y oficinas (Feagin y Smith, 1987). En paralelo con la adaptación de las industrias manufactureras a la reorganización general del capitalismo, el paisaje de las viejas regiones industriales experimentó una transformación física incontestable.
Sin embargo, tal y como señalan Fothergill et al (1986), no hay una única teoría aceptada por todos que explique la desindustrialización de las áreas urbanas occidentales. En general, se adoptan dos perspectivas a la hora de explicar dicho cambio. Una de ellas atiende a las características de las áreas industriales en sí mismas, y considera determinados rasgos de estos ámbitos, como la falta de adecuación de los edificios, el incremento en el precio de los alquileres o el predominio de trabajadores conflictivos, como elementos clave a la hora de convertirlas en espacios inaceptables para la industria manufacturera de nuevo cuño. La segunda perspectiva hace referencia a la reestructuración y la racionalización de la industria y considera el sistema económico en su conjunto. La lógica de tal argumento apunta a la disparidad irreconciliable entre los intereses del capital industrial y el mantenimiento del empleo manufacturero urbano (Fothergill et al, 1986).
            Scott (1988) considera que la nueva actividad productiva se localiza a distancia de esos viejos focos de industrialización fordista, en la medida en que sus requerimientos nada tienen que ver con la aportación o la fuerza de trabajo disponible en tales ámbitos. Este autor afirma que esos enclaves, con sus altos niveles de sindicación obrera y sus plantillas de trabajadores relativamente politizados (y las subsiguientes rigideces que ello comporta tanto en las plantas como en el mercado de trabajo local), conformaron entornos hostiles a las nuevas formas de producción flexible en distintos aspectos (ver también Swyngedouw, 1989). En consecuencia, los empresarios de los nuevos centros manufactureros buscan emplazamientos alternativos a esas localizaciones que no estén contaminados por la experiencia histórica previa de la manufactura a gran escala y las relaciones laborales fordistas. Así, en los nuevos enclaves, el establecimiento de nuevas estructuras sociotécnicas se enfrenta a una oposición local mínima, lo que resulta doblemente importante porque, por un lado, consigue evitar rigideces y, por otro, institucionaliza formas flexibles (Scott, 1988).
            Otro de los argumentos que se utilizan apunta a cómo los cambios tecnológicos exigían a largo plazo más espacio por trabajador y mucha más superficie para maximizar la productividad y conseguir el uso óptimo de las instalaciones, lo que colocó a las áreas que albergaban industria a gran escala en situación de desventaja respecto a otras áreas. De acuerdo con esta interpretación, la industria moderna se instala en fábricas de una sola planta, en medio de espaciosas áreas con zonas verdes y un cuidado entorno ambiental que incluye una amplia superficie de aparcamiento, permite la circulación de camiones pesados, y contempla la existencia de zonas de reserva para futuras ampliaciones (Fothergill et al., 1986). Por tanto, las empresas situadas en áreas urbanas muy densas, cuyas instalaciones se hallaban de entrada físicamente constreñidas, encontraron obstáculos insalvables para ampliar su espacio en la misma zona o en una adyacente, donde además se hubieran visto obligadas a competir con otros usos alternativos. Por el contrario, las empresas situadas en entornos de carácter más rural se vieron privilegiadas por el acceso más inmediato a recursos tales como un suelo más barato, y por tanto, pudieron expandir sus instalaciones sin mayores problemas (Rhodes, 1986).
            Massey (1988) explica cómo, de acuerdo con algunos académicos, el declive de las viejas regiones industriales en la primera mitad de la década de los años setenta, fue la consecuencia de lo que se dio en llamar “deseconomía de aglomeración”, entendida como los costes derivados de la localización en las grandes áreas urbanas, principalmente el alto precio del suelo y las instalaciones. Tal coste mostraba además otros costes indirectos que repercutían en las empresas a través del elevado gasto al que habían de hacer frente los trabajadores en términos de vivienda y transporte, a lo que además habría que añadir las repercusiones relativas derivadas de la congestión y la antigüedad de los edificios. En este sentido, se argumentó, las ventajas que en un principio mostraba la localización urbana se vieron largamente superadas por todo ese cúmulo de inconvenientes.
            Lash and Urry (1987) utilizan el término “dispositivo espacial” (spatial fix) para referirse a la interconexión de estructuras espaciales que vinculaban entre sí a las industrias manufactureras y extractivas de cabecera, las principales ciudades industriales, los entornos regionales dominados por esas industrias y la fuerza de trabajo y el capital organizados en un modelo estructural determinado. Según apuntan estos autores, ese dispositivo espacial constituyó el aspecto más característico del desarrollo de un conjunto de economías regionales que se vieron modeladas por un pequeño núcleo de industrias organizadas en torno a grandes plantas industriales situadas en grandes centros urbanos. Estos autores argumentan que la disolución de este dispositivo espacial se debió a la desconcentración espacial y la dispersión de la industria manufacturera y al modo en el que la industria utilizó la diversidad local para fragmentar sus operaciones y relocalizarlas en muy diversos emplazamientos.
            No obstante, todas estas explicaciones han de ser enmarcadas en el contexto más amplio de la reestructuración industrial, que adoptó formas muy diferentes: algunas empresas simplemente buscaron mano de obra más barata, pero otras utilizaron tal oportunidad para actualizar sus procesos de producción y hacerlos menos dependientes de la fuerza de trabajo cualificada que habían utilizado tradicionalmente (Massey, 1988). Aun así, según Cox, la búsqueda de mano de obra barata es sólo una estrategia y, de hecho, puede haber otras que impliquen efectos relocalizadores en lugar de deslocalizadores. Como señalan Tickell y Peck (1992), en algunos casos, los nuevos espacios industriales se han asentado en las viejas regiones manufactureras y eso demuestra que si en algunas circunstancias el capital adopta una estrategia espacial que persigue básicamente el establecimiento de relaciones de empleo flexibles (como cuando elige enclaves de producción periféricos respecto a la geografía de producción fordista), en otras puede adoptar una estrategia social, como cuando decide reconstruir y reorganizar sus relaciones con la fuerza de trabajo de los emplazamientos fordistas.
            Por tanto, si es cierto que muchos centros industriales tradicionales perdieron el rol predominante que habían tenido con anterioridad, no todo ha sido declive en el universo de la industria. El proceso de desindustrialización ha implicado el cierre de algunas plantas manufactureras y el nacimiento de otras (Burtenshaw et al, 1991). En términos generales, los sectores que han pagado un precio más alto han sido la industria  pesada y de cabecera, pero en el otro extremo ha habido un grupo selecto de industrias y de puestos de trabajo asociados a éstas que se han situado en una posición mucho más importante en el conjunto de la estructura económica general. En este campo incluiríamos, sobre todo, la industria relacionada con los sectores emergentes de la electrónica y la alta tecnología y también las que incorporan investigación y desarrollo o producción especializada, como los artículos de diseño destinados a nichos de mercado formados por consumidores de alto poder adquisitivo (Harding et al, 1994). Si ello es cierto, y también que estas industrias prósperas o de rápido crecimiento son consideradas sectores clave, la contrapartida es que constituyen un sector de escasa demanda de mano de obra (Massey, 1988; Allen, 1988).
            Por otra parte, la reestructuración industrial ha sido interpretada por muchos autores como una tendencia inevitable en la transición hacia las sociedades dominadas por el sector terciario. La división del trabajo en procesos complejos ha aumentado el número de trabajadores ocupados en actividades productivas indirectas dejando, al mismo tiempo, una cifra considerablemente menor de trabajadores involucrados en tareas de producción directa o transformación de materiales. Así, el trabajo de procesar, ensamblar y trasladar materiales ha disminuido respecto al que tiene que ver con la administración, organización, regulación y mejora de los sistemas de producción (Sayer y Walker, 1992). Muchos empleos han sido transferidos del sector manufacturero al sector de las industrias de servicios, como, por ejemplo, todos aquellos servicios que previamente se prestaban dentro de las fábricas y que posteriormente han sido externalizados (Allen, 1988). Esto ha contribuido a remodelar las fronteras entre ambos sectores. En opinión de Massey (1988), la distinción entre industria y servicios cada vez es más arbitraria, dado que los servicios constituyen una parte integral del sistema de producción global.
            De acuerdo con Sayer y Walker (1992), el propio término “servicios” es poco acertado como concepto unificador capaz de dar cuenta de la nueva economía. La idea de transición a una economía de servicios constituye un intento burdo de captar las transformaciones que actualmente tienen lugar en el capitalismo moderno. La importancia de los servicios ha sido, de hecho, objeto de inmensa controversia (ver, por ejemplo, Massey, 1988; Sayer and Walker, 1992; The Economist, 1994; 1997).
Muchos analistas dividen ahora el sector servicios en “servicios a la producción” y “servicios al consumo” (Healey, 1997). Los últimos se orientan a la demanda de servicios finales en los hogares (Allen, 1988), mientras que los primeros han constituido el sector intermedio más importante y el segmento de producción con un crecimiento más rápido en la economía de servicios en los últimos años. Dentro del conjunto de servicios a la producción se incluyen los servicios financieros, de seguros, publicidad, investigación de mercados, servicios profesionales y científicos, y de investigación y desarrollo. Los servicios basados en la información que constituyen un ejemplo primordial de estos servicios a la producción representan para algunos analistas como Hall (1993; 1995) o Castells (1996) la vanguardia de la economía. Castells (1996), de hecho, caracteriza el cambio hacia la economía informacional como el cambio económico más importante de nuestra era, como un cambio crucial en sí mismo y de las mismas características que el que produjo la transformación de la economía agraria a la industrial en los siglos XVIII y XIX. Tickell y Peck (1992), por el contrario, afirman que todavía hay mucha reflexión pendiente respecto al análisis macroeconómico del rol de los sectores impulsores de acumulación flexible, entre los cuales los servicios financieros y de negocios y el sector de las nuevas tecnologías constituyen un ejemplo fundamental. Castillo (2007) señala, de hecho, cómo en el sector concreto de la producción de software se está produciendo un proceso de externalización de trabajo cualificado e inmaterial que antes sólo se consideraba realizable en los países centrales.

