Mireia Corell, Jara Majuelos, Diego Llusia, Francisco Vega
I+D ¿para qué?
Jóvenes investigadores hablan sobre la ciencia en España

 

Los tres textos de este informe tienen su origen en una de las sesiones celebradas en Jovencuentro 2012, a principios de noviembre del año pasado, que respondía al título “Diálogo entre jóvenes investigadores: I+D ¿para qué?”. La charla, presentada por Mireia Corell (ingeniera agrícola), contó con las intervenciones de los biólogos Jara Majuelos (Instituto de Parasitología y Biomedicina López-Neyra, CSIC-Granada), Diego Llusia (Museo Nacional de Ciencias Naturales, CSIC-Madrid) y Francisco M. Vega (Instituto de Biomedicina, CSIC-Sevilla), en las que han tomado pie para elaborar, de forma colectiva, las siguientes reflexiones.

1.
I+D en España. Antecedentes y situación actual

En 1900, la situación de la ciencia en España era bastante precaria en relación con los países desarrollados. En este contexto, fue fundamental la formación, en 1907, de la Junta de Ampliación de Estudios (JAE), institución en la que Santiago Ramón y Cajal (además de ser el primer premio Nobel de Medicina de nuestro país) tuvo un papel muy importante, ya que fue su presidente desde su fundación hasta su muerte en 1934.

Con la fundación de la JAE empieza la Edad de Plata de la ciencia española. Esta institución tuvo dos ámbitos de actuación: por una parte, impulsó becas para estancias en el extranjero de profesores y jóvenes científicos. Por otra, creó diferentes institutos de investigación en España. Los de letras se agrupaban dentro del Centro de Estudios Históricos (CEH). Los de ciencias, en el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales.

Sin embargo, el comienzo de la Guerra Civil supuso el fin de la JAE, considerada sospechosa por el espíritu liberal que se le presuponía. De hecho, muchos de sus miembros (catedráticos, científicos) fueron hombres clave para la República. Por ejemplo, Negrín fue director del Laboratorio de Fisiología, y bajo su dirección comenzó sus trabajos Severo Ochoa. Muchos miembros de la JAE fueron detenidos y acabaron en el exilio.

Tras la guerra, los institutos que dependían de la JAE, o bien se eliminaron, o bien sus competencias se traspasaron al Instituto de España o a las universidades. Así, el franquismo eliminó la JAE  y creó, en 1939, el CSIC (Centro Superior de Investigaciones Científicas), que le sustituiría como máxima institución científica del país. Éste nació con unos principios basados, cito palabras textuales, en «la restauración de la clásica y cristiana unidad de las ciencias destruida en el siglo XVIII».

Durante el franquismo se pueden distinguir dos periodos en la política científica española:

El primer periodo, desde 1939 hasta 1959, está marcado por la autarquía. Tras la guerra, se habían destruido multitud de infraestructuras y, además, el aislamiento tecnológico al que España estaba sometida impedía la llegada de ayudas. Esta situación comienza a cambiar a partir de 1953, año en que se produce una cierta apertura del régimen.

El segundo periodo, desde 1959 hasta 1975, está marcado por la dependencia exterior. En 1964, el gasto en I+D representaba sólo el 0,19% del PIB. A partir de aquí se crea el Fondo Nacional para la Creación Científica, y el porcentaje del PIB destinado a I+D sube ligeramente hasta representar el 0,3% del PIB en 1975.

Con la transición política se olvidan los tímidos esfuerzos realizados con anterioridad a 1975. No será hasta el Gobierno del PSOE, a partir de 1982, cuando la I+D vuelve a registrar un nuevo empuje. Aumenta el número de becas pre y post doctorales y se crean, en 1986, la primera Ley de la Ciencia y el primer Plan Nacional de I+D (principal fuente de financiación de los grupos de investigación aun en la actualidad).

En este repunte de la ciencia en España a partir de la etapa socialista no sólo tuvo responsabilidad el Estado, sino también las autonomías (responsables de la creación de becas, centros de investigación y planes de financiación autonómicos) y la entrada en Europa, que contribuyó a la financiación de la I+D, especialmente en el ámbito aeroespacial.
A partir de 1993 la crisis hace que en ese periodo los niveles de I+D caigan ligeramente. En 1996, con el fin de la etapa socialista, aunque lejos de los niveles europeos, España había consolidado una estructura pública científica articulada en torno a CSIC, Universidad y centros públicos. No obstante, el sector empresarial español seguía siendo débil en I+D.

Con la llegada del PP al poder, en 1996, sigue la reducción del gasto en I+D que ya había comenzado con la crisis del  93. En el año 2000, aún no alcanzábamos el 1% del PIB.

La década de 2000 a 2009

Si el primer tercio del siglo XX fue la Edad de Plata de la ciencia española, la década del 2000 al 2010 fue muy probablemente la Edad del Oro, pues a partir del año 2000, afortunadamente, la situación volvió a cambiar.

De la observación del esfuerzo en I+D en los 11 países más industrializados, es decir, el gasto total en I+D en porcentaje del PIB, durante los años 2000, 2007, 2008 y 2009, se desprende que España se sitúa en el antepenúltimo lugar, solo por delante de Italia y Polonia, y por debajo de la media de la OCDE y la UE-27. En nuestro país, la inversión pública en I+D ascendió al 0,91% del PIB en 2000, frente al  1,74% en la UE; al 1,27% en 2007 (el 1,77% en la UE); el 1,35% en 2008 (1,84% en la UE),  y al 1,38% en 2009 (1,92% en la UE) [ver gráfico 1].

Por tanto, desde el año 2000 al 2009, el porcentaje del PIB destinado a I+D subió desde el 0,91 hasta el 1,38. Aun siendo estos porcentajes inferiores a los de la media de la UE-27, y más aún a los de la OCDE, este dato se puede considerar positivo.

En términos absolutos, este aumento del porcentaje del PIB destinado a I+D se traduce en que mientras en 2000 se asignaron 5.700 millones de euros a  este capítulo, en 2010 fueron 14.600 millones.

La estadística más reciente del INE sobre Actividades en I+D pone de manifiesto que en 2010 la Administración pública financió el 50,6% de las actividades de I+D frente al 43% del sector privado. Los fondos procedentes del extranjero (5,7%) y de las instituciones privadas sin fines de lucro (0,7%) componen las otras fuentes de financiación del gasto en I+D, cuyo total para 2010 se sitúa en 14.588 millones de euros, lo que representa el 1,39% del PIB.

