Meir Margalit
Breve crónica de una mañana en Jerusalem

 

En la mañana del pasado 22 de marzo, mientras guiaba una  visita de diplomáticos europeos al asentamiento de Sheih Jarah, una más de esas visitas rutinarias que acostumbro a organizar para personalidades extranjeras con suma naturalidad, he sido agredido por un colono: mis duras explicaciones sobre asentamientos y colonos no le han caído bien. 

El relato de la agresión y las seis horas subsiguientes en las que he estado "retenido" en la comisaría de policía son interesantes porque resumen de alguna manera el drama jerosolimitano. Solo por ello, por el valor agregado que tiene este relato, he considerado importante volcarlo en el papel.

El colono, de unos 30 años de edad, unos 120 kilos de peso y acento estadounidense me ataco con un garrote, me tiro al suelo, frente a la mirada atónita de mis huéspedes extranjeros, y me hubiera partido la cabeza con el garrote si no hubiera intervenido el guardia jurado apostado para proteger  precisamente a los colonos del lugar, y que viendo lo que acontecía desenfundó su arma,  apuntó en dirección al colono y evitó de esa manera que el colono me infiriera un golpe fatal en la cabeza.  No pude ver la actuación del guardia jurado porque estaba de espaldas, pero comprendí lo que estaba pasando por los gritos del colono, que recriminaba al guardia que desenfundase su arma y le apuntase a él, ¡precisamente a él!  Por la actitud del guardia tome conciencia de cuan peligrosa había sido la situación que acababa  de atravesar.

Mientras tanto, los gritos llamaron la atención de un grupo de vecinos, judíos y árabes, y yo aproveche la situación para llamar a la policía.

Diez minutes después llegaron dos patrullero con un oficial al frente. Los diplomáticos, mientras tanto, se apresuraron a tomar distancia "para no comprometer a sus gobiernos", pero no antes de disculparse cien veces.  Cuando comencé a relatar brevemente al oficial lo acontecido, allí mismo recibí la primera lección de las muchas que me esperaba a continuación. Mientras contaba que "el colono me atacó", el oficial detuvo mi explicación a fin de corregirme: "¡el ciudadano!".  Me llevo un segundo comprender con quien estaba tratando, ya que en los códigos internos de Israel, la izquierda denomina a esa gente "colonos"  y la derecha los denomina "ciudadanos", lo que me hizo reafirmarme en mi postura y le deje claro que él podía pensar lo que quisiera, pero que yo seguiría llamando al colono, colono. El oficial hizo otro intento de re-educarme, diciendo en forma arrogante: "yo te explicaré la diferencia entre colono y ciudadano; esta gente a comprado las casa legalmente y pagado por ellas…". No deje que acabara su lección y le deje claro cual es mi postura. Ahí acabó el breve interrogatorio in situ.

El oficial, cumpliendo con el protocolo explicito para estos casos, me informó que si tenía la intención de presentar una denuncia oficial debía hacerlo en la comisaría cercana, y cuando respondí afirmativamente, tuvo la gentileza de llevarme a la comisaría de policía en su propio patrullero.   

Al llegar a la comisaría cercana, en la calle Salah Al Din, corazón del centro palestino de la ciudad, el policía de guardia tomó declaración de mi testimonio, y cuando creía que había finalizado, me anunció que a partir de ese momento estaba retenido, porque el colono acababa de presentar una queja similar, acusándome de haber sido yo quien le había atacado.

De acusador pase a acusado, e ingrese en el circuito conocido por todos los criminales: huellas dactilares, muestra de saliva (me había acusado de haberle escupido) y fotos de frente y perfil, como en las mejores películas de policía americanas.

Lo interesante de este procedimiento de incriminación es que durante 6 horas estuve sentado en el pasillo de la comisaría, lo que me permitió ser testigo de toda una serie de sucesos que conforman una experiencia insustituible para todo sociólogo que pretenda entender el funcionamiento del aparato policiaco en una ciudad tan complicada como Jerusalén.