1.1.3. Impacto en el empleo

            Los trabajadores que fueron despedidos como consecuencia de la reestructuración industrial no encontraron acomodo en los nuevos mercados de trabajo, lo que produjo un espectacular incremento del número de trabajadores desempleados. Las características y la capacitación de los trabajadores que perdieron su empleo manufacturero no encajan con los atributos de la nueva demanda de mano de obra, lo que planteó muy serios problemas a esos trabajadores manuales semicualificados (Massey, 1994).
            El crecimiento más significativo del empleo tuvo lugar en el campo de los servicios financieros y también, aunque más lentamente, en los servicios personales y al consumo (Harding et al, 1994). En los años ochenta el incremento más relevante del empleo dentro del sector servicios tuvo lugar en los servicios financieros, de seguros y los relacionados con la propiedad inmobiliaria y el comercio. El número de trabajadores en esos sectores se incrementó un 4-5% anual en las economías de los países más desarrollados, frente al 2-3% del sector servicios en su conjunto (The Economist, 1994). Healey (1997) opina, sin embargo, que los servicios financieros también se han visto afectados por la reestructuración, como respuesta a la innovación tecnológica y a un entorno más competitivo generado por las políticas de desregulación. Por tanto, se han perdido puestos de trabajo en muchos servicios al consumidor en los que los avances en las telecomunicaciones han permitido reducir tiempo y mano de obra. Las consecuencias, en lo que concierne al sector de oficinas especializado en servicios financieros, que se sitúa muy frecuentemente en el centro de la ciudad según esta autora, apuntan a efectos paralelos a los del impacto de la reestructuración industrial en términos de obsolescencia de estas instalaciones y emplazamientos (Healey, 1997).
El crecimiento de la oferta de empleo tanto profesional como técnico y organizativo, en la que el conocimiento juega un papel fundamental ha llevado a que las mejores condiciones y salarios se destinen a los trabajadores cualificados, que en su gran mayoría son hombres y pertenecen a la clase media (Harding et al, 1987). Por otra parte, la expansión de la oferta de servicios personales y al consumidor ha supuesto empleo para mujeres y minorías étnicas, proporcionando puestos de trabajo que a menudo son inseguros, a tiempo parcial y con salarios muy bajos. Según Tickell y Peck (1992), el crecimiento del sector servicios se vincula con mercados laborales crecientemente segmentados en los que existe un cuadro de profesionales bien pagados que constituyen la “clase de servicios” y una gran mayoría de trabajadores no cualificados que trabajan en el mercado laboral secundario y constituyen la “infraclase de servicios”.
            Amin (1994) comenta cómo al examinar las características predominantes en Alemania, Hirsch y Esser dibujan un escenario postfordista pesimista, en el que el trabajo basado en la tecnología se acompaña de despidos, segmentación de los trabajadores y marginación social; en ese mismo escenario, la industrialización creciente del sector servicios también supone cambios en la estructura social que se traducen, por una parte, en la estratificación de estos trabajadores de cuello blanco y, por otra, en la erosión de las antiguas identidades colectivas por el uso de las nuevas tecnologías; en ese contexto mencionan cómo la movilidad impuesta en los mercados laborales como consecuencia de la nueva geografía del empleo, da lugar a la ruptura de la familia y de los lazos comunitarios y a una creciente polarización social entre los estratos de los sectores de alta productividad y gran capacidad de consumo elevado y los de bajos salarios o ausencia total de los mismos. 
            Meegan (1988) señala cómo las transformaciones en la esfera del empleo incluyen el crecimiento de la subcontratación, el trabajo a tiempo parcial y el trabajo eventual, los acuerdos con los sindicatos a nivel individual y la negociación permanente sobre la flexibilidad de las condiciones de trabajo. Thrift (1988) también constata cómo gran parte del crecimiento del empleo en el sector servicios ha consistido en un aumento del número de trabajadores a tiempo parcial que se ha traducido en una estructura del empleo crecientemente polarizada entre los trabajos con buena remuneración, a tiempo completo y constitutivos de una carrera profesional o administrativa y los trabajos de más bajo nivel, casi siempre a tiempo parcial y de carácter rutinario (Allen, 1988). Massey (1988) afirma con gran agudeza que los que tienen una opinión entusiasta de la economía del sector servicios se fijan en los analistas financieros, los expertos informáticos, los abogados o los psicólogos, mientras que los que se muestran más escépticos tienden a señalar la importancia del personal auxiliar, del de la industria hostelera y de comidas a domicilio y el trabajo eventual en el sector turístico. Los trabajos de nivel más bajo vinculados al sector de oficinas, según Feagin y Smith (1987), son los mensajeros y de limpieza, mientras que otros trabajos indirectamente vinculados a este sector abarcan desde el trabajo en restaurantes hasta el de las empleadas de hogar.
            En términos generales, la reestructuración de la fuerza de trabajo ha significado un enorme crecimiento del desempleo por una parte, y por otra, el predominio de  múltiples divisiones internas del mercado de trabajo desde distintas perspectivas. La primera de esas divisiones sería la que diferencia a los que tienen trabajo respecto a los que se hallan en paro, pero también existen muy diferentes categorías de desempleados como el parado de corta o larga duración; también hallamos diferencias entre los que tienen un salario alto y los de ingresos muy bajos, así como entre los diferentes tipos de trabajadores, tales como los de tiempo parcial o tiempo completo, los trabajadores eventuales y los de contrato indefinido y los autónomos. En otras palabras, el efecto neto de los cambios que han tenido lugar en el universo del trabajo ha sido una intensa polarización en términos de salario, estándares de empleo y seguridad en el trabajo entre los distintos grupos (Harding et al, 1994).

