Michel Wiewiorka


Francia: Fracaso del modelo de integración
(La Vanguardia, 8 de noviembre de 2005)

FRANCIA SE NIEGA A inventar una fórmula que permita conciliar la eficacia de la economía globalizada con el Estado providencia

El mundo entero sigue con mucho interés los disturbios nocturnos que sacuden Francia desde hace más de una semana. A veces unos comentarios que denotan regocijo han acompañado las imágenes de un país en dificultades, presa de la violencia, esa misma Francia tan propensa a dar lecciones. Sin embargo, más allá de la complacencia con que han tratado los acontecimientos algunas cadenas de televisión -estadounidenses y rusas, sobre todo-, el interés está plenamente fundamentado, y es que la revuelta de los barrios periféricos posee un importante significado.
Para comprenderla, debemos distinguir dos niveles. El primero es estructural y tiene una densidad histórica considerable. La violencia de los barrios populares no es nueva. Quedó inaugurada a finales de los años setenta, con los veranos calientes o los primeros rodeos en la periferia de Lyon (que consistían en llevar a toda velocidad un coche robado, un BMW preferentemente, hasta el centro de la ciudad, donde era incendiado por sus ocupantes antes de desaparecer). Desde entonces, los sociólogos, los responsables políticos, los periodistas y a veces los cineastas (Kassowicz, con El odio) han iluminado de modo convergente lo que constituye una crisis total, puesto que es a un tiempo institucional, cultural y política.
En efecto, la crisis de los barrios periféricos es ante todo social: pobreza, exclusión, precariedad, paro masivo, sobre todo entre los jóvenes, y, como ocurre con una parte importante de unas poblaciones procedentes de la inmigración, racismo y discriminación. A continuación, es institucional en la medida en que fallan las instituciones que deberían encarnar de forma concreta la idea republicana (la libertad, igualdad, fraternidad); ya se trate, por ejemplo, de la policía, cuyos controles motivados por el aspecto físico y cuyo racismo concuerdan poco con el principio de libertad, o de la escuela pública, que refuerza las desigualdades sociales en lugar de garantizar la igualdad. La crisis de los barrios periféricos es también cultural en la medida en que lo que constituía el único horizonte identitario, la nación, se ve contestado por toda clase de identidades colectivas que piden reconocimiento en el espacio público, empezando por el islam, una religión nueva para Francia y que se ha convertido en la segunda del país, con un fuerte arraigo en los extrarradios. Por último, se trata de una crisis política, porque ya no existen en esos barrios populares las instancias que aseguraban la mediación entre las demandas de los habitantes y el sistema político y el Estado. En el pasado, el encargado de relacionar las expectativas de la población y el Estado fue con frecuencia el Partido Comunista, sobre todo cuando gozaba de una fuerte implantación en sus cinturones rojos. Existía un tejido de asociaciones activas, animadas muchas veces por miembros de las clases medias. Hoy, el Partido Comunista ha perdido pie, las asociaciones están descompuestas y el único actor que parece capaz de organizarse está formado por imanes y otros responsables musulmanes. Éstos se presentan en ocasiones como autoridades morales, capaces de calmar la situación, decir a los jóvenes que deben apartarse de la violencia; sin embargo, distan mucho de poder asegurar una presencia social y menos aún de poder encarnar una legitimidad republicana. Además, en seguida se ha sospechado que algunos de ellos no son actores políticos o al menos éticos, sino que por el contrario alimentan un islam radical que no ve con malos ojos la acción violenta. Nada de todo esto es demasiado nuevo; y, si hay que hacer una constatación, sería la de las carencias a largo plazo del sistema político, sin que quepa distinguir aquí entre la derecha y la izquierda. En realidad, esta crisis total es una de las modalidades del declive histórico del modelo francés de integración, que se quiere social, mientras perduran la injusticia, las desigualdades y las situaciones de guetización, y se dice republicano, mientras aumenta cada día el escarnio a los principios de la república. El problema general de Francia es que se niega a inventar un nuevo modelo, una fórmula que permitiría conciliar la eficacia o la racionalidad de la economía moderna, globalizada, y la solidaridad social, el Estado providencia, en particular. Prefiere o bien el inmovilismo, o bien el esfuerzo para avanzar retrocediendo, afirmando sin atisbo de realismo económico que puede seguir funcionando con el viejo modelo social, agotado ya, o bien la llamada al liberalismo con el respaldo ocasional de la represión en el caso de las conductas juveniles y sin reparar en los costes sociales de semejante orientación.

