Pablo Perazzi
Ciencia, cultura y nación: la recepción del
darwinismo en la Argentina decimonónica

(Nuevo Mundo Mundos Nuevos, 29 de septiembre de 2011).

Resumen

El propósito de este trabajo consiste en examinar algunos aspectos de la recepción, aclimatación, y circulación de la obra de Darwin en el ambiente cultural de la Argentina decimonónica, desde sus primeros contactos con naturalistas criollos en la década de 1840 hasta su entronización como doctrina de cambio y progreso a fines del siglo XIX.

Nuestro enfoque se inscribe en la perspectiva latinoamericana de los estudios de historia de la ciencia: se busca, por lo tanto, privilegiar la indagación de los contextos locales en los procesos de trasplante y aclimatación de ideas científicas, atendiendo a las negociaciones, tensiones y resistencias que tales procesos generaban entre los científicos criollos.

De este modo, nuestro principal argumento es que de las corrientes transformistas que circularon por el Plata, la de Darwin fue la más celebrada y, al mismo tiempo, paradójicamente, la que menos se patentizó en las investigaciones concretas de los naturalistas, por el contrario, el evolucionismo fue leído en clave política, como credo emancipador frente al oscurantismo eclesiástico, y no como un cuerpo de hipótesis capaz de permear las prácticas de gabinete.

Tabla de contenidos

Introducción
Historia natural, coleccionismo y sociabilidad científica: la escena ilustrada en la Argentina decimonónica
Darwin como naturalista-viajero y evolucionista temprano
Darwin en la ficción literaria
Darwin como símbolo e ideología
Consideraciones finales

Introducción

Hacia fines de la década de 1860, las nociones elementales de El origen de las especies eran conocidas por unos pocos argentinos, y en general a través de obras de divulgación y comentaristas franceses[1]. Darwin era todavía una novedad incluso en el mundo europeo, que observaba sus planteos con no pocas previsiones. La hipótesis de la transmutación aun concitaba el rechazo de los sabios de edad avanzada, quienes mantendrían sus posturas respecto de la ausencia de evidencias probatorias. La influencia ejercida por los científicos de raigambre humboldtiana –Richard Owen en Inglaterra, Paul Gervais en Francia y Jean Louis Agassiz en Estados Unidos, entre otros– seguiría gravitando y las tentativas renovadoras encontrarían sólidas resistencias[2].

De las corrientes transformistas que circularon por el Plata, la de Darwin fue la más celebrada y, al mismo tiempo, paradójicamente, la que menos se patentizó en las investigaciones concretas de los naturalistas.
Más allá de las declaraciones de fe darwinista, la práctica de la historia natural no parece haberse alterado en sus aspectos básicos: la recolección, la clasificación, la descripción y la comparación continuaron siendo los ejes de la actividad científica, actividad que aun mantendría sólidos lazos con los saberes producidos bajo la órbita de los museos[3].

El evolucionismo se receptó en clave política, como credo emancipador frente al oscurantismo eclesiástico, y no como un cuerpo de hipótesis capaz de permear las prácticas de gabinete. En efecto, para los jóvenes naturalistas de la llamada “generación de 1880”, la obra de Darwin funcionó como instancia de ruptura y de ascenso intelectual, la cual, sin embargo, no supuso necesariamente una alteración del curso de las investigaciones. El descubrimiento y la clasificación de nuevas especies –y no la exploración del cambio orgánico– seguirían siendo el principal foco de referencia.

El propósito de este trabajo consiste en examinar algunos aspectos de la recepción, aclimatación, y circulación de la obra de Darwin en el ambiente cultural de la Argentina decimonónica, desde sus primeros contactos con naturalistas criollos en la década de 1840 hasta su entronización como doctrina de cambio y progreso a fines del siglo XIX[4]. Nuestro enfoque se inscribe en la perspectiva latinoamericana de los estudios de historia de la ciencia: se busca, por lo tanto, privilegiar la indagación de los contextos locales en los procesos de trasplante y aclimatación de ideas científicas, atendiendo a las negociaciones, tensiones y resistencias que tales procesos generaban entre los científicos criollos[5].

Historia natural, coleccionismo y sociabilidad científica: la escena ilustrada en la Argentina decimonónica

En el segundo decenio del siglo XIX se iniciaba el proceso de formación de la cultura científica vernácula. El entusiasmo revolucionario y las nuevas doctrinas venidas de ultramar iban a proveer el clima propicio para la aparición de un circuito intelectual a la medida de las posibilidades de la flamante república. Es la época en la que surgen las primeras asociaciones científicas, como la Escuela de Matemática (1810), el Instituto Médico (1813) y la Sociedad de Ciencias Físicas y Matemáticas (1822), se funda la Biblioteca Pública (1810), se ordena la creación de un Museo de Historia Natural (1812), surge la Universidad de Buenos Aires (1821), se alienta el arribo de profesores extranjeros, como Aimé Bonpland, Pedro Carta Molino, Pedro de Angelis y Carlos Ferraris, se diversifica la enseñanza de la historia natural, y se amplía el espectro de publicaciones, como La Abeja Argentina, Crónica Política y Literaria de Buenos Aires, Correo Político y Mercantil. Es la época en la cual, por así decirlo, se empieza a inocular el ideario de la nación cultivada[6].

El 27 de junio de 1812 el gobierno convocaba a los “ciudadanos amantes del buen gusto” al acopio “de todas las producciones extrañas” yacentes en el territorio nacional[7]. Aquellas “producciones extrañas” referían a los nuevos “semióforos”, objetos coleccionables que, extraídos de su contexto no por su valor de uso sino por su significado, representaban lo invisible: geografías exóticas, territorios desconocidos, ambientes extraños[8]. El deseo de ver, de aprender y de poseer cosas raras, secretas o singulares empezó a tornarse una actividad que, aunque principalmente reservada al ámbito del gabinete, también acaparó la atención de sectores del mundo burgués[9]. Lo exótico y lo maravilloso se hacen apetecibles y el acopio de curiosidades se establece como práctica. Coleccionismo y burguesía devendrían, pues, fenómenos convergentes. La acumulación de objetos (signos) obedecía al deseo de legitimar una posición recién adquirida: la colección transfiere un evidente prestigio sociocultural.