En cuanto a productividad, se pueden emplear dos parámetros para medir la productividad de la ciencia española: el impacto de las publicaciones y las patentes.

La cantidad de producción científica de un país se mide por el número de publicaciones que genera. No obstante, este valor no es el único importante. También se da mucho valor a la calidad o impacto de las publicaciones, es decir, al número de veces que cada publicación se cita en otras publicaciones. De los 25 países desarrollados, España ocupa el puesto 16 en número de citas entre 2006 y 2010. El impacto de la producción científica se considera un indicativo de su calidad.

La medida de la calidad de la investigación por el número de publicaciones que genera y por el número de citas que éstas tienen presenta límites. Por ejemplo, hay investigaciones que por sus características se desarrollan de manera mucho más lenta que otras y, por tanto, en el corto plazo, van a generar muchas menos publicaciones. También puede ocurrir que otras investigaciones tengan un impacto mayor a largo plazo que a corto y, por tanto, de primeras tengan muchas menos citaciones en otras publicaciones.

Por otra parte, las patentes obtenidas por España son un medidor de la repercusión económica que la investigación en I+D de un país puede generar. En España representaban en 2009 el 0,47% del total mundial. Pese al aumento sufrido desde el año 2000, este dato aún permanece por debajo de la media europea, pero está más por debajo todavía del peso que la economía española tiene en el mundo.

Las patentes consideradas de mayor valor comercial y de mayor significación a efectos de innovación son las patentes denominadas «triádicas», que tienen efectos conjuntos en las oficinas de patentes de la UE, Japón y EE UU. Si se ponderan las patentes triádicas obtenidas en función de la población del país respectivo, puede verse que en 2009 España ocupa la posición 28, con 5,1 patentes por millón de habitantes; de nuevo muy alejada de la media de la Unión Europea (27,9).

En resumen, parece que el crecimiento en la primera década del 2000 ha sido exponencial. En contraposición, la situación actual indica que este crecimiento se detendrá. En consecuencia, con un ajuste en el presupuesto, ahora toca decidir qué es lo que queremos priorizar.

Del 2009 en adelante: el contexto de la crisis

Según los Presupuestos Generales del Estado de 2012, el recorte que ha sufrido la I+D es de más del 25% con respecto a 2011.

En el actual ciclo de crisis, España ha pasado de invertir 9.662 millones de euros en I+D en 2009, a 6.398 millones, a fecha de junio de 2012, es decir, un 25,52% menos y un recorte acumulado del 33,78%. Mientras que las medidas en este ciclo de algunos países de la UE han consistido en incrementar la dotación para I+D en el último año, 2012. Así, la Comisión Europea ha invertido 25.000 millones durante el año anterior; Francia, 33.000 millones, y Alemania invertirá un 5% más entre 2012 y 2015 (ver gráfico 2). 

En este sentido es muy importante entender lo que son subvenciones y lo que son créditos. Las subvenciones consisten en ayudas directas, mientras que los créditos se conceden a organismos públicos o empresas que disponen de fuentes de ingresos para devolverlos en el futuro.

            Existe otra notable diferencia práctica entre subvenciones y créditos: mientras las primeras se ejecutan casi en su totalidad, gran parte del dinero presupuestado para créditos nunca se gasta y se devuelve al Tesoro.

Es muy importante entender esta diferencia, para comprender algunos de los ajustes que se están haciendo con la crisis. Por ejemplo, en los Presupuestos para 2013 se anuncia que el PIB destinado a I+D se va a mantener respecto a 2012. Sin embargo, no se explica que el porcentaje de créditos sube respecto al de subvenciones, por lo que en la práctica se da “vía libre” para que ese dinero vuelva al Tesoro a finales de año (ver gráfico 3).

Así, cuando vemos el mismo gráfico que anteriormente, pero teniendo en cuenta únicamente las subvenciones, observamos que existe el problema de que la caída de presupuesto que estamos sufriendo no es sólo de créditos, lo cual sería menos conflictivo puesto que la financiación de obligado cumplimiento se mantendría; en lugar de eso, las subvenciones están sufriendo también profundos recortes.

Al final, esto deriva en  que el gasto real en I+D es mucho menor que el estipulado. Y además, la diferencia entre ambos tiende a ser cada vez mayor (ver gráfico 4).

Otra manera de ver más en concreto la evolución de los recursos puestos en marcha es fijándonos en los fondos para la formación y la contratación de investigadores. Se ha producido una reducción presupuestaria para los programas de Formación Predoctoral, FPU (Formación del Profesorado Universitario), FPI (Formación del Personal Investigador) [1] y el Programa José Castillejo para jóvenes doctores (2) [ver gráfico 5].

Pero si analizamos la situación de los científicos titulares, la cosa es aún peor. La contratación desde 2009 es prácticamente inexistente, lo que está llevando a un panorama en el que los jóvenes doctores con una dilatada experiencia posdoctoral no encuentran camino para abrirse un hueco estable en la ciencia española. Finalmente, esto deriva en que “la ciencia española se hace vieja” (ver gráfico 6). 

Pese a todas estas malas noticias, no conviene quedarnos con  sensación de que estamos ante un camino sin salida. Al contrario, creemos que puede, y debe, haber luz al final del túnel.

(1) Los programas FPU y FPI están dirigidos a financiar durante cuatro años la elaboración de tesis doctorales.
(2) Estancias de movilidad en el extranjero para jóvenes doctores.