1.2. El ámbito local

1.2.1. La teoría de la regulación y la teoría del régimen urbano

La teoría de la regulación, por su énfasis en la influencia de la cultura en el cambio y en el desarrollo económico, proporciona claves para el entendimiento del impacto desigual que en el terreno del espacio y el territorio han tenido los cambios económicos (Painter, 1997; Dunford, 1990). Aun así, incluso si las herramientas que utiliza son indicadas para este propósito, según Peck y Tickell (1992), la teoría de la regulación, tal y como ha sido formulada hasta ahora, carece de una concepción adecuada del desarrollo desigual a nivel subnacional. Estos autores afirman que la teoría de la regulación no se ha enfrentado a la problemática de la regulación social a escalas espaciales distintas a la del Estado-nación. Es preciso, a su juicio, explorar las formas en las que los distintos mecanismos y formas reguladoras se enraízan y distribuyen en las distintas escalas espaciales, desde la local a la supranacional (Peck y Tickell, 1992; también Beauregard, 1997). Algo parecido expresa Low (1995) cuando afirma que incluso si la teoría de la regulación proporciona un objetivo deseable en torno a la reintroducción de la política en la economía del análisis urbano, los trabajos en el ámbito de la geografía y de las relaciones sociales de escala local requieren una cierta reformulación y ampliación del concepto de regulación para que sea útil a la hora de dar cuenta de las diferencias subnacionales. 
            Ha habido distintos intentos de utilización de conceptos regulacionistas en el contexto del análisis político urbano. Tal y como lo expresan Jessop et al (1996), esos intentos tienen dos propósitos de carácter muy diferente. En primer lugar, proporcionan un medio de vincular la política urbana con las tendencias económicas de carácter general y, por otra parte, facilitan el medio para ligar agencia y estructura(2) en el estudio de la gobernanza urbana a través del concepto de “modo de regulación”. Sin embargo, dado que la aproximación regulacionista es relevante sobre todo en el área económica, su utilización en la investigación urbana requiere un análisis político más refinado. De hecho, las interpretaciones regulacionistas de las transformaciones locales han tendido a retratar estas últimas en términos más bien burdos y simplistas, sin tener en cuenta la capacidad estratégica de los actores locales (Jonas, 1997; ver también Painter, 1997; Jessop et al, 1996).
            Painter (1997) afirma que se puede definir un régimen urbano como una coalición de intereses a escala urbana que incluiría el gobierno local elegido en las urnas. Esta coalición coordina los recursos y por tanto genera capacidad de gobierno. Por tanto, la teoría del régimen urbano es una forma de análisis que se centra en las relaciones entre lo que se ha denominado actores de la escena urbana, y la forma en la que éstos se implican en los proyectos locales. El concepto de régimen urbano se utiliza mucho en investigación urbana y también en ciencia política (por ejemplo, Elkin, Stone, Fainstein, Mollenkopf), sobre todo en Estados Unidos, aunque más recientemente también ha conseguido adeptos en otros ámbitos (Painter, 1997).
            Aunque el paradigma del régimen urbano arroja luz en algunos aspectos clave de la política, Horan (1997) afirma que este paradigma constituye un marco demasiado estrecho para investigar los procesos de política urbana y reestructuración económica. En palabras de Jonas (1997), la teoría del régimen urbano proporciona un rico panorama de los intereses locales, las luchas y las estrategias relacionadas con las transformaciones políticas urbanas, pero se queda muy corta en lo que concierne a algunas cuestiones de trascendencia estratégica. Cox (1997) sostiene que los análisis basados en la teoría del régimen urbano fracasan cuando intentan ir más allá de referencias descriptivas sobre las formas de colaboración entre el sector público y privado, hacia el cuestionamiento de por qué emergen, de hecho, formas sociales de esta naturaleza. En opinión de este autor, la teoría del régimen urbano se ha mostrado sensible a la hora de captar los mecanismos de cooperación entre distintos actores pero no al explicar por qué surgen esos mecanismos, cómo se reproducen o se transforman o qué obstáculos encuentran. En los mismos términos, Jessop et al (1996), aunque aceptando el valor del análisis del régimen urbano, rechazan la tendencia a tratar las dinámicas urbanas como si pudieran aislarse de los procesos y las fuerzas económicas y políticas de más largo alcance. Estos autores creen que los estudios de régimen urbano han producido trabajos profundos y llenos de matices sobre la estructura y las dinámicas de algunas coaliciones urbanas pero se han mostrado mucho más incapaces a la hora de revelar el contexto económico y político más amplio en el que tales estrategias se formulan (Jessop et al, 1996).
            El énfasis en la autonomía de las elites y los regímenes locales ha supuesto un correctivo muy saludable a formas de estructuralismo que únicamente ponen el acento en la lógica autónoma del capitalismo global, en la autoridad soberana homogeneizadora del Estado-nación o en la hegemonía de las culturas y los discursos supralocales, aunque, como sostienen Jessop et al (1996), este valioso correctivo no implica que los imperativos de la competencia interurbana, la reestructuración del Estado y la acumulación del capital puedan dejarse a un lado a la hora de examinar la dinámica interna de la política urbana, ni tampoco que lo que se persigue en el nivel local pueda ser examinado como si estuviera a salvo de las influencias de los modelos, los paradigmas o los discursos políticos no locales. Desde una perspectiva parecida, Cochrane (1991) también pone el acento en lo engañosa que resulta la aproximación al análisis del cambio de los sistemas de gobierno local, como si éste fuera independiente de los cambios sociales y económicos de alcance más amplio. De hecho, los flujos entre las fuerzas locales económicas, políticas e ideológicas y las que existen a escala más amplia, siempre circulan por una doble vía, aunque ésta posea un carácter básicamente asimétrico (Jessop et al, 1996; ver también Low, 1994).
            En conclusión, mientras que la teoría de la regulación subestima la importancia de los actores y la organización local y por ello no alcanza a explicar las construcciones concretas de los mecanismos reguladores, la teoría del régimen urbano teoriza de forma insuficiente las conexiones entre los agentes locales y los contextos institucionales de amplio alcance (Lauria, 1997a). Sin embargo, incluso teniendo en cuenta que la teoría del régimen urbano fracasa a menudo a la hora de proporcionar análisis teóricos profundos y, por el contrario, sucumbe al empirismo y al localismo excesivo (Jessop et al, 1996; ver también Feldman, 1997; Beauregard, 1997), cabe plantearse, como sugiere Lauria (1997b), de forma sugerente, su complementariedad con la teoría de la regulación. En opinión de este autor, la complementariedad entre el análisis de las prácticas políticas locales por un lado, y los procesos reguladores extralocales y extraeconómicos por otro, hace posible una orientación de las investigaciones hacia cómo los regímenes urbanos organizan sus estrategias de acumulación de forma que el espacio económico local pueda situarse en una buena posición respecto al resto de las ciudades de la jerarquía urbana (Lauria, 1997b). Por tanto, al mismo tiempo que la teoría de la regulación ofrece un conjunto fructífero de abstracciones en las que se puede incorporar el análisis del régimen urbano, este último posee mecanismos capaces de brindar algunos vínculos explicativos que la perspectiva regulacionista no contempla, como cuando se centra explícitamente en el contenido de las disputas políticas y en las formas de conflicto y cooperación política a escala urbana (Painter, 1997; ver también Lauria, 1997a).
            De forma más específica, Jessop et al (1996) observan que muchos estudios de caso ponen de manifiesto las diversas formas políticas urbanas, y en ello subrayan lo que se ha dado en llamar “micro-diversidad”, pero al mismo tiempo constatan la existencia de muchos rasgos comunes compartidos en el ámbito de la acción política dentro del contexto de los regímenes urbanos de muchos países occidentales. Tales rasgos compartidos indican trayectorias comunes en su evolución o lo que se ha dado en llamar “macro-necesidad”. Desde este punto de vista, la coexistencia de micro-diversidad y macro-necesidad en las sociedades occidentales ha tenido lugar porque los sistemas políticos urbanos se ven obligados a responder a las transformaciones que los cambios estructurales de largo alcance imponen en las acciones locales (Jessop et al, 1996).

