Miguel González

La ciudad y los derechos humanos

(Página Abierta, nº 129, septiembre de 2002)

Recientemente, se ha publicado el libro La ciudad y los derechos humanos. Una modesta proposición sobre derechos humanos y práctica urbanística, de Rosario del Caz, Pablo Gigosos y Manuel Saravia (Talasa Ediciones, Colección Ágora, 136 páginas). Para hablar sobre las ciudades, conocer más detalles sobre este trabajo y matizar algunos conceptos utilizados en él, entrevistamos a sus autores.

– Desde diversos ámbitos, y el del urbanismo entre ellos, es costumbre identificar la ciudad con el lugar donde se resume la historia de cada civilización. Nada extraño, por otro lado, ya que esa historia está escrita por los habitantes de las ciudades. ¿No es un poco exagerada esa veneración de los urbanistas por la ciudad?

– Quizá. Pero la ciudad también es una metáfora. Para nosotros es el espacio socialmente organizado para la vida en común. Un espacio escaso que exige organización. Y un espacio político donde se reconoce el derecho a tener derechos. Por eso le damos importancia. Pero es que, además, al paso que vamos, ciudad va a ser, efectivamente, casi todo. El proceso de urbanización es imparable. Si hace 25 años menos del 40% de la población vivía en las ciudades, dentro de otros 25 esa proporción podría ser de cerca del 60%. Y además, en cualquier caso, la de las ciudades es la única historia que podemos escribir. Es el único ámbito que conocemos.

– En algunos capítulos se hace mención a algo llamado “ciudad hospitalaria”, una idea de ciudad que aspira a ir más allá de lo ecológico, y que pretende crear las condiciones que permitan la materialización de los derechos humanos. ¿Podríais resumir brevemente el enfoque que dais a este tema en el libro?

– Intentaremos resumirlo en cuatro ideas. La ciudad hospitalaria de que hablamos es una ciudad comprometida con todos y cada uno de los ciudadanos. Comprometida también con la suerte del planeta, y obligada, en fin, con el propósito del igualitarismo.
El primer compromiso con cada uno de los ciudadanos nos lleva a situar en primer término la dignidad y la felicidad de cuantos viven en la ciudad, de quienes están y de quienes a ella van llegando, sin diferencias. Decimos dignidad, ese afán por exteriorizar sin tregua la nobleza de condición que comparten todos los ciudadanos y todos los inmigrantes. Sin tregua y todos. En consecuencia, se reivindica (al menos, y para todos) unas condiciones mínimas de existencia, contingentes, históricas y culturales; imposibles de establecer de una vez por todas, e imposibles de determinar al margen de las condiciones materiales en que viven sus vecinos; relativas a las condiciones de cada ciudad, sí, pero implacables, sin cuyo cumplimiento resulta impúdico hablar de dignidad.
Por otra parte, la felicidad como objetivo exige tener presentes en los cálculos urbanísticos los costes del sufrimiento que pueda generar, y los beneficios que para la realización personal pueda aportar, factores ambos que no hacen caso del culto estrictamente economicista de la productividad y la rentabilidad. Dignidad y felicidad repartidas por igual. Una igualdad que exige acabar con toda forma de discriminación y de segregación. Lo que lleva a la definición (coyuntural, histórica, local, cultural) de la ciudad mínima, de las características urbanas materiales mínimas que todo el espacio urbano debe poseer. Por eso también hablamos de un plan igualitario, orientado a conseguir el equilibrio entre las condiciones urbanísticas (todas) de las distintas áreas y lugares. Y, en coherencia con este documento, el establecimiento de la vivienda mínima.
El compromiso de la ciudad con el mundo (el ideal de fraternidad) obliga a practicar una ciudad que reduzca sus implicaciones medioambientales, su huella ecológica, atienda a la capacidad de carga del suelo, respete los corredores ecológicos que la atraviesen, reduzca el impacto del tráfico rodado, etc.; pero también que haga patente a cada paso que estamos en un solo mundo, que induzca el sentimiento de que todas las personas son potencialmente sus ciudadanos. Proponemos la construcción (paulatina, pero decidida) de una red de caminos del mundo que atraviese todos los recintos públicos del espacio urbano.
El compromiso, en fin, con la igualdad, su irrenunciable vocación igualitaria, lleva a plantear la prioridad del crecimiento de la ciudad sobre sí misma frente a su extensión en nuevas áreas. La ciudad hospitalaria entiende y asume la modernidad no como despilfarro, sino por su labor restauradora. Es responsable de un patrimonio que debe administrar en favor de quienes en ella viven. Por eso procura la consolidación y mejora de sus áreas habitadas antes que la expansión injustificada: ésta sólo se justifica como acicate y aportación para la reforma. Pero la idea de igualdad también exige una determinada morfología urbana, la de la mezcla, por la que la ciudad hospitalaria se hace, además, mestiza. Una ciudad que sea mezcla de arrabal y centro en todos sus espacios. De carácter antisegregacionista, concibe los servicios públicos y los equipamientos como la red de agua: que ha de llegar igual a todas partes, con la misma calidad.

