Miguel Rodríguez Muñoz

En el amplio campo de la corrupción. Fortuna

y adversidades de Fernández Villa

(Página Abierta, 235, noviembre-diciembre de 2014).

 

Esa «garganta profunda» que filtra a los periódicos información sobre nuevos escándalos de corrupción, en cuyos soplos nunca se sabe cuánto hay de efecto carambola y cuánto de intriga, deslizó en El País del 7 de octubre la noticia de que José Ángel Fernández Villa, secretario general vitalicio del SOMA-UGT y pilar del socialismo asturiano, había ingresado en una sucursal bancaria de Uviéu 1,4 millones de euros en fajos de billetes, acogiéndose a la amnistía fiscal de 2012, el mismo año en que bajo su liderazgo tuvo lugar una dura lucha de los mineros contra el fin de las subvenciones al carbón, culminada con una marcha sobre Madrid. El dirigente sindical con una mano sostenía el babero al frente de las manifestaciones –«Llevo sesenta años en este negocio», espetaba a los policías que trataban de cerrarle el paso– y con la otra contaba el dinero rescatado de debajo del colchón –fruto, según su declaración a Hacienda, de una herencia recibida de su madre– para depositarlo en una cuenta del BBVA.

Unas horas después de publicada la noticia, Javier Fernández, secretario general de la Federación Socialista Asturiana (FSA) y presidente del Principado, compareció en una rueda de prensa para mostrar «la enorme sorpresa y la profunda decepción» causadas en las filas socialistas por el conocimiento de la fortuna oculta de Fernández Villa y anunciar como medida cautelar su inmediata expulsión del partido. Al día siguiente, el diario La Nueva España recogía unas declaraciones de signo contrario realizadas por Juan Luis Rodríguez Vigil, miembro destacado de la FSA y expresidente del Principado, en las que, entre otras cosas, afirmaba que «conociendo al personaje y a sus colaboradores, la noticia no me extraña». Las reacciones suscitadas por la información oscilaban, pues, entre la sorpresa y la confirmación de lo ya sabido. «Ye como si descubres que la tu muyer te pon los cuernos», confesaban al periódico unos mineros de Langreo, en tanto otros compañeros de profesión con mayor conocimiento de causa, viejos cuadros del Sindicato de Obreros Mineros de Asturias cesados sin piedad por Fernández Villa, se reunían a comer para celebrar la noticia y, tras el postre, entonaban Se va el caimán, se va el caimán.

El poder en la sombra acumulado por el personaje lo había convertido en una mezcla de cacique y de padrino, pero la familiaridad con su trayectoria no evitó que las revelaciones sobre su calceta millonaria provocaran una conmoción tanto en la sociedad asturiana como en las filas del PSOE, cuyos dirigentes se confesaban en estado de shock. El escándalo no solo ponía en evidencia el abismo emocional entre las conjeturas y los hechos, sino que además conspiraba contra el viejo mito del carácter redentor de la clase obrera. Donde, pese a las caras largas, resultaba más increíble el asombro era entre los dirigentes de la FSA o del SOMA: tenían la corrupción en casa y no se habían enterado. Pero una cosa es la podredumbre en las propias filas, a menudo difícil de combatir, sea por miedo a romper los equilibrios internos o por falta de ganas o de medios eficaces para descubrir la verdad, y otra su público conocimiento. El asunto quemaba, y partido y sindicato rompieron amarras con el veterano dirigente sin darle antes la oportunidad de explicarse. De nada hubiera servido la espera, porque Fernández Villa cerró el pico y a los pocos días fue ingresado en un centro hospitalario aquejado de un síndrome confusional que, aún a día de hoy, tras el alta, le exculpa de rendir cuentas a nadie. En la rápida actuación de la FSA no sólo latía el convencimiento del irregular enriquecimiento de su compañero, sino también el hartazgo por haber tenido que soportar durante 34 años el aliento del personaje en el cogote de todos sus dirigentes.

 Nacido en 1943, en el pueblo minero de Tuilla (Langreo), la patria chica de otro Villa, jugador de fútbol, José Ángel es el mayor de cinco hermanos, hijos de los dueños de un bar-tienda, Casa Hermógenes, un humilde negocio que dio para sostener a la familia pero no para dejar una herencia millonaria a sus vástagos. Sobre sus primeros años de vida laboral y de actividad política, finales de los sesenta y comienzos de los setenta, durante los que fue despedido de dos empresas mineras y trabajó un tiempo en la factoría de Ensidesa de la Felguera, en tanto se movía por círculos anarquistas y organizaciones políticas y sindicales socialistas, pesa la acusación de haber sido confidente de la policía, reclutado para esas labores por el comisario de la Brigada Político-Social, Claudio Ramos, una bestia negra de la represión franquista en Asturies. La información procede de los antiguos «sociales», y no hay al respecto testimonios de compañeros de fatigas. Pese al dudoso crédito de esas fuentes, la concreción en los detalles y el hecho de que, con sus antecedentes laborales, no tuviera problemas para ser contratado en la siderúrgica pública, unido al carácter poliédrico del personaje, dan verosimilitud al reproche. Tras la amnistía se reincorporó a Hunosa y en 1978 fue elegido secretario general del sindicato minero socialista, cargo que no abandonó hasta 2013, siempre ratificado con mayorías propias de congresos soviéticos.