1.2.2. Transformaciones locales

            Aun no empleando tales términos, de acuerdo con Harvey (1989), la relación entre macro-necesidad y micro-diversidad sería el resultado de la creciente importancia que lo local tiene para el capital internacional, en el nuevo contexto de desempleo generalizado, reestructuración industrial y rivalidad por atraer inversión y puestos de trabajo, en una etapa de rápidas transformaciones hacia modelos de acumulación de capital geográficamente móviles (Harvey, 1989).
            La atracción de inversión ocupa un primer planoen el escenario urbano. Fretter (1993) subraya la importancia de los entornos mejor situados, con una mano de obra más barata, subvenciones generosas, costes de producción más bajos, trabajadores con formación adecuada y mejor calidad de vida. De igual manera se manifiesta Low (1995), cuando afirma que la competencia entre los gobiernos locales por atraer inversión incluye cuestiones tales como la fiscalidad, el tamaño y configuración del propio gobierno local, el nivel de polarización social, el grado en el que se valora la competencia frente a la cooperación, o el nivel en el que los intereses privados como principales beneficiarios directos de la competencia, penetran en los gobiernos locales.
Desde la perspectiva de Healey (1997), desde los años setenta,se han promovido, estrategias de desarrollo económico local orientadas a la consecución de activos y acompañadas por enérgicas campañas de marketing urbano, como estratagema dirigida al juego competitivo interregional. Swyngedouw (1989), por su parte, denomina también a esta práctica competencia interregional o interurbana, y Jessop (1994) nos habla de la nueva orientación perseguida por la actividad económica local, con un énfasis creciente en la regeneración urbana y en cómo conseguir que las economías locales o regionales sean más competitivas en la nueva economía mundial. Para favorecer esta competencia urbana y regional se han puesto en marcha nuevas combinaciones de factores económicos y extraeconómicos que incluyen innovaciones económicas, políticas y sociales enfocadas hacia la mejora de la productividad y otras condiciones de competitividad estructural, la transformación de algunos mecanismos reguladores dirigidos a captar la inversión móvil, o la puesta en marcha de actuaciones de imagen también orientadas al  mismo propósito (Jessop, 1996: 5). Como observan Peck y Tickell (1994), tras la crisis postfordista, las localidades se han convertido en algo así como hermanas hostiles que se lanzan al proceso competitivo de atracción de empleo e inversión y compiten y regatean sobre cuestiones tales como los estándares de vida. En opinión de estos autores, el alineamiento de las relaciones globales y locales –que Swyngedouw (1992) denomina “glocalización”– no constituye tanto un orden espacial nuevo como una continuación del desorden espacial o, dicho en otras palabras, la geografía de una crisis no resuelta.
            Cox (1993), sin embargo, argumenta que la geografía del capital es necesariamente contradictoria, ya que también se enfrenta a ciertos límites en términos de flexibilidad de localización. Las empresas se muestran móviles respecto a determinadas localizaciones dentro de los límites de una determinada escala geográfica pero no se trata, en todo caso, de una movilidad de carácter absoluto. Aunque es cierto que la escala de actuación se amplía para algunas empresas o para algunas de sus actividades, eso no es generalizable a todas las empresas y a todas las actividades. Es cierto que las empresas juegan con bastante discrecionalidad de localización en lo que concierne a las actividades de ensamblaje, pero no respecto a las actividades de investigación y desarrollo o respecto a las funciones de su sede central. En otras palabras, no conviene hacer grandes generalizaciones. En esta cuestión se detienen también Hirst y Thompson (1996) cuando afirman que la clave del éxito de la inversión multinacional no reside simplemente en la búsqueda de una localización de bajo coste para conseguir el máximo aprovechamiento, sino en cómo adaptar su estrategia para que encaje adecuadamente en los entornos institucionales, empresariales y de innovación en los que se instala.
            Aun así, un número creciente de áreas urbanas están adoptando nuevas formas de gobierno para adaptarse al nuevo contexto económico, social y político, lo que según Peck y Tickell (1994) es síntoma de la propia crisis y un reflejo del desorden global político-económico anteriormente mencionado. En el Reino Unido, por ejemplo, se ha producido un declive del gobierno, de las instituciones elegidas de modo directo por los ciudadanos, y al mismo tiempo, un auge de la gobernanza, entendida como el ejercicio de autoridad de instituciones no gubernamentales (Goodwin y Painter, 1997; Jessop, 1994). Esta transformación de la gobernanza urbana se ha producido porque los gobiernos locales se orientan hacia el mundo exterior, el impulso al desarrollo y el crecimiento económico, y todo ello al tiempo que el bienestar de los ciudadanos ha comenzado a tener menor importancia(3). De esta forma, muchos ayuntamientos han ralentizado la actividad dirigida a la provisión de servicios a los ciudadanos, sustituyéndola por la preocupación por la prosperidad económica y la capacidad para atraer empleo e inversión. En el curso de estas transformaciones profundas, el sector público ha asumido características que siempre han sido típicas del sector privado (Hubbard, 1996; Cochrane, 1991; Imrie and Thomas, 1995), lo que se ha traducido en una cierta subordinación de los objetivos previos de bienestar a los imperativos de la competitividad y el crecimiento local (Peck y Tickell, 1995). La gobernanza local, como señala Lovering (1995), ha sido reconstruida en torno a los dictados de la competitividad económica. Dicho de otra manera, el desafío que impone una situación de desindustrialización, paro estructural y austeridad fiscal tanto a nivel nacional como local, unido al enorme atractivo de la racionalidad del mercado y la privatización, conforman un escenario que explica por qué tantos gobiernos urbanos, muy a menudo de diferente signo político y con diferentes niveles de poder político y legal, han seguido de forma general una dirección idéntica hacia la provisión de un “buen clima de negocios” y la atracción de capital hacia la ciudad (Harvey, 1989, p. 5).
En palabras de Jessop (1997), cabe distinguir una transición desde formas de gobierno local organizadas en torno a las funciones keynesianas del Estado de bienestar hacia sistemas de gobernanza local en torno a un rol bastante más novedoso. En términos económicos, este rol se basa en el fomento de la flexibilidad, las economías de escala y la innovación permanente, e intenta fortalecer de la forma más intensa posible la competitividad estructural del espacio económico. En términos sociales, este rol subordina las políticas económico-sociales a esa competitividad estructural que, en parte, se basa en la flexibilidad del mercado de trabajo (Turok y Bailey, 2004; Jessop, 1997), lo que en algunos casos ha conducido a que en la organización de los servicios sociales, por ejemplo, adquiera más importancia el pago por tales servicios que la cobertura de necesidades. En términos territoriales, las formas tradicionales de planeamiento, como instrumento primordial a la hora de modelar y organizar los procesos de cambio, han sido fragmentadas (Gold and Ward, 1994; Philo and Kearns, 1993). Como observan Tavsanoglu and Healey (1992), el énfasis en la forma de la ciudad como un todo y en cómo ésta funciona se ha tornado en atención al desarrollo de proyectos individualizados. En el Reino Unido, indican Healey et al (1992a), el cambio político hacia el sector privado en la década de los ochenta significó una pérdida del planeamiento tradicional que se arrinconó y se dejó caer en desuso, en paralelo con un nuevo desarrollo de la puesta en marcha de proyectos uno a uno, lo que generó una situación de gran incertidumbre en la que no se sabía qué tipo de desarrollo se localizaría en qué área y cómo se organizaría su desarrollo. De esta forma, se dejó de presentar a las ciudades como objeto de apego y preocupación y en su lugar se potenció su visión como entorno de oportunidad social y económica, fomentando su competencia, en el mercado abierto, por un trozo del pastel de la inversión de capital (Philo and Kearns, 1993).
            Por tanto, del intervencionismo del Estado de bienestar, los entornos locales han pasado a una situación de preocupación fundamental por la acumulación o, dicho de otra manera, la inquietud por el bienestar de la comunidad se ha convertido en inquietud por el bienestar del capital (Boyle, 1993; Gaffikin and Warf, 1993; Harvey, 1989). Harvey (1989) afirma que esas iniciativas de acercamiento al capital han hecho que los gobiernos locales se despreocupen de cuestiones tales como la distribución social o la provisión de servicios públicos y presten mucha más atención a la competitividad económica y la atracción de inversión. Esa mejora del “clima de negocios local” por parte de los gobiernos locales también ha sido analizada por Cox y Mair (1988), quienes afirman que tales políticas han tenido múltiples traducciones y han supuesto desde reducción de impuestos hasta la financiación de servicios e instalaciones culturales. En su opinión, las prioridades derivadas del interés en la acumulación incluyen la expansión de sectores de “cuello blanco”, el impulso a la alta tecnología y los servicios de consumo de alto nivel. En el mismo sentido, Healey (1992) también afirma que la imaginería asociada con el crecimiento económico local enfatiza la alta tecnología, las industrias de base científica, los servicios financieros y otros servicios a la producción, los servicios al consumo y las actividades recreativas y de ocio. En otras palabras, lo que los gobiernos municipales quieren actualmente es convertir las ciudades en centros de sedes corporativas de grandes empresas y crear distritos de negocios con múltiples edificios de oficinas, tiendas y restaurantes especializados y hoteles y pisos de lujo.
            En palabras de Harvey (1989; 1994), el estilo administrativista típico de los años 60, dio paso a formas de acción “empresariales” en los setenta y los ochenta, en una especie de consenso que atraviesa las fronteras nacionales e incluso los partidos políticos y las ideologías (en otro sentido, ver  Hall and Hubbard, 1996). En su explicación de lo que entiende por formas empresariales en el contexto urbano, Harvey (1985; 1994) señala cuatro tipos diferentes de competencia interurbana, que no sólo no son excluyentes  entre sí sino que a menudo se solapan:
            - Competencia por conseguir una buena posición en el contexto de la división internacional del trabajo. Se trata de explotar las ventajas en la producción de bienes y servicios, por lo que la existencia de la fuerza de trabajo más demandada actúa como un potente imán en el contexto del desarrollo económico de nuevo cuño. En este sentido, la inversión en alta cualificación y elevada formación de los trabajadores, ajustada a los requerimientos de los nuevos procesos de trabajo, puede verse altamente recompensada.
            - Competencia respecto a la posición que se ocupa en relación con el consumo. En este caso, refleja el esfuerzo realizado por los gobiernos locales para hacer que sus ciudades sean muy atractivas como centros culturales y de consumo. Desde este punto de vista, la mejora física del entorno urbano, las atracciones destinadas al consumidor y la innovación en términos de cultura y ocio se han convertido en facetas preeminentes de las estrategias de regeneración urbana. Las ciudades persiguen estrategias que las hagan aparecen como innovadoras, excitantes, creativas y también como espacios seguros para vivir, visitar y consumir.
            - Competencia respecto a las funciones de dominio y control, particularmente en términos de poder administrativo y financiero, lo que se refiere a la forma en la que las ciudades pueden competir para convertirse en centros de capital financiero o puntos de encuentro en términos de información y control y de toma de decisiones gubernamentales.
            - Finalmente, cabría hablar de competencia respecto al reparto de recursos del gobierno central, otra estrategia de supervivencia urbana, a pesar del ataque político que las políticas redistributivas sufrieron en los años setenta y ochenta.
            En las ciudades norteamericanas, donde más se ha utilizado el concepto de “estilo empresarial”, los cambios se vinculan a la aparición de formas asociativas o partenariados entre el gobierno local y el capital local para fomentar el crecimiento, basados en la idea compartida de que la atracción de inversión externa es la clave para asegurar la prosperidad futura de la ciudad frente a la intensificación de la competencia urbana (Hubbard, 1996).
            Según Amin y Malmberg (1994), el modelo empresarial es una respuesta nueva al viejo problema del desarrollo desigual, en el sentido de que se recurre a los esfuerzos de base local para mejorar el potencial competitivo de las ciudades y las regiones más débiles o desfavorecidas. Leitner and Garner (1993) afirman que el estilo empresarial urbano se caracteriza por la actuación de las ciudades como competidores activos en el juego urbano económico, siendo la clave del éxito de cada ciudad su habilidad para invertir hábilmente y para venderse de forma astuta. Ese estilo empresarial urbano implica la aparición de una nueva casta de dirigentes municipales alejados del rol tradicional de los gobiernos locales, tradicionalmente basado en la prestación de servicios y en la vigilancia por el cumplimiento de las leyes. El rol de ciudad empresarial incorpora características normalmente asociadas al sector privado como la asunción de riesgo, la inventiva, la confianza en uno mismo, la búsqueda de beneficios y la promoción. En este sentido, el incremento de la competitividad de la ciudad se juzga crítico para la reconstrucción urbana y la revitalización económica, lo que subrayan también Healey et al (1992a) al constatar cómo al imitar al sector privado, el rol específico del sector público se transforma en agente negociador, innovando, invirtiendo, especulando y asumiendo riesgos en los distintos proyectos. Aun así, de acuerdo con Leitner and Garner (1993), el principal argumento de los defensores del estilo empresarial urbano es que esas estrategias de desarrollo diseñadas para mejorar el atractivo de la ciudad para la actividad económica persiguen el interés de la ciudad en su conjunto y de todos sus residentes (Leitner and Garner, 1993; Harvey, 1989).