Fuentes:otec.es/index.php/publicaciones/show/id/2273/titulo/informe

http://www.ucm.es/info/hcontemp/leoc/ciencia%20siglo%20XX.htm
http://www.cosce.org/pdf/Informe_COSCE_Analisis_PGE2012.pdf
http://www.cotec.es/index.php/publicaciones/show/id/2273/titulo/informe-cotec-2012--tecnologia-e-innovacion-en-espana
http://www.principiamarsupia.com/
http://elpais.com/
http://www.investigaciondigna.es/

La inversión pública y privada en I+D

a) Reparto del gasto I+D por sectores público y privado. En porcentaje, en España el sector público está sobrerrepresentado. No obstante, esto no se debe a que haya una gran inversión pública en I+D en España, como ya hemos visto, sino a que la inversión que hace el sector privado es muy pequeña en comparación con otros países. En España el gasto en I+D del sector público se sitúa por encima de la media  de la UE-27 y mucho más por encima del de los países de la OCDE.

b) El sector privado. Un dato que llama la atención es que las pymes hacen una inversión bastante alta en I+D en comparación con las grandes empresas, salvo en el sector farmacéutico, en el de la construcción aeronáutica y en el de vehículos de motor, donde las grandes empresas van claramente en cabeza.

c) El sector público. El gasto en I+D ejecutado por el sector público se refiere al que realizan los OPI (organismos públicos de investigación), universidades e instituciones privadas sin fines de lucro. Parece que la tendencia en todos los países es al aumento del gasto del sector público en I+D. Además, cada vez hay un porcentaje mayor de sector privado que financia su I+D a través de subvenciones públicas.

Así, vemos que cada vez el sector público invierte más en I+D y la Administración pública financia más la I+D que emprende el sector privado.

2.
Algunas carencias y debates de la política científica

Como se reflejaba en el apartado anterior, la ciencia en España ha avanzado de manera muy notable durante las últimas décadas. Tras mucho esfuerzo e inversión, la comunidad científica en nuestro país es ahora más amplia y capaz, e incluso un referente mundial en algunas áreas de investigación. Los datos asociados a la evolución del sistema nacional de I+D (número de investigadores, calidad y cantidad de trabajos publicados, número de centros de investigación, etc.) atestiguan esta clara mejoría, que ha situado a España próxima al conjunto de países más avanzados en ciencia e innovación.

Sin embargo, el sistema de I+D presenta todavía un amplio catálogo de carencias que entorpecen su consolidación, y que dificultan que se pueda hacer más y mejor ciencia en nuestro país. Estos problemas, que podríamos calificar en su mayoría de estructurales, no han sido resueltos durante las épocas de bonanza económica, y se ven ahora agravados por las políticas de austeridad y recortes en I+D. Cabe pues el riesgo de que dicho avance se ralentice en los próximos años, e incluso que se revierta la situación y se dé un retroceso generalizado con respecto a etapas anteriores o al panorama internacional.

Buena parte de estas carencias estructurales están relacionadas con la falta de una política científica dotada de más recursos económicos, una política que pueda apostar más decididamente por la I+D. Aun así, no se trata solo de un problema de inversión, si no que se dan también carencias asociadas con múltiples factores, de más compleja solución, como las distintas concepciones de la I+D, problemas de gestión, reticencias a aplicar cambios en modelos tradicionales o la relación entre los distintos actores que intervienen en el sector.

A continuación abordaremos algunos de estos problemas, centrándonos fundamentalmente en las carencias del sistema público de I+D, que en España es el que constituye la mayor parte del sector científico e innovador.

La carrera investigadora en España: recursos humanos

Una primera cuestión que conviene tratar es el modelo de carrera profesional y la política de formación e inversión en recursos humanos. Hasta los años 70 y 80 del siglo XX, una parte importante de la comunidad científica española provenía de sectores sociales que disponían de recursos propios con los que financiar su dedicación a la ciencia. Las posteriores mejoras en el acceso universitario y la inversión en I+D, así como los programas públicos de formación y apoyo a la investigación (FPI, FPU, etc.), abrieron las puertas de la carrera investigadora a un número creciente de estudiantes, que han ido ampliando en estos años las plantillas de universidades y centros de investigación. Sin embargo, el modelo de carrera profesional, tal como está configurado, y la todavía escasa dotación con que cuenta la política de recursos humanos, representan, a nuestro juicio, uno de los principales escollos para el avance de la ciencia en España.

            En nuestro país, la carrera profesional del científico y profesor universitario se sustenta principalmente en el modelo funcionarial, que es extremadamente rígido y dificulta sobremanera la contratación y consolidación de investigadores dentro del sistema nacional de I+D. Una vez superadas las distintas etapas de la carrera investigadora, la única vía de permanencia en la actividad profesional pasa por tener acceso a la función pública, como funcionario de carrera. Como en otros sectores, este acceso está en general muy limitado y fuertemente condicionado por los recursos públicos y la apuesta política por la I+D, además de ser de muy lenta tramitación, una situación que se agrava especialmente en los periodos de crisis como el actual.

Así, el modelo funcionarial de la carrera científica trae consigo un “envejecimiento” de las plantillas titulares de universidades y centros de investigación, es decir, su no renovación con gente joven, principalmente durante los periodos de contracción económica (1), y una notable pérdida de capital humano y material. La mayor parte de los jóvenes investigadores, formados durante años en España, no encuentra acomodo en el sistema nacional de I+D, con lo que han de optar entre el abandono de la profesión en busca de otras alternativas laborales o el traslado a otros países para continuar su actividad científica en otros sistemas de I+D. Además, los fondos internacionales que estos jóvenes investigadores atraen con sus proyectos (2), con cuantías importantes, son derivados a otros países.

Esta exclusión de investigadores del sistema científico español, por abandono o migración (a veces llamada “fuga de cerebros”), del que se tienen pocos datos, se inicia en fases muy tempranas de la carrera científica. El reparto de la inversión en recursos humanos sigue un diseño piramidal (3), de tal manera que se abren las puertas de la carrera profesional (fase predoctoral) a un número mucho mayor de personas de las que posteriormente pueden continuar en el sistema de investigación (fases posdoctorales). De esta manera, la escasez de inversión en las fases posdoctorales representa un techo, un cuello de botella, que lastra la incorporación de jóvenes investigadores a universidades y centros de investigación, quedándose fuera del sistema de I+D, al no poder acceder a las fases siguientes.

Este diseño piramidal, que actúa a modo de embudo, puede lógicamente ser explicado como un mecanismo para nutrir de personal laboral a los grupos de investigación ya formados, ayudando así a impulsar la actividad de los científicos titulares, o como un mecanismo de selección del personal más cualificado de las fases iniciales. Sin embargo, presenta también un grave problema, que ya ha sido apuntado reiteradamente. La fuerte inversión pública en la formación de futuros investigadores es de esta manera desaprovechada al no dar oportunidades para su inserción en el sistema nacional de I+D, lo que supone un claro obstáculo para el avance de la ciencia en nuestro país, y una ventaja para otros países de nuestro entorno receptores de una parte de esos jóvenes investigadores. El modelo profesional y la inversión en recursos humanos han de ser, por tanto, revisados en el futuro, si se quiere hacer una apuesta más decidida por la I+D en España.