El liderazgo sobre un sindicato que ya solo en Hunosa aglutinaba a 10.000 afiliados, en su mayoría miembros también del PSOE, le confirió un poder en la empresa pública, las comarcas mineras y la FSA que no dejó de acrecentar. Individuo astuto, desconfiado, hábil en los manejos tácticos, ambicioso, autoritario e histriónico, Fernández Villa se sirvió de la aureola de unas siglas surgidas en 1910 a iniciativa de Manuel Llaneza, venerado padre del sindicalismo y el socialismo asturianos, tan reformista como honrado, y del manejo de la «chequera» para construir una organización sólida, piramidal y cerrada, una milicia de disciplinados seguidores que obedecían ciegamente sus consignas y aportaban la quintaesencia del obrerismo a las agrupaciones socialistas. Designado por los suyos, no sin admiración, como «el Jefe» o «el Tigre», las discrepancias no eran toleradas y en el curso de su interminable mandato dejó una estela de cadáveres que han resucitado ahora de las cunetas para brindar por su descenso al infierno.

La capacidad de influencia derivada de esa maquinaria de poder, cuyos tentáculos llegaban a muchas partes, le permitió copar de fieles los órganos de dirección de la FSA. Salvo las poblaciones costeras, asentadas sobre la industria del metal y los servicios, nadie en las filas socialistas podía hacer carrera si no contaba con el apoyo de Fernández Villa. Adscrito al sector guerrista del PSOE, miembro de la ejecutiva de la FSA y durante unos años de la del PSOE, fue diputado regional y senador y forma parte del Consejo de Administración de Hunosa. Su voluntad era decisiva no solo en el nombramiento de presidentes del Principado, consejeros, alcaldes, concejales y parlamentarios, forzados luego a seguir sus instrucciones, sino también en el de los presidentes de Hunosa o de la Caja de Ahorros de Asturias. La victoria de Zapatero sobre Bono en la disputa por la secretaría general del PSOE fue posible gracias a un rentable quiebro de última hora realizado por Fernández Villa y otros delegados asturianos de su confianza. El dominio del aparato sindical y el político extendieron su influencia a numerosos organismos e instituciones públicas. Bajo su imperio, Asturies vivió durante décadas en un régimen de dictadura del proletariado, democrático en las formas pero autocrático en el fondo.

Todo político celoso de su carrera hubo de pagar, como en los viejos tiempos, el peaje de expresar en voz alta su cariño y admiración por Fernández Villa, devenido a la sazón una figura «entrañable», e innumerables reconocimientos y medallas cayeron sobre su persona al tiempo que espacios y equipamientos públicos fueron bautizados con su nombre. Los actos de homenaje a Manuel Llaneza, celebrados anualmente en el cementerio de Mieres, o las fiestas de final del verano organizadas también por el SOMA en Rodiezmo (Villamanín), resultaban de obligada asistencia y una ocasión para mostrar el agradecimiento debido al «Jefe». En la tribuna de oradores, erigida en una pradera del pueblo leonés, ante un auditorio con pañuelos rojos al cuello, seña de identidad y dogal, la estrella invitada era siempre Alfonso Guerra, que no perdió ocasión, en la última convocatoria, de cargar contra la amnistía fiscal acordada por el Gobierno, sin que a su compañero de atril se le torciera el bigote.

Consciente de que su poder se basaba en la continuidad de las explotaciones mineras, se resistió a la clausura de pozos y, cuando burlar ese destino se hizo imposible y las mayorías absolutas del PSOE llegaban a su fin, fraguó un turbio pacto, cuya ambición transcendía al cálculo político o sindical, con dirigentes del PP como Francisco Álvarez Cascos o el alcalde de Uviéu, Gabino de Lorenzo, a quien colocó para gestionar suelo a uno de sus asesores, Luis Gómez, el «Chino».

Sus grandes activos eran la capacidad para quitar y poner gente y un control de las protestas mineras, compartido con CC OO, que le hacía garante de la paz o del conflicto. Con ese capital y el apoyo del sector guerrista, neutralizó diversos intentos gubernamentales de programar el cierre de Hunosa, una empresa con 21.000 trabajadores que constituía el único sostén del empleo en unas populosas comarcas, víctimas de un poblamiento y un medio natural degradados por el carácter depredador de la actividad minera, y era causa, al mismo tiempo, de una sangría de recursos públicos insostenible ante las autoridades europeas. Si hasta 1991 la política industrial mantuvo a regañadientes los puestos de trabajo a la espera de que la diversificación de la actividad empresarial compensara su futura pérdida, a partir de esa fecha el cierre de explotaciones se hizo prioritario.