1.2.3. El rol del discurso

            Jessop (1997) advierte sobre la amplia difusión de la creencia en la dependencia de factores extraeconómicos de amplio espectro, que irremediablemente conducen a determinadas políticas cuyo fin es el aumento de la competitividad (Jessop, 1997, p. 68). Las grandes tendencias económicas, la “macro-necesidad” impone las reglas del juego a nivel local, pero las prácticas empresariales se perciben de forma mucho más precisa cuando nos detenemos en el rol que juegan los discursos que se organizan en torno a tales prácticas.
            Distintos autores, entre ellos el propio Jessop, subrayan la necesidad de cuestionar tal discurso a pesar de su predominio (Cochrane et al, 1996; Peck y Tickell, 1995; Leitner y Garner, 1993; Lovering, 1995; Jessop, 1997; Jessop et al, 1996; Lauria, 1997b). Jessop et al (1996) se detienen en el alcance de la constitución discursiva de los nuevos paradigmas políticos. Tales paradigmas ponen el acento en la flexibilidad y el estilo empresarial como la respuesta más adecuada a las rigideces de la crisis fordista y a la trascendencia de la competitividad estructural en el contexto internacional, interregional e intrarregional. El impulso a la competitividad, en este sentido, está directamente vinculado al cambio sustancial en lo que actualmente se considera espacios relevantes para la acumulación y a las condiciones extraeconómicas que se requieren para alcanzar la competitividad  (también Jessop, 1997; 1995).
            La conveniencia de que las ciudades adopten un estilo empresarial se ha propagado como panacea universal para las áreas urbanas que buscan adaptarse a la reestructuración económica y política tanto nacional como internacional. Todo ello ha conducido a que buena parte de los analistas invoquen el estilo empresarial junto con su punto de apoyo principal, los partenariados público-privados, como el requisito esencial del crecimiento y la revitalización urbana (Leitner and Garner, 1993).
De este modo las narrativas geoeconómicas emergentes sobre la crisis del fordismo atlántico, la globalización, la triadización, el colapso comunista, el fin de la guerra fría, la emergencia de Asia oriental, etc., constituyen el telón de fondo de una serie de iniciativas comunes que juegan un papel fundamental en lo que podríamos denominar la reforma de los regímenes (Jessop, 1995; Jessop et al, 1996, Jessop, 1997). Desde este punto de vista, elementos y mecanismos tales como cultura empresarial, sociedad empresarial, distritos industriales flexibles, tecnopolos, regiones inteligentes, medio innovador, redes, ciudad global, alianzas estratégicas, partenariados y gobernanza se presentan como la única e inevitable respuesta a los imperativos de la nueva situación. Dicho de otra manera, tras el fracaso económico y político de las medidas establecidas después de la Segunda Guerra Mundial, si las ciudades y las regiones quieren recuperarse deben, supuestamente, modificar su estrategia económica, sus instituciones económicas y sus modos de gobernanza. Todo debe ser rediseñado para dar prioridad a la creación de riqueza y así hacer frente a las múltiples formas de competencia (Jessop, 1995; Jessop, 1996; Jessop et al, 1996). Por eso, Jessop (1997) advierte sobre la importancia de prestar atención al rol de esas narrativas económicas y esos discursos, diferenciando los intereses económicos locales de sus vínculos con otros contextos más amplios.
            Este nuevo escenario también es objeto de atención para Cox (1993), quien subraya asimismo cómo se habla más de posibilidad que de realidad cuando se alude a esa inversión de capital hipermóvil que sirve de punto de referencia a los gobiernos de estilo empresarial. Así, el modelo empresarial describe un panorama en el que los cambios en el espacio económico, como resultado de la mayor movilidad del capital, suscitan amenazas y crean oportunidades en la esfera urbana local, de forma que el interés reside en canalizar la inversión hacia cada área concreta, utilizando para ello al gobierno local que ha de hacerse cargo del desarrollo de la infraestructura adecuada, la modificación del sistema impositivo y otras prácticas normativas.
            La narrativa retórica de los políticos enfatiza, de hecho, que la clave de la prosperidad de las localidades es situarse a sí mismas en una posición favorable en el escenario económico global (Hubbard, 1996), lo que de nuevo sitúa en primer plano la idea de que la reestructuración urbana y regional está íntimamente vinculada a las tendencias globales, y por ello, conduce a la adopción de políticas de corte empresarial que, en este contexto, se plantean como instrumento fundamental para la atracción de inversión y de nuevas empresas a los entornos locales. Swyngedouw (1989) también afirma que el fin de la era del consenso fordista y los subsiguientes esfuerzos inconexos para reconstruir una nueva coherencia económica e institucional se han visto acompañados por esa retórica ideológica local que centra su preocupación principal en lo distintivo, lo fragmentado y lo único. Algunos defensores de esa versión oficial, según Jessop et al (1996), incluso sugieren que todos estos cambios han llevado a que los gobiernos locales adquieran un rol mucho más importante en la economía mundial. Pero la verdad es que tal forma de ver las cosas es cuando menos discutible porque, aunque sea cierto que ciudades y regiones compiten entre sí mucho más ferozmente que antes, resulta mucho más dudoso que ahora tengan más poder del que tenían en el pasado. Mayer (1995) afirma que la supuesta importancia de los gobiernos locales no se traduce en mayor poder o autonomía, y Peck y Tickell (1994) señalan que a los gobiernos locales se les ha transferido responsabilidad sin otorgarles ningún poder. En opinión de estos autores, cuanto más compiten las ciudades entre sí, más intensa se vuelve su subordinación a las fuerzas supralocales.
            Jessop et al (1996) resumen los argumentos en los que más hincapié hacen estas narrativas:
            - Frente al papel predominante anterior de la economía nacional, actualmente ciudades y regiones cobran cada vez más importancia como espacios de competitividad económica.
            - La competencia ha de ser entendida en términos económicos schumpeterianos(4), lo que significa que determinadas “combinaciones” económicas, sociales o políticas a nivel urbano proporcionan ventaja competitiva.
            - La gobernanza local sustituye al gobierno local como la vía más apropiada para potenciar la competitividad económica.
            - Los factores internacionales constituyen una fuente de riesgo y oportunidad respecto a lo que ocurre en el nivel económico local (Jessop et al, 1996).
En la medida en que esas narrativas adscriben una parte de la culpa del fracaso y de la crisis a los modelos anteriores de economía y política urbana, éstos son vistos como causantes de los malos resultados económicos (Jessop, 1997) y por ello se les hace responsables de empeorar los problemas de las ciudades (Lovering, 1995; también Healey et al, 1992a). En este sentido, Goodwin (1993) afirma que si antes se acudía al gobierno local para solucionar cualquier crisis urbana, ahora él mismo parece constituir parte del problema. Y ello, al mismo tiempo que se difunde la idea de que sólo las fuerzas del mercado son capaces de revitalizar esas economías urbanas, lo que conduce a que nuevas agencias y partenariados ocupen el lugar del gobierno local tradicional en muchas ciudades y así se asegure que tal retórica se lleva a la práctica.
Esto explica, como afirma Jessop (1997), el continuo flujo de experimentos para encontrar nuevas formas de gobernanza económica más adecuadas a la nueva situación, así como la moda de ensayar nuevos modelos, cada uno de los cuales promete éxito seguro. De todas formas, más allá del supuesto cambio económico general, también encontramos otras razones específicas en ese afán por la redefinición de las instituciones y por la puesta en práctica de nuevas orientaciones de estrategia económica local por parte de las fuerzas políticas. Por ejemplo, el desarrollo de nuevas formas políticas en el Reino Unido ocurrió, en buena medida, porque el gobierno conservador estaba interesado en que el sector privado se incorporara al proceso político, para así promover la reestructuración del aparato del Estado (Jessop et al, 1996; Hall y Hubbard, 1996). En el caso británico, el poder político de las élites del sector privado no se deriva de formas específicas de capacidad política autónoma de la comunidad empresarial ni de la energía y la astucia de sus miembros individuales, sino que ha sido permitido y promovido por el Estado (Jessop et al, 1996; ver también Imrie and Thomas, 1995).
            Según Healey et al (1992b), en el Reino Unido, la retórica política presentó al sector privado como el actor clave en el proyecto de reconstruir la ciudad, y fue esto lo que promovió la asociación entre el sector público y el mercado. No obstante, Cochrane (1991) subraya cómo el sector privado fue en este país extremadamente reticente a incorporarse al gobierno local. De hecho, explica este autor, su creciente protagonismo en este terreno fue cuidadosamente construido a lo largo de los años ochenta, como fruto de un claro y deliberado proceso de reestructuración desde arriba. En el Reino Unido, en definitiva, los partenariados entre las élites locales y las autoridades municipales no han sido el resultado de un imperativo estructural, sino el producto de la voluntad consciente del Estado de potenciar la dispersión del poder local, todo lo cual ha tenido lugar en el marco de un proceso impulsado en el que han participado creadores de opinión, políticos e intelectuales tanto a nivel nacional como local. A este respecto, es preciso recordar que en el Reino Unido el gobierno local no pudo, en ocasiones, optar a fondos estatales a menos que planteara sus proyectos en colaboración con el sector privado. Por otra parte, también la propia Comisión Europea insiste en la formación de partenariados regionales como precondición para conseguir financiación comunitaria (Jessop et al, 1996; Peck y Tickell, 1995).
            Por tanto, el modelo empresarial urbano y los partenariados público-privados no han sido meras técnicas para la consecución de objetivos municipales en un contexto de fuerte competencia, sino que también representan, como ilustra el caso británico, proyectos de reestructuración de la capacidad, estructura y responsabilidad de los gobiernos locales (Leitner y Garner, 1993). Por tanto, los “comités impulsores”, las redes complejas de partenariados público-privados y las estrategias urbanas de corte empresarial se han propagado no tanto porque esté demostrado que funcionan sino porque los intereses dominantes, que intentan revestir de legitimidad tales procesos, han impuesto la necesidad, el significado y el simbolismo de todos estos elementos (Hubbard, 1996). En este sentido, Jessop (1996) advierte de la importancia de considerar la verosimilitud de las narrativas de la competitividad y si éstas son producto de tendencias estructurales o más bien de operaciones estratégicas cuidadosamente elegidas por los distintos aparatos de dominación económica, política e ideológica. Por otra parte, Peck y Tickell (1995) afirman que el hecho de que el sector privado local critique al Estado no implica automáticamente que sea capaz de producir un modo de gobernanza alternativo racional (ver también Jessop, 1995). Lo que sí resulta más evidente y tal vez más preocupante es que al calor de estos procesos se haya excluido la posibilidad de que exista más discusión y debate sobre formas alternativas de definir y resolver los problemas (Jessop et al, 1996). Es fundamental, por tanto, reflexionar profundamente sobre lo que se silencia o se calla, lo que se prohíbe o se suprime en este discurso oficial tan extendido (Jessop, 1996).