– En la práctica, ¿es posible una síntesis de pocos elementos, fundamentales?

– Como ocurre con la ciudad de las cuatro funciones (la ciudad moderna de la Carta de Atenas), la de las cinco salvaguardias (propia del urbanismo “de la austeridad” de los años setenta), o la ciudad compacta (asumida por la ecología urbana), la ciudad hospitalaria, sin renunciar a ninguna de ellas, también debería ser fácil de identificar. Se caracterizaría por ciertos rasgos significativos, algunos de ellos muy claros: sería una ciudad responsable (que valora lo que tiene), mestiza (que agrega y mezcla), igualitaria (que lucha contra la segregación social) y cosmopolita (que aspira a la universalidad). El planeamiento urbanístico que se propone sería una herramienta para construir la ciudad del derecho, y a la vez un arma para defenderla. Un instrumento para la extensión de los derechos sociales y económicos que, como Camus, “prefiere la justicia al orden”. Esto es, que no persigue tanto una forma urbana ordenada sino la dignidad sedimentada en ciudad.

– En el libro se apunta en varias ocasiones la necesidad de conseguir una autonomía suficiente en cada ciudad que permitiera tener capacidad para hacer de ella un espacio de acogida, no sólo para los que viven en esa ciudad, sino para cualquiera que llegue. ¿Una especie de ciudad-Estado? ¿De qué grado de autonomía estamos hablando?

– No hablamos tanto de “conseguir” mayor autonomía, como de actuar con la que se tiene. Ya, sin demora. Y hacerlo dentro de la legalidad, pero con decisión y claridad de ideas. Se trataría de sentir que se tiene esa autonomía, y actuar en consecuencia, sin necesidad de considerar que la ciudad no es más que una parte, un engranaje, de un sistema más amplio.
Se nos ocurren tres ejemplos concretos para ilustrar cómo esta idea de libertad puede operar en el interior de la ciudad. El primero, de actualidad, sobre la forma en que se está desarrollando el conflicto de Premiá de Mar por el proyecto de construir una mezquita. Un Ayuntamiento con principios claros de ciudadanía no podría haber planteado las cosas como se ha hecho. Los principios tienen que quedar claros, y aplicarse sin sombra de duda. Es lógico que haya conflictos, y es legítimo que se planteen. La gente puede tener miedo (y más, tal como se bombardea desde determinados medios, o incluso desde el Gobierno), y no se puede despachar el asunto sin más acusando de xenofobia a todos. Pero de ninguna manera debería cederse a las presiones derivadas de ese mismo
miedo. Creemos que hay que dedicar mucho más dinero para la solidaridad. Dedicar muchos más medios públicos para ir disipando esos miedos irracionales. Menos autopistas y más dinero para explicar las cosas, para vencer resistencias sin fundamento cierto.
Un segundo ejemplo, la constitución de ciudades-refugio, donde ciertos municipios, por su cuenta, sin el apoyo ni el permiso del Estado, acogen a una serie de escritores perseguidos, facilitándoles la estancia durante un tiempo en su ciudad. Y un tercer ejemplo de lo que podría ser una actuación autónoma de los Ayuntamientos, en este caso mucho más decidida, es la construcción de alojamientos municipales para ceder temporalmente, en régimen de alquiler, a la nueva población. ¿Qué lo prohíbe?, ¿qué lo impide? Menos embellecimientos forzados, menos autovías innecesarias (tan caras, tan absurdas), por ejemplo, y más política social. Ésa es la autonomía a la que nos referimos.

– Hay una parte del libro que resulta particularmente atractiva. Es aquella donde se reivindica la transparencia de cualquier espacio urbano, en el sentido de que la dignificación de todo espacio y toda actividad que en él se dé es suficiente para no tener que ocultarlo o segregarlo. Todo debe verse, mezclarse, reconocerse en una ciudad hospitalaria. Todo lo que interviene en su funcionamiento debe estar a la luz. Sin embargo, quienes habitan en la ciudad pretenden vivir en unos lugares mejor que en otros, y sobre todo evitar determinados espacios.

