Mirta Ilundain y Graciela Tapia

Mediación y violencia familiar 
(Recogemos este texto de la página web de “Las otras voces feministas” [http://www.cmpa.es/otrasfeministas/], publicado originariamente en la revista on line argentina La Trama).

            Una de las características básicas de la mediación –la autocomposición– podría ser conceptualizada por las palabras de Legaz y Lacambra cuando dice: «La autonomía de la voluntad significa que ésta no es el producto de ninguna voluntad trascendente a la voluntad del sujeto, como es el caso del Derecho, sino que la voluntad misma del sujeto se dicta su ley». Pero este principio tiene sus límites, que hacen que esto no sea una fácil concesión al capricho individual. Nada menos que Kant –el formulador de la más rígida ética imaginable– es quien ha sostenido este principio. Él expresó que «sólo es moral aquella voluntad que se dicta su propia ley, pero a condición de que pueda convertirla en ley universal» (1).
            Creemos que este párrafo nos introduce acertadamente al tema que nos ocupa: la mediación familiar y sus límites, uno de los cuales es para muchos el de la “violencia doméstica”.
            La polémica referida a si la mediación puede o no ser usada en estos casos no es nueva. En este artículo nos proponemos reflexionar acerca de esta cuestión a partir del análisis de la institución de la mediación, los argumentos en pro y en contra de su utilización en casos de violencia y algunas experiencias sobre el trabajo realizado en el ámbito del Cuerpo de Mediadores del Ministerio de Justicia.
            Vamos a dejar fuera de esta elucubración la violencia ejercida sobre menores, situaciones en las cuales –por sus características– no encontramos otra vía que la judicial. Nos vamos a detener en el examen de los problemas que tienen que ver con la violencia entre cónyuges o parejas.
            Creemos oportuno recordar que a partir de las investigaciones de Bateson en 1935, se proveen los medios para clasificar las relaciones humanas según la distribución del poder. En este sentido, según Watzlawick en su obra Teoría de la comunicación humana, los intercambios comunicacionales entre las personas se clasifican en “simétricos” y “complementarios”.
            En las relaciones simétricas, los participantes tienden a igualar su conducta recíproca: por ejemplo, frente a un grito el otro grita más fuerte. En las de complementariedad, la conducta de uno de los participantes complementa la del otro. Por ejemplo: frente a uno que grita el otro calla. Es la interacción sometedor-sometido (2).
            Estas interacciones no se dan puras; si eso sucediera, la patología llevaría al colapso de la relación. Generalmente las relaciones contienen aspectos de una y otra, aun cuando puedan definirse como primordialmente simétricas o complementarias.
Según esta teoría, la simetría y la complementariedad no son en sí mismas ni buenas ni malas, sino categorías básicas en la cuales se pueden dividir todos los intercambios interaccionales. Tanto en una interacción como en la otra, se encuentran patologías.
            Así, en la simétrica, la patología de la relación se manifiesta por una guerra más o menos abierta, en la que desemboca la carrera de la competitividad y una escalada de los conflictos. No siempre la violencia que se desata en este tipo de categoría –y que es la que se da en la mayoría de los divorcios contenciosos y sus múltiples incidentes– debe considerarse no mediable por esa razón, ya que no implica necesariamente una incapacidad de la víctima para tomar decisiones por sí misma.
            La patología en las relaciones complementarias, que es la que ha recibido mayor atención por parte de la literatura, es descrita como una liaison más o menos fortuita entre dos individuos, cuyas respectivas formaciones caracterológicas alteradas se complementan. En ésta se evidencia un desequilibrio de poder entre las partes, y es la que ocasiona más polémica entre los mediadores y especialistas acerca de la posible intervención de un mediador.
            En la interrelación entre las partes es fundamental la importancia que juega el poder que cada participante manipula en la relación, ya que éste es el que le permite ocupar un lugar de superioridad, de igualdad, o de inferioridad frente al otro hablante-oyente.
            Para analizar cualquiera de las relaciones que se establecen entre las personas, y específicamente en el ámbito familiar, es necesario tener en cuenta el marco en el cual aquéllas se desarrollan, a los efectos de determinar si los miembros de una relación conservan o no, cada uno de ellos, durante un período determinado, una posición invariable en el patrón de comportamiento.
            Como paso previo a cualquier posibilidad de intervención de un proceso de mediación, se sostiene, aun por parte de los que argumentan a favor de esta posibilidad, que será una función primordial del mediador poder detectar si se está frente a aquellas relaciones de poder desigual que no podrán cambiar o si, por el contrario, se trata de aquellas otras que podrán reorientarse en el transcurso del proceso de mediación.
            En este sentido debemos recordar, en cuanto a la capacidad de los participantes en una mediación, que «los disputantes deben ser capaces de una asunción del conflicto tal, que los impulse a pensar en acciones personales para resolverlo. Involucrarse en el conflicto, pensar la propia participación en él, hacerse cargo, es la condición necesaria, aunque no suficiente, para alcanzar una solución» (3).
            Sabemos que hay distintos enfoques de la práctica mediadora, con diferentes y variados efectos. Ella se puede abordar desde distintos marcos conceptuales. Uno de ellos sostiene que el mediador debe originar arreglos justos y, por lo tanto, ayudar a conferir poder y autoridad al más débil, de modo que alcance un acuerdo equitativo y justo. Otra escuela, en cambio, sostiene que los mediadores no deben hacer nada que implique influir sobre las relaciones de poder de los participantes en disputa porque esa conducta menoscaba la imparcialidad del mediador (4).
            Sin embargo, para todas las orientaciones, el fin es arribar a decisiones satisfactorias y aceptables para las partes. A esos efectos, cada una de las personas debe tener algún medio de influir positiva o negativamente sobre la otra. Pero si la influencia mutua no es la misma, y una parte es capaz de imponer a otra un arreglo insatisfactorio, tendremos que preguntarnos si el mediador debe reforzar o no a la parte más débil y –en su caso– cómo lo hará. Además, si de violencia se trata, se deberá determinar si ello es posible.
            Obviamente, según la teoría que informe nuestra práctica mediadora, será el abordaje que hagamos de la violencia familiar como no mediable o mediable en ciertos casos. No tenemos dudas de que la violencia es inaceptable en cualquier contexto en el que se desarrolla. Sin embargo, sabemos, a través de diferentes investigaciones, que el sistema judicial, hasta la sanción de la Ley 24.417, no había dado una respuesta satisfactoria desde la vía criminal a los numerosos casos de violencia doméstica.