Coyunturalmente deben subrayarse tres aspectos. El primero pone en entredicho el conjunto de la política del jefe de Estado y del Gobierno. Desde la primavera del 2002, dicha política ha estado dominada por diversas medidas orientadas en la misma dirección: deshacer cuanto había podido hacer el anterior gobierno, bajo la dirección del primer ministro Lionel Jospin, por los barrios populares, poniendo fin a la experiencia naciente de la policía de proximidad, suprimiendo los empleos jóvenes que permitían mantener a flote a muchos jóvenes que han pasado a engrosar las filas del paro o reduciendo las ayudas a las asociaciones, en especial las de trabajo social o de educación popular. Sólo de forma muy reciente el ministro Jean-Louis Borloo intentó una inflexión, pero tímidamente y sólo después de que se produjeran considerables destrozos.

Y en el contexto de este desmantelamiento de los elementos que aseguraban un grado mínimo de Estado providencia y de capacidad de acción en los barrios populares, un segundo elemento ha venido a catalizar la desesperación y la cólera de los jóvenes: las declaraciones del ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, hablando de limpiar "con (máquinas limpiadoras) Kärcher" los barrios populares o denunciando a la "chusma" que reina en ellos. Es cierto que existen en esos barrios graves problemas de delincuencia y que esos jóvenes distan bastante de ser unos santos, pero ese vocabulario, con gran impacto en los medios de comunicación, ha sido percibido como una señal de hostilidad, una forma de descalificar al conjunto de la juventud, de reducirla a las imágenes del crimen y la delincuencia y de criminalizar todo el territorio en el que viven. Por último, la tragedia con la muerte por electrocución de dos adolescentes en pánico, que se refugiaron en un transformador ante la posibilidad de ser interpelados por la policía, constituye un tercer elemento desencadenante que aporta aún más significado a los poderosos sentimientos de injusticia y negación o de estigmatización ya exacerbados por las declaraciones del ministro.
No habrá respuesta rápida a los problemas que acaban de mencionarse. Es probable que la violencia no perdure, porque no está estructurada, moldeada por ideólogos ni actores políticos; y, como toda conducta que parece una especie de explosión, no tendrá futuro inmediato o directo. Como máximo, es de temer que algunos de esos jóvenes, los más furiosos, cometan actos aún más graves, asesinatos incluso, o que deriven hacia prácticas rayanas en la barbarie; asimismo, son posibles los atropellos policiales, sobre todo donde las fuerzas del orden pierden el control y los nervios.
Más allá de todo esto, hay que darse cuenta de que los problemas de fondo piden cambios fundamentales, no sólo en la política urbana, sino también -y ante todo- en el plano en el que se proyectan las orientaciones generales de la vida colectiva. La derecha está hoy dividida en tres partes: una, con Philippe de Villiers o Jean-Marie Le Pen es nacionalista y soberanista, a menudo racista y xenófoba; la segunda es liberal y vagamente favorable, con Nicolas Sarkozy, a cierto comunitarismo, y la tercera, con Dominique de Villepin, habla de salvar el modelo social francés, un modelo que, sin embargo, es obsoleto. La izquierda, por su parte, está enfrascada en su propio combate de los jefes y en los conflictos que la dividen, entre una mayoría más bien modernizadora, pero obligada a virar a la izquierda para no correr el riesgo de ser acusada de preparar una política liberal, y una minoría dominada por las referencias al viejo modelo social francés, sin perspectiva creíble de reforma. Es difícil ver de dónde podrá venir el cambio profundo exigido por el agotamiento del modelo de integración republicana y social y, en el núcleo de su fracaso, la actual violencia de los barrios periféricos.
Traducción: Juan Gabriel López Guix