Mónica G. Prieto
Irak, 10 años después
(Periodismo Humano, 20 de marzo de 2013).

Las respuestas de Saif, un ingeniero informático de Baaquba de 24 años que hace poco se mudó a Bagdad, se habían hecho esperar. Varios días después de ser contactado, junto a una decena de ciudadanos iraquíes, para solicitarle su visión de la última década transcurrida, Saif se escondía bajo un mutismo absoluto. Hasta que un correo electrónico de sabor amargo explicó su silencio. «Desde que leí las preguntas, estoy de mal humor. Los iraquíes nos hemos acostumbrado a vivir sin pensar, y esta entrevista me obliga a reflexionar sobre lo que ha ocurrido», se lamentaba. «De estos años sólo recuerdo la destrucción, las matanzas, el miedo al futuro y una lucha constante hasta por el mínimo derecho, aunque aún no hemos conseguido ganar nada. En estos 10 años hemos retrocedido a la Edad Media. Vivimos en la mentira del avance tecnológico y la civilización mietras buscamos constantemente agua potable para beber y electricidad con la que iluminarnos».

El balance de estos 10 años pesa como siglos para muchos iraquíes, en especial para la minoría suní, que se vio despojada por la invasión del poder que había ostentado durante décadas y marginada por los nuevos dirigentes. Los chiíes suelen justificar el cambio político –raramente apoyarlo o aplaudirlo– como la forma de recuperar el papel que le correspondía en la estructura del poder iraquí dada su mayoría demográfica, pero nadie considera que los cientos de miles de muertos y heridos mereciesen la pena.

Al contrario que la mayoría de consultados, Saif nunca apoyó la idea de una invasión militar para acabar con la dictadura de Sadam Husein. «Sabía que una invasión significa la destrucción de una comunidad», escribe en su correo. Hace 10 años, cuando una profusa campaña mediática había preparado el terreno para la ocupación/destrucción de Irak, en el Bagdad de Sadam nadie se pronunciaba abiertamente a favor de la misma; pero el mismo día 9 de abril, cuando la simbólica estatua de la Plaza Firdous fue derribada por un tanque norteamericano consumando el espectáculo que tanta sangre derramó y tanta sangre iba aún a derramar, los iraquíes cambiaban súbitamente su discurso. «Nadie quería a Sadam, pero nos habría gustado que el cambio viniese desde dentro. Les agradecemos que nos hayan librado del dictador, pero ahora, que se marchen, por favor», musitaba un historiador un 10 de abril de hace 10 años tras atravesar juntos uno de los puentes sobre el Tigris, donde decenas de cadáveres yacían aún atrapados en los hierros retorcidos de sus automóviles, alcanzados por disparos norteamericanos.

Su discurso resumía lo que, a lo largo de los siguientes años, me dirían tantos otros iraquíes en viajes a la antigua Mesopotamia. Sadam había sido un dictador odiado, no sólo por las desapariciones forzadas en prisión, torturas ante cualquier atisbo de disidencia, las matanzas contra kurdos y chiíes y la represión cultural y religiosa contra ambas comunidades, sino por la guerra contra Irán o por la aventura militar que le llevó a invadir Kuwait en 1991 provocando 10 años de sanciones económicas que empobrecieron hasta un punto indescriptible a la que fue una sociedad pudiente y educada. Pero los iraquíes eran demasiado orgullosos para vivir bajo ocupación militar. No tardaron ni siquiera horas en plantar cara a los invasores, al principio de forma desorganizada y más tarde mediante una miriada de grupos insurgentes que aún hoy siguen activos en el nuevo Irak.

La invasión de 2003 tenía todos los ingredientes para acabar en desastre. Fue justificada con mentiras, se llevó a cabo de forma ilegal y una vez consumada marginó a la sociedad iraquí en sus decisiones. Todas las medidas que se adoptaron, desde la democracia sectaria hasta la desarticulación de las fuerzas del orden, parecían destinadas a promover el caos. Los saqueos fueron indecentemente tolerados por las tropas norteamericanas: en el Museo Arqueológico de Bagdad, mientras alibabas de ojos enloquecidos y sonrisa tenebrosa se llevaban piezas de valor incalculable, los soldados norteamericanos fumaban para matar el tiempo en los carros de combate situados a un puñado de metros.

Los militares invasores –la nueva autoridad del país ocupado– no intentaron prevenir los robos de hospitales –recuerdo médicos saliendo de la sala de urgencias con un fusil en la mano para impedir que la oleada de ladrones, provenientes de los suburbios más miserables de Bagdad, se llevaran desde camillas hasta botellas de gas–, de escuelas, universidades y ministerios. Incluso instalaciones de alta seguridad, aeropuertos militares y arsenales del Ejército cayeron en manos de los saqueadores. Un ex alto oficial llegaría a contarme que la Fuerza Aérea iraquí había sido desmantelada a pedazos por los saqueadores. Sólo el Ministerio de Petróleo y el de Finanzas fueron protegidos por los invasores, en una declaración de intenciones sobre qué había llevado a Washington y Londres a asaltar Irak.

