Paloma Uría

Las mujeres y la globalización

(Página Abierta, 124, marzo 2002)

A veces las palabras adquieren gran opacidad, especialmente cuando se utilizan para referirse de manera simplista a conceptos complejos y opacos en sí mismos. Algo de esto ocurre con el término globalización. Aunque, en sentido estricto, con esta palabra se suele definir la actual internacionalización del capital y sus efectos, es frecuente que en su uso acabe abarcando y pretendiendo designar la estructura social a escala mundial, en toda su complejidad.

Así utilizado el término, es normal que, en ámbitos de la izquierda, por donde ha pasado el pensamiento feminista y se considera políticamente correcto contemplar la situación de las mujeres, se deje siempre un espacio para relacionar a las mujeres con la globalización, y así, “Mujer y Globalización” se ha convertido en un título obligado en jornadas y debates de los más diversos foros.

Excuso decir que esta preocupación y este interés son muy saludables y que todo lo que sea combatir la invisibilidad de las mujeres me parece oportuno. También debo destacar que muchos de los trabajos dedicados a denunciar, por ejemplo, la sobreexplotación a que las multinacionales someten a las mujeres del llamado Tercer Mundo son imprescindibles. Por otra parte, en el movimiento antiglobalización participan muchas mujeres y es encomiable su esfuerzo por introducir una perspectiva feminista tanto en el funcionamiento del propio movimiento como en los trabajos que se elaboran.

Dónde está el problema

¿En dónde está, pues, el problema? ¿Por qué extrañarse de que se hable de las mujeres y la globalización? El problema, a mi modo de ver, está en el enfoque que se da habitualmente a los análisis; en el sistema de razonamiento que se utiliza y que retrotrae a épocas que parecían superadas.

Por una parte, esta pretensión de generalización, esta tendencia a utilizar el término globalización para referirse a la sociedad a escala mundial hace que el movimiento antiglobalización adquiera, en sus foros y debates, la apariencia y, quizá, la pretensión de luchar contra todas las injusticias y opresiones, entre ellas, la opresión de las mujeres, y con ello da la impresión de querer englobar o sustituir a otros movimientos, entre ellos el feminista; pretensión inútil, dada la diversidad de los colectivos de mujeres, y que, además, está en contradicción con una práctica que, como sabemos, se centra en la actividad contra los foros del poder económico mundial. Como señala A. Recio (1), el movimiento antiglobalización tiene que entroncar con “esta variedad de movimientos y experiencias sociales progresistas”, pero debe hacerlo con humildad en sus objetivos y con todo el respeto debido a la autonomía de otros movimientos que, aunque no muy articulados hoy, tienen años de experiencia en los debates, análisis y luchas; me refiero, al menos, al movimiento feminista o a los grupos de mujeres que trabajan en ámbitos específicos relacionados con la opresión de las mujeres. No se trata, pues, de sustituir ni de englobar, sino de conectar y articular experiencias y actividades.

Por otra parte, en algunos de los documentos que se han aportado en los citados debates sobre “mujer y globalización” se puede advertir la tendencia a buscar una causa única que explique el desorden del mundo, ahora a escala planetaria, y, mira por dónde, esta causa vuelve a ser económica. El capital, en su fase “superimperialista”, que diría Lenin, sirve otra vez para explicar un roto y un descosido. Y así nos encontramos con que las multinacionales son responsables no sólo de los bajos salarios que perciben los trabajadores y trabajadoras del Tercer Mundo (lo que es indudable), sino también de que sean las mujeres las que cobren menos; la globalización es la responsable del aumento de la miseria y de la emigración en determinados países y, por lo tanto, de la prostitución (¡el oficio más viejo del mundo!); el militarismo estadounidense fomenta las guerras, las guerras crean un clima de violencia y la violencia se traduce en más violaciones de mujeres (razonamiento concatenado impecable); incluso se afirma que la miseria y el desempleo que se producen en muchos países abrumados por la deuda externa, etc., aumentan el malestar de las familias y, por lo tanto, los malos tratos hacia las mujeres (2)...

¿Dónde ha quedado el llamado análisis específico de la opresión de las mujeres? ¿Dónde el conflicto entre los hombres y las mujeres? ¿Dónde el patriarcado o sistema de sexo/género?...

Vuelve a ser una tarea necesaria responder a preguntas como por qué las mujeres cobran salarios inferiores a los de los hombres, por qué son víctimas de los malos tratos de sus parejas, por qué sufren violaciones como represalia en las guerras. Y en la búsqueda de respuestas tendremos que reflexionar, de nuevo, sobre la dominación masculina, sobre las relaciones de poder en la familia, sobre el papel subordinado de la mujer en la sociedad… Y para ello tendremos que descender a la realidad concreta y advertir las semejanzas y diferencias de las mujeres en los distintos países y culturas, sus contradicciones con los hombres de sus propios pueblos, y comprender en qué medida los factores económicos influyen en esta situación, junto con otros factores relacionados con las costumbres inveteradas, las religiones, el nivel de instrucción, la independencia económica, etc. Solamente una apreciación correcta de la realidad nos ayudará a combatir y tratar de erradicar la opresión y marginación de las mujeres.