Inversión en recursos de investigación

Pero, además de investigadores, técnicos o gestores, para hacer ciencia se necesitan buenos centros de investigación dotados de recursos con los que llevar a cabo los proyectos científicos. Las políticas actuales de ajuste y austeridad económica están poniendo en jaque todo el engranaje que mueve la maquinaria científica y de innovación tecnológica.

Un ejemplo paradigmático de ello es la situación actual del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), la institución pública dedicada a la investigación más grande del país, que en los últimos cuatro años ha sufrido un recorte presupuestario acumulado del 30%. La deuda económica con la que esta institución ha iniciado 2013 asciende a 150 millones de euros (4), lo que amenaza su normal funcionamiento y la contratación del personal laboral.            A su vez, la falta de coordinación entre comunidades autónomas en la planificación, gestión y asignación de recursos para centros de investigación ha agravado los efectos de estos recortes presupuestarios, como se ha puesto claramente de manifiesto en el caso del centro de investigación Príncipe Felipe (CIPF) de la Comunidad Valenciana. EL CIPF pasó a inaugurarse a bombo y platillo en 2005 como uno de los centros biomédicos más importantes del país, a ver cómo seis años después se cerraban 14 líneas de investigación y se dejaba sin puesto de trabajo a 114 investigadores, más de la mitad de su plantilla (5).

Además de lo citado anteriormente, existen otros problemas muy diversos, sobre los que sería necesario un análisis crítico más pausado, como la escasa transparencia de los procesos de adjudicación de proyectos y contratos o la pobre cultura innovadora del sector industrial. No da este espacio para entrar en todo ello, pero sí al menos para detenernos brevemente en un elemento que a nuestro juicio tiene mucho interés: la relación entre la ciencia y la sociedad.

Comunicación entre ciencia y sociedad

Un reto fundamental del sistema de I+D en España, en el que todavía hay mucho que avanzar, es el de fortalecer la comunicación entre la ciencia y la sociedad, entre científicos y no científicos. Impulsar la divulgación de la ciencia es un elemento esencial para cultivar en la sociedad una mayor cultura científica, de manera que la ciencia no se convierta en un mundo de expertos, para expertos. Como defendía recientemente Ramón Núñez, director del Museo Nacional de Ciencia y Tecnología de España (MUNCYT), «no es solo saber y sentir que la ciencia es cultura, sino que es imprescindible para una auténtica cultura, y más que nunca en el mundo de hoy» (6).

Durante el pasado siglo, en nuestro país la transmisión de conocimiento científico o la participación social en la ciencia no ha formado parte de las prioridades de la política científica ni de la agenda de la propia comunidad académica e investigadora, salvo en contadas excepciones. La creación de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología (FECYT), en 2001, ha supuesto un punto de inflexión en la apuesta pública por la divulgación científica. Gracias en parte al papel de esta institución, la percepción de la comunidad científica sobre esta tarea ha ido lentamente cambiando y se han puesto en marcha iniciativas muy interesantes, como la Encuesta bienal sobre la percepción social de la ciencia y la tecnología o la celebración de actividades y encuentros anuales con científicos en la Semana de la Ciencia.

En 2007, esta apuesta por ofrecer una agenda cultural amplia vinculada a la ciencia y la innovación alcanzó su cénit con el Año de la Ciencia, un importante hito para el impulso de la divulgación científica. En los próximos años, otro papel importante en este cambio lo puede desempeñar la nueva Ley de Ciencia, según sostiene Miguel Ángel Quintanilla, director del Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología (ECYT): «La culminación de este proceso se produce con la incorporación del artículo 38 en la nueva Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (11/05/2011), dedicado a definir los objetivos y principios de la política de difusión de la cultura científica. Por primera vez se establece, con rango de ley, la obligación de las Administraciones públicas de velar por la difusión de la cultura científica y de reconocer el valor de las actividades de divulgación por parte de los agentes del sistema de I+D. Se hace mención a los museos de ciencia como entidades especializadas, se establece la obligatoriedad de proteger el patrimonio científico y tecnológico y se incluye la cultura científica, tecnológica y de innovación como eje transversal en todo el sistema educativo».

Como apunta el propio Quintanilla, y corroboran algunos datos (7), parece haber en nuestro país «un público para la ciencia». Su fomento y consolidación, impulsando una cultura científica lo más amplia y madura posible, puede contribuir probablemente a sentar las bases de una sociedad más crítica y con un compromiso mayor hacia la I+D. Si bien, para ello, cabe plantearse en el futuro algunas cuestiones, como, por ejemplo: a) ¿Quiénes deben ser los actores principales en la tarea de la difusión de la cultura científica, investigadores o profesionales de la divulgación?; b) ¿Cómo articular mecanismos permanentes para fomentar la comunicación entre la ciencia y la sociedad?; o c) ¿Cómo hacer para que esta comunicación sea de doble dirección?

Dado que la mayor parte de la investigación en España está financiada con dinero público, los científicos tenemos la responsabilidad de hacer un mayor esfuerzo en contar a la sociedad nuestros descubrimientos y hacerla partícipe de ellos, de lo que estamos haciendo y cómo lo estamos haciendo, o de nuestros fracasos. Sin embargo, todavía sigue estando muy poco valorado en el ámbito científico los esfuerzos dedicados a la divulgación de la ciencia. Entre los baremos de los concursos competitivos (8), la divulgación científica es un elemento casi inexistente.

Qué duda cabe que la divulgación científica requiere de perfil profesional específico, con habilidades y herramientas propias para esta actividad. Con tal motivo, se han puesto en marcha másteres y cursos para recibir formación reglada como periodista o comunicador científico en algunas universidades (9), lo que supone un avance significativo en la promoción de la cultura científica (10).

Justificando los recortes en I+D: la eficiencia y la excedencia

Como otras autoridades políticas, los responsables de distintas instancias del sistema nacional de I+D han tratado de reducir el rechazo a las políticas de austeridad, echando mano de un repertorio argumental con el que defender las bondades de los recortes presupuestarios en investigación. Este repertorio se nutre, entre otros, de dos términos o conceptos sobre los que conviene detenerse: la “eficiencia” y la “excelencia”. El primero de ellos viene siendo utilizado habitualmente en el debate sobre los recortes aplicados a multitud de sectores productivos, mientras que el segundo está especialmente presente en el ámbito educativo y científico.