Los argumentos a favor y en contra

            La polémica se basa en las características que definen a la mediación. Es decir, la mediación como un proceso colaborativo, confidencial, donde las partes trabajan sobre la base de un equilibrio de poder que les permite ponerse “codo a codo” a analizar un problema que necesitan resolver juntos, buscando la satisfacción de sus intereses. No se focaliza en culpables, ni se imponen sanciones, sino que se insta a las partes a mirar al futuro.
            Quienes tienen posición tomada respecto a no utilizar este procedimiento en casos que involucren violencia familiar, sostienen que la mediación subvierte los derechos legales y las protecciones jurídicas que el sistema judicial le ofrece a la mujer, después de grandes luchas por conseguir sacar el tema del ámbito privado y haber logrado imponer la conciencia de que el problema es social y público.
            Por ende, piensan en que sería un retroceso –por el carácter confidencial de la mediación– en la “lucha” que han venido ofreciendo en pos de este objetivo.
Sobre esta base, argumentan también que es muy improbable que una mujer golpeada pueda trabajar cara a cara con su victimario, negociando un acuerdo que satisfaga sus necesidades. Que existe un notable desequilibrio de poder, por lo cual a veces es peligroso promover que la víctima pueda decir algo con lo que se arriesgue a disgustar al abusador (Stallone, 1984; Hart, 1990; Pagelow, 1990; Hilton, 1991).
            Por otro lado, poner el acento en el futuro, minimizando lo que sucedió en el pasado, permite a los abusadores no asumir la responsabilidad por su comportamiento. Al no trabajar con el concepto de culpa, concluyen, se le requiere a la víctima que sea conciliatoria, lo que se traduce en una suerte de reconocimiento, en cierto sentido, de que ella es coconstructora y responsable de la violencia, lo que causa un profundo efecto psicológico negativo en la mujer (U.S. Comission on Civil Rights, 1982; Stalione, 1984; Grillo, 1991).
            Estas críticas, originadas fundamentalmente desde los movimientos feministas, se efectúan tomando en cuenta el contexto de trabajo en los programas públicos de mediación en los Estados Unidos, donde muchas veces éstos son conducidos por mediadores voluntarios que no tienen suficiente formación o experiencia como para poder comprender las características y dinámicas específicas de los casos involucrados.
            En el otro extremo están quienes sostienen que la mediación puede ser una opción viable para algunos casos en los cuales haya violencia involucrada. Sin embargo, todos aquellos que se han pronunciado en este sentido han sido cautos en expresar sus puntos de vista. A partir de mediados de la década de los ochenta, gradualmente, comenzaron a aparecer artículos que afirmaban que la mediación puede ser efectiva en los casos de abuso de poder (que involucra violencia física, sexual y emocional) (Ferrick, 1986; Rempel, 1986; Johnson y Campbeli, 1988; Marthaler, 1989; Erikson and McKnight, 1990). Todos son coincidentes en que no es posible hablar de reglas generales, ya que los casos de violencia difieren entre sí, y que esas diferencias pueden influir en la efectividad de una intervención.
            Dentro de esta corriente no se discute que los logros de las mujeres en hacer tomar conciencia a toda la sociedad respecto de la violencia familiar deben ser respetados, y reconocido el importante papel que desempeña el sistema judicial en protegerlas y hacer responsables a los victimarios de sus actos. Sin embargo, sostienen que, muchas veces, las posibilidades del sistema judicial no encuentran salida a las necesidades de gran número de casos de violencia.
            Se argumenta, en este sentido, que frecuentemente el proceso adversarial puede escalar y prolongar el conflicto y crear depresión y sentimientos de necesidad.
Johnson y Campbell (1988) expresan que los abogados pueden exacerbar la violencia y atrincherar a las partes en sus posiciones cuando ejercen su función de defensores, sin considerar el impacto que esto puede generar en los hijos. Adicionalmente, notan que los abogados podrían comprometer a una de las partes en una contienda estratégica que permita aumentar el nivel de peligro para la víctima, a través de instruir a sus clientes a no comunicarse con el otro, o instándoles a tomar posiciones extremas para conseguir luego una mayor flexibilidad en las negociaciones.
            Jane Rifkin –quien ha trabajado en el tema en profundidad junto a Sara Cobb– sostiene que las mujeres son muchas veces pasivas receptoras de la influencia de su abogado y que esto refuerza el patrón de dominación en ellas. Estas autoras entienden que trabajando desde la mediación con un procedimiento especial se puede ayudar a las víctimas a comunicarse de modo más seguro con el abusador y lograr poner fin a la violencia. También consideran que esta vía puede llegar a ser efectiva para intentar que los victimarios exploren la opción de un tratamiento.