¿Vuelta a empezar?

El pensamiento de la vieja izquierda, en sus diversas manifestaciones, encontraba una causa final, una explicación global para todas las injusticias, males y opresiones, que, en última instancia, era la estructura económica capitalista. El feminismo de la década de los setenta nació en polémica con esta concepción y buscó causas y explicaciones específicas para la opresión de las mujeres; combatió el economicismo y la reducción del problema a la estructura económica; destacó las contradicciones con los hombres, su responsabilidad en la opresión que sufren las mujeres, y denunció el machismo de la sociedad patriarcal; subrayó el papel de los hábitos y tradiciones patriarcales y el papel de las religiones y la moral tradicional en la marginación de las mujeres; advirtió la relativa semejanza de muchos de los problemas de las mujeres (opresión, marginación, represión sexual, violencia…), base común en tanto que grupo oprimido, a pesar de la diversidad social.

Todas estas reflexiones han conferido a las teorías feministas y a su práctica social un carácter innovador y rupturista. Con ellas, el feminismo contribuyó a la puesta en cuestión de los llamados “grandes relatos”, del economicismo y, en última instancia, de las pretensiones globales de las explicaciones decimonónicas (3).

Este feminismo fue asumido -de forma más o menos superficial- por la izquierda durante al menos dos décadas, aunque todo ello parezca ahora borrado de un plumazo. Fue una pelea difícil, que exigió grandes esfuerzos dialécticos y una importante organización de las mujeres para presionar y hacer ver a los partidos y organizaciones de izquierda la justeza y la especificidad de la lucha de las mujeres, para hacerles comprender que no se podía dejar al albur de una futura revolución la solución de problemas que ni siquiera se habían considerado, y que el peligro de “división de la clase obrera” (4) era muy inferior al peligro de no combatir la opresión en el seno de dicha clase.

Creíamos haber ganado la batalla; pero no ha sido así, y hoy la pelea se presenta más difícil. Entonces podíamos decir, cargadas de razón, “¡Eh, acordaos de nosotras!; no os olvidéis de nuestra opresión”. Pero hoy todo el mundo es feminista y nadie se olvida de nombrarnos. El peligro reside en que nos convirtamos en poco más que un nombre -la mujer-, en una coartada o pretexto para sentirse “políticamente correcto”, una concesión a lo secundario para poder centrase y dirigir todos los esfuerzos a lo que de verdad importa: la protesta contra la globalización económica que, evidentemente, afecta también a las mujeres, pero que no explica una gran parte de la violencia que éstas sufren.

Puede que en el interior de algunos movimientos antiglobalización vuelva el temor a dividir a los hombres y a las mujeres y a “distraerlos de la lucha contra el enemigo principal” (vagamente definido pero bien representado en el imperialismo yanki, el poder de las multinacionales y del FMI), y en esta empresa queda, de nuevo, diluida la particular situación de las mujeres y las causas múltiples que están implicadas, entre ellas, la responsabilidad y, muchas veces, la complicidad masculina, la estructura de las familias, el universo ideológico ancestral heredado, la moral adquirida, el papel de las religiones, el sexismo en la construcción de la masculinidad y la feminidad, y un largo etcétera.

No se intenta aquí desvalorizar el impulso de incorporación de las mujeres a la lucha solidaria en que está inmerso el movimiento antiglobalización. Repito que me parece de gran valor la denuncia específica que se hace de los sufrimientos de las mujeres, porque es evidente que siempre los más débiles están abocados a una mayor explotación. Pero junto a ello, es imprescindible recuperar y denunciar lo que de particular tiene la situación de las mujeres y, huyendo de análisis simplistas, analizar la realidad social, que es compleja y contradictoria. No debemos permitir que una nueva versión del pensamiento más economicista se cuele por la puerta de atrás cuando aún la izquierda no ha saldado cuentas con las viejas versiones; ni que el feminismo quede domesticado y se haga desaparecer su fuerza radical y su independencia en tanto que movimiento autónomo y específico.

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(1) Página Abierta nº 117, julio 2001, página 34.

(2) Y sin embargo, una encuesta reciente reflejaba que el 40% de las finlandesas sufre violencia doméstica. Esto ocurre en Finlandia, un país rico y con una larga tradición de igualdad e incorporación de la mujer a la vida política y laboral (El País, 21-8-98).

(3) Aunque, por otra parte, en ocasiones, construyó otras teorías igualmente pretenciosas y globalizantes; pero ésta es otra cuestión.

(4) Una preocupación muy presente en los partidos de izquierda desde que se convirtieron en partidos de masas, y uno de los argumentos más frecuentes para rechazar la introducción de perspectivas feministas en su seno, pues era evidente que muchas de las reivindicaciones de las mujeres chocaban con ciertos privilegios y costumbres de los hombres de izquierda. La unidad de la clase obrera era un valor en sí que no se podía debilitar so pena de debilitar su fuerza.


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