Emilio Lora-Tamayo, actual presidente del CSIC, se dirigía por carta a todo el personal de la institución en abril de 2012, a raíz de la aprobación de los Presupuestos Generales del nuevo Gobierno del PP. En esta carta, Lora-Tamayo trataba de hacer un ejercicio de realismo, explicando la penosa situación financiera del CSIC tras dichos Presupuestos, y alentaba a todos los empleados a hacer esfuerzos de ahorro y contención del gasto. La carta terminaba con un buen ejemplo del uso argumental del término “eficiencia” en estos tiempos de crisis: «Quiero exigirme y pediros que afrontemos las dificultades económicas actuales como un reto, cuya superación va a permitir que nuestra institución salga fortalecida al optimizar la eficiencia con que invierte sus recursos. […] Estoy seguro de que el resultado final será un CSIC mejor, más eficiente, más competitivo y con unas estructuras más ágiles para cumplir la función que nuestro país le tiene encomendada».

No discutiremos aquí si las políticas de austeridad aplicadas en este sector, como en tantos otros, se han traducido directamente en una mejora de la eficiencia en la gestión de sus recursos, lo que estaría aún por ver. Y tampoco discutiremos el valor de la eficiencia en sí mismo. A priori, cabe pensar que ser eficientes es, por sí mismo, algo positivo. Sin embargo, sí conviene recordar la diferencia entre eficiencia y eficacia, dos términos que pueden resultar parecidos, pero que tienen significados bien distintos.           

La eficiencia equivale al buen uso y gestión de los recursos, mientras que la eficacia remite a la consecución de objetivos. Por tanto, no sirve de mucho ser eficientes, es decir, hacer un mejor uso de los recursos, si a la vez no somos eficaces, es decir, si no conseguimos cumplir los objetivos que nos marcamos. Con la drástica caída en la asignación presupuestaria para investigación aplicada estos años parece difícil conseguir ser eficaces, por mucho que seamos eficientes. Un símil sencillo puede ser ilustrativo: quizás parezca un gran logro si en la construcción de una carretera empleamos la mitad de los recursos asignados, pero de poco sirve si con ello la carretera se queda sin terminar, a mitad de camino de su destino. No tendremos entonces motivos para estar satisfechos y, desde luego, no tenemos una carretera mejor.

Si los recortes presupuestarios en I+D, no permiten consolidar la ciencia en España, si se siguen quedando investigadores fuera del sistema nacional de I+D o si no se da transferencia de conocimiento a la sociedad, nos quedará el consuelo de utilizar los recursos eficientemente, pero no cabe aplaudirse por ello, cuando no somos capaces de cumplir nuestros objetivos, esos objetivos que nos ha encomendado la sociedad. Y por supuesto, no tendremos un CSIC mejor.

Solo cuando la falta de eficacia está motivada por la falta de la eficiencia, cuando ambos elementos están estrechamente vinculados, es cuando cabe la defensa de la eficiencia como un camino hacia la consecución de objetivos. Desgraciadamente, los males del sistema nacional de I+D van mucho más allá de un problema de adecuada gestión de los recursos, sino más bien de un alarmante falta de ellos.

La “excelencia”

Otro ejemplo clarificador de los argumentos usados para justificar las políticas de  austeridad en I+D lo ofrecía Carmen Vela, secretaria de Estado de Investigación, Desarrollo e Innovación, en un artículo publicado el pasado mes de junio en la prestigiosa revista Nature (11). En dicho artículo, Vela salía al paso de las críticas sobre los recortes en ciencia e investigación (que incluso habían llegado a publicarse meses antes en esa misma revista científica), al tiempo que hacía toda una declaración de intenciones sobre su futura política científica, apoyándose en una idea-fuerza: «la búsqueda de la excelencia».

«En la parte del presupuesto –escribía Carmen Vela– destinado principalmente a becas y subsidios, que son indispensables para investigar, se ha producido una reducción del 475 millones de euros: un descenso del 22,5%. Esto se suma a los recortes en años anteriores, de tal manera que no se puede negar que nos enfrentamos a una situación muy exigente. Sabemos lo que tenemos que hacer. Mi departamento debe priorizar y esforzarse por la excelencia. […] Para fortalecer el sistema de investigación en nuestro país debemos adelgazarlo, pero lo importante es recortar en cantidad, no en calidad. […] Necesitamos cambiar el número de investigadores, manteniendo y mejorando la calidad de los contratos, mientras reducimos la cantidad. Tendríamos que hacerlo así de todos modos: el sistema español de I+D no es tan grande como para justificar que se pague a tantos investigadores como actualmente se hace. […] La excelencia implica tener una actitud basada en el esfuerzo y en el trabajo, no solo en la crítica. No es suficiente con centrarse en el presente, sin planificar para el futuro. Mi trabajo y el de mi equipo es alcanzar la excelencia en la inversión utilizando los recursos disponibles».

Carmen Vela y su equipo anunciaban en este artículo lo que se ha puesto en marcha a lo largo de 2012: una drástica disminución del 43% respecto a 2011 en los recursos dirigidos a la contratación de jóvenes investigadores y a su consolidación en el sistema de I+D (12). Vela justifica esta reducción bajo el lema de la búsqueda de la excelencia. La idea es sencilla: al disminuir los recursos disponibles, conviene redirigirlos solo a los «mejores investigadores», dejando fuera al resto. Bajo este argumento, se sostiene que estaremos fortaleciendo nuestro sistema de investigación y avanzando hacia la excelencia. Así entendida, la búsqueda de la excelencia no parece solo un argumento justificativo de los recortes en investigación, sino además un planteamiento conceptual o ideológico de cómo se deben gestionar y priorizar los recursos destinados a personal.

Cabe preguntarse si es éste el camino hacia la pretendida excelencia, o un camino que nos lleva más bien hacia otro lado. Como argumentaba acertadamente la investigadora catalana Ester Artells, en respuesta a la carta de Carmen Vela, «si se debilita la fortaleza de los grupos de investigación, reduciendo sus recursos, humanos y materiales, ¿cómo van a poder hacer esa ciencia excelente y competitiva a nivel europeo? Sin recursos no se puede investigar, sin recursos no se pueden producir excelentes científicos» (13).