 El paso del Rubicón fue dramatizado por Fernández Villa y los dirigentes del SOMA y CC OO mediante un encierro navideño en el pozo Barredo de Mieres. Sustanciosas prejubilaciones fueron vaciando de trabajadores los pozos hasta quedar reducida la plantilla de Hunosa a 1.700 mineros, en su mayoría emparentados con los cuadros de los sindicatos. Junto a esas ventajas económicas, fuente de ingresos para los hogares y de paz social, los nuevos planes de la minería incluían unos recursos para el desarrollo comarcal que, tras el Gobierno de Aznar, pasaron a llamarse Fondos Mineros e incrementaron notablemente su cuantía. Entre 1990 y 2012, la suma de lo gastado en los planes para el conjunto de la minería del carbón (prejubilaciones, subvenciones, ayudas para el desarrollo, etc.) rondó los 24.000 millones de euros, de los que 5.000 millones, gestionados por los Gobiernos central y autonómico, Ayuntamientos y sindicatos, fueron destinados, a partir de 1998, a los Fondos Mineros.

Con la faltriquera bien surtida de dietas, Fernández Villa supo erigirse en el nudo de un tejido de relaciones políticas y económicas, inmerso en un multimillonario magma de recursos públicos y privados, apto para el engorde de individuos sin escrúpulos. La capitalización bancaria de las prejubilaciones, los Fondos Mineros, las aportaciones empresariales a la actividad sindical, el trasiego de mordidas, las licencias municipales, la contratación de obras y servicios, los cupos de carbón nacional para quemar en las centrales térmicas, las subvenciones a la minería –aprovechadas por muchos empresarios para importar mineral extranjero y venderlo como propio–, las oscuras operaciones inmobiliarias del Montepío de la Minería –un fondo de ayuda social nutrido por las cuotas de sus mutualistas–, y un largo etcétera dieron a Fernández Villa y a sus más fieles socios ocasión de enriquecerse y, sin duda, algunos –«nun seas tontu»– lo hicieron.

De todos esos flujos de dinero, el de mayor resonancia pública es el relativo a los Fondos Mineros, consumido en infraestructuras y equipamientos, a menudo innecesarios, en cursos de formación y becas y en la creación de un exiguo y efímero tejido empresarial que ha dejado tras de sí un rosario de deudas, sin mejorar para nada el desolador panorama laboral de las comarcas mineras. El Instituto Oftalmológico Fernández Vega, propiedad de la crème de la crème de la burguesía profesional ovetense, fue financiado con cargo a sus partidas.

Pero la iniciativa que apiña un condensado de todas las irregularidades es la Residencia de Mayores La Minería, un geriátrico para trabajadores de la mina y familiares, situado en Felechosa (Aller), propiedad del Montepío de la Minería Asturiana, cuyas obras por importe de 31 millones de euros, licitadas sin intervención pública, se asignaron a un empresario falto de experiencia en ese tipo de trabajos, cuya oferta era la más cara, pero que disfrutaba de la amistad de quien detentaba su presidencia, José Antonio Postigo. Uno y otro, curiosamente, son dueños de chalets vecinos en una urbanización de Mayorga (Valladolid). La dirección del geriátrico, con un contrato blindado por una indemnización de 80.000 euros, recayó en un hijo de Fernández Villa, una hija de Postigo disfrutó de otro copioso blindaje en su empleo como administrativa, y la novia y un primo del presidente llevaban la gestión de sendos centros vacacionales del Montepío. Otros dirigentes de los sindicatos hicieron de esa entidad oficina de colocación para sus familias. Fue un asesor económico del Montepío quien aconsejó a Fernández Villa acogerse a la amnistía fiscal, y lo mismo hicieron Postigo y su hija.

Aunque las denuncias sobre comportamientos delictivos se estrellaron a menudo contra el frontón de la Justicia, que decidió archivarlas, dos estrechos colaboradores del líder sindical tuvieron que sentarse en el banquillo: Laudelino Campelo, en condición de recaudador de comisiones, y Víctor Zapico, exconsejero del Gobierno del Principado con el PCA y con el PSOE, convertido en apoderado de Minas La Camocha, una explotación del grupo Minero Siderúrgica de Ponferrada, propiedad de Victorino Alonso, un empresario leonés ducho en negocios sucios, cabeza visible de la llamada «trama minera». El primero fue absuelto, y el segundo espera sentencia. Ahora es Fernández Villa el investigado por la Fiscalía Anticorrupción y la Junta General del Principado tras el afloramiento de 1,4 millones de euros, que no se sabe si son una parte de un tesoro más amplio o una pequeña cantidad sustraída del chorro de dinero que circuló a su lado.

Como fichas de dominó, medallas, placas y monolitos en reconocimiento del prohombre que resultó un impostor desandan lo andado y van cayendo al suelo destrozados, arrancados con furia por un amante despechado, celoso de su honra.