Miguel Rodríguez Muñoz
Malas personas
(Página Abierta, 238, mayo-junio de 2015).

Siempre que se produce una catástrofe, un atentado o un crimen de singular vileza, experimentamos una cierta impotencia en el uso del lenguaje al tratar de expresar nuestro dolor o dar consuelo a las víctimas o, en su caso, formular una condena. A menudo las explicaciones que nos damos o recibimos sobre ese tipo de sucesos están contaminadas por juicios de carácter irracional o sesgados por intereses más o menos espurios. Eso que convencionalmente designamos como el mal, sea con minúscula o con mayúscula, rompe nuestros esquemas de la misma manera que descuadra y vuelve ininteligible la idea de un Dios cuya extrema bondad no le inhibe de consentir las desgracias de sus criaturas. Quizás por razones de tipo religioso, agazapadas en el pensamiento laico, tendemos con frecuencia a rodear de un halo de misterio a la existencia del mal, atribuyéndole vida propia y hasta un devenir inexplicable, ligado a conceptos no menos oscuros como destino o providencia.

Esas dificultades para expresarnos y aprehender la realidad son particularmente acusadas en los sucesos luctuosos fruto de la acción humana. Así, por ejemplo, cuando calificamos de monstruo a un asesino en serie, a un terrorista, a quien se lleva por delante a criaturas indefensas, a veces carne de su propia carne, y procedemos con esa manera de juzgarlo a su expulsión de la humanidad, no hacemos sino eximirnos del riesgo de incurrir en igual conducta y desplegar por oposición un velo de inocencia sobre quienes participamos de la condición humana, al tiempo que, aun sin pretenderlo, exculpamos al criminal, pues, una vez despojado de esa común propiedad y dotado de una naturaleza afín a la de las bestias, solo existente en el mundo de la fantasía, le convertimos en inimputable.

Algo parecido ocurre cuando llamamos bárbaros a los causantes de una matanza y fijamos una frontera entre ellos y nosotros o cuando, como en el caso del Airbus estrellado contra un roquedal en los Alpes franceses, nos damos por satisfechos concluyendo que fue obra de un loco. La negativa a tomar nota de una comprometedora realidad nos impide calificar a esos individuos de lo que son: unas malas personas. Nos resulta insoportable pensar que el criminal no es ningún extraño sino alguien que comparte nuestra misma condición y hace de ella un uso perverso.

Cuando medios de comunicación, gobernantes y autoridades de la UE hablan de tragedia al referirse a la muerte en el Mediterráneo de ochocientas personas que escapaban, rumbo a Europa, de territorios sacudidos por terribles conflictos, donde su vida o su libertad peligraban, están manipulando el lenguaje, porque el empleo de esa palabra les permite en un solo acto reconocer la gravedad de lo acontecido, mostrando así de forma retórica su piedad con las víctimas, y lavarse las manos, eludiendo toda responsabilidad en el naufragio.

Pero, dado que la repetición de esa clase de desgracias en las mismas aguas hace poco creíble su carácter inevitable, unos y otros se ven obligados a buscar un chivo expiatorio en las mafias que negocian con el transporte marítimo, de manera que el afán de burlar todo compromiso les lleva a desproveer de fatalismo al suceso y a convertirlo en un acto criminal y, por lo tanto, prevenible. Sin embargo, la voluntad de blindar el litoral del continente y la negativa a tratar como refugiados a quienes huyen de las guerras que asolan sus países, cuya existencia no es ajena a la acción de Europa o de EE. UU., llevan a los dirigentes europeos a crear las condiciones para que el éxodo se canalice como tráfico de mercancía humana expuesta a un sinfín de adversidades.

La cumbre de la UE convocada para dar respuesta a la última catástrofe marítima ha puesto otra vez de manifiesto que la cicatería de nuestras autoridades en la búsqueda de soluciones a ese gran problema no cumple ni siquiera con el deber de poner los medios necesarios para salvar a los náufragos, a quienes con el inaudito pretexto de evitar el efecto llamada se priva de toda consideración humanitaria y se somete a un sacrificio propiciatorio. No es que la Europa de la Ilustración haya caído en manos de unos bárbaros; sucede que quienes nos gobiernan son unas malas personas, tan incapaces de empatizar con las víctimas como cómplices de sus desgracias. [Este artículo ha sido publicado también en el diario digital asturias24].