Si queremos tener un sistema más competitivo internacionalmente, más consolidado y más excelente, el camino a seguir debe pasar primero por equiparar la inversión en I+D a la media europea. No es casualidad, por ejemplo, que aproximadamente 99 de las 100 mejores universidades en las listas internacionales se encuentren en países que destinan una inversión en I+D superior al 2,3% del PIB (14). En España, esa inversión está situada en el 1,3% y bajando. Pero, además, entre otras cosas, se necesitaría recuperar la inversión en capital humano realizada en jóvenes investigadores, que acaban en su mayoría integrados en sistemas de investigación de otros países. ¿Es sensato pensar, como argumenta Carmen Vela, que tenemos demasiados científicos en España? Los datos, en comparación con los países de nuestro entorno, sugieren lo contrario. El porcentaje de investigadores sobre la población activa es del 12,7‰ en Alemania, del 10,4‰ en la Unión Europea y del 9,6‰ en España (15).

Este criterio de la excelencia tiene además el peligro de dejar fuera de la inversión científica a líneas de investigación completas, que no se califican de innovadoras o de excelentes. Y por tanto, debemos preguntarnos cómo se delimita la frontera entre lo “excelente” y lo que no lo es; así como si tiene valor sólo aquello que está dentro de esa supuesta “excelencia”. El reputado científico Jesús Ávila echaba mano recientemente del conocido símil de la ciencia como un árbol para ilustrar este problema: «¿Cómo nos quedaría el árbol de la ciencia si podamos todas aquellas ramas que no son excelentes?» (16).

Por otro lado, esta concepción esconde a menudo una visión exageradamente positivista del efecto de la competencia por los recursos. No se puede negar que la competencia es uno de los motores del avance científico. Y uno de los mecanismos que fomenta la competencia es la asignación selectiva, mediante méritos curriculares, de los fondos y vacantes para la investigación. Sin embargo, ya existen multitud de mecanismos de selección que fomentan en los investigadores, especialmente en las fases previas a la adquisición de una plaza de científico o profesor titular, un intento constante por mejorar su rendimiento y producción científica. Su mera supervivencia en el sector depende de ello.

No parece claro que aumentar la presión de selección en estas etapas vaya a redundar en una mejora sustancial de la calidad investigadora. Si bien, siempre hay voces defensoras del “cuanto más mejor”. Por el contrario, hay una notable carencia de sistemas de evaluación en fases posteriores de la carrera investigadora, donde el sistema funcionarial, tal como está diseñado actualmente, favorece el estancamiento y la dejación de funciones entre los científicos y profesores titulares.

Se podría, pues, discutir la conveniencia de una política científica que apueste exclusivamente por la búsqueda de la excelencia, pero lo que parece claro es que el camino emprendido por la actual política científica no nos conduce hacia ella.

3.
I+D ¿para qué?

Las movilizaciones y artículos de opinión recientes pidiendo más inversión en I+D provienen en su mayoría de personas involucradas, más o menos directamente, en la actividad investigadora. Cabría pensar si, en tiempos de crisis económica y recortes en inversión pública severos como los que padecemos, la inversión en investigación es un lujo que no nos podemos permitir y debe ocupar poco menos que las últimas posiciones en la lista de intereses de gobernantes y sociedad en general. Si así fuera, estas peticiones serían, por más que justas, poco más que otra reivindicación sectorial. Sin embargo, la ciudadanía en su conjunto parece valorar lo que significa la I+D para el futuro bienestar de la sociedad y le atribuye cierta importancia.

Existen diversas encuestas de opinión y barómetros que reflejan esta cuestión. Uno es el estudio específico sobre “Percepción social de la ciencia y la tecnología” que realiza al menos cada dos años la FECYT (Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología). En el del 2010 se puede observar cómo los actores y organismos que inspiran más confianza en la sociedad son los hospitales, universidades y OPI (Organismos Públicos de Investigación), muy por delante de sindicatos, partidos políticos o iglesias (ver gráfico 1). Este resultado y el de otras encuestas similares indican que la gente tiene una confianza alta, de manera general, en los científicos.

La población parece tener cierto interés por la ciencia. En particular, entre la gente joven encuestada, más de un 41% dice encontrarse muy o bastante interesado por la ciencia y la tecnología (37,3% algo interesado) [ver gráfico 2]. Incluso en el 35,5% de la población general que se encuentra poco o nada interesa por la ciencia y la tecnología, un porcentaje significativo (más del 28%) aduce como motivo que no la entiende. Y en este punto es donde se vuelve a reflejar la necesidad de un mayor esfuerzo comunicativo desde la comunidad científica hacia la sociedad.

Además, en esa encuesta del FECYT 2010, cuando se pregunta a las personas que se muestran poco o nada interesadas en temas relacionados con la ciencia y la tecnología el motivo de ello, la mayoría, además –el 31%–, contesta que no responde a su interés; un 11,2%, que nunca han pensado sobre ese tema, y un 11,1%, que no hay una razón específica para ello.

Este interés no parece ser afectado por épocas de recorte de gasto público. El 65% de los encuestados se muestra en contra de que se gastara menos en I+D incluso en épocas de recorte de gasto público en 2006 (ver tabla). Este porcentaje sube en 2010, cuando la actual crisis económica empieza a azotar, e incluso más de un 50% opina que se debería invertir más en I+D en este contexto. Por lo tanto, parece que la sociedad tiene cierto interés en la ciencia y ve positiva una inversión pública en I+D decidida, incluso en tiempos de crisis. Esto puede reflejar que se vea a la inversión en I+D como parte de la solución (ver tabla).

¿Qué investigar? Ciencia básica frente a ciencia aplicada

Sin embargo aún queda la cuestión de qué es lo que se debe investigar. ¿Existe una investigación percibida como más útil a la que se debería prestar más atención en épocas de contención del gasto? El debate ciencia básica frente a ciencia aplicada es muy antiguo, pero en épocas de crisis, en las que los recursos públicos pueden ser más escasos, se acentúa, puesto que parece que la única investigación que se debe fomentar o apoyar es la investigación aplicada, y con frecuencia entendida esta como la investigación cuyos resultados van a reportar un beneficio económico a corto o medio plazo.