En la Argentina decimonónica, el coleccionismo de historia natural (vegetales, animales, insectos, minerales y fósiles) era usanza de los pueblos de campaña, de la que participaban desde maestros y frailes hasta médicos y estancieros[10]. Para la élite intelectual, la salida al campo en busca de huesos, si bien representaba una parte esencial del quehacer científico, resultaba una forma de esparcimiento -“investigaciones recreativas” diría el científico y militar Luis Jorge Fontana[11]; un “paseo de coleccionistas”, diría el naturalista Eduardo L. Holmberg–,[12] capaz de transmitir las virtudes y cualidades del “hombre recto, preciso, delicado”[13].

Los hallazgos de fauna extinguida se verificaban con regularidad y el potencial fosilífero de las llanuras aluviales empezó a hacerse conocido. Los naturalistas viajeros de la primera mitad del siglo XIX solían sorprenderse ante la extraordinaria riqueza subterránea[14] y el acervo paleontológico pampeano empezó a publicitarse en revistas europeas. A partir de entonces, la llegada de buscadores de fósiles y de fauna y flora exóticas -comisionados por instituciones metropolitanas o por cuenta propia- se combinaría con la presencia de criollos que sabrían entrever las ventajas de la actividad.

En la década de 1850 se produciría una auténtica “explosión asociativa”, dando origen a un importante número de entidades sociales, culturales, políticas e intelectuales[15]. Las asociaciones resultaron espacios de transmisión y socialización de saberes en una época en la que el estudio de la naturaleza, si bien presente en academias y museos, aún conservaba su condición de práctica amateur. La aparición de asociaciones interesadas en el desenvolvimiento de la ciencia conllevaría el surgimiento de una incipiente red de interesados, promotores y colaboradores. De puertas abiertas a las artes y a las ciencias, las asociaciones decimonónicas (Asociación de Amigos de la Historia Natural del Plata, 1854) constituyeron instituciones que, al imponer nuevos criterios de comunicación de saberes –frente a la imagen trillada del sabio trabajando en la soledad del gabinete–, extendieron el conocimiento a diversos sectores de la población, delineando toda una nueva sociabilidad y facilitando la aparición de un nuevo tipo intelectual: el aficionado a las ciencias.

Contemporáneamente a las asociaciones de aficionados, se originaron las sociedades de especialistas (Asociación Farmacéutica de Buenos Aires, 1856), en cuyo seno se congregaban representantes de ciertos gremios y oficios (médicos, cirujanos, boticarios), así como las sociedades que, sin remitir a profesiones ya constituidas, aglutinaban a figuras versadas en determinadas materias, como la geología, la paleontología y la arqueología (Sociedad Paleontológica de Buenos Aires, 1866). La relación entre las asociaciones de aficionados y las sociedades de especialistas fue compleja y en algunos casos conflictiva. Las primeras corrían el riesgo de quedar ligadas a programas conservadores y tradicionales y las segundas afrontaban el dilema de la atomización del conocimiento; ambas, a su vez, temían la pérdida de públicos, audiencias y simpatizantes[16]. Aunque el asociacionismo no detuvo su marcha, empezó a ceder espacio a agrupaciones de mayor envergadura: las sociedades nacionales para el avance de las ciencias (Sociedad Científica Argentina, 1872; Instituto Geográfico Argentino, 1879).

Paralelamente, aunque casi siempre frecuentados por los mismos agentes, surgieron los salones científico-literarios, espacios ligeramente parecidos a los círculos burgueses de la Francia de la primera mitad del siglo XIX[17]: Círculo Literario (1864), Sociedad Estímulo Literario (1867), Círculo Científico Literario (1873) y Academia Argentina de Artes, Ciencias y Letras (1873). Los salones no se impondrían objetivos definidos sino que tenderían a priorizar los intercambios desenvueltos, las ocurrencias inesperadas, la conversación fluida, en el que las intervenciones adoptaran inadvertidamente “el ritmo ágil de la causerie”[18]. La concurrencia era variada: jueces, políticos, hacendados, médicos, abogados, catedráticos, críticos literarios, animadores culturales y todo aquel que demostrase devoción por las artes, las letras y el conocimiento. Además de constituir un signo de distinción, la pertenencia a los salones facilitaba la circulación de las obras y su colocación en el naciente mercado editorial.

Y finalmente estaban los espacios de sociabilidad privados, el intramuros de figuras de gran predicamento (los círculos de Eduardo L. Holmberg y del ex presidente Bartolomé Mitre). Además de cumplir un rol significativo en la sociabilidad intelectual de la generación de relevo –los verdaderos padrinos de los miembros de la generación de 1880–, funcionaron como centros de reclutamiento y orientación de las élites intelectuales, a la vez que como laboratorio de ideas y políticas públicas.

Darwin como naturalista-viajero y evolucionista temprano

Resulta imposible determinar con exactitud el momento en que Darwin comenzó a hacerse popular entre los aficionados a las ciencias en el Río de la Plata. Su llegada a Buenos Aires el 20 de septiembre de 1833 de seguro debió pasar inadvertida[19]; Darwin contaba poco más de veinte años y si bien su abuelo (Erasmus Darwin) había sido un naturalista y poeta de fuste, probablemente nadie, exceptuando tal vez a un puñado de colonos británicos, prestó mayor atención a aquella fortuita conexión genealógica.

Los primeros indicios acerca de las vinculaciones de Darwin con personalidades del ambiente porteño se hallan contenidos en ciertos pasajes del Journal of Research into the Natural History and Geology of the Countries Visited During the Voyage of H. M. S. Beagle Round the World under the Command of Capt. Fitz Roy[20]. Tres son, al menos, los nombres a los que se alude: Juan Manuel de Rosas, Edward Lumb y Francisco Javier Muñiz.

Durante su estancia en Punta Alta (sur de la provincia de Buenos Aires) en agosto de 1833, Darwin recibió una comunicación del gobernador Juan Manuel de Rosas en la que le expresaba deseos de conocerlo. El encuentro ocurrió en un campamento militar en cercanías del río Colorado. La personalidad de Rosas le causó una magnífica impresión: “Es un hombre de extraordinario carácter y ejerce en el país avasalladora influencia, que parece probable ha de emplear en favorecer la prosperidad y adelanto del mismo”. Sin embargo, en una nota a pie de página, no incluida en la primera edición (1839) sino en la segunda (1845), se lee lo siguiente: “Esta profecía ha resultado una completa y lastimosa equivocación: 1845”. Es evidente que, transcurrida una década de su regreso a Inglaterra, Darwin se mantenía al corriente de los entreveros de la política criolla, así como de los atributos negativos que entonces empezaban a circular acerca de la personalidad política de Rosas.