1.2.4. El estilo empresarial

            El perfil que traza Harvey (1989) sobre la competencia interurbana destaca distintos aspectos de la importancia de explotar las ventajas de las ciudades. Como vimos anteriormente, el autor mencionaba como una de sus manifestaciones, la situación relevante en el terreno de la producción de bienes y servicios, pero también se resaltaba igualmente la creciente competencia respecto a la posición que las ciudades ocupan en términos de consumo, lo que se traduce en la preocupación por hacer de estos entornos atractivos centros de cultura y consumo. Jessop (1995; 1996) también se manifiesta en términos parecidos cuando hace constar que se cambia o se re-imagina la imagen de la ciudad no sólo como fenómeno económico y político, sino también como fenómeno cultural, en busca de un incremento de su competitividad (también Jessop, 1994). La formación de partenariados locales se ha convertido en un rasgo común de las ciudades empresariales, pero además hay otros mecanismos como los proyectos de desarrollo inmobiliario, el fomento del orgullo a nivel local o la publicidad, que juegan un papel fundamental en este escenario. La solución empresarial, dependiendo del contexto geográfico y político, ha hecho uso de un conjunto de estrategias recurrentes, que además de la financiación de partenariados público-privados para la regeneración de áreas urbanas incluye el desarrollo de proyectos inmobiliarios emblemáticos e iniciativas espectaculares como los parques temáticos, los centros de ocio y los acontecimientos culturales (Amin y Malmberg, 1994).
            Así, encontramos un conjunto de prácticas vinculadas al estilo empresarial cuyo resultado, lo que se ha dado en llamar ciudad innovadora, intenta, en consecuencia, atraer y generar beneficio económico, algunas veces poniendo el énfasis en virtudes tales como la formación o la cualificación de la mano de obra, otras veces resaltando la importancia del entorno físico, social o cultural para la actividad económica y, en ocasiones, destacando ambos recursos al mismo tiempo.
            La ciudad empresarial adopta distintas formas, a veces de forma aislada y otras veces combinándolas. Con mucha frecuencia se utiliza la atracción de acontecimientos únicos o políticas culturales, la promoción del turismo y la mejora de la imagen, y todo ello se inviste del objetivo último de la regeneración o el desarrollo económico del área urbana. Se entiende que las áreas deterioradas y las imágenes de declive económico podrían minar la confianza del inversor, por lo que la reversión de esa situación, tal y como señalan Tavsanoglu y Healey, 1992), se ha convertido en el componente clave de la transformación de los entornos urbanos. Así, se ha puesto especial interés en las zonas abandonadas o deterioradas, en las áreas previamente industriales y en localizaciones tales como los frentes de agua o las partes de la ciudad central marginadas o desmanteladas. Todas ellas se han convertido en objeto de intervención para así transformarlas en nuevos entornos regidos por nuevos modelos de uso del suelo, innovando e introduciendo al mismo tiempo nueva vivienda adecuada a los nuevos sectores de actividad relacionados con la producción y el consumo, tales como los complejos de ocio y los centros comerciales o los enclaves destinados a la alta tecnología. Se trata de una estrategia que anima además al promotor inmobiliario privado y pone suelo a su disposición para que lo desarrolle en espera de una demanda futura.
            Sin embargo, Healey (1992), comentando este tipo de iniciativas en la década de los ochenta en el Reino Unido, subraya su gran carga de ambigüedad. La retórica política oscilaba, en su opinión, entre una supuesta respuesta a la demanda y a las señales del mercado, por una parte, y la conveniencia, por otra, de crear mercados para el sector privado, lo que implicaba inversión pública como mecanismo de arrastre de las operaciones. El sector público debía asumir la iniciativa ensayando ideas, coordinando y organizando los proyectos y transfiriendo las oportunidades al sector privado, una vez que la inversión inicial se había realizado y el riesgo había sido minimizado. En este proceso el sector público financiaba el desarrollo, preparaba el suelo, ponía en marcha la infraestructura y asumía todos los riesgos (Healey et al, 1992a). Sin embargo, en la práctica, se admitía, sin más, que cualquier desarrollo inmobiliario del sector privado significaba prosperidad económica, asumiendo, al mismo tiempo, que sólo hay una posible vía para transformar regeneración física en regeneración económica. Turok (1992) afirma, en este sentido, y a propósito de la escasa implicación institucional en el desarrollo inmobiliario con destino industrial en Escocia, que la confianza en la capacidad del sector privado para desarrollar proyectos urbanos no tiene en cuenta su carácter extremadamente selectivo.
            Sin embargo, los proyectos de desarrollo inmobiliario tienen la peculiaridad de que producen una imaginería política muy poderosa porque reconstruyen el paisaje urbano y eso se convierte en símbolo de una economía reestructurada y próspera (Healey, 1992; 1997). Esta estrategia contiene, además, un alto nivel de publicidad política. Algunos autores ponen de manifiesto cómo la promoción de una nueva imagen de la ciudad o la difusión de “mitos urbanos” se ha contemplado como el preludio necesario para el establecimiento de una nueva economía urbana y la atracción de inversión (Goodwin, 1993; Lowe, 1993; Hubbard, 1996). Lever (1993), en el contexto europeo, comenta los efectos multiplicadores derivados de los acontecimientos singulares, como los grandes eventos deportivos, los festivales culturales y las ferias de comercio. Según este autor, estos ejemplos muestran la competencia creciente entre las ciudades europeas por atraer inversión y servicios financieros, así como por convertirse en sede de las instituciones europeas. Algo parecido expresan Harding et al (1994) cuando afirman que la promoción de la imagen de la ciudad es un mecanismo que muchas ciudades ponen en marcha para reforzar su estatus económico y para atraer turismo e inversión con la esperanza de movilizar, agrupados en un único objetivo, recursos privados, municipales, nacionales, y cuando resulta posible, como en el caso de Europa, comunitarios.
            Lovering (1995) distingue tres etapas diferentes a lo largo del tiempo en las actividades locales de corte empresarial. Durante la década de los setenta, la política económica local se centró fundamentalmente en el esfuerzo por publicitar la ciudad con el objetivo de atraer capital. Algo después, a finales de los ochenta, ese esfuerzo de marketing se amplió para atraer también promotores inmobiliarios, y en los noventa, el crecimiento de la industria turística sumó al consumidor como objeto añadido de la actividad de imagen y mercadotecnia local. Sin embargo, la cronología tan clara que plantea este autor no parece encontrar correspondencia en la práctica, sobre todo desde una perspectiva geográfica amplia. Además, los estudios de caso ponen de manifiesto que todos los tipos posible de actividad de corte empresarial tienden a aparecer mezclados, es decir, que no cabe contemplar ese despliegue de recursos de forma tan segregada.
            Booth y Boyle (1993), en su análisis de las estrategias de regeneración de la ciudad de Glasgow, comentan las diferentes formas de utilización de la cultura como herramienta económica. La cultura, dicen, se define en lenguaje económico y las medidas que se toman en este terreno, se aplican al análisis político. Palabras tales como inversión, estancamiento, empleo directo e indirecto o ingresos, se convierten, en este contexto, en términos comunes del lenguaje de la regeneración (p. 22). Urry (1990) explica que la esfera cultural posee su propia lógica de convertibilidad a capital económico. La cultura, de esta forma, se vincula a los servicios a las empresas, junto con el turismo y las industrias de ocio, como parte de la actividad más reciente de los ayuntamientos, que se convierte, como señalan Philo y Kearns (1993), en recurso para la obtención de beneficios económicos (ver también Cox y Mair, 1988). La política cultural se convierte así en una de las tendencias del marketing local y se integra como una manifestación más en la línea de competencia inter-urbana, que lleva a las ciudades a rivalizar a partir de sus recursos culturales. En función de los diferentes tipos de audiencia posible, la cultura de la ciudad se presenta envasada y reempaquetada, bien como incentivo dirigido al potencial inversor, o como proyecto emblemático para atraer nuevo desarrollo inmobiliario (Booth and Boyle, 1993).
            Philo y Kearns (1993) también mencionan cómo, algunas veces, la cultura es manipulada, en un intento de realzar el atractivo y el interés de las ciudades, sobre todo para agradar a los sectores acomodados y de alto nivel que trabajan en áreas tales como la tecnología de vanguardia, pero sin desdeñar otras como el mercado turístico y los organizadores de congresos. Harvey (El País, 2007) pone de manifiesto el doble juego de la promoción que en algunas ocasiones lleva a tratar la historia cultural como si fuera una mercancía y en otras se inventa la tradición e incluso crea nuevas historias, como quien encuentra un objeto histórico perdido y hace de él algo especial, construyendo un mito a partir de la nada. Según Philo y Kearns (1993), la manipulación de la cultura puede mostrar dos versiones en función de lo que se desea promocionar. Algunas veces subraya la tradición, el estilo de vida o el arte que se supone especialmente arraigado o vinculado a la ciudad, pero otras veces utiliza un amplio abanico de temas culturales, eventos y exposiciones que pueden no tener ninguna vinculación con la localidad en la que se despliegan. Una manifestación del último ejemplo, según estos autores, sería la actitud contradictoria de los escritores de literatura promocional, cuando ensalzan supuestas cualidades únicas de supuestos lugares únicos utilizando, eso sí, un vocabulario bastante universal basado en términos como “mejor, más grande, más bonito, más abundante”, etc. En otras palabras, esto implica que lo que los distintos lugares tienen de único y específico importa bastante menos que la actividad de promoción y cultivo de imagen de un cierto tipo de localización que aúne cierto tipo de atributos (Philo y Kearns, 1993, p. 21).