Para consumar la destrucción del Estado iraquí, los nuevos “administradores” actuaron deprisa disolviendo los organismos de Seguridad y proscribiendo al Baaz, el partido único, lo que criminalizaba de factoa decenas de miles, si no cientos de miles, de iraquíes que se habían visto obligados a militar en el mismo para optar a un puesto de funcionario. Sin fuerzas de seguridad, el crimen –los criminales comunes que no habían sido excarcelados por Sadam en sus últimas amnistías masivas quedaron en libertad tras la euforia de la invasión, cuando las prisiones fueron abandonadas por sus guardianes– se disparó hasta límites insospechados: los secuestros de civiles se convirtieron en una práctica común, así como los asesinatos por robo.

La educación quedó destruida porque la inseguridad era demasiado alta para enviar a los niños a la escuela, y eso dejó a una generación a merced de la guerra. Estados Unidos promovió a la comunidad chií –mayoritaria en el país y muy castigada por la dictadura de Sadam– en el poder, dejando su proyecto democrático en manos de clérigos religiosos sin experiencia política y con deseos de vengarse de décadas de afrentas, facilitando el enfrentamiento con los suníes. El estatuto de la mujer, orgullo del mundo árabe, fue revocado rescindiendo los derechos de las féminas iraquíes hasta límites insospechados. Grupos yihadistas suníes llegados a Irak para combatir contra los ocupantes y la propia resistencia armada suní, tan legítima como necesitada de ayuda, formaron un bando en conflicto en el que las atrocidades contra los chiíes –considerados colaboradores con la ocupación– eran frecuentes.

En el otro lado, las milicias chiíes que, amparadas en el nuevo poder que les había concedido la potencia ocupante, actuaban con total impunidad: escuadrones de la muerte legales que torturaban, y asesinaban, en instalaciones secretas. Para muchos, otra dictadura con ínfulas de democracia. En medio, atentados masivos con coches bomba de procedencia desconocida –muchos de ellos, reivindicados por la facción local de Al Qaeda contra barrios chiíes, y otros, no reclamados, contra barrios suníes– destinados a promover un odio sectario tan inexistente en tiempos de la dictadura como el terrorismo en sí.

A partir de ahí, cuatro años de guerra civil atroz (entre 2005 y 2008) de la que no existen estudios ni balances, un doloroso capítulo del que nadie habla y que sólo benefició a los ocupantes, a salvo en sus bases mientras suníes e iraquíes se masacraban. La convivencia se transformó en una desconfianza casi paranoica. El tejido social y moral de Irak se extinguió entre los crímenes, las matanzas, las violaciones, los movimientos forzados de población y la impunidad de sus responsables.

La unidad nacional ya se ha perdido, y no creo que volvamos a recuperarla», continúa el joven Saif. «Ahora, las relaciones sociales son una cuestión sensible. La primera pregunta tras conocer a alguien es “¿de qué secta eres?”. Además, tendemos a olvidar las injusticias que comete la secta a la que pertenecemos», prosigue el informático.

Abu Jamal, un profesor universitario que prefiere ampararse en el anonimato de su pseudónimo, cree que la fractura social derivada de haber implantado un modelo político sectario donde los cargos oficiales son elegidos según su comunidad religiosa, no según su valía, durará «para las próximas generaciones». El intelectual naserista Raed al Hamed considera que el tejido social es irreparable. «Los principios sobre los que se basaba la sociedad iraquí ya no existen», lamenta. «La identidad de los ciudadanos con su nación ha desaparecido: ahora se identifican con su secta o su etnia, no con su país. Por eso no creo que Irak siga unido en el futuro, tras el derramamiento de sangre de los últimos 10 años, a manos de milicias apoyadas por el Gobierno iraquí y por Irán. Por eso, los suníes piden ahora con voz firme un Estado suní independiente, y no una confederación».

Para Abu Jamal, que se define como laico, el objetivo de los 10 años pasados fue «la destrucción intencional de la dignidad de los iraquíes» y el principal problema actual es el «saqueo intelectual, cómo se ha echado del país a los profesionales». Desde 2003, cuando la desbaazificación llevó al exilio de miles de profesionales iraquíes, la fuga de cerebros de la clase media-alta iraquí ha sido un fenómeno que aumentaba según crecía la violencia y la falta de oportunidades. De los encuestados para este artículo, todos salvo uno admiten que dejarían el país de poder hacerlo.

No les faltan razones. Y no se trata sólo de la pasada ocupación militar, con agresiones norteamericanas contra poblaciones insurrectas en las que  se llegó a usar armamento prohibido, como las armas químicas lanzadas contra Faluya. «No hay casa de Faluya donde no haya al menos un caso de enfermedad traída por la ocupación», asegura Umm Mustafa, responsable de la ONG de Faluya Al Rabita al Islamiya (Asociación Islámica). «Las armas químicas con las que nos bombardearon han provocado casos de cáncer, estabilidad y malformaciones congénitas en recién nacidos».