La adaptación de los modelos tradicionales de
mediación para casos de violencia

            La literatura más reciente considera, entonces, que el procedimiento de mediación puede ser adaptado para aplicarse a las dinámicas propias de los casos de violencia.             En un trabajo elaborado por Linda Perry (Mediation in Wife Abuse), se clasifican áreas para sistematizar una labor efectiva y diferente a la que se efectúa en otros contextos: 1. Procesos de selección de los casos. 2. Criterios para determinar si la mediación es apropiada. 3. Procedimientos y técnicas específicos. 4. Características de los acuerdos. 5. Entrenamiento de mediadores.
            En general, estos programas predicen diagnósticos previos de la situación, para evaluar si el caso es apto para ser tratado en mediación, así como un trabajo posterior interdisciplinario que contempla la derivación a distintas instituciones (organismos que proveen asesoramiento jurídico, organizaciones intermedias, centros de terapias, centros especializados en violencia familiar dependientes de instituciones asistenciales públicas, etc.)
            El procedimiento utilizado suele ser el denominado shuttled mediation, donde solamente se trabaja en sesiones privadas con cada parte; esto evita la intimidación y la agresión durante las sesiones de mediación.
            Con respecto a los acuerdos que se alcancen en una mediación por hechos de violencia, se prevé que tengan en cuenta determinadas características:
            a) Que se incluya una exposición de los hechos violentos enunciados. Esto constituye un registro que podrá ser usado por la víctima si la violencia vuelve a ocurrir.
            b) Si es solicitado por la víctima, que el acuerdo incluya una cláusula de no contacto, o si existe alguno, el detalle de cómo y cuándo podrá tener lugar y cuál será.
            c) Si las partes tienen hijos y viven separadas, se especificarán las pautas que tiendan a la protección de los niños en el caso de las visitas.
            d) Se incluirá la obligación de compensar económicamente los gastos médicos, legales o de cualquier índole, que pudieran ser consecuencia de la violencia.
            e) Se entiende que es preferible establecer que este acuerdo sea homologado por el juez y pueda constituir una prueba.
            f) Se deberá monitorizar o efectuar un seguimiento del cumplimiento del acuerdo.
            Es importante que el mediador mantenga contacto con las partes para observar si se repitió la violencia desde el inicio de la mediación o si el victimario está violando alguna parte del acuerdo. Si se revela que el acuerdo no se cumple y la víctima no pudo actuar para poder cumplirlo, corresponde recomendarle que debe iniciar otras acciones. El seguimiento es muy importante para salvaguardar la seguridad de la víctima.
También existe un alto grado de consenso en el sentido de que los mediadores que trabajan en casos de violencia deben utilizar técnicas especiales y poseer una gran experiencia en el tema, por lo que esto constituye una especialización dentro de los programas de entrenamiento.