La recepción del Viaje de un naturalista alrededor del mundo podría datarse a finales de la década de 1840[21]. En la edición ampliada y revisada de 1845, Darwin agradece las informaciones enviadas por Muñiz. “Aislado de toda relación” –como Muñiz afirmaba de sí mismo–[22], el contacto con el británico se le presentaba como un canal de diálogo con la ciencia metropolitana; recíprocamente, a Darwin le significaba un corresponsal calificado en una región del planeta fecunda en hallazgos científicos.

Aunque la dedicación de Muñiz a la paleontología fue la de un instruido amateur, su utillaje bibliográfico no resultaba desdeñable. En su artículo sobre el “muñifelis bonarensis”, se revisitaban trabajos de los franceses Georges Cuvier y Louis-Jean-Marie Daubenton y del alemán Georg August Goldfuss, además de los del propio Darwin. Asimismo, sus ensayos clasificatorios revelaban el dominio de los procedimientos básicos de la zoología comparada, circunstancia entonces poco habitual en estas tierras.

Entre las cuestiones apuntadas a Muñiz, Darwin manifestaba cierta inquietud acerca de la procedencia de fósiles pampeanos llegados recientemente a Europa, lo aconsejaba sobre el modo de negociar sus colecciones con establecimientos ingleses, se comprometía a publicar sus textos en revistas del medio, desaprobaba el descubrimiento del “muñifelis bonaerensis” argumentando que ya había sido clasificado por Richard Owen, y le anunciaba su deseo de mandarle un ejemplar de las Geological Observations on South American (1846).

De vuelta en Inglaterra, Darwin continuó reflexionando sobre las causas de la extinción de una curiosa variedad bovina a la que se conocía vulgarmente como “vaca ñata”. Los datos que había reunido eran escasos y fragmentarios. Necesitaba precisiones y mandó una carta a Lumb conteniendo siete preguntas específicas[23]. Por supuesto, no sería Lumb el autor de las respuestas, sino el conducto con la persona indicada: Francisco J. Muñiz. El resultado fue Contestación a las siete cuestiones que en consulta se ha servido dirigir el infrascrito al Señor Don E. Lumb sobre la vaca ñata[24]. En la segunda edición del Journal, en las páginas correspondientes al 18 de enero de 1833, Darwin agradecería la cortesía del colega criollo[25]: “D. F. Muñiz, vecino de Luján, me ha hecho el obsequio de recogerme todas las noticias que ha podido acerca de esta raza. De los datos por él suministrados resulta, al parecer, que hace unos ochenta o noventa años estos animales eran raros, y se conservaban como curiosidades en Buenos Aires. Créese generalmente que la raza en cuestión procede del ganado vacuno criado por los indios del sur del Plata”[26].

Entre los primeros lectores de On the Origin of Species –lectura contemporánea a la aparición de la obra-, surge el nombre del ornitólogo William Henry Hudson, hijo de una familia de residentes británicos con estancias en Chascomús y Quilmes (provincia de Buenos Aires). La lección parece haber sido reveladora: “En forma insensible e inevitable, me había convertido en evolucionista, aunque nunca del todo satisfecho con la selección natural, como la única y suficiente explicación de los cambios en las formas de vida”[27].

En 1864, el director del Museo Público de Buenos Aires, Hermann Burmeister, publicaba en los Anales del Museo Público de Buenos Aires la traducción de un trabajo suyo escrito quince años antes, al que incorporaba las últimas novedades editoriales: On the Origin of Species de Charles Darwin (1859), The Antiquity of Man de Charles Lyell (1863) y Evidence as to Man’s Place in Nature de Thomas Huxley (1863). Aunque Burmeister –como otras personalidades de la época, en Europa y fuera de ella– discutiría el carácter hipotético e indemostrable de los ‘evolucionismos’, fue a través suyo que los ‘evolucionismos’ penetraron en el ambiente vernáculo[28].

Los argumentos esgrimidos por Burmeister eran semejantes a los de otros adversarios de Darwin, como los mencionados Jean Louis Agassiz y Richard Owen. Sus críticas –generalmente sucintas y hasta cierto punto previsibles[29]– iban dirigidas contra la condición conjetural de los principios transformistas: “[L]a verdadera ciencia no debe ocuparse de semejantes ideas, por extravagantes, y porque careciendo de pruebas positivas y científicas se consideran siempre como vanas hipótesis”[30]. Provocador e irreverente, su “desdén antidarwinista” no constituía, empero, ninguna extravagancia[31]. Burmeister tal vez podía ser una excepción en Argentina, pero en términos internacionales sus objeciones eran compartidas por sabios y colegas de probada trayectoria. Aunque en algunos contextos nacionales, como en Francia y Alemania, la oposición al darwinismo estuvo sesgada por pasiones nacionalistas, la ausencia de “pruebas positivas y científicas” –como reclamaba Burmeister[32]– era una exigencia que ni el mismo Darwin podía rebatir. No se trataba de una actitud conservadora ni de un rechazo improcedente, sino de la adherencia a una concepción materialista que anteponía los hechos y la autoridad científica a las explicaciones vulgares y religiosas. Así, por escoger un ejemplo, Luis Brackebusch, uno de los naturalistas alemanes contratado por la Academia Nacional de Ciencias de Córdoba, observaba en 1872 que, si bien el sistema del británico le resultaba “satisfactorio”, los “muchos puntos inciertos y oscuros” lo tornaban vulnerable[33]. Dicho de otro modo, se reconocía el potencial del programa pero se lo ubicaba en el terreno de lo materialmente indemostrable.

Darwin en la ficción literaria

El naturalista Eduardo L. Holmberg dedicó parte de su vida al oficio literario. Dicha vocación, tal vez a contrapelo de sus estudios de medicina, provino en alguna medida de su tránsito por la Academia Argentina de Artes, Ciencias y Letras. Fue naturalista, poeta, y prosista, además de traductor para las revistas Caras y Caretas y Fray Mocho y el periódico El Argentino[34]. Entre los 23 y los 26 años publicó sus dos primeras novelas –o “fantasías científicas”, como acostumbraba rotularlas– tituladas Dos partidos en lucha (1875) y El tipo más original (1878)[35]. Lo interesante de los relatos no residió en el despliegue de un estilo elevado y novedoso, sino en haber expresado por medio de una obra de ficción la recepción del darwinismo en el ambiente científico vernáculo[36].