Este debate está muy presente en el discurso oficial gubernamental actual, y los recortes que sufrimos se están produciendo especialmente en áreas como las ciencias sociales o ciencias naturales básicas. Pero también el debate está en la sociedad. Si bien es muy fácil convencer a alguien de los beneficios de la investigación que busca una cura a una enfermedad concreta, o que va a proporcionar una mejora tecnológica en los sistemas de producción inmediata, es más difícil defender la financiación, utilidad y validez de investigaciones con una aplicación más lejana, que busque el conocimiento del mundo que nos rodea o que no repercuta directamente en un beneficio económico o una mejora de los estándares de vida de la sociedad.

Creemos que la dicotomía ciencia básica/ciencia aplicada es errónea tal como se presenta normalmente. Si bien existe una investigación con vertientes de aplicación muy inmediata, no es cierto que la investigación que ahora denominamos básica no vaya a tener una aplicación futura, las más de las veces desconocida a priori, o reportar un beneficio a la sociedad. El mismo concepto de aplicabilidad es con frecuencia desvirtuado y o bien se refiere exclusivamente a una aplicación tecnológica, o a una actividad que sea susceptible de ser explotada económicamente.

La discusión no es trivial, pero creo que no está bien enfocada. En un país donde la mayoría de la investigación se realiza con dinero público, es de recibo preguntarnos si la sociedad tiene algo que decir sobre lo que se investiga y si los científicos tienen cierta responsabilidad en la dedicación de esos fondos. Cualquier doctorando se ha preguntado en algún momento si las investigaciones a las que dedica tanto tiempo sirven a algún propósito. Y cualquier doctorando que no haya caído antes en el desánimo descubre que la investigación científica en estado puro se nutre del afán por descubrir y entender, y que a veces les tocará a otros buscar las aplicaciones prácticas que se derivan de la investigación actual. Como dijo Santiago Ramón y Cajal, “cultivemos la ciencia por sí misma, sin considerar por el momento las aplicaciones. Estas llegan siempre, a veces tardan años, a veces siglos”.

Quizás no debamos ser tan estrictos en querer separar ciencia básica de ciencia aplicada, sino más bien tendríamos que hablar sobre si las preguntas que nos hacemos en nuestras investigaciones son las adecuadas y si realmente estamos buscando las respuestas de una forma adecuada. Si estamos haciendo buena ciencia. Y eso, independientemente de si el fin es aplicado a primera vista o no, nos va a llevar a soluciones.

¿Qué pierdes tú si se pierde la ciencia?

Existen multitud de ejemplos que ilustran lo que nosotros, como sociedad, nos perdemos si la ciencia y la investigación se paran. Con frecuencia damos por hecho las cosas que nos rodean en nuestra vida cotidiana (la electricidad, Internet, el agua corriente, el teléfono) sin detenernos a pensar toda la investigación, la dedicación, tiempo y esfuerzo que ha costado llegar a donde estamos. Tan solo queremos comentar algunos ejemplos que ayudan a ilustrar la importancia de la investigación científica para nuestras sociedades.

Primero queremos referirnos a un campo que es un ejemplo de área en la que la investigación se reconoce universalmente como valiosa. Es lo que ahora se ha dado en llamar Biomedicina, que no es otra cosa que el nuevo enfoque del estudio de la fisiología y la patología humanas que se incorpora a la biología molecular y celular. La aplicación inmediata de este campo, la salud humana, es clara y reconocida, y es una de las áreas de investigación que recibe más atención y que experimenta mayor crecimiento en el mundo, incluida España. Sin embargo, no es ajena a los recientes recortes en investigación.

A veces se pueden escuchar discursos, desde diversos ámbitos, del tipo “tanto dinero y tiempo invertido en la búsqueda de la cura para tal enfermedad y sin embargo la gente sigue padeciéndola”. Con frecuencia se dice esto, por ejemplo, de la investigación sobre el cáncer, ignorando que, desgraciadamente, esta es una enfermedad que no es posible erradicar, y también ignorando el gran avance que se ha dado en los últimos 40 años en cuanto a tasas de supervivencia de enfermos de cáncer, que está globalmente en torno al 50% pero que ha experimentado un crecimiento espectacular en algunos casos, como en el cáncer de próstata o testículo.

Estos avances en algo tan aplicado como la salud humana son fruto de multitud de investigaciones, denominadas en su momento básicas, que se han llevado a cabo de forma colaborativa en multitud de laboratorios. Por destacar dos fundamentales: el descubrimiento de la estructura del ADN en 1959 y los avances en métodos de detección e imagen diagnóstica, que beben de investigaciones en múltiples campos, entre ellos algunos tan dispares como la astrofísica.

Tan solo hay que echar un vistazo a la lista de premios Nobel de Medicina, la mayoría de ellos otorgados por investigaciones en biología fundamental, para darse cuenta de la delgada línea que separa la ciencia básica de la aplicada en este campo. Uno de esos premios Nobel reconocía, en una conversación en Alemania hace unos años, que la investigación científica actual se estaba viendo tan dominada por el cortoplacismo económico que si sus investigaciones, realizadas entre los años 70 y 80 del siglo pasado, tuvieran que ser llevadas a cabo ahora, no obtendrían financiación por los organismos encargados.

Otro ejemplo conocido de aplicación muy actual y con un uso enorme es el de Internet. ¿Quién no ha usado Internet hoy día? Y cuesta trabajo pensar que la versión moderna de la “Word Wide Web” fuera desarrollada tan solo en 1989, otra vez con el objetivo del intercambio de archivos entre investigadores, muy alejado del uso que tiene actualmente y del tremendo potencial que ha despertado en muchas facetas, entre ellas la comercial y económica.

Cosas tan cotidianas como la electricidad, imprescindible en el mundo moderno actual, fue descubierta gracias a la intervención de varios científicos con sus investigaciones básicas entre los siglos XVII y XIX. Se cuenta que uno de ellos, Michael Faraday, al solicitar ayuda del Gobierno para sus investigaciones, fue interrogado en la Inglaterra de entonces por un prominente político con la pregunta “Pero esto, ¿sirve para algo?”. ¡Y que esta mentalidad aún perviva en nuestros días!

Ejemplos como estos hay muchos. Y basta mirar a nuestro alrededor y preguntarnos de dónde vienen los objetos cotidianos que nos rodean para darnos cuenta de qué perdemos en el plano material si se pierde la ciencia.