El suceso mas punzante del que fui testigo fue el de un joven palestino,  arrastrado casi al borde de la asfixia por obra del gas lacrimógeno que acababan de rociarle en la cara. Su estado físico era desolador y al poco tiempo llegó una ambulancia que lo conectó a  una mascara de oxigeno gracias a la cual volvió poco a poco a respirar, pero sin calmar el ardor en su cara.  Lo interesante para el sociólogo es lo sucedido después de que se llevaran al árabe, cuando los policías comenzaron a relatarse sus proezas. Se trataba de una pelea callejera entre dos conductores por un lugar de estacionamiento. Un patrullero que de casualidad pasaba por el lugar se detuvo a "poner orden", uno de los policías desenfundó el aerosol de gas lacrimógeno y, a pesar de que la discusión se había calmado, cuando ya no había motive alguno para usarlo, el policía decidió rociarle en la cara porque "lo tenía en la mano". O sea, una vez que tenía el aerosol en la mano, no quiso devolverlo al cinturón sin usarlo, más aun tratándose de un nuevo tipo de "gas mostaza", nunca utilizado previamente.  Todo esto lo narraba en medio de exclamaciones de aprobación de sus colegas policías, que festejaban descaradamente su coraje. En otras palabras, el policía hizo uso de la capacidad de violencia conferida por el Estado a sus fuerzas de seguridad, por dos motivos básicos: se trataba de un palestino, y el gas ya estaba en sus manos. O sea, que para ejercer violencia contra palestinos, no se necesita motivo alguno, basta un pretexto menor y  un arma a su alcance. Para sus colegas, se trataba de una demostración de machismo, de un acto digno de admiración: nadie adujo que se trataba de un acto gratuito o que el uso del gas en aquella situación había sido ilegal. Para ellos se trataba de aplicar una norma cotidiana, la de hacer daño al palestino cuando se presenta  la oportunidad, con o sin razón: ¡para eso son palestinos y ellos policías!

El segundo suceso, más pacifico que el primero, pero no menos significativo, ocurrió cuando el oficial encargado de interrogatorios se dirigió a gritos, acusándome de haber provocado la pelea por la cual estaba retenido. Para mi sorpresa, aquel oficial, después de haber leído la declaración del colono, me acusó de haber transgredido la ley por "ensuciar  la imagen de Israel ante visitantes extranjeros", acusación que no me sorprendió conociendo el perfil de la policía, aunque me llamó la atención su efusividad y la forma extrovertida con la que este oficial de policía daba muestras de lealtad al país. La sorpresa duró hasta que mis ojos enfocaron  la chapa con su nombre grabado en su pulcro uniforme, y pude leer que se trataba de un oficial druzo, o sea perteneciente a un sub-grupo étnico de descendencia árabe. Es decir, de esos que necesitan declarar a gritos su lealtad a Israel y ser mucho mas crueles con los palestinos para demostrarles a sus colegas judíos que son tan o más sionistas que ellos o "mas papistas que el papa".  Todo el complejo de inferioridad de estos policías druzos salió a flote en este aluvión de gritos, que nada tenia que ver con lo ocurrido en el asentamiento, sino con su obsesión de exteriorizar a gritos su lealtad a la “patria”.  No me hubieran molestado sus problemas de identidad, ni siquiera esos gritos desmedidos, sino se hubiera tratado de la bien conocida violencia que los policías druzos ejercen tanto contra los palestinos como los izquierdistas, propia de la mentalidad de subalternos, que construyen su identidad reprimiendo a golpes a todo aquel que critica la ocupación .

Seis horas pasé en la estación de policía, durante las cuales tuve la oportunidad de volver a reconocer mi impotencia, la impotencia de todos aquellos que luchamos por la paz en esta ciudad.  Ser testigo directo del funcionamiento del dispositivo policial, y tomar conciencia de  que no hay ante quien protestar por su violencia, es una sensación frustrante de impotencia que me impide dormir desde entonces.  Ser activista en Jerusalén es un riesgo. Una lista breve de las contingencias a las que nos enfrentamos incluye ser atacado por un colono, enfrentarse con un sistema policiaco que avala al colono, presentar una denuncia y descubrir que de agredido pasas a ser  "agresor", ser testigo de actos de violencia injustificada que no hay ante quien denunciar, ser agredido por policías druzos con el único motive de esconder sus complejos de inferioridad, lidiar con "la comunidad internacional" que se disculpa por  no dar testimonio "para no poner en aprietos a sus gobiernos"  y, para colmo, terminar con las gafas rotas. 

Pero no todo esta perdido: siempre habrá un guarda jurado que te salvará la vida, o por lo menos la cabeza, y siempre habrá algún activista amigo dispuesto a pagar la fianza para ser liberado y, lo que es mas importante, siempre habrá muchos amigos que harán llegar su apoyo.

Pongamos las cosas en su contexto real: esta crónica no es en forma alguna comparable a la violencia que experimenta la población palestina cotidianamente. He sido un privilegiado, gracias a mi edad y mi currículum político. Pero si de algo sirve este artículo es para explicar lo complicada que es la situación en la que nos manejamos todos aquellos activistas dedicados a la lucha por la paz en esta ciudad, y para dejar una rendija abierta al optimismo.