Dos partidos en lucha es, ante todo, un “juguete literario” (así lo califica el autor), cuyas pautas de desciframiento, como las de todo juguete puesto en contexto, encierran múltiples asociaciones. Es, además, una invitación al sueño, al presentimiento y a la adivinación.[37] Se deduce, pues, que lo que sigue es novela de clave: “[E]sto lo entenderán los que están en antecedentes”, se agrega.[38] Y “en antecedentes”, por supuesto, solo están sus compañeros de la Academia Argentina de Artes, Ciencias y Letras. Novela de clave, deviene entonces (o también) de salón y de culto.

El argumento es sencillo: dos partidos en lucha, Rabianistas y Darwinistas, se disputarán “el dominio de las ideas” en un Congreso Científico, anunciado para el 20 de junio de 1874 en el antiguo Teatro Colón[39]. Lo que no es sencillo, sin embargo, es la decodificación de sobreentendidos, guiños y señales. El primer “juguete” reenviado al contexto aparece en el prólogo, cuando el introductor (Holmberg) advierte que un tal Ladislao Kaillitz (versión levemente modificada de Eduardo Ladislao Holmberg von Kannitz) le confió, poco antes de partir rumbo a Europa, un extraño manuscrito. El extraño manuscrito, cuyo autor es Kaillitz, principia con la narración de un descubrimiento verificado en enero de 1872 durante una expedición a la Patagonia. El hallazgo consiste en un murallón, roído por el paso del tiempo, exhibiendo la siguiente inscripción: “Charles Darwin 1835”[40]. La estrategia de Holmberg –develar a cuenta gotas a “los que están en antecedentes”– se vuelve manifiesta: el viajero Kaillitz no es otro que el viajero Holmberg en sus juveniles correrías tras las huellas de Darwin en Argentina[41].

Luego la trama, súbitamente, se traslada al Buenos Aires de principios de 1874. Lo primero de lo que se informa es de la presencia de “un sabio, demasiado sabio quizá”, al que se invoca por el nombre verdadero: Burmeister[42]. Aunque Kaillitz (Holmberg) no oculta discrepancias, sabe que el sabio merece respeto: “[A]quel sabio era universal […] sus obras siempre habían sido leídas por todos aquellos que anhelaban conocer los orígenes del planeta”[43]. En todo caso, no es su sapiencia lo que está en duda, sino su antojadizo enclaustramiento teórico: “Darwin se había dejado celebrizar viviendo Burmeister”[44].

El segundo “juguete” reenviado al contexto es Francisco P. Paleolitez, portavoz del partido Rabianista. La intervención de Paleolitez adquiere sentido en serie con un tercer “juguete”: Pascasio Grifitz, portavoz del partido Darwinista. Nuevamente, solo “los que están en antecedentes” pueden descifrar el anagrama: Francisco Pascasio Moreno, principal discípulo de Burmeister y fundador del Museo Arqueológico y Antropológico de la provincia de Buenos Aires. El desdoblamiento de Moreno en los personajes de Paleolitez y Grifitz conjuga una disyuntiva: fijismo versus transformismo. El prefijo “paleo”, en el contexto del relato, simboliza el pasado o, mejor aún, la idea de una doctrina perimida. Paleolitez es discípulo de Burmeister, exponente del fijismo en retroceso: “A la manera de un helecho que crece a la sombra de un corpulento roble, había crecido a la sombra de un gran sabio”[45]. Grifitz, en cambio, no reconoce ascendientes, representa lo nuevo: “Sirvo a una doctrina científica: el Darwinismo. Tarde o temprano llegará a ser una doctrina política, y necesito cierto misterio en mi conducta”[46].

El cuarto “juguete” es un “desconocido”, al que se caracteriza como “consumado naturalista”[47]. La estrategia desconcierta: “desconocido” y “consumado naturalista” son, a primera vista, términos refractarios. La situación se torna aún más confusa al saberse que es el propio “desconocido” el solicitante del enmascaramiento: “Sacrificando los laureles que pueda recoger en esta memorable contienda en aras de la doctrina que defiende, nos ha indicado que solo acepta la discusión si se le permite guardar incógnito su nombre”, advierte el Presidente[48]. Del “desconocido” se sabe que es nacido “en las lejanas islas Malvinas”, que sostiene “los principios de la doctrina Darwinista”, y que, antes que “Antropologistas, manifestamos tácitamente que somos geólogos”[49]. La referencia a “las lejanas islas Malvinas” implica una situación de aislamiento. Pero no se trata de un aislamiento geográfico sino de una suerte de indeseado destierro intelectual. Descartada la referencia al darwinismo, que no admite controversia, solo queda un elemento: es geólogo. La alusión a la geología metaforiza la tendencia a arrancar (o conocer) los secretos de la tierra. El desconocido no podría ser otro que el joven Florentino Ameghino.

Los “juguetes literarios” de Dos partidos en lucha no se circunscriben a una galería de personajes con identidades encubiertas, sino que también involucran episodios extraordinarios. En el capítulo IX la escena se transporta a Londres. Dos científicos, Charles Darwin y Richard Owen, se encuentran practicando la disección de un supuesto primate. Avanzada la intervención, advierten que aquello no era un mono sino un Akka (pigmeo de África central)[50].

En el último tercio del siglo XIX las opiniones acerca del estatus biológico de los pigmeos se encadenaban con la presunta existencia, en regiones apartadas, de lo que genéricamente se denominaba “eslabón perdido”. Si bien restringido al hallazgo de fósiles humanos antiguos, el imaginario popular conservó esperanzas respecto al descubrimiento de un sobreviviente actual. Ya incorporado el concepto de evolución “como rasgo familiar en el paisaje de las ideas populares” –habían transcurrido tres lustros de la aparición de On the Origin of Species (1859)– la vulgata científica halló terreno fértil donde sembrar cautivantes mitologías naturalistas[51]. Además de entretener la atención de un público ávido de novedades, aquellas ficciones aportaron a la configuración de una tendencia en proceso: la carrera imperialista.