– La ciudad del siglo XIX creó afanosamente “barreras de honorabilidad” que permitiesen a unas clases vivir sin la presencia de la pobreza. En la actualidad esta pretensión se encubre de funcionalidad. Uno puede recorrer el mundo encapsulado, sin contacto, ni siquiera visual, con ninguna miseria. Se está construyendo un sistema formado por los aeropuertos, centros de interés (parques tecnológicos, centros de negocios, áreas turísticas), determinados espacios residenciales, centros comerciales, universidades, autopistas, trenes de alta velocidad, etc., que se superpone al territorio, lo domina y a la vez lo desconoce, lo ignora. Todo un sistema controlado, de acceso restringido, muy caro, y financiado en gran parte con dinero público. Es necesario romper esa dinámica. Y para ello lo primero ha de ser romper el encapsulamiento. Ver y mezclar. Ver la realidad. Esforzarse por que desde los trenes se vea la ciudad que atraviesan, y desde la ciudad se acceda libremente a todos los espacios. Mezclar. Una política urbanística que provea, por ejemplo, viviendas públicas en todas las áreas urbanas, no sólo en unas pocas. Algo que, por cierto, ya se hace en algunos lugares desde hace tiempo.

– Quizá se establece una división demasiado rígida entre lo público y lo privado en el capítulo que dedicáis a este tema. ¿Cabría una mayor difuminación entre ambas categorías, espacios de más ambigüedad, superposición de dichos ámbitos?

– Es éste un tema delicado. Digamos, por de pronto, que caben todos los espacios intermedios que se quiera entre lo privado y lo público. ¿Cómo no va a ser así? Cada persona tiene una serie de derechos que los organismos internacionales se comprometen a garantizar. Entre el listado de derechos se encuentran algunos que aluden (de forma directa en algún caso) al reconocimiento social de un espacio propio a cada persona, de un ámbito inviolable que es su domicilio. Y de ahí sacamos consecuencias. Especialmente la de relacionar directamente, sin mediación, ese espacio privado con el espacio público de la calle. Lo que significa evitar tanto las viviendas “interiores”, que no se abrían a espacios públicos, como las calles “privadas” de algunas urbanizaciones (o espacios de manzana no accesibles a cualquiera). La relación directa (por medio de puertas o ventanas) entre vivienda privada y calle pública debe garantizarse, preservarse, potenciarse. Va en ello más de lo que parece.

– Federación de ciudades, carácter cosmopolita de éstas, derecho universal de asentamiento en ellas, ausencia de particularismos, la ciudad como lugar donde se ejerce el derecho de ciudadanía, expresión y ejercicio de la política…, son ideas muy enraizadas en los anhelos de la Ilustración y de la modernidad. ¿Creéis que siguen pendientes por no haberse cumplido?

– No es tanto que se hayan cumplido o no, pues nunca se cumplen suficientemente. La pregunta es: ¿merece la pena seguir trabajando por esas ideas? Creemos que sí. Por decirlo claramente, como un eslogan: pensamos que los principios de libertad, igualdad y fraternidad siguen vigentes. Que la generalización del voto, con todos sus defectos (posibles manipulaciones), es una conquista; que la libertad de pensamiento también lo es; que la supresión de la pena de muerte es un valor nada fácil de conseguir, y se ha hecho; que la Seguridad Social (con todos sus defectos) es igualmente un éxito y es irrenunciable, etc. Pero no podemos quedarnos en una actitud –hoy tan extendida– meramente defensiva. Hay que ir más allá. Albert O. Hirschman demostró hace unos años cómo “la intransigencia” carga, cada cierto tiempo, contra todas las conquistas sociales (y lo hace, además, con argumentos parecidos siempre). Pues bien, hoy, nuevamente, la mejor defensa es un buen ataque. Hay que ir mas allá: ha llegado la hora –y ya está bien– de los derechos humanos de carácter social y económico.

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Las “cinco salvaguardias” y la ciudad compacta

En el IV Congreso de arquitectura moderna, celebrado en 1933, se codificó la ciudad mediante su organización en torno a cuatro funciones esenciales (residencia, trabajo, esparcimiento y circulación), que se consideraban “determinantes para las formas que adopte la aglomeración urbana”. Con ello se sancionaba una de las técnicas fundamentales del urbanismo del Movimiento Moderno. Las “cinco salvaguardias” fueron enunciadas en 1976 por el urbanista italiano G. Campos Venuti. Se reaccionaba así frente a un planteamiento que no estaba suficientemente atento al problema de la programación de unos recursos escasos. Reivindicaban el uso comunitario de los suelos urbanos no edificados (“salvaguardia publica”); evitar los desplazamientos inducidos de la población (“salvaguardia social”); el mantenimiento de las industrias en su emplazamiento, sin especular con sus terrenos (“productiva”); la defensa de la arquitectura histórica (“ambiental”), y la organización ordenada de las inversiones (“salvaguardia programática”).
Frente al modelo de ciudad compacta, que concentra actividades, mezcla usos, disminuye la ocupación de espacio y evita los grandes desplazamientos, se encuentra el modelo de ciudad dispersa, de bajas densidades, consumidora de recursos y originadora de movilidad.

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