La experiencia en la práctica

            En el equipo interdisciplinario del Centro de Mediación del Ministerio de Justicia se puede observar que la violencia aparece sin aviso previo. Los casos –muchas veces derivados por los juzgados– llegan descritos como divorcio, tenencia, alimentos o visitas. Sin embargo, en muchos de ellos, al comenzar el trabajo, surge del relato de las personas que la violencia física se ha producido durante la convivencia.
Frecuentemente, en los casos de familia que suelen ser –en principio– aptos para la mediación, las situaciones de violencia corresponden al pasado, cuando la pareja convivía, y las denuncias pertinentes han sido efectuadas en su momento por la víctima o por las instituciones correspondientes.
            Sin embargo, el tema debe ser tenido en cuenta para analizar si los patrones de interacción en el momento en el que evaluamos la posibilidad de la mediación se han modificado. Si es así, abordamos el procedimiento, y trabajamos fundamentalmente en sesiones privadas y con la participación de los letrados de cada una de las partes. No obstante, los acuerdos suelen incluir cláusulas que establecen una suerte de supervisión del cumplimiento, por ejemplo, y se fija una nueva audiencia de mediación en un plazo suficiente como para evaluar su efectividad, sumado a la posibilidad de que cualquiera de las partes pueda recurrir la mediación en caso de que lo considere necesario.
            Por el contrario, en otros casos, el análisis nos ha indicado que el patrón de dominación subsistente en la relación provocaba en una de las partes una incapacidad para autodeterminarse. En ellos, evaluamos si la víctima posee la información necesaria acerca de sus derechos y la derivamos a centros especializados en violencia familiar, asegurándonos de que no se continuará con el procedimiento sin un asesoramiento y contención adecuados.

Conclusiones

            Como principio, entendemos que “la violencia en sí no es mediable”, en el sentido de que no pueden lograrse acuerdos entre dos personas donde el desequilibrio de poder para negociar es indubitable, y existe un riesgo físico para alguna de ellas. Jamás podría hacerse un acuerdo en el que la víctima se comprometiese a determinadas concesiones a cambio de que la violencia cese.
            De cualquier modo, nos parece útil insistir en la distinción de los casos en los cuales la violencia ya cesó –donde se puede intentar que las partes lleguen a acuerdos sobre determinadas consecuencias que produjeron los hechos violentos– de aquellos en los cuales la violencia persiste.
            Reiteramos nuestra opinión coincidente con Folberg y Taylor (5) con respecto a que «es una función crucial del mediador diferenciar las maniobras de poder desigual que puedan cambiarse, de aquellas que no se pueden reorientar durante la mediación». Para ello es necesario contar con mediadores con una formación especializada.
            Creemos que en nuestro contexto jurídico actual, en los casos en que la violencia no ha cesado, podría ser adecuado derivar a las partes a mediación sólo una vez que el juez civil haya tomado las medidas cautelares previstas por la Ley 24.417, a los efectos de hacer cesar la violencia y siempre que el equipo interdisciplinario previsto en su reglamentación diagnosticara la posibilidad de autodeterminarse por parte de la víctima. Todo ello, acompañado por una red de contención adecuada que respondiera inmediatamente ante un caso de riesgo.

________________
(1) DIAZ, Elías, Sociología y Filosofía del Derecho, Taurus, Madrid 1971, pág. 21.
(2) WATZLAWICK, Paul, Teoría de la comunicación humana, Herdor, Barcelona, 1967, pág. 104.
(3) BRANDONI, F., “Reflexiones sobre la mediación y sus límites”, La Ley, 18-XI-1996.
(4) BARUCH BUSH. R. A. y FOLGER. J. P., La promesa de la mediación, Ed. Granica,1994, cap. 1.
(5) FOLBERG, J. y TAYLOR, A., Mediación. Resolución de conflictos, Edit. Limusa, cap.VII, pág. 185. 

Mirta Ilundain es abogada, juez nacional de Primera Instancia en lo Civil de los Tribunales de Familia y docente de Fundación Libra (Argentina). Graciela Tapia es abogada, mediadora del Centro de Mediación del Ministerio de Justicia argentino y consultora experta en resoluciones negociadas.