Precisamente allí han de inscribirse las panegíricas referencias de Holmberg a los “grandes maestros” Jules Verne, Mayne Reid, Camille Flammarion y Louis Figuier[52]. La elección no es, desde luego, inocente. Llevada por Verne a su máxima expresión, la mirada apoteósica de la ciencia y de la técnica devino invocación del proyecto imperial decimonónico. De náufragos a colonizadores, los personajes de La isla misteriosa encarnan el triunfo de la civilización sobre la naturaleza, triunfo que la generación de Holmberg interpretará como la transición de la nación náufraga a la nación civilizada. Aunque menos sutil en el manejo de las formas, los belicosos personajes del capitán Reid se transforman en libertadores de pueblos que se han dejado seducir por los encantamientos de indígenas independentistas: la pacificación “armada” del País de Anahuac (Los tiradores de rifle) comportará alegórico parentesco con la aplicada en el far south argentino. Más allá de lo disparatado del planteo, la doctrina de Pluralidad de Mundos de Flammarion –astrónomo especulativo y divulgador de la tesis de la existencia de alienígenas racionales–, resulta una poderosa metáfora del ideario colonialista… en escala sideral. Por fin, Las razas humanas de Figuier cumple la pedagógica función de organizar la variabilidad étnico-cultural en un esquema estático, en el que las relaciones entre superiores e inferiores codifican el quimérico maridaje entre dominantes y dominados. Por otra parte, la divulgación de temas científicos –a través de la aparición por entregas (folletín) de las obras mencionadas– es, según Holmberg (Kaillitz), la causa del incipiente resurgimiento intelectual: “Debido a esto, las cosas han cambiado, y varios periódicos científicos ven la luz entre nosotros”[53]. Apelando una vez más a la estrategia de entreverar ficción y realidad, el narrador presenta las flamantes conquistas editoriales: “Los Anales del Museo Público, el Boletín de la Academia de Ciencias exactas de Córdoba, los Anales Científicos Argentinos, los Anales de Agricultura de la R. A., y los Anales Entomológicos”[54].

Como no podía ser de otra manera, Dos partidos en lucha concluye con un episodio sensacional: el desembarco de Darwin en el puerto de Buenos Aires el 28 de agosto de 1874. Enterado, mientras practicaba la disección del citado Akka, que en lejanas tierras su teoría era debatida en un Congreso Científico, se presentó ante la reina Victoria solicitando la concesión de un barco ligero (Hound) que le permitiera llegar a las instancias finales del evento. El naturalista es recibido por una gran comitiva –cuya disposición simbolizaba el conflicto político entre liberales y autonomistas– presidida por Sarmiento y Mitre, de un lado, y por Adolfo Alsina y Nicolás Avellaneda, del otro. En la última sesión, tras debatirse sobre el origen de la vida y cuestiones análogas, se replica la esclarecedora experiencia que Darwin y Owen habían realizado en el laboratorio del Zoo. Ante la contemplación de un auditorio ansioso de veredictos, un Akka traído de manos de un enigmático explorador es sometido a los adormecedores efluvios del cloroformo. Se le practica la debida incisión en el quinto espacio intercostal y el resultado, previsto y probado por los hijos de Albión, terminaría desnudando la falacia rabianista: la inmutabilidad de las especies no existe, el Akka es el “eslabón perdido”. Será Paleolitez, entonces, el encargado de anunciar la científica noticia: “[E]n el carácter, pues, de representante del partido Rabianista, declaro que el partido que represento está vencido”[55].

Darwin como símbolo e ideología

Para los naturalistas de la generación de 1880, Darwin representó una novedad difícil de resistir, a la vez que un dispositivo funcional a sus aspiraciones de ascenso intelectual. Si bien no faltaron detractores, la celebración del genio británico cruzó de un extremo al otro a los discursos científicos, ideológicos y de estado.

A partir de la década de 1870, de la mano de algunos miembros de la generación científica de recambio, la “gran doctrina” empezaría a ejercer meridiana influencia. En 1875, el polifacético Eduardo L. Holmberg, tal vez el principal divulgador (o al menos el más entusiasta), entregaba a la Imprenta de El Argentino -como ya se indicó- una curiosa novela cuyo argumento ficcionalizaba la alborotada recepción de Darwin en los medios ilustrados porteños (ver la última sección del presente artículo). Poco más tarde, en 1877, Estanislao Zeballos depositaba en la biblioteca de la Sociedad Científica Argentina el Voyage d’un naturaliste (París, Reinwald, 1875) y la primera traducción al español de Origen de las especies por medio de la selección natural o la conservación de las razas en la lucha por la existencia (Madrid, Perrojo, 1877). Ese mismo año, el residente británico John Coghlan, enterado del hallazgo del túmulo de Campana (provincia de Buenos Aires), manifestaba su interés por hacerse con uno de los esqueletos desenterrados “para remitírselo a los célebres sabios ingleses Owen y Darwin”[56]. A fines de 1877, habiéndose aprobado por unanimidad el nombramiento de Darwin como “socio honorario” de la Sociedad Científica Argentina, Walter Reid entregaba personalmente el diploma correspondiente[57].

Lo cierto es que el evolucionismo iba a generar distinto tipo de reacciones. Discípulos de Burmeister, como Ramón Lista, seguirían predicando las lecciones del creacionismo y el catastrofismo tradicionales[58]. Otros, en cambio, optarían por una actitud pacificadora, como Estanislao Zeballos, en defensa de una suerte de aristocracia de los “príncipes de la sabiduría”[59]. Y por último estaban los apologistas: Eduardo Holmberg, Florentino Ameghino y Domingo F. Sarmiento. Lo interesante es que las intervenciones de los apologistas no se limitaron a la página escrita, alcanzando plenitud en el ámbito de la conferencia y la tribuna. Estaban convencidos del poder transformador de la nueva religión laica y la conferencia y la tribuna eran, en efecto, los equivalentes profanos del sermón y el santuario.