La guerra civil provocada por la invasión anglo-norteamericana, con un coste de 800.000 millones de dólares, dejó un saldo en vidas humanas aún incierto. Las tímidas estimaciones de 150.000 muertos no se corresponden con muchos cálculos que hablan de cientos de miles de muertos –esa cifra me fue confirmada por el vicepresidente suní de Irak, Tareq al Hashimi, en una entrevista realizada en 2009– o incluso del millón de muertos, la cifra que suelen dar los iraquíes de a pie cuando se estima cuánta sangre se derramó en los años más terribles. Irak tiene hoy en día cuatro millones y medio de huérfanos, 600.000 niños viviendo en las calles, un millón de viudas y 1,3 millones de desplazados internos que no han podido volver a sus hogares por la limpieza étnica o sectaria. Del millón de refugiados que encontró asilo en Siria, se desconoce cuántos han podido regresar huyendo de la guerra civil: muchos temen represalias o una detención del Gobierno de Bagdad. Se estima que el 50% de la población iraquí vive en suburbios.

El Poder Judicial iraquí se jactaba de ser «como cualquiera de Europa», me decía en mayo de 2009 el juez portavoz del Consejo Superior Judicial de Irak. En realidad, es una pantomima sectaria que representa los inimaginables niveles de corrupción que han convertido a Irak en uno de los países más corruptos del mundo. El caos que sobrevino a la ocupación favoreció los maletines, los contratos a dedo, las malversaciones y el robo de toda una nación. Y se adoptó la corrupción como un comportamiento generalizado y tolerable. Sólo eso puede explicar que, pese a ganar 73.000 millones de dólares al año con sus exportaciones de petróleo, Irak no disponga de suministro eléctrico constante, agua potable o de sistemas de alcantarillado o recogida de basuras. «La corrupción de cualquiera de las instituciones iraquíes puede equivaler a la de cualquier otro país conocido por su corrupción», explica Nizar al Samarrai, exmiembro del Baaz, también contactado por correo electrónico. «No exagero si digo que la corrupción en Irak es, hoy en día, diez veces mayor que antes», afirma por su parte Qais al Dulaimi, un ingeniero de 53 años que trabajó en el Programa Oil for Food de la ONU en Irak y, por tanto, familiarizado con el problema de la corrupción. «En Irak no se considera que la corrupción sea un fenómeno aislado, sino un comportamiento sistemático del que participa todo el Gobierno, desde el presidente hasta el funcionario», prosigue.

Un exministro definió el Gobierno iraquí como «una cleptocracia institucionalizada». Escribía el periodista británico Patrick Cockburn estos días el resultado de un encuentro con la asesora del Ministerio de Recursos Hidráulicos Shirouk Abayachi. «Me explicó que, desde 2003, 7.000 millones de dólares han sido gastados en construir un sistema de alcantarillado para Bagdad, pero o las alcantarillas nunca se colocaron o eran de tan mala calidad» que, cuando llueve de forma masiva, «funcionan mejor las que datan de 1980».

En general, se puede hablar de una herencia de los comportamientos aprendidos durante la dictadura. El aparato administrativo que antes beneficiaba a los suníes hoy beneficia a los chiíes, la recomendación es imprescindible para acceder a un puesto de funcionario, y la Administración, en la práctica, es incompetente. Según un estudio realizado por oficiales iraquíes y citado por Cockburn, se estima que la media de tiempo productivo al día es de 17 minutos por funcionario.

En cuanto a las fuerzas de Seguridad, si antes muchos consideraban que estaban para proteger a Sadam y su círculo, hoy velan por los intereses de Maliki,con los riesgos que eso implica. «La dominación de Maliki de las fuerzas de Seguridad le reporta control, pero los intentos por centralizar el poder en sus manos y marginar a sus rivales podría desestabilizar Irak y reiniciar la guerra civil», estima el investigador británico Toby Dodge. Hay que recordar que Maliki, secretario general del Partido islamista Al Dawa –al que muchos tildan del nuevo dictador de Irak–, ni siquiera ganó su puesto en las elecciones. La primera vez, en 2006, fue designado a dedo por decisión de Estados Unidos en sustitución de Ibrahim al Jaafari. La segunda, tras las elecciones de 2010, que perdió frente a un grupo secular que aglutinaba a chiíes independientes y suníes, se aprovechó de la presencia mayoritaria de chiíes en el Parlamento para llamar al voto sectario y quedarse en el cargo.

Sus vínculos con Irán son más que obvios, hasta el punto de que Irak es uno de los contados países árabes que no critica al régimen sirio en su campaña militar contra la población civil. Esa es la principal ironía de la invasión: Estados Unidos, que pretendía ganar beneficios económicos pero también geoestratégicos en Oriente Próximo creando un régimen afín a Washington, arrojó de facto a la antigua Mesopotamia a manos de Irán, su principal enemigo, hoy con una enorme influencia sobre la economía y la política iraquíes. «La religión es un disfraz de líderes a los que sólo les importa el dinero y aplicar agendas exteriores», estima Saif. «La intervención iraní es evidente para cualquiera que conozca Irán, como ocurre con la intervención norteamericana. Somos un país ocupado que vive en la mentira de la soberanía».