            En este ultimo sentido, la actividad de marketing de la ciudad genera monotonía o igualdad, a pesar de que aparenta introducir la diferencia y la distinción en el contexto del discurso económico y político. Harvey (El País, 2007) afirma que las ciudades desean poseer alguna peculiaridad que atraiga al capital pero subraya cómo cuando éste llega, trae consigo el mismo tipo de elementos, de forma tal que la ciudad pierde esa cualidad particular que la hacía única. Sin embargo, los efectos son de más largo alcance porque esta repetición de las ciudades en el intento de venderse a sí mismas como enclaves empresariales, culturales o turísticos y su intento de atraer capital internacional, según Bianchini et al (1992), puede desembocar en un juego de suma-cero, ya que, como afirman Amin y Malmberg (1994), el posible abanico de proyectos a realizar no es infinito sino más bien limitado y el riesgo de fracaso aumenta cuando las ciudades se ven forzadas a copiarse unas a otras, a medida que se van agotando las ideas nuevas (también Harvey, 1994). En este mismo sentido, Peck y Tickell (1994) afirman que aunque algunas ciudades puedan tener éxito en algún momento, se trata de un éxito obtenido a costa del fracaso de otras. Sin embargo, la crítica de Holcomb (1993) va algo más lejos cuando sostiene que este tipo de prácticas produce imágenes en serie y empaquetadas que en realidad no hacen sino reflejar los gustos estéticos de la sociedad postmoderna y, por tanto, una cierta conformidad ecléctica, una cultura étnica mercantilizada y una higiénica ausencia de contenidos de clase. Goodwin (1993) afirma también que la cultura ha sido frecuentemente utilizada como instrumento de falsa conciencia por la élite, en beneficio de sus propios intereses, para hacer así potencialmente más suave la transición del estilo administrativista al empresarial en el ámbito municipal.
            La idea de publicitar la ciudad, según Philo y Kearns (1993), incorpora distintas formas mediante las que las agencias públicas y privadas intentan vender la imagen de un lugar particular geográficamente definido, normalmente una ciudad, para hacerlo así atractivo a las empresas, a los turistas e incluso a sus habitantes, como mecanismo de consenso social. Desde este último punto de vista, estas prácticas se utilizan como símbolos de unidad destinados a “cementar” divisiones étnicas, raciales o de clase (Harvey, 1989), de forma tal que la comunidad local aparece como colectividad solidaria, como un enclave de grandes hombres y mujeres, de ideas e imaginación, con claros tintes redentores e identitarios (Cox y Mair, 1988). Hubbard (1996) también insiste en este punto cuando señala que la manipulación de la imagen no sólo intenta hacer la ciudad más atractiva a los inversores externos sino que también juega su papel en términos de lógica de control social, convenciendo a los habitantes de las bondades y la benevolencia de las estrategias empresariales y proporcionando una base fuerte para la constitución de coaliciones (ver también Hall y Hubbard, 1996). Holcomb (1993) afirma que el objetivo primordial de la actividad de venta de la ciudad es construir una nueva imagen del lugar, un nuevo producto basado en los atractivos atributos del área, que han de reemplazar las previas imágenes negativas o poco definidas que sobre ella tenían tanto los habitantes reales como potenciales, los inversores y los turistas (ver también Fretter, 1993; Wilkinson, 1992).
            Así, las ciudades y los lugares se mercantilizan como si fueran atractivos productos preparados para ser consumidos, se publicitan y se venden. Se trata, por tanto, como sucede con cualquier otro producto, de un mercado competitivo de lugares destinado a los de fuera –para así atraer capital– o a los propios habitantes –para de esa forma legitimar las actuaciones– (Philo and Kearns, 1993).  “Desviar” y “entretener” son, por tanto, objetivos que cumplen las nuevas prácticas basadas en la venta de imagen, que así distraen la atención de posibles problemas sociales y económicos que podrían suponer una amenaza a esas políticas de corte empresarial (Hubbard, 1996). En ese sentido, los proyectos de renovación y reencantamiento de la ciudad juegan también un importante rol simbólico como mecanismo de demarcación del cambio que experimenta la localidad.
            De esta forma, la mercantilización de la ciudad se considera un requisito estratégico del desarrollo local, y las prácticas de marketing que le dan forma se elevan a un rol central en la persecución de inversores, empresas, tecnología y turistas (Barnekov y Rich, 1989). Wilkinson (1992) afirma que la nueva ola de campañas de imagen se caracteriza, además, por un conjunto complejo de estrategias de marketing, que muy a menudo se basan en la auditoría de sus fortalezas, oportunidades, debilidades y amenazas o lo que se ha dado en llamar un análisis DAFO. Según Boyle (1993, p. 79), la localidad es el producto, el mercado es el inversor privado o el turista y el objetivo es simplemente la confección de una imagen del producto que seduzca al cliente para que compre.
            Finalmente, Short et al (1993) subrayan las especificidades y los desafíos a los que en este contexto se enfrentan las viejas áreas industriales, al tener supuestamente que competir con los países recientemente industrializados y con regiones y ciudades en las que tanto el coste de la mano de obra como los impuestos son más bajos por lo que se consideran entornos más filoempresariales. Además, esas viejas áreas industriales, según manifiesta Goodwin (1993), se enfrentan a un triple problema: (a) desindustrialización, (b) menor recaudación impositiva y (c) reducción del gasto público. Según Short et al (1993), las ciudades con imágenes más positivas se asocian con la era postindustrial, el futuro, lo nuevo, lo limpio, la alta tecnología, la buena marcha de la economía, los entornos que prosperan y el mundo del ocio como opuesto al del trabajo. En contraposición, las ciudades industriales se identifican con el pasado y lo viejo, el trabajo, la contaminación y el mundo de la producción. La intensa competencia entre ciudades fuerza a esas viejas áreas industriales a cambiar su imagen, a dejar atrás las connotaciones negativas de lo industrial y explotar las imágenes positivas de lo postindustrial (ver también Wilkinson, 1992; Hall y Hubbard, 1996). Healey et al (1992a) afirman, en este sentido, que un tejido reconstruido incorpora también una nueva imaginería de vitalidad urbana. Si en el pasado esas ciudades industriales utilizaban sus ríos, sus bordes marinos y sus lagos como parte del proceso de producción, ahora esos recursos de agua se contemplan como elementos recreativos destinados al consumo visual (Short et al, 1993), tal como se aprecia en los desarrollos de frentes de agua que muchas de estas ciudades han llevado a cabo.
            En un intento por compensar la pérdida de puestos de trabajo que sufrieron las viejas ciudades industriales occidentales, donde la crisis de la industria tradicional produjo múltiples imágenes negativas de abandono, desesperanza y abatimiento, la adopción de políticas de estilo empresarial se ha planteado muy frecuentemente como el principal medio para atraer nuevas empresas e inversión a estas ciudades. Hubbard (1996) sostiene que a esas ciudades la única alternativa que se les ha dado es reinventar su imagen de ciudad como paso previo al establecimiento de una nueva economía urbana. De ahí que la respuesta prácticamente universal a la desindustrialización tanto en las ciudades británicas como en las estadounidenses haya sido la construcción de nuevos espacios urbanos de consumo, muchas veces basados en espectaculares proyectos emblemáticos, diseñados para jugar un papel influyente y catalizador de la regeneración urbana. Estos proyectos emblemáticos, según Tavsanoglu y Healey (1992), se definen como proyectos de gran escala, elevado prestigio y orientación al consumo, y se basan en el desarrollo inmobiliario de carácter mixto, apoyándose en potentes herramientas de marketing. Su teórica finalidad es ayudar a las ciudades a resituarse y encontrar nuevos nichos en nuevos mercados urbanos competitivos (también Bianchini et al, 1992; Rodríguez, 1996). Wilkinson (1992) afirma que la fuerza simbólica de los proyectos emblemáticos juega un importante papel como herramienta de marketing y mecanismo encaminado a impulsar la imagen de la ciudad en términos de regeneración urbana, razón por la que se han convertido en dominantes en el intento de crear la nueva imagen requerida e infundir confianza a los inversores, a pesar de que por su propia concepción, tales proyectos se conciben como enclaves urbanos privilegiados que parecen discurrir al margen de las áreas problemáticas (Turok, 1992).
En definitiva, las viejas áreas industriales se rediseñan para dar cabida a una nueva infraestructura económica encaminada a dar salida a los problemas de la desindustrialización de forma que en el nuevo escenario se asegure a estas ciudades un nuevo rol económico. La transformación, desde este punto de vista, de las ciudades industriales en espectaculares áreas de consumo ha sido un punto fundamental de las políticas de corte empresarial desplegadas en nombre de la regeneración urbana (Hubbard, 1996). Esto explica, por tanto, la construcción de la nueva imagen de estas áreas a partir de la producción de nuevo espacio y del reciclaje de edificios antiguos, intentando mostrar un nuevo aspecto a los inversores potenciales y, al mismo tiempo, buscar ventajas tácticas sobre los oponentes (Gold y Ward, 1994). El paisaje distintivo que aparece, en consecuencia, en muchas de estas ciudades deja atrás la industria y se basa en el desarrollo del sector servicios.
            Barnekov y Rich (1989) subrayan, igualmente, cómo los viejos centros manufactureros han respondido a la erosión de su base económica, intensificando sus esfuerzos para atraer inversión privada del sector servicios y de alta tecnología intentando situarse por encima de sus posibles rivales (ver también Fainstein and Gladstone, 1995). En resumen, las viejas áreas industriales son, de acuerdo con Holcomb (1993), el tipo de sitio que tal vez ejemplifica mejor la construcción de una nueva imagen para reemplazar la antigua, y los esfuerzos para recrear espacios concordantes con las imágenes más buscadas y más valoradas en el momento actual. También Sadler (1993) comenta cómo la venta de la ciudad se ha buscado con más intensidad en las viejas regiones industriales como parte del intento de superponer nuevos valores a los tradicionales de la clase trabajadora. En este sentido, se multiplican los esfuerzos por neutralizar las imágenes relativas a las potentes estructuras defensivas de la clase trabajadora, asociadas al gran tamaño de las antiguas plantas industriales, en la medida en que se considera que actualmente tales imágenes actúan como elementos disuasorios de la inversión privada. En definitiva, los proyectos emblemáticos y el marketing publicitario se usan profusamente, como señalan Healey et al (1992a), para sustituir las imágenes de ciudades e individuos “oxidados” que supuestamente inhibirían la entrada de inversión privada, por la imaginería de una clase media globalizada y yupificada.