Las conferencias tuvieron en común dos cuestiones: fueron auspiciadas por corporaciones científicas (Círculo Médico e Instituto Geográfico Argentino) y resultaron homenajes en ocasión de la muerte de Darwin. La primera corrió por cuenta de Holmberg. El objetivo –implícito en algunos pasajes, deliberadamente explícito en otros– era exponer las “razones que se oponen muy vivamente” a la difusión de “los principios de la gran doctrina” en el medio local[60]. Como era previsible, el énfasis se colocó en Burmeister y su sostenido combate contra las teorías evolucionistas de Carl Vogt, Thomas Huxley, Herbert Spencer y el propio Darwin. Se lo acusó de inspirar “horror a la ciencia” y de oponerse “al darwinismo por la única razón plausible de que no se llama burmeisterismo”[61]. La conferencia de Ameghino adoptó un tono semejante, aunque privilegiando la exposición de las aportaciones evolucionistas fundamentales. Lo cierto es que, sin nombrarlo, Burmeister también quedaba atrapado en las generales de la crítica: según Ameghino, los adversarios del darwinismo estaban contenidos en “la ley transformista del atavismo intelectual”[62]. La conferencia de Sarmiento fue equidistante y respetuosa. Si bien ya había dado muestras de adhesión a la doctrina del británico, se mostró condescendiente con el prusiano: “No me atrevería a tener opinión propia sobre la teoría de Darwin, en presencia de mi ilustre amigo el sabio Burmeister”[63]. Según Sarmiento, la pampa argentina constituía el ejemplo irrecusable de la vigencia del darwinismo: “Hay en nuestro país centenares de estancieros, criadores de ovejas y de otros animales [...] que leen de corrido a Darwin, con sus puntos y comas, cuando trata de la variación por la selección natural, pues ellos la hacen artificial, escogiendo a los reproductores”[64].

Las referencias de Ameghino a la obra de Darwin no iban más allá de la propaganda comprometida, de la defensa de un ideal al que los jóvenes no debían dar la espalda. El estudio de la antigüedad del hombre en el Plata no dependía de la aplicación del principio de selección natural, sino del hallazgo de evidencias que confirmaran o rebatieran las hipótesis. En ese sentido, si bien Ameghino se empeñaba en diferenciarse de Burmeister, el tenor de sus trabajos estaba más en sintonía con el del prusiano que con el del propio Darwin. En definitiva, a la hora de buscar aliados internacionales, no era a los transformistas a los que Ameghino recurría sino a los herederos de Cuvier: Paul Gervais, Ernest-Theodore Hamy, Armand de Quatrefages y Paul Topinard.

Consideraciones finales

El proceso de transferencia y aclimatación de una idea, doctrina o corriente científica es inseparable de las condiciones del medio en que se produce. Se trata de un fenómeno complejo en el que intervienen factores, motivaciones e intereses de la más diversa índole. Si bien en términos generales suele hablarse de la era de tal o cual escuela, sus manifestaciones situadas tienden a adoptar configuraciones heterogéneas, no necesariamente congruentes con los conceptos de referencia. Los agentes interesados en la difusión, sean individuos o grupos, aunque identificados con las ideas que representan, a menudo combinan sus elecciones intelectuales con aspiraciones generacionales, políticas e institucionales.

Indudablemente, al tratarse de una doctrina innovadora que ponía en entredicho creencias establecidas, las ambigüedades y controversias no podían pasar inadvertidos. Que los jóvenes estudiosos se declararan militantes darwinistas y se aprovecharan del golpe asestado a sus ascendientes no resultaban circunstancias inesperadas. En todo caso, lo que transformó al darwinismo en una doctrina popular fue el apostolado ejercido tanto por los profesores de las escuelas normales como por los intelectuales de orientación socialista o anarquista, al amparo de los planes de laicización como política de estado.

De cara a los jóvenes aspirantes, el evolucionismo funcionó como usina superadora de aparatos eruditos (el sistema linneano y sus derivaciones) incapaces de aplicarse al estudio de las causas naturales del cambio orgánico. Junto con ello, la aparición de nuevos campos del saber (embriología, citología, microbiología, etc.), lo que posibilitaría la configuración de un nuevo tipo intelectual: el especialista. Interpretado en clave de “selección natural”, el especialista vendría a representar la variedad mejor adaptada a las transformaciones operadas en el medioambiente científico de la época; por oposición, el sabio constituiría –como la “vaca ñata” de Francisco J. Muñiz– una raza o especie en extinción.

Los enemigos del darwinismo no procedían –al menos no en su mayoría– de la comunidad científica, sino de asociaciones y grupos ligados al clero, para los que la “educación naturalista” atentaba contra “los derechos de la Iglesia y los derechos de la familia”[65]. En ese marco, la defensa del evolucionismo se asumiría como una lucha entre las fuerzas de la razón y las tinieblas de la ignorancia. Más allá de los intentos de nacionalización de la obra, la recepción del darwinismo constituyó un fenómeno de época, un elemento más de aquel zeitgeist conformado al calor de las corrientes naturalistas, cientificistas y positivistas de la Argentina finisecular.