El valor del conocimiento humano

Pero ahora nos queremos detener en otro aspecto distinto al material. Por ejemplo, ¿cómo se cuantifica el valor del conocimiento humano o de la cultura humana? Ese es un valor que la ciencia tiene per se en cualquier campo y en cualquier rama. Es un valor muy difícil de cuantificar, pero que no podemos desdeñar. El valor de la curiosidad, del conocimiento, de la creatividad, que es inherente al ser humano y forma parte indisoluble de él.

La ciencia también contribuye a hacernos personas más informadas y más críticas. Menos indefensas ante los abusos. En conclusión, más libres. En un mundo cada vez más tecnificado y complejo, los avances científicos se meten en nuestras vidas, incluso sin quererlos, y los argumentos científicos forman parte del debate sobre cuestiones de interés general como la eugenesia, el racismo, el aborto, el cambio climático, el cultivo de transgénicos, los trasplantes, etc.

Una sociedad más informada y una mejor comunicación entre la comunidad científica y la sociedad nos harán más fuertes y menos propensos a los abusos. Nos ayudarán a saber discriminar y no dejarnos engañar por las curas milagro que aparecen todos los días. A defendernos con rigor de los argumentos irracionales, religiosos o no, de los que pretenden dirigir nuestras vidas a su antojo. A tener una actitud crítica e informada con respecto a los propios avances tecnológicos y los descubrimientos científicos, a veces influenciados por intereses particulares o difundidos con poco rigor por los medios de comunicación. A saber distinguir entre lo que un nuevo conocimiento científico puede ofrecer, por ejemplo en el campo de la salud, y los problemas, sin embargo, que puede acarrear su comercialización. A poder presionar para que los beneficios de una ciencia que ha sido en su mayor parte pagada con dinero público de todos, repercutan en la mayoría. Para todo esto es necesario que haya una investigación científica de calidad y un interés, conocimiento e información  científicos mínimos por parte de la sociedad.

Por ultimo, nos gustaría lanzar una reflexión de si, tal como esgrimen muchos, entre ellos nuestros políticos (aunque luego no hagan nada consecuente para conseguirlo), la inversión en I+D puede ayudar a sacarnos de la crisis económica en la que estamos metidos e impedir crisis futuras mediante un cambio de paradigma hacia una economía basada en el conocimiento. Sin tener la respuesta final, lo que podríamos avanzar es que la investigación no se puede considerar como un gasto más, sino como una inversión, por su potencial educativo y de progreso humano, al igual que la educación. Es una inversión que, aunque arriesgada, por el efecto que puede tener en el futuro, merece la pena hacer.

La alternativa a una apuesta por la inversión en I+D en España es el volver al “¡qué inventen ellos!”, que dijo Miguel de Unamuno. No es que se vaya a parar el mundo, porque alguien, tened por seguro, lo va a investigar e inventar si no lo hacemos nosotros. No es que tengamos que hacerlo nosotros, no pasa nada si no es así. Pero creo que es bueno que seamos partícipes de todo esto porque, como hemos visto, si se pierde la ciencia, perdemos mucho como sociedad.



(1) Carta abierta por la Ciencia en España (http://www.investigaciondigna.es/wordpress/firma).
(2) Hasta un 75% de los proyectos europeos (ERC) son otorgados en España a jóvenes investigadores del programa Ramón y Cajal. Fuente: Jesús Ávila (com. pers.).
(3) Modelo de base estrecha o no, frente a un modelo de pirámide truncada.
(4) Alicia Rivera, “El CSIC necesita un rescate por el Gobierno de 100 millones”, El País, 28-11-2012.
(5) Sergio Moreno, “Así se hundió el Centro de Investigación Príncipe Felipe”, El Mundo, 27-5-2012.
(6) FECYT, “Diez años de divulgación científica en España, 2001-2011”. Informe 2011.
(7) FECYT, “Encuesta sobre la Percepción Social de la Ciencia y la Tecnología 2010”. 2011.
(8) Adjudicación de plazas y proyectos de investigación.
(9) Másteres de la Universidad Pompeu i Fabra, de la Universidad Carlos III y de la UNED, y los concurso-taller de la Universidad Rey Juan Carlos.
(10) Se ha producido divulgación científica, por ejemplo, televisiva, que ha tenido un efecto muy positivo en el cambio de mentalidades.
 (11) Carmen Vela, “Turn Spain’s budget crisis into an opportunity”, Nature, 2012, 486, 7. doi:10.1038/486007a.
(12) Cabe destacar tres medidas: (1) Suspensión indefinida del programa Fullbright y Post-Doctoral del antiguo Ministerio de Ciencia e Innovación para la formación de jóvenes investigadores en centros internacionales; (2) Suspensión en 2012 y reducción en 2013 de un 64% de los contratos del programa Juan de la Cierva dirigido a la incorporación en centros españoles de investigadores durante sus 3 primeros años tras la lectura de la tesis doctoral; (3) Suspensión en 2012 y reducción en 2013 de un 30% de los contratos del programa Ramón y Cajal, diseñado como paso previo para estabilización de jóvenes investigadores. Fuente: Ministerio de Economía y Competitividad.
(13) Imaginemos por un momento que aplicamos este criterio de “excelencia” esgrimido por la secretaria de Estado de I+D a otro tipo de plantillas, por ejemplo a la de un equipo de fútbol. Si reducimos nuestra plantilla de los 11 jugadores iniciales, escogiendo a los mejores, probablemente aumentaría la calidad media del equipo, pero resultaría verdaderamente difícil ser competitivos contra equipos de  15, 22 o 30 jugadores, como suelen estar nutridos los sistemas de investigación de otros países. La reducción de plantilla como vía para mejorar la excelencia deja mucho que desear.
(14) José Antonio Pérez García y Juan Hernández Armenteros, “La reforma de la Universidad: preguntas erróneas, respuestas incorrectas”, El País, 15-4-2012.
(15) Icono.
(16) Acto de presentación del manifiesto “Sin I+D+i no hay futuro”, CSIC, Madrid, 6-11-2012, firmado por Confederación de Sociedades Científicas Españolas, Conferencia de Rectores de Universidades Españolas, Plataforma Investigación Digna, Federación de Jóvenes Investigadores, CC OO, UGT y Foro de Empresas Innovadoras.