1.2.5. En conclusión

            La conexión entre lo que Jessop et al (1996) denominan macro-necesidad y micro-diversidad, entendida como la influencia de las grandes tendencias económicas en la actuación local municipal, constituye la mejor vía para comprender la mayor parte de las cuestiones planteadas tanto en este capítulo como en los siguientes.
            El capítulo ha mostrado cómo el impacto de los cambios económicos internacionales ha llevado a la reestructuración de la industria, que a su vez ha incorporado formas diferentes, como la deslocalización de las plantas en busca de mano de obra menos costosa o la actualización de los procesos de producción a través del uso de nuevas tecnologías. Algunas de las viejas ciudades industriales cuya riqueza fue creada en fases previas de acumulación capitalista, y particularmente las que alojaban industria pesada y extractiva, se han visto afectadas de forma muy negativa por estos procesos, al perder su principal base productiva. Elevadísimas cotas de desempleo junto a grandes dificultades para encontrar trabajo en el nuevo mercado laboral por parte de los trabajadores industriales, conformaron el panorama resultante en estas ciudades junto a la ominosa presencia de enormes trazas de suelo e instalaciones industriales abandonadas.
            Por otra parte, el nuevo contexto de competencia y rivalidad generalizada ha influido y modificado en buena medida la orientación de la actividad de los gobiernos locales, desde el estilo administrativista al estilo empresarial o, en otras palabras, desde la preeminencia de objetivos de servicio y bienestar destinados a la población, a formas de acción encaminadas a la creación de riqueza. Los gobiernos locales, es decir, las instituciones elegidas directamente por la población, han dado paso a nuevas formas de gobernanza, entendida como ejercicio de la autoridad por instituciones no elegidas o por partenariados público-privados. Todas estas combinaciones, en el nuevo contexto –se argumenta– aseguran la atracción de inversión y el establecimiento de una nueva economía de servicios y procuran, al mismo tiempo, nuevas ventajas competitivas para la ciudad. 
            Sin embargo, tanto el predominio de estas nuevas formas como el discurso empresarial que las acompaña son puestos en cuestión como respuesta única y exclusiva al nuevo contexto competitivo. Por una parte, tal y como ilustra la reestructuración del gobierno local en el Reino Unido, el discurso enmascara, bajo la forma de imperativos estructurales, objetivos políticos claramente intencionados, y por otra, este discurso ha entorpecido el debate sobre formas alternativas de definir y resolver los problemas, incluso tras haberse demostrado que en la mayor parte de los casos no es demasiado efectivo.
            A menudo, el discurso empresarial adopta la forma de estrategias de marketing de la ciudad a través del uso de distintos mecanismos, como la convocatoria de acontecimientos únicos, las políticas culturales, la promoción del turismo, la mejora de la imagen, todos ellos versiones diferentes del mismo objetivo: el intento de regenerar o de optimizar la base económica de la ciudad. En este sentido es imprescindible señalar las dificultades especiales que las ciudades industriales más afectadas por la crisis económica y la reestructuración se han visto obligadas a afrontar en la carrera competitiva. Partiendo de una situación de grave deterioro, se han visto obligadas a construir nuevas imágenes que reemplazaran a las antiguas, y a recrear un paisaje nuevo y atractivo acorde con las nuevas preferencias.
            Éstas son, por tanto, las premisas a partir de las cuales se establece el marco del entendimiento de las estrategias recientes de regeneración emprendidas por las ciudades de Glasgow y Bilbao. Si nos situamos en el terreno de la macro-necesidad, observamos cómo Glasgow y Bilbao fueron en el pasado centros importantes de actividad industrial y pertenecen al grupo de ciudades que no sólo perdieron su rol dominante como consecuencia de la reestructuración de la economía internacional, sino que hubieron de hacer frente a tasas de paro muy elevadas, a la desalentadora presencia de enormes áreas de industria abandonada y a un entorno en el que predominaban imágenes amenazantes y muy negativas.
            En el contexto de competitividad generalizada, la respuesta de Glasgow y Bilbao a la pérdida de su rol clave como centros industriales se ha visto imbuida por el modelo dominante de los discursos empresariales que subrayan la importancia de la reconstrucción de la imagen y del desarrollo de una economía de servicios, nunca muy bien definida.
            Sin embargo, si atendemos a la micro-diversidad, encontramos rasgos comunes en ambos casos pero también importantes diferencias entre las dos ciudades. En otras palabras, la influencia del contexto general ha generado un conjunto similar de prácticas en ambas ciudades, pero éstas se han visto mediatizadas, al mismo tiempo,  por  importantes diferencias en términos económicos, sociales  y culturales. El conocimiento de esos rasgos específicos predominantes en cada caso se convierte en un objetivo importante, ya que esas peculiaridades arrojan luz sobre aspectos clave de las transformaciones detectadas a nivel local y al mismo tiempo ponen de manifiesto distintas tradiciones políticas, diferentes estructuras de autoridad y rasgos peculiares de su respectiva base económica.

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Notas
1
2
Agencia y estructura son términos utilizados en el ámbito de la disciplina y la teoría sociológica. Agencia remite a actuación, conducta o acción e implica intencionalidad de los agentes sociales. Estructura alude a las prácticas producidas por los individuos o las instituciones que constriñen a los actores y al mismo tiempo producen recursos para su actuación.
3
Turok y Bailey (2004) señalan cómo hasta hace muy poco tiempo, el Gobierno del Reino Unido y otros de similar orientación han mostrado una cierta tendencia a considerar la estructura social y las relaciones sociales como claramente irrelevantes para los procesos económicos. Desde este punto de vista se juzga que las condiciones sociales pueden verse afectadas por los cambios económicos, pero en el entrono social tiene un efecto menor en el funcionamiento de la economía y los mecanismos de mercado. La escala de la actividad económica y la riqueza material, se argumenta desde esta perspectiva, determinan el bienestar de la sociedad, de forma que la pobreza y las tensiones sociales son consideradas, esencialmente, la consecuencia de un funcionamiento económico defectuoso que se remediaría a través de un crecimiento más intenso liderado por la empresa privada, que sería capaz de generar nuevas oportunidades de empleo y recursos para financiar de la gente incapacitada para trabajar. Eslóganes tales como "no existe tal cosa llamada sociedad" o el "efecto goteo (trickle down) de la economía" ilustran este tipo de pensamiento. Algunos políticos llegaron incluso a sugerir que el paro era un precio que valía la pena pagar para conseguir un bajo nivel de inflación y estabilidad económica, y que la desigualdad de salarios ayudaba a impulsar el crecimiento mediante el estímulo del esfuerzo y la creatividad individual.
4
Según Jessop (1994), el Estado schumpeteriano promueve la innovación de productos, procesos, organizaciones y mercado, subordinando las políticas sociales a la competencia y las necesidades de flexibilidad del mercado de trabajo.

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