Notas

[1] Podgorny Irina, “La descendencia argentina de Henri Ducrotay de Blainville: hacia un mapa del pensamiento transformista entre los paleontólogos del Plata (1860-1910)”. In Marisa Miranda y Gustavo Vallejo (comps.), Darwinismo social y eugenesia en el mundo latino, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2005.
[2] Bowler Peter, El eclipse del darwinismo. Teorías evolucionistas antidarwinistas en las décadas en torno a 1900, Barcelona, Labor, 1985.
[3] Cf. Podgorny, op. cit.
[4] Sobre los fenómenos de “recepción” de ideas científicas en general –y del darwinismo en particular– en América Latina, ver: Pruna, Pedro, “La recepción de las ideas de Darwin en Cuba, durante el siglo XIX”, Quipu, septiembre-diciembre de 1984, vol. 1, n° 3, p. 369-389; Pyenson, Lewis, “Functionaries and Seekers in Latin America: Missionary Diffusion of the Exact Sciences, 1850-1930”, Quipu, septiembre-diciembre de 1985, vol. 2, n° 3, p. 387-420; Safford, Frank, “Acerca de la incorporación de las ciencias naturales en la periferia: El caso de Colombia en el siglo XIX”, Quipu, septiembre-diciembre de 1985, vol. 2, n° 3, p. 423-435; Glick, Thomas, Miguel Ángel Puig-Samper y Rosaura Ruiz (Comps.), The reception of Darwinism in the Iberian world, Boston Studies in the philosophy of science, vol. 221, Boston, Kluwer AcademicPublisher, 2001; Miranda, Marisa y Gustavo Vallejo (Comps.), Darwinismo social y eugenesia en el mundo latino, Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2005.
[5] Saldaña, Juan José, “Introducción (V. Historia Social de la Ciencia y la Tecnología)”. In Mario Albornoz, Pablo Kreimer y Eduardo Glavich (Comps.), Ciencia y sociedad en América Latina, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 1996; Lafuente, Antonio, “Enlightenment in an Imperial Context: Local Science in the Late-Eighteenth-Century Hispanic World”, Osiris, 2000, n° 15, p. 155-173.
[6] Perazzi, Pablo, “Derroteros de una institución científica fundacional: el Museo público de Buenos Aires, 1812-1911”, Runa. Archivo para las ciencias del hombre, 2008, n° 29, pp. 187-206.
[7] Vilardi, Julián, “La fundación del Museo público de Buenos Aires”, Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas, 1943, (vol. XXI), n° 27, p. 301.
[8] Pomian Krzysztof, Collectionneurs, amateurs et curieux. Paris, Venise : XVIe - XVIIIe siècle, París, Gallimard, 1987, p. 49.
[9] Podgorny Irina, “La mirada que pasa: museos, educación pública y visualización de la evidencia científica”, História, Ciências, Saúde-Manguinhos, 2005, n° 12, p. 231-264.
[10] Podgorny Irina, “De la santidad laica del científico: Florentino Ameghino y el espectáculo de la ciencia en la Argentina moderna”, Entrepasados. Revista de historia, 1997, (vol. VI), n° 13, p. 37-61.
[11] Fontana Luis Jorge, “Investigaciones recreativas sobre historia natural sud-americana”, La Revista de Buenos Aires, 1870, (vol. VIII), n° 83, p. 411.
[12] Holmberg Eduardo, 1878. “Una excursión por el Río Luján”. El naturalista argentino. Revista de Historia Natural, 1878, (vol I), n° 5, p. 137.
[13] Holmberg Eduardo, El joven coleccionista de historia natural en la República Argentina, Buenos Aires, Talleres Gráficos L. J. Rosso y Cia., 1905, p. 97.
[14] A propósito de ello, el propio Darwin manifestaría: “Creo que una línea recta trazada en todas direcciones a través de las Pampas cortaría algún esqueleto o algún montón de huesos” (Darwin, Carlos, Viaje de un naturalista alrededor del mundo, Madrid, Espasa Calpe, p. 107).
[15] González Bernaldo de Quirós, Pilar, Civilidad y política en los orígenes de la nación argentina. Las sociabilidades en Buenos Aires, 1829-1962, Buenos Aires, FCE, 2008, p. 274.
[16] Mantegari, Cristina, Germán Burmeister. La institucionalización científica en la Argentina del siglo XIX. Buenos Aires, Universidad Nacional de San Martín, 2003.
[17] Agulhon, Maurice, El círculo burgués. La sociabilidad en Francia, 1810-1848. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2009.
[18] Cortazar, Augusto, “Juan B. Ambrosetti. El hombre, su época y su obra folklórica”, In Juan Bautista Ambrosetti, Viaje de un maturrango, Buenos Aires, Centurión, 1961, p. 223.
[19] Conviene recordar, no obstante, que Darwin ya había estado en Buenos Aires durante un día, el 2 de agosto de 1832 (Hanon, Maxine, Diccionario de británicos en Buenos Aires, Buenos Aires, Edición del autor, 2005).
[20] La primera edición del Journal es de 1839 (Londres, Henry Colburn). Las citas que siguen provienen de la versión española de 1921 de la segunda edición inglesa (Londres, John Murray, 1945). Ejemplares de la primera y segunda ediciones inglesas se encuentran en la Biblioteca Americana del Museo Mitre (Argentina).
[21] Palcos, Alberto, Nuestra ciencia y Francisco Javier Muñiz, La Plata, Biblioteca de Humanidades, 1943.
[22] Muñiz, Francisco [1845] 1953. “El Muñifelis bonaerensis”, In Francisco Muñiz, Escritos Científicos, Buenos Aires, W. M. Jackson Inc, [1845] 1953, p. 44.
[23] Dichas preguntas eran: “1° Si hay alguna tradición de cómo o cuándo vino a esta Provincia o de dónde se origina la cría llamada ñata, en los animales vacunos; 2° Si un toro o vaca de la cría ñata, siempre produce terneros de la misma cría; 3° Cuando un toro ñata copula con una vaca común, si resulta la cría como el padre como la madre o intermedia; 4° Si son las terneras aproximadamente unas a otras; 5° Cuando un toro común se cruza con una vaca ñata, cuál es el resultado en los casos mencionados en las preguntas 2°, 3° y 4°; “Se suplica una descripción de la apariencia respecto al pelo, tamaño, genio o disposición o cualesquiera otros hechos relativos a la cría ñata; 7° Si tiene esta cría alguna ventaja sobre las otras, por la cual se la fomenta” (Cf. Palcos, op. cit., p. 139-140).
[24] La versión completa de la Contestación se encuentra en Palcos op. cit.
[25] En la edición de 1839 no hay ninguna referencia ni a Muñiz ni al mencionado manuscrito.
[26] Darwin Carlos, Viaje de un naturalista alrededor del mundo, Madrid, Espasa Calpe, 1921, p. 208.
[27] Hudson en Montserrat, Marcelo, Ciencia, historia y sociedad en la Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, CEAL, 1993, p. 32.
[28] Cf, Podgorny, op. cit.
[29] En “La paleontología actual en sus tendencias y sus resultados”, Burmeister afirmaba: “El célebre autor inglés Ch. Lyell ha reunido en su obra The antiquity of men todos los documentos que atestiguan la existencia antidiluviana del hombre; y otro sabio inglés, el Sr. J. Huxley se ha impuesto la tarea de demostrar en una obra especial, que el hombre no es otra cosa que la prole del mono, aplicando al género humano la teoría de Ch. Darwin, a saber, que todos los animales de las épocas posteriores son metamorfosis de otros más antiguos correspondientes a épocas anteriores” (Burmeister, Germán, “La paleontología actual en sus tendencias y sus resultados”, Anales del Museo Público de Buenos Aires, 1864, vol. I, p. 20).
[30] Cf. Burmeister, op. cit., p. 20.
[31] Cf. Montserrat, op. cit., p. 34.
[32] Cf. Burmeister, op. cit., p. 20.
[33] Anales de la Sociedad Científica Argentina, I, 1876, p. 41-42.
[34] Entre las traducciones, además de El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, cabe mencionar “La última galera” –del mismo autor– y la primera parte de Los documentos del Club Pickwick de Charles Dickens.
[35] Para otras interpretaciones de la producción literaria de Holmberg, ver: Pagés Larraya, Fernando, “Estudio preliminar”, In Eduardo, Holmberg, Cuentos fantásticos, Buenos Aires, Edicial, [1960] 1994; Montserrat, Marcelo, op. cit.; Marún, Gioconda, “Darwin y la literatura argentina”, La Torre, 1998, n° 9, vol. III, p. 551-577; Marún, Gioconda, Eduardo L. Holmberg. Cuarenta y tres años de obras manuscritas e inéditas (1872-1915. Sociedad y cultura de la Argentina moderna, Frankfurt /Madrid, Iberoamericana, 2002; Gasparini, Sandra y Claudia Roman, “Fauna académica. Las “calaveradas perdonables” de Eduardo L. Holmberg”, In Eduardo Holmberg, El tipo más original y otras páginas. Buenos Aires, Simurg, 2001; Asúa, Miguel de, Ciencia y literatura. Un relato histórico, Buenos Aires, EUDEBA, 2004.
[36] Según Miguel de Asúa, el “caso de las novelas de Holmberg es el más representativo dentro de la literatura argentina de las transferencias y metamorfosis entre los discursos científico y literario a fines del siglo XIX” (Cf., Asúa, op. cit., p. 143-144).
[37] “Se sueña, se presiente, se adivina”, es paráfrasis de Rafael Obligado elegida por Holmberg como clave propiciatoria del relato (Holmberg, Eduardo, Dos partidos en lucha. Fantasía científica, Buenos Aires, Imprenta de El Argentino, 1875, p. 6).
[38] Holmberg, Eduardo, op. cit., p. 7.
[39] “La prensa bonaerense estaba dividida en dos bandos: Darwinistas y Rabianistas, y representaba cada cual a su partido, según su pasión, su razón o su ciencia, con más o menos probabilidades de buen éxito. El 19 de junio [de 1874] todos los diarios dedicaron preciosos artículos a tan seria cuanto trascendental cuestión, pues el 20 por la noche el Congreso Científico debía celebrar su primera sesión pública” (Cf., Holmberg, op.cit., p. 49-54).
[40] Aquí Holmberg cometió un pequeño aunque curioso equívoco: Darwin estuvo en Argentina entre agosto de 1833 y mayo de 1834. En 1835 se encontraba en las islas Galápagos, en las vísperas de su retorno a Inglaterra (Holmberg, op. cit., p. 3).
[41] En enero de 1872 Holmberg participó de una expedición a la costa norpatagónica auspiciada por la Sociedad Científica Argentina.
[42] Cf., Holmberg, op. cit., p. 7.
[43] Cf., Holmberg, op. cit., p. 7.
[44] Cf., Holmberg, op. cit., p. 9.
[45] Cf., Holmberg, op. cit., p. 17.
[46] Cf., Holmberg, op. cit., p. 45.
[47] Cf., Holmberg, op. cit., p. 56.
[48] Cf., Holmberg, op. cit., p. 57.
[49] Cf., Holmberg, op. cit., p. 57-59.
[50] Vale añadir que Dos partidos en lucha contiene, a modo de apéndice, la traducción de Holmberg de un artículo de Paul Broca titulado “Los Akkas. Raza pigmea del África central”.
[51] Jastrow, Robert, “El trasfondo de la teoría de Darwin”, In Charles Darwin, Textos fundamentales, Barcelona, Ediciones Altaya, 1993, p. 273.
[52] Cf., Holmberg, op. cit., p. 71.
[53] Cf., Holmberg, op. cit., p. 71.
[54] Cf., Holmberg, op. cit., p. 71.
[55] Cf., Holmberg, op. cit., p. 138.
[56] Zeballos en Candiotti, Osvaldo, Revista del Archivo de la Sociedad Científica Argentina. Primera parte (1872-1878), Buenos Aires, Coni, 1891, p. 175.
[57] Anales de la Sociedad Científica Argentina, 1877, t. V, p. 174.
[58] En Mis exploraciones y descubrimientos en la Patagonia, Lista afirmó: “¡La lucha por la existencia! He ahí la bella frase con que el naturalista inglés pretende explicar la desaparición de las viejas creaciones, pero la teoría transformista no puede acallar nuestras dudas” (Lista, Ramón, “Mis exploraciones y descubrimientos en la Patagonia, 1877-1880”, In Ramón Lista, Obras I, Buenos Aires, Confluencia, [1880] 1998, p. 203).
[59] Anales de la Sociedad Científica Argentina, 1877, t. V, p. 154.
[60] Holmberg Eduardo, Carlos Roberto Darwin. Buenos Aires, Establecimiento Tipográfico de “El Nacional”, 1882, p. 18-19.
[61] Cf. Holmberg, op. cit., p. 93-105.
[62] Ameghino Florentino, Obras completas y correspondencia científica, Tomo II. La Plata: Taller de Impresiones Oficiales, [1882] 1914, p. 55.
[63] Sarmiento Domingo, “Darwin. Conferencia leída en el Teatro Nacional después de la muerte de Darwin (30 de mayo de 1882)”, In Domingo Sarmiento, Obras 22, Buenos Aires, Librería La Facultad, [1882] 1913, p. 107.
[64] Cf., Sarmiento, op. cit., p. 109-110.
[65] Estrada, José, “El naturalismo y la educación”, In José Estrada, Discursos, Buenos Aires, Ediciones Estrada, [1880], 1946, p. 231-232.
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Para citar este artículo. Referencia electrónica
Pablo Perazzi, « Ciencia, cultura y nación: la recepción del darwinismo en la Argentina decimonónica », Nuevo Mundo Mundos Nuevos, Debates, 2011, [En línea], Puesto en línea el 29 septiembre 2011. URL : http://nuevomundo.revues.org/61993.

Autor
Pablo Perazzi
Universidad de Buenos